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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Humor, Relato

Pájaro de celda (20 page)

BOOK: Pájaro de celda
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Nos conocimos así: ella se presentó en la pequeña oficina de
The Bay State Progressive
en Cambridge, al principio de mi último curso, diciendo que haría absolutamente cualquier cosa que le mandase siempre que con ello mejorara la situación de la clase obrera. La nombré encargada de ventas, le encomendé la tarea de llevar el periódico a las puertas de las fábricas y a las colas de necesitados, etc. Entonces era una cosita flacucha, pero muy entera y alegre y muy ostentosa debido a su melena pelirroja. Odiaba mucho el capitalismo porque su madre fue una de las que murieron envenenadas por radio después de trabajar para la Wyatt Clock Company. Su padre había quedado ciego por beber alcohol metílico siendo vigilante nocturno de una fábrica de betún.

En fin, lo que quedaba de Mary Kathleen inclinó la cabeza, correspondiendo modestamente a mi confirmación de que había sido una buena encargada de distribución, y nos mostró su coronilla a Leland Clewes y a mí: tenía una calva del tamaño de un dólar de plata. La tonsura que la orlaba era rala y blancuzca.

Leland Clewes me diría más tarde que estuvo a punto de desmayarse. Era la primera vez que le veía una calva así a una mujer.

No pudo soportarlo. Cerró los ojos azules y se volvió.

Cuando volvió a mirarme virilmente, evitó mirar directamente a Mary Kathleen, como el mitológico Perseo había evitado mirar a la cara a la Gorgona.

—Tenemos que vernos pronto —dijo.

—Sí —dije yo.

—Pronto tendrás noticias mías —dijo.

—Eso espero —dije.

—Tengo prisa —dijo.

—Comprendo —dije.

—Cuídate —dijo.

—Lo haré —dije.

Y se fue.

Las bolsas de plástico de Mary Kathleen aún descansaban alrededor de mis piernas. Yo estaba tan inmovilizado y resultaba tan llamativo como Santa Juana de Arco en el poste de la hoguera. Mary Kathleen aún me tenía cogido por la muñeca y no bajaba la voz.

—Ahora que te he encontrado, Walter —gritaba— ¡no volveré a dejarte marchar!

En ninguna parte del mundo se representaban ya obras como aquélla. Por si puede ser útil para los empresarios modernos: Puedo atestiguar por experiencia personal que el melodrama aún puede atraer a grandes multitudes, siempre que la protagonista hable a voces y muy claro.

—Siempre me decías que me querías muchísimo, Walter —gritaba—. Pero luego te fuiste y nunca volví a tener noticias tuyas. ¿Sólo querías engañarme?

Puede que yo emitiese algún sonido de respuesta. «Ejem», quizás, o «sss».

—Mírame a los ojos, Walter —dijo ella.

Desde un punto de vista sociológico, este melodrama era, sin duda, tan fascinante como
La cabaña del Tío Tom
antes de la guerra de secesión. Mary Kathleen O’Looney no era la única señora de las de bolsas de plástico de los Estados Unidos de Norteamérica. Había miles y miles en las grandes ciudades de todo el país. Andrajosos regimientos que había producido accidentalmente, y sin ningún objetivo visible, la gran maquinaria de la economía. Otro sector de la máquina estaba lanzando asesinos recalcitrantes de diez años y drogadictos y torturaniños y otras muchas cosas malas. La gente afirmaba estar investigando. En un futuro próximo había que hacer ciertas reparaciones no especificadas.

Entretanto, la gente de buen corazón sentía repugnancia por todos estos trágicos subproductos de la economía, lo mismo que había sentido repugnancia por la esclavitud de los seres humanos poco más de cien años atrás. Mary Kathleen y yo éramos un milagro por el que nuestro público debía haber rezado una y otra vez: la salvación de una de las señoras de bolsas de plástico, al menos, por un hombre que la conocía bien.

Había gente llorando. Hasta yo mismo estaba casi a punto de llorar.

—Abrácela —dijo una mujer.

Lo hice.

Y me vi, de pronto, abrazando un manojo de ramitas secas envueltas en puros andrajos. Y entonces fue cuando yo también rompí a llorar. Y era la primera vez que lloraba desde que había encontrado muerta a mi esposa en la cama una mañana... allá en mi chalecito de Chevy Chase, Maryland.

15

Mi nariz, gracias a Dios, había dejado de funcionar por entonces. Las narices suelen ser así de misericordiosas. Ellas te informan de que una cosa huele horriblemente. Si de todos modos sigues junto a ella, la nariz llega a la conclusión de que el olor no debe ser tan malo en realidad. Y entonces se bloquea, acatando una sabiduría superior. Por eso podemos comer queso de Limburger... o
abrazar
a la hedionda ruina de una antigua novia en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y dos.

Por un momento, pareció como si Mary Kathleen se hubiera muerto en mis brazos. Para ser del todo sincero, he de decir que no me hubiese importado gran cosa. ¿A dónde podía llevármela yo, en realidad? ¿Qué podía ser mejor para ella que recibir el abrazo de un hombre que la había conocido cuando era joven y hermosa e irse inmediatamente al cielo?

Habría sido maravilloso. Pero yo nunca habría llegado a convertirme en vicepresidente ejecutivo de la sucursal Down Home Records de la RAMJAC Corporation. Quizás en este momento estuviese durmiendo una mona en el Bowery, mientras un monstruo juvenil me empapaba en gasolina y me prendía fuego con su encendedor Cricket.

Mary Kathleen habló entonces con mucha suavidad.

—Dios te ha enviado a mí, sin duda —dijo.

—Vamos, vamos —dije. Seguía abrazándola.

—Ya no hay nadie en quien poder confiar —dijo ella.

—Bueno, bueno —dije yo.

—Todos andan detrás de mí —dijo ella—. Quieren cortarme las manos.

—Vamos, vamos —dije yo.

—Creí que habías muerto —dijo.

—No, no.

—Creí que todos estaban muertos, salvo yo.

—Vamos, vamos —dije.

—Aún creo en la revolución, Walter —dijo.

—Me alegro,

—Todos los demás perdieron el valor —dijo—. Yo nunca lo perdí.

—Te felicito —dije.

—Nunca dejé de trabajar por la revolución —dijo.

—Estoy seguro de ello —dije yo.

—Te sorprenderías si supieses —dijo.

—Llévela a darse un baño caliente —dijo uno de los mirones.

—Dele algo de comer —dijo otro.

—La revolución es inminente, Walter... va a llegar antes de lo que tú te imaginas —dijo Mary Kathleen.

—Tengo una habitación en un hotel donde podrás descansar un rato —dije—. Tengo un poco de dinero, no mucho, pero algo.

—Dinero —dijo ella, y se echó a reír. Su actitud despectiva y jocosa hacia el dinero no había cambiado. Era exactamente la misma que cuarenta años atrás.

—¿Quieres que vayamos? —dije—. Queda cerca de aquí.

—Conozco un sitio mejor —dijo ella.

—Dele vitaminas —dijo otro mirón.

—Sígueme, Walter —dijo Mary Kathleen. De nuevo se estaba haciendo fuerte. Fue ella quien se separó ya de mí, y no al revés. Su voz volvía a ser ronca y estridente. Recogí tres de sus bolsas y ella cogió las otras tres. Nuestro destino final resultaría ser la mismísima cúspide del Edificio Chrysler, la tranquila sala de exposiciones de la American Harp Company, que quedaba allá arriba. Pero primero tuvimos que conseguir que la gente nos dejase pasar, para lo cual ella empezó a llamarles, mientras les apartaba, «gordos capitalistas» y «plutócratas engreídos» y «sanguijuelas» y todo eso de nuevo.

Su medio de locomoción en sus playeros gargantuescos era éste: apenas los alzaba del suelo, empujando uno y luego otro hacia adelante, como si fuese esquiando campo a través, mientras la parte superior de su cuerpo y las bolsas de plástico oscilaban disparatadamente de lado a lado. Pero aquella vieja oscilante era capaz de correr como el viento... yo jadeaba intentando seguirle el paso, una vez que nos libramos de los espectadores. Desde luego éramos el blanco de todas las miradas. Era la primera vez que la gente veía una señora de las de bolsas de plástico con un ayudante.

Cuando llegamos a la gran Estación Central, Mary Kathleen dijo que teníamos que cerciorarnos de que no nos veían. Me hizo subir y bajar por escaleras automáticas, rampas y escaleras normales, mirando de reojo continuamente para ver si localizábamos algún perseguidor. Cruzamos tres veces el Bar Oyster. Por fin me condujo hasta una puerta metálica que quedaba al final de un pasillo escasamente iluminado. Estábamos completamente solos, no había duda. Nos latía fuerte el corazón.

Una vez que recuperamos el aliento, me dijo:

—Voy a enseñarte algo de lo que no debes hablar a nadie.

—Lo prometo —dije.

—Éste es nuestro secreto —dijo ella.

—Sí —dije.

Suponía yo que habíamos llegado al final, que no se podía bajar más en la estación. ¡Cuan equivocado estaba! Mary Kathleen abrió la puerta metálica que daba a una escalera metálica que bajaba y bajaba y bajaba. Y abajo había un mundo secreto tan enorme como las Cavernas de Carlsbad. Ya no se utilizaba para nada. Podría haber sido un refugio de dinosaurios. En realidad, había sido un taller de reparaciones de otra familia de monstruos extintos: locomotoras de vapor.

Y allá fuimos, escaleras abajo.

Dios mío... ¡qué maquinaria majestuosa debió haber allá abajo en otros tiempos! ¡Qué artesanos admirables debieron trabajar allí! Supongo que por imposición de las leyes contra incendios, había bombillas encendidas cada poco. Y había platitos con veneno para las ratas también. Pero no había ningún otro signo de que hubiera estado nadie allí en años.

—Éste es mi hogar, Walter —dijo ella.

—¿Tú qué? —pregunté.

—No querrías que durmiese al aire libre, ¿verdad? —dijo.

—No.

—Entonces, alégrate de que tenga un hogar tan lindo y tan íntimo.

—Me alegro, me alegro —dije.

—No sólo hablaste conmigo... me abrazaste —dijo—. Por eso me di cuenta de que podía confiar en ti.

—Vaya —dije.

—Tú no andas detrás de mis manos —dijo ella.

—No —dije yo.

—¿Sabes que hay millones de pobrecitos ahí en la calle que andan buscando que alguien les deje usar un retrete? —dijo.

—Supongo que sí —dije yo.

—Mira esto —dijo. Me condujo a una cámara en la que había hileras e hileras de retretes.

—Es bueno saber que están aquí —dije.

—¿No se lo dirás a nadie? —dijo ella.

—No —dije yo.

—Estoy poniendo mi vida en tus manos al contarte secretos como éste —dijo.

—Me siento muy honrado —dije yo.

Y luego subimos de nuevo las escaleras y salimos de las catacumbas. Me guió por un túnel bajo la Avenida Lexington y luego subimos unas escaleras que daban al vestíbulo del Edificio Chrysler. Cruzó esquiando hasta un ascensor que esperaba; yo la seguía, trotando. Un vigilante nos gritó, pero conseguimos entrar en el ascensor antes de que pudiera pararnos. Las puertas de éste se cerraron ante su cara furiosa cuando Mary Kathleen apretó el botón de la última planta.

Teníamos el ascensor para nosotros solos y volábamos hacia las alturas. En un periquete, se abrieron las puertas a un lugar de paz y belleza ultraterrena en el interior del remate de acero inoxidable que coronaba el edificio. Me había preguntado muchas veces qué habría allá arriba. Ahora ya lo sabía. El remate terminaba a unos veinte metros por encima de nosotros. Mirando hacia arriba, vi sobrecogido que entre nosotros y la cúspide no había nada más que un enrejado de jácenas y aire, aire y aire.

«¡Qué glorioso desperdicio de espacio!» pensé. Pero luego percibí que en realidad había habitantes. Miles de pajarillos de un color amarillo claro posados en las jácenas, o volando raudos entre los prismas de luz que formaban las extrañas ventanas, los grandes triángulos de cristal del remate que coronaba el edificio.

La gran planta en cuyo borde estábamos se hallaba alfombrada en tono verde yerba. Había una fuente chapoteando en el centro. Por todas partes había bancos de jardín y estatuas, y también había arpas.

Como ya he dicho, aquello era la sala de exposiciones de la American Harp Company, que había pasado hacía poco a ser subsidiaria de la RAMJAC Corporation. La empresa llevaba ocupando aquel espacio desde la inauguración del edificio en Milnovecientos Treintaiuno. Todos los pájaros que veía yo, que eran currucas protonotarias, descendían de una sola pareja que habían soltado allí entonces.

Junto al ascensor había un mirador Victoriano con las mesas del vendedor y de su secretario. Y había allí una mujer gimiendo. ¡Menuda mañana de lágrimas! ¡Menudo libro de lágrimas éste!

De pronto, salió trotando del mirador el hombre más viejo que yo había visto en mi vida. Llevaba una chaqueta de frac y pantalones de rayas y botines. Era el único vendedor, y lo era desde Milnovecientos Treintaiuno. Era el hombre que había liberado de la cálida jaula de sus manos en aquel espacio encantado a la primera pareja de currucas protonotarias. ¡Tenía noventa y dos años! Se parecía a John D. Rockefeller al final de sus días; parecía una momia. La única humedad que parecía conservar era un rocío desvaído sobre la superficie de sus ojos. Pero no era un ser totalmente desvalido. Era presidente de un club de tiro que disparaba contra blancos de forma humana los fines de semana y tenía una Luger cargada del tamaño de un doberman en el cajón del escritorio. Llevaba bastante tiempo deseando que intentaran robarle.

—Ah... ¿eres tú? —le dijo a Mary Kathleen, que le contestó que sí, que era ella.

Estaba acostumbrada a ir allí casi todos los días y estar sentada varias horas. El acuerdo era que si aparecía algún cliente ella debía desaparecer con sus bolsas. Había aún otro acuerdo que Mary Kathleen había violado en esta ocasión.

—Creí que te había dicho —le dijo el viejo— que no debías traer nunca a nadie contigo, que ni siquiera debías decirle a nadie lo bien que se está aquí.

Como yo llevaba tres bolsas de plástico, él pensó que era otro vagabundo, un hombre de bolsas de plástico.

—No es un vagabundo —dijo Mary Kathleen—. Es un hombre de Harvard.

De principio, no se lo creyó.

—Ya —dijo, y me miró de arriba abajo.

Él, por su parte, no había terminado siquiera la escuela primaria, en realidad. Cuando él era pequeño, no había leyes que prohibiesen el trabajo infantil, y había entrado a trabajar en la fábrica que tenía en Chicago la American Harp Company cuando contaba diez años de edad.

—Tengo entendido que la gente de Harvard tiene algo especial, que siempre puedes distinguirles —dijo—. Pero yo a éste no le veo nada especial.

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