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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (34 page)

BOOK: Papá Goriot
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—La señora está en su habitación —vino a decirle Teresa, haciéndole estremecer.

Encontró a Delfina recostada en el diván, junto a la chimenea, fresca, descansada. Al verla de tal modo exhibida sobre raudales de muselina, no podía uno por menos de compararla con aquellas bellas plantas de la India cuyo fruto viene en la flor.

—Bien, ya estamos aquí —dijo la joven con emoción.

—Adivinad lo que os traigo —dijo Eugenio sentándose junto a ella y cogiéndole el brazo para besarle la mano.

La señora de Nucingen hizo un movimiento de alegría al leer la invitación. Volvió hacia Eugenio los ojos humedecidos por las lágrimas y le echó los brazos al cuello para atraerle hacia ella, en un delirio de vanidosa satisfacción.

—¿Y es a vos (tú —le dijo al oído—, pero seamos prudentes, porque Teresa se halla en mi gabinete de «toilette», ¡seamos prudentes!) a quien debo esta dicha? Sí, me atrevo a llamar una dicha a esto. Obtenido por vos, ¿no es esto más que un triunfo de amor propio? Nadie ha querido hacer mi presentación en ese mundo. Vos me encontraréis quizá pequeña, frívola, ligera como una parisiense; pero pensad, amigo mío, que estoy dispuesta a sacrificároslo todo, y que si deseo con más ardor que nunca ir al barrio de San Germán, es porque vos estáis allí.

—¿No creéis —dijo Eugenio— que la señora de Beauséant parece decirnos que no cuenta con ver al barón de Nucingen en el baile?

—Pues sí —dijo la baronesa devolviendo la carta a Eugenio—. Esas mujeres poseen el talento de la impertinencia. Pero no importa, iré. Mi hermana deberá ir también; sé que está preparándose un vestido precioso. Eugenio —añadió en voz baja—, ella va a ese baile para disimular terribles sospechas. ¿No sabéis los rumores que circulan sobre ella? Nucingen ha venido esta mañana a decirme que ayer en el Círculo se hablaba de ello sin rebozo. ¡De qué modo se trata el honor de las mujeres y de las familias! Me he sentido atacada, herida, en la persona de mi pobre hermana.

»Según ciertas personas, el señor de Trailles había firmado unas letras de cambio por valor de cien mil francos, casi todas vencidas y por las cuales iba a ser perseguido judicialmente. Viéndose en este extremo, mi hermana habría vendido sus diamantes a un judío, aquellos hermosos diamantes que vos le habéis podido ver y que proceden de la señora Restaud madre. En fin, que desde hace dos días no se habla de otra cosa: Comprendo entonces que Anastasia haya encargado que le hagan un vestido de lentejuelas y quiera atraer hacia ella todas las miradas en casa de la señora de Beauséant, apareciendo en todo su esplendor y con sus diamantes. Pero yo no quiero ser menos que ella. Ella ha procurado siempre eclipsarme; nunca ha sido buena para mí, que tantos favores le he hecho, y que siempre tenía dinero para ella cuando ella no lo tenía. Pero dejemos a la gente; hoy quiero ser completamente feliz.

Rastignac se encontraba aún a la una de la madrugada en casa de la señora de Nucingen, la cual, prodigándole la despedida de los amantes, esa despedida henchida de los futuros placeres, le dijo con expresión de melancolía:

—¡Soy tan miedosa, tan supersticiosa! Dad a mis presentimientos el nombre que queráis darles, pero tengo miedo de pagar mi felicidad con alguna horrible catástrofe.

—No seáis niña —dijo Eugenio.

—¡Ah! soy yo la que esta noche es una criatura —dijo riendo.

Eugenio regresó a Casa Vauquer con la certidumbre de abandonarla al día siguiente, y entróse, pues, durante el camino a los bellos sueños que conciben todos los jóvenes aún en los labios el sabor de la felicidad.

—¿Y bien? —le dijo papá Goriot cuando Rastignac pasó por delante de su puerta.

—Bien —respondió Eugenio—, mañana os lo contaré todo.

—Todo, ¿verdad? —exclamó el buen hombre—. Id a acostaros. Mañana vamos a dar comienzo a nuestra vida feliz.

IV
La muerte del padre

Al día siguiente, Goriot y Rastignac no aguardaban más que la buena voluntad de un mozo de cuerda para marcharse de la pensión, cuando, hacia el mediodía, el ruido de un carruaje que se detuvo precisamente a la puerta de Casa Vauquer resonó en la calle Neuve-Sainte-Geneviève. La señora de Nucingen se apeó de su coche y preguntó si su padre se hallaba aún en la pensión. Ante la respuesta afirmativa de Silvia, subió rápidamente la escalera. Eugenio se encontraba en su apartamento sin que su vecino lo supiese. Durante el desayuno había rogado a papá Goriot que se llevara sus efectos, diciéndole que se encontrarían a las cuatro en la calle de Artois. Pero mientras el buen hombre había ido en busca de unos mozos de cuerda, Eugenio había regresado, sin que nadie lo hubiera advertido, para arreglar sus cuentas con la señora Vauquer, no queriendo dejar este encargo a Goriot, el cual, en su fanatismo, habría pagado sin duda por él. La patrona había salido. Eugenio subió a su aposento para ver si acaso olvidaba algo, y felicitóse por haber tenido tal idea al ver en el cajón de su mesa la aceptación en blanco que había firmado a Vautrin, y que había tirado negligentemente allí el día en que la había pagado. No teniendo fuego, iba a romperla a pequeños trozos cuando, al reconocer la voz de Delfina, no quiso hacer ningún ruido y se detuvo para oírla, pensando que ella no había de tener ningún secreto para él. Luego, desde las primeras palabras, encontró la conversación entre padre e hija demasiado interesante para no escucharla.

—¡Ah!, padre mío —dijo—, quiera el cielo que hayáis tenido la idea de pedir cuentas de mi fortuna con tiempo suficiente para que no quede arruinada. ¿Puedo hablar?

—Sí, no hay nadie en la casa —dijo papá Goriot con voz alterada.

—¿Qué os ocurre, padre? —repuso la señora de Nucingen.

—Acabas de darme un hachazo en la cabeza —respondió el anciano—. ¡Qué Dios te perdone, hija mía! No sabes cuánto te quiero; si lo hubieras sabido, no me habías dicho bruscamente tales cosas, sobre todo si no se tratara de nada que sea desesperado. ¿Qué ha sucedido, pues, que sea tan urgente como para que hayas venido a buscarme aquí, cuando dentro de unos instantes habíamos de ir a la calle de Artois?

—¡Oh!, padre, ¿acaso uno es dueño de su primer impulso cuando se encuentra en medio de un desastre? ¡Estoy loca! Vuestro procurador nos ha hecho descubrir un poco temprano la desgracia que sin duda estallará más tarde. Vuestra vieja experiencia comercial va a sernos necesaria, y he corrido hacia vos con la misma rapidez con que uno se aferra a una rama cuando se está ahogando. Cuando el señor Derville ha visto que Nucingen le oponía mil embrollos, le ha amenazado con un proceso diciéndole que pronto se obtendría la autorización del presidente del tribunal. Nucingen ha venido esta mañana a preguntarme si yo quería su ruina y la mía. Le he contestado que yo no sabía nada de todo esto, que yo poseía una fortuna, que yo debería estar en posesión de ella, que todo lo que se relacionaba con este enredo incumbía a mi procurador, y que yo nada sabía en absoluto ni podía entender nada de todo este asunto. ¿No es lo que me habíais recomendado que dijera?

—Sí —respondió papá Goriot.

—Entonces —prosiguió Delfina— me ha puesto al corriente de sus asuntos. Ha invertido todos sus capitales y los míos en empresas apenas comenzadas, y para las cuales ha sido necesario echar mano de grandes sumas. Si yo le obligase a devolverme la dote, él se vería obligado a declararse en quiebra; mientras que si yo quiero esperar un año, él se compromete, bajo su palabra de honor, a entregarme una fortuna doble o triple de la mía, invirtiendo mis capitales en operaciones territoriales, al término de las cuales yo seré dueña de todos los bienes. Querido padre, él era sincero y me ha asustado.

»Me ha pedido perdón por su conducta, me ha devuelto mi libertad, me ha permitido comportarme según mi antojo, con la condición de que le deje completamente libre para llevar los negocios bajo mi nombre. Me ha prometido, para demostrarme su buena fe, llamar al señor Derville todas las veces que yo quisiera para juzgar si las actas en virtud de las cuales él me instituiría propietaria estaban convenientemente redactadas. En fin, que se me ha entregado atado de pies y manos. Pide todavía durante dos años el gobierno de la casa, y me ha rogado que no gaste para mí nada más que lo que él me conceda. Me ha demostrado que todo lo que podía hacer era salvar las apariencias, que había despedido a su bailarina, y que se vería obligado a la más estricta y sorda economía, con objeto de llegar al término de sus especulaciones sin alterar su crédito. Lo he puesto todo en duda con objeto de hacerle hablar y saber más cosas: me ha enseñado sus libros, y ha acabado llorando. Nunca había visto yo a un hombre en tal estado. Había perdido la cabeza, hablaba de matarse, deliraba. Me ha dado lástima.

—¿Y tú le crees? —exclamó papá Goriot—. ¡Es un comediante! He conocido a alemanes en cuestión de negocios. Se trata casi siempre de gente de buena fe, llena de candor; pero, cuando bajo su aire de franqueza y de bondad comienzan a ser charlatanes y egoístas, lo son entonces más que nadie. Tu marido te engaña. Se siente acosado, se hace el muerto, quiere ser más dueño bajo tu nombre que bajo el suyo. Va a aprovecharse de esta circunstancia para ponerse al abrigo de los altibajos de su comercio. Es tan astuto como pérfido; es un mal sujeto. No, no, yo no me iré al padre Lachaise dejando a mis hijas despojadas de todo. Todavía entiendo algo de negocios. Ha dicho que había invertido sus fondos en las empresas, ¡bien! Sus intereses se hallan representados por valores, por obligaciones, por tratados; que los exhiba y que liquide contigo. Escogeremos las mejores especulaciones, correremos los riesgos, y tendremos los títulos en vuestro nombre de Delfina Goriot, esposa separada en cuanto a los bienes del barón de Nucingen.

»¿Pero es que ése nos toma por imbéciles? ¿Cree que yo puedo soportar siquiera por dos días la idea de dejarte sin fortuna, sin pan? ¡No la soportaría un día, una noche, ni dos horas! Si esta idea fuera verdadera, yo no podría sobrevivir a ella. ¡Cómo! ¿Habría trabajado yo durante cuarenta años de mi vida, habría llevado sacos sobre mi espalda, habría sudado a mares, me habría privado durante mi vida de todo por vosotras, ángeles míos, que me hacíais ligero todo trabajo, toda carga, para que hoy toda mi fortuna se me convirtiese en humo? Esto me haría morir de rabia. ¡Por todo cuanto hay de más sagrado en la tierra y en el cielo, vamos a poner esto en claro, vamos a comprobar los libros, la caja, las empresas! Yo no duermo, no me acuesto, no como hasta que me sea demostrado que tu fortuna está ahí toda entera. Gracias a Dios, tú estás separada en cuanto a los bienes; tendrás por procurador al señor Derville, un hombre honrado, afortunadamente. ¡Santo Dios!, tú conservarás tu buen milloncito, tus cincuenta mil libras de renta, hasta el fin de tus días, o armo en París un escándalo de mil demonios. Me dirigiría a las Cámaras si los tribunales nos hicieran perder. El saberte tranquila y feliz en lo que concierne al dinero, esta idea aliviaría mis males y calmaría mis penas. El dinero es la vida. El dinero lo consigue todo. ¿Qué viene, pues, a contarnos el alsaciano ese? Delfina, no le hagas la más mínima concesión a ese bruto, que te condenó y te hizo desgraciada. Si tiene necesidad de ti, haremos que haga lo que queramos nosotros. ¡Dios mío, siento que mi cabeza está ardiendo! ¡Mi Delfina en tales apuros! ¡Oh, mi Fifina! ¡Qué diablo! ¿Dónde están mis guantes? ¡Vamos! Quiero ir a verlo todo, los libros, los negocios, la caja, la correspondencia, inmediatamente. No estaré tranquilo hasta que se me haya demostrado que tu fortuna ya no corre ningún peligro y pueda verla con mis propios ojos.

—Padre mío, obrad con prudencia. Si pusierais la más pequeña veleidad de venganza en este asunto, y si mostraseis intenciones demasiado hostiles, yo estaría perdida. El os conoce, ha encontrado muy natural que, bajo vuestra inspiración, yo me inquietase por mi fortuna; pero, os lo juro, la tiene en sus manos, y ha querido retenerla en ellas. Es un hombre capaz de huir con todos los capitales y dejarnos sin un céntimo, el malvado. Sabe muy bien que no deshonraré el apellido que lleva persiguiéndole. Es a la vez fuerte y débil. Yo lo he examinado todo muy bien. Si le apuramos, estoy arruinada.

—Entonces, ¿es un bribón?

—Pues sí, padre —dijo la joven dejándose caer en una silla, llorando—. Yo no quería confesároslo para ahorraros la pena de haberme casado con un hombre de esa calaña. Costumbres secretas y conciencia, el alma y el cuerpo, todo en él guarda relación. Es espantoso: le odio y le desprecio. Sí, ya no puedo seguir apreciando a ese vil Nucingen después de todo lo que me ha dicho. Un hombre capaz de lanzarse a las combinaciones comerciales de que me ha hablado, carece de toda delicadeza, y mis temores provienen de que he leído perfectamente en su alma. Me ha propuesto claramente, él, mi marido, la libertad. ¿Sabéis lo que esto significa? Si quería ser, en caso de desgracia, un instrumento en sus manos, en fin, si quería prestarle mi apellido.

—¡Pero ahí están las leyes! Hay una plaza de Grève para los yernos de esa clase —exclamó papá Goriot—; yo mismo sería capaz de guillotinarle si no hubiera verdugo.

—No, padre mío, no hay leyes contra él. Escuchad en dos palabras su lenguaje, despojado de los circunloquios con los que él lo adornaba: «O todo está perdido, no tenéis un céntimo, estáis arruinada, porque yo no podría escoger como cómplice a otra persona más que vos, o vos me dejáis gobernar mis empresas.» ¿Está claro? Todavía se aferra a mí. Mi probidad de mujer le tranquiliza; sabe que yo le dejaría su fortuna y me contentaría con la mía.

»Se trata de una asociación ímproba y ladrona, la cual debo consentir so pena de ser arruinada. Me compra la conciencia y la paga dejándome que sea tranquilamente la mujer de Eugenio. «Yo te permito que cometas faltas, déjame a mí cometer crímenes arruinando a la pobre gente.» ¿Es suficientemente claro este lenguaje? ¿Sabéis a qué llama hacer operaciones? Compra terrenos desnudos a su nombre; luego hace que unos hombres de paja construyan allí edificios. Esos hombres efectúan contratos para las construcciones con todos los contratistas, a los que pagan en efectos a largo plazo, y consienten, mediante una ligera suma, en dar una carta de pago a mi marido, el cual queda entonces dueño de las casas, mientras que esos hombres liquidan sus asuntos con los contratistas engañados, declarándose en quiebra. El nombre de la casa de Nucingen ha servido para deslumbrar a los pobres constructores. Yo he comprendido esto. He comprendido también que para probar, en caso necesario, el pago de sumas enormes, Nucingen ha enviado valores considerables a Ámsterdam, Londres, Nápoles y Viena. ¿Cómo podríamos cogerle?

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