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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (4 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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Tamara se sentaba dos filas delante del Conejo y nadie sabía por qué a su hermana jimagua la habían mandado a otro grupo, si venían de la misma escuela, tenían la misma edad, los mismos apellidos y hasta la misma cara lindísima, ¿no? Pero después de todo nos alegramos, pues Aymara y Tamara se parecían tanto que quizás nunca hubiéramos sabido bien quién era una y cuál era la otra. Cuando el Flaco y yo nos enamoramos de Tamara estuvimos a punto de no ser amigos más nunca, y fue Rafael quien vino a resolver la cuestión: ni para el Flaco ni para mí. Se le declaró a Tamara y a los dos meses de haber empezado el curso ya eran novios, de esos pegajosísimos que se buscan en el receso y conversan los veinte minutos, cogidos de la mano, mirándose muchísimo y tan lejos del mundanal ruido que en cualquier parte reventaban un besuqueo. Yo los hubiera matado.

Pero el Flaco y yo seguimos siendo amigos y seguimos enamorados de ella y podíamos compartir nuestra frustración pensando las cosas malas que le deseábamos a Rafael: de pata partida para arriba. Y cuando estábamos muy jodidos, imaginábamos que nos hacíamos novios de Tamara y Aymara —no importaba entonces a quién le tocaba quién, aunque los dos queríamos siempre a Tamara, no sé por qué, si eran lindísimas— y nos casábamos y vivíamos en casas tan jimaguas como las hermanas: todo igualito, una al lado de la otra. Y como éramos muy despistados, a veces nos equivocábamos de casa y de hermana y el marido de Aymara estaba con Tamara y viceversa, para compensarnos y divertirnos muchísimo, y después teníamos hijos jimaguas, que nacían el mismo día —cuatro a la vez—, y los médicos, que también eran despistados y eso, confundían a las madres y a los hijos y decían: dos para acá, dos para allá, y como además crecían juntos le mamaban la teta a cualquiera de las madres y luego se confundían de casa a cada rato, y en eso nos metíamos horas comiendo mierda, hasta que los muchachos eran grandes y se casaban con unas chiquitas que eran cuádruples y también igualitas y se formaba la gran cagazón, mientras Josefina después de llegar del trabajo nos bajaba el volumen del radio, no sé cómo pueden aguantar esa cantaleta todo el santo día, protestaba, se van a quedar sordos, coño, decía, pero nos hacía un batido —a veces de mango, a veces de mamey y si no de chocolate.

El Flaco todavía era flaco la última vez que jugamos a casarnos con las jimaguas. Estábamos en tercer año del Pre, él era novio de Dulcita y ya Cuqui se había peleado conmigo, cuando Tamara anunció en el aula que ella y Rafael se casaban y nos invitaban a todos, la fiesta era en su casa —y aunque allí las fiestas eran buenísimas, juramos que no íbamos a ir. Aquella noche cogimos nuestra primera borrachera memorable: entonces un litro de ron podía ser demasiado para los dos y Josefina tuvo que bañarnos, darnos una cucharada de belladona para aguantarnos los vómitos y eso, y hasta ponernos una bolsa de hielo en los huevos.

El sargento Manuel Palacios enganchó la marcha atrás, pisó el acelerador y las gomas gimieron maltratadas cuando el auto giró hacia atrás para salir del parqueo. Parecía menos frágil cuando, sentado al timón, miró hacia la puerta de la Central y vio la cara incólume del teniente Mario Conde: quizás no había logrado impresionarlo con aquella maniobra que ni Gene Hackman en
French Connection
. Aunque era tan joven y la gente decía que en unos años sería el mejor investigador de la Central, el sargento Manuel Palacios exhibía una rampante inmadurez cuando en sus manos caían una mujer o un timón. La fobia del Conde al ejercicio para él demasiado complejo de guiar con las manos y seguir con la vista lo que había delante y detrás del auto, y a la vez acelerar, cambiar las velocidades o frenar con los pies, le permitía a Manolo ser chófer perpetuo en los casos que el Viejo insistía en encargarles a los dos. El Conde siempre había pensado que aquel concubinato automovilístico con que se ahorraba un chófer era la razón por la que el mayor Rangel los enyuntaba con tanta frecuencia. En la Central algunos decían que el Conde era el mejor investigador de la plantilla y que el sargento Palacios pronto lo superaría, pero pocos entendían la afinidad nacida entre la parsimonia agobiante del teniente y la vitalidad arrolladora de aquel sargento casi famélico y con cara de niño que seguramente hizo alguna trampa para ser admitido en la Academia de la Policía. Sólo el Viejo comprendió que ellos podrían entenderse. Al final parecían lograrlo.

El Conde se acercó al automóvil. Caminaba con un cigarro en los labios, el
jacket
abierto y escondía las ojeras tras los espejuelos oscuros. Parecía preocupado cuando abrió la portezuela del auto y ocupó el otro asiento delantero.

—Bueno, por fin, ¿a casa de la mujer? —preguntó Manolo dispuesto a emprender la marcha.

El Conde mantuvo el silencio unos instantes. Guardó los espejuelos en el bolsillo del jacket. Extrajo la foto de Rafael Morín que llevaba en el file y la puso sobre sus piernas.

—¿Qué te da esa cara? —preguntó.

—¿La cara? Bueno, el que sabe de psicología eres tú, a mí me gustaría oírlo para saber algo.

—Y por ahora, ¿qué piensas de esto?

—Todavía no sé, Conde, esto es atípico. Quiero decir —rectificó, mirando al teniente—, que es más raro que el carajo, ¿no?

—Sigue —lo impulsó el Conde.

—Mira, por ahora está descartado un accidente y no hay evidencias de una fuga del país, por lo menos eso es lo que dicen los últimos informes que vi ahora mismo, aunque tampoco apostaría por eso. Yo no pensaría en un secuestro, porque tampoco le veo lógica.

—Olvídate de la lógica y sigue.

—Bueno, no le veo lógica a un secuestro porque no sé qué se puede pedir por él y no me suena mucho que se haya ido con una mujer o algo así, ¿no?, porque se imaginaría que se iba a formar todo este rollo y no parece una gente capaz de hacer esas locuras. Le costaría hasta el cargo, ¿verdad? A mí me queda una solución con dos posibilidades: que lo hayan matado por pura casualidad, a lo mejor para robarle algo o porque lo confundieran con alguien, o que lo hayan matado porque de verdad estaba metido en algún lío, no sé de qué clase. Y lo otro que se me ocurre es casi absurdo: que esté escondido por algo, pero si es así lo que no me cuadra es que no haya inventado nada para demorar la denuncia de la mujer. Desde inventarse un viaje a provincias hasta cualquier cosa… Pero el hombre me huele a perro muerto en la carretera. Por ahora no queda otro remedio que investigar por todas partes: en la casa, en el trabajo, en el barrio, no sé, buscarle una razón a todo esto.

—Me cago en su madre —dijo el Conde con la vista fija en la calle que se abría frente a él—. Vamos a su casa. Busca Santa Catalina por Rancho Boyeros, anda.

Manolo puso el auto en marcha. Las calles seguían desiertas con el fogaje de un sol envalentonado que invitaba al reposo del mediodía que se acercaba. En el cielo apenas se divisaban unas nubes altas y sucias que se acumulaban en el horizonte. El Conde trató de pensar en el almuerzo de Josefina, en el juego de pelota que había esa noche, en el daño que le hacía fumar tantos cigarros al día. Quería espantar la mezcla de melancolía y excitación que lo estaba dominando mientras el auto se acercaba a la casa de Tamara.

—Oye, ¿y tú estás de vacaciones? ¿Qué piensas tú, Conde? —pidió Manolo cuando habían dejado atrás el Teatro Nacional.

—Pienso más o menos como tú, por eso me quedé callado. No creo que esté escondido ni que vaya a intentar una salida ilegal, estoy convencido —dijo y observó otra vez la foto.

—¿Por qué piensas eso?, por el cargo que tiene, ¿verdad?

—Sí, por el cargo. Imagínate que viajaba al extranjero casi diez veces todos los años… Pero sobre todo porque lo conozco hace como veinte años.

Manolo confundió los cambios y el carro estuvo a punto de apagársele. Aceleró a fondo y salvó la marcha con una sacudida. Sonrió, moviendo la cabeza, y miró a su compañero.

—No me vayas a decir que es amigo tuyo.

—No lo dije. Dije que lo conocía.

—¿Desde hace veinte años?

—Diecisiete, para ser exactos. En 1972 lo oí por primera vez echando un discurso en el Pre de La Víbora. Era mi presidente de la FEEM.

—¿Y qué más?

—Bah, no quiero prejuiciarte, Manolo. La verdad es que el tipo siempre me cayó como una patada, pero eso ahora no importa. Lo que hace falta es que aparezca rápido para irme a dormir.

—¿Tú crees que no importa?

—Apúrate, coge esa verde —dijo, señalando el semáforo de Boyeros y Calzada del Cerro.

El Conde encendió otro cigarro, tosió un par de veces y guardó en el file la foto de Rafael Morín. El recuerdo de Tamara anunciándoles que se casaba con Rafael había resucitado con una violencia inesperada. Ahora podía ver las tres rayas blancas de su saya de uniforme, las medias enrolladas en los tobillos y el pelo cortado en una melena de óvalo simétrico. Después que terminaron el Pre apenas se habían visto cuatro o cinco veces, y en cada ocasión sólo de mirarla volvió a sentir en el pecho la sensualidad envolvente de aquella mujer. Avanzaban por la Calzada de Santa Catalina, pero el Conde no veía las casas donde vivían algunos de sus viejos compañeros de estudio, ni los jardines podados ni la paz de aquel barrio eternamente apacible donde asistió a tantas fiestas con el Conejo y el Flaco. Pensaba en otra fiesta, los quince de Tamara y Aymara, casi empezando el primer año de Pre, 2 de noviembre, precisó su memoria, y cómo lo impresionó la casa donde vivían las muchachas, el patio parecía un parque inglés bien cuidado, cabían muchísimas mesas debajo de los árboles, en el césped y junto a la fuente donde un viejo angelote, rescatado de algún derrumbe colonial, meaba sobre los lirios en flor. Había espacio incluso para que tocaran los Gnomos, el mejor, el más famoso, el más caro de los combos de La Víbora, y bailaran más de cien parejas; y hubo flores para cada una de las muchachitas, bandejas llenas de croquetas —de carne—, de pasteles —de carne— y bolitas de queso fritas que ni soñarlas en aquellos años de colas perpetuas. Los padres de las jimaguas, embajadores en Londres por esa época, y antes en Bruselas y en Praga y después en Madrid, sabían hacer fiestas, y el Flaco, el Conejo, Andrés y él aseguraban todavía que nunca habían asistido a una mejor que aquélla. Hasta una botella de ron en cada mesa. «Parece una fiesta de afuera», sentenció el Conejo y a ellos también les pareció que sí, y luego él comprendió que hasta al grandísimo Gatsby le hubiera gustado un fiestón así. Rafael Morín, en plan de conquista, bailó toda la noche con Tamara, y el Conde todavía era capaz de recordar los vuelos del vestido de encajes blancos de la jimagua, flotando con el inevitable
Danubio azul
, que para él fue negro, con todos sus pespuntes grises.

—Arrima allí —le ordenó al sargento cuando atravesaron la calle Mayía Rodríguez y lanzó la colilla hacia el pavimento. En la acera de enfrente, justo en la esquina, se levantaba la casa de dos plantas donde vivían las jimaguas, una edificación espectacular y brillante con sus largos paños de cristales oscuros, sus paredes de ladrillos rojos y amurallada tras un jardín podado con esmero profesional y a la altura precisa para que no ocultara la hilera de esculturas de concreto que remedaban la figuración de Lam.

—Mira dónde era —exclamó Manolo—. Cada vez que pasaba por aquí me fijaba en esa casa y pensaba que me gustaría tener una así. Hasta llegué a pensar que en una casa como ésa nunca habría líos con la policía y que ni siquiera iba a poder verla nunca por dentro.

—No, no es una casa para policías.

—Se la dieron a él, ¿no?

—No, esta vez no. Era de los padres de su mujer.

—¿Cómo será vivir en una casa así?, ¿eh, Conde?

—Distinto… Oye, Manolo, atiende ahora. Tengo una idea en la que quiero trabajar: la fiesta del día 31. Rafael Morín desapareció después de ir a esa fiesta. Allí puede haber pasado algo que tenga que ver con todo esto, porque yo me cago en las casualidades y amén. Ahora quiero pedirte un favor.

Manolo sonrió y golpeó el timón con las dos manos.

—¿El Conde pidiendo favores? ¿Laborales o personales? Pues arriba, te voy a complacer.

—Mira, amárrate la lengua y déjame llevar a mí solo la entrevista con Tamara. También a ella la conozco hace tiempo y creo que así la voy a poder manejar mejor. Ese es el favor: ¿es pedirte mucho? Todo lo que se te ocurra me lo dices después. ¿Está bien?

—Está bien, Conde, sin lío, sin lío —dijo el sargento, preparándose para realizar el sacrificio con tal de asistir a lo que adivinaba sería una rendición de cuentas con el pasado. Mientras cerraba el auto, Manolo vio al Conde cruzar la calle y perderse entre el seto de crotos y la cabeza de un espantado caballo de concreto que más parecía de Picasso que de Lam. De cualquier forma aquella casa seguía resultando demasiado remota para un policía.

Los ojos son dos almendras pulidas, clásicas, un poco humedecidas. Justo lo necesario para sugerir que en verdad son dos ojos y hasta pueden llorar. El pelo, artificialmente rizado, le cae en un mechón de espiral sobre la frente y casi se traga las cejas gruesas y tan altas. La boca trata de sonreír, de hecho sonríe, y los dientes de animal saludable, blancos y deslumbrantes, merecen el premio de una risa total. No parece tener treinta y tres años, piensa él frente a su antigua compañera de estudios. Nadie diría que hubiera parido nunca, todavía puede ensayar unos pasos de ballet, aunque ahora se ve más dueña de su belleza profunda: es plena, maciza, inquietante, en la cumbre de sus encantos y sus formas. También pudiera vestirse otra vez con la saya del Pre y la blusa ajustada al cuerpo, se dice y acomoda la pistola al cinto, presenta al sargento Manuel Palacios, que tiene los ojos desorbitados, y el Conde siente deseos de irse cuando se acomoda en el sofá junto a Tamara y ella le ofrece una butaca a Manolo.

Ella lleva un vestido amplio y suave, de un amarillo ardiente, y él comprueba que no le pasa nada: incluso envuelta en aquel color agresivo es la mujer más hermosa que ha conocido y ya no siente deseos de irse, sino de estirar el brazo cuando ella se pone de pie.

—Las vueltas que da la vida, ¿verdad? —dice—. Espérense, voy a traerles café.

Camina hacia el corredor y él observa el movimiento de sus nalgas cautivas bajo el amarillo finísimo de la tela. Descubre en los muslos el borde diminuto del blúmer y cruza una mirada con Manolo, que casi no respira, y recuerda que aquel culo antologable fue la causa de muchas lágrimas cuando su profesora de ballet le aconsejó un cambio inevitable en su vida artística: el terremoto de sus caderas, el cargamento de carne de sus nalgas y la redondez de sus muslos no eran de sílfide ni de cisne, sino más bien de gansa ponedora, y le sugirió un tránsito inmediato al arte de la rumba de cajón, sudorosa y salpicada con aguardiente.

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