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Authors: Arno Strobel

Pasillo oculto (27 page)

BOOK: Pasillo oculto
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Sibylle repitió la acción con el agua una vez más antes de salir del baño. Se vistió y se dio cuenta que le vendría bien una camiseta limpia.

Apartó la pesada cortina de la ventana y se asomó. El otoño que se aproximaba sumergía la noche cada vez más en el titubeante día, pero a esas alturas ya fue capaz de reconocer que el cielo estaría cubierto aquella mañana. Una aurora irreal cubría las fachadas con una capa de tristeza. Al igual que en una película surrealista, aquella imagen carecía tanto de colores intensos como de bordes definidos, todo parecía confluir en una neblina informe de sucios tonos grises.

Era el tipo de luz que mejor definía su estado de ánimo.

De acuerdo, entonces: ¿qué pretendes hacer ahora, Sibylle Aurich, qué?

¿Nada?

No podía hacer otra cosa que caminar sin rumbo por la ciudad y confiar en ver algo que le provocara algún tipo de recuerdo, tal como había ocurrido con el cartel del concierto de Maffay en Ratisbona. Pero, ¿cuántas posibilidades había de que aquello ocurriera? ¿Y la probabilidad de que realmente hubiera estado en ese concierto? No se sentía tan segura como el día anterior.

Tal vez Christian tenía razón. Tal vez lo que debía hacer era volver a su entorno, a Ratisbona, para poder tener alguna oportunidad.

Probablemente sus posibilidades se incrementarían sólo con la ayuda de Christian y el comisario Wittschorek para convencer a Hannes y Elke de su identidad.

Dios mío, a toda prisa a Múnich, qué locura.

Volvería. La decisión estaba tomada y Christian seguro que se alegraría de ello.

Se apartó de la ventana y consultó el reloj. Era temprano. Christian seguramente seguiría durmiendo aún.

Christian. ¿En qué estabas pensando ayer por la tarde? ¿Quién eres en realidad, Christian Rössler?

Su mirada recayó sobre el pequeño televisor que estaba sujeto a la pared, colocado sobre un brazo movible. El mando se encontraba sobre la cómoda situada inmediatamente debajo, al lado de unos folletos y el papel de cartas del hotel.

Sibylle encendió el aparato y comenzó a hacer zapping recorriendo todos los canales. En uno de ellos había un magacín matinal que ofrecía algunas noticias locales de la ciudad de Múnich. Con el mando en la mano se sentó en la cama de tal forma que podía apoyar la espalda en el cabecero y tapar sus piernas con la colcha.

La locutora informó acerca de un muniqués borracho que se había caído delante del metro y había sido gravemente herido. Si el obrero sin cualificar de veintinueve años venía de celebrar el Oktoberfest, la tradicional fiesta de octubre de Múnich, y, además, había complementado la diversión en algún local adicional, aún no había podido ser determinado con claridad. El hombre tenía una tasa de alcoholemia de dos gramos por litro, mientras, en torno a las cinco de la mañana, se disponía a esperar el metro en la parada de Frauenhoferstrasse. Cambió de tema.

Al fondo se mostró la fotografía de un hombre calvo que rodeaba con ambas manos un micrófono y torcía el gesto como si acabara de morder un limón. Según la locutora, se trataba de Michael Stipe, vocalista de R.E.M., grupo que acababa de ofrecer un concierto en el estadio olímpico y como homenaje a la fiesta de octubre había decidido obsequiar a su público con un bis ataviado con el traje regional bávaro.

Apuntó a la pantalla con el mando, dispuesta a cambiar de canal, cuando apareció una nueva fotografía. Tres hombres sonrientes aparecían en ella, dos de los cuales llevaban una bata blanca. El hombre situado en medio vestía un polo de color rojo, tenía el cabello plateado y mostraba una gran sonrisa.

La fotografía estaba subtitulada con la leyenda:
Avance en la investigación del cerebro.

Sibylle dejó caer el mando y escuchó atentamente a la locutora que explicaba que la empresa muniquesa CerebMed Microsystems, fabricante de aparatos médicos de alta tecnología, había logrado un importante avance en el tratamiento de las deficiencias psíquicas producidas a partir de determinados acontecimientos traumáticos. El grupo de científicos liderado por el catedrático Gerhard Haas, que aparecía retratado en el centro, había logrado desarrollar un nuevo método, a través del cual algunos recuerdos específicos podían llegar a ser anulados.

Los investigadores habían sido capaces, así lo indicó la locutora, de eliminar en un paciente que se prestó al experimento voluntariamente, el recuerdo de un terrible accidente ocurrido en su infancia en el cual sus padres habían encontrado una muerte muy dolorosa. Tras el tratamiento realizado por el Doctor Haas en la sección de neurología del Hospital clínico de Múnich, donde se había aplicado por primera vez el método desarrollado por CerebMed Microsystems, el paciente había logrado hablar por primera vez después de veinte años de traumático silencio y se encontraba en camino seguro de recuperación.

Se mostraron unas imágenes en las que una reportera explicaba ante una puerta de cristal que los investigadores del equipo del conocido neurólogo, el Doctor Gerhard Haas, llevaban muchos años colaborando con la clínica universitaria para estudiar los traumas y sus posibilidades de tratamiento, y ahora, con el desarrollo del nuevo método, por fin podían mostrar un avance impresionante.

Para simplificar, en el procedimiento empleado se obstaculizaba determinada enzima responsable del almacenamiento de datos concretos en la memoria a largo plazo. Con un aparato desarrollado por CerebMed, y a través de leves impulsos eléctricos, se liberaban algunas de las conexiones sinápticas del cerebro, con lo cual algunos recuerdos no podían volver a surgir.

Durante el informe de la reportera, fueron varios los hombres y mujeres que pasaron a su lado entrando y saliendo del edificio, la mayoría de los cuales miraban con curiosidad hacia la cámara. Uno de ellos, un hombre delgado, parecía estar mirando directamente a Sibylle a través de la pantalla del televisor.

Sibylle se quedó paralizada.

Sintió como si su corazón fuera a detenerse por fuerza en ese mismo momento.

Ese hombre, el que acababa de salir en pantalla, era... el Doctor Muhlhaus,
su
Doctor Muhlhaus.

¿Cómo puede ser?

De momento, la abandonó la parálisis que había sentido. Saltó de la cama con el corazón aún desbocado. El mando del televisor cayó al suelo con un fuerte golpeteo, pero no le importó. Sus manos temblaban tanto que le costó un gran esfuerzo sujetar el lápiz que había al lado del papel de cartas. Con una letra temblorosa e infantil escribió
CerebMed, Doctor Haas
en un papel y volvió a levantar la vista hacia el televisor, pero la información había concluido y la locutora hablaba en aquel momento acerca de las elecciones regionales.

Por un momento, Sibylle, indecisa, sintió cómo sus pensamientos bailaban libremente una alegre danza en su mente, después salió corriendo de la habitación, recorrió a toda velocidad los escasos pasos que la separaban de la habitación de Christian y llamó varias veces a la puerta, golpeándola con la palma de la mano. El sonido que produjo, un sordo palmoteo, era demasiado alto para esa hora tan mañanera, pero no le importó.

Por fin. Por fin una pista real.

—¿Christian?

Apoyó la oreja en la puerta, pero no parecía que se moviera nada en aquella habitación. De nuevo golpeó contra la puerta, ahora con los puños cerrados, pero en lugar de la puerta a la que estaba llamando se abrió la anexa. Un hombre grueso en camiseta y pantalón de traje apareció en el umbral con el rostro enjabonado de espuma de afeitar.

—¿Qué ruido es ese? —gruñó—. ¿No puede ser algo más silenciosa?

Antes de que pudiera contestarle ya había vuelto a cerrar la puerta.

Sibylle estaba desesperada.

Me da igual; si quiere, que presente una queja.

Había visto a Muhlhaus, por lo que Christian tenía que salir de la cama inmediatamente.

De nuevo golpeó contra la puerta, gritando su nombre en voz alta. Como seguía sin producirse el más mínimo movimiento, se giró y empezó a patear la puerta con el talón. Estaba segura de que el gordo de la habitación de al lado aparecería en cualquier momento para protestar, pero en su lugar se vio por el pasillo, en el extremo que daba paso a las escaleras, una mujer. Tenía aproximadamente la edad de Sibylle, llevaba una falda verde y una blusa blanca y era evidente que pertenecía al personal del hotel. Con expresión desconcertada se paró delante de Sibylle.

—Perdone todo este ruido —se disculpó Sibylle apresuradamente—. Pero me temo que a mi amigo, el señor Rössler, le pasa algo. ¿Podría abrir la puerta, por favor?

La mujer arrugó la frente y examinó la puerta cerrada como si pudiera ver a través de ella qué sucedía en su interior.

—No puede usted hacer tanto ruido a esta hora de la mañana. Algunos clientes aún duermen. ¿Cómo se le ocurre pensar que el señor Rössler pudiera tener algún problema?

—No se despierta.

—Tendrá el sueño pesado —explicó la mujer en tono desabrido.

Maldita, maldita sea.

—Pero... él... él está enfermo —mintió Sibylle—. A veces le dan ataques. Es muy peligroso. Por favor, tengo que comprobar que esté bien.

Con ello había encontrado la excusa perfecta. Las pupilas de la mujer se dilataron brevemente, después asintió.

—Espere un momento, por favor —dijo, y desapareció rápidamente.

Tras unos pocos instantes volvió con una única llave en la mano en la que había fijado un cartelito, y con una última mirada inquisitiva abrió finalmente la habitación de Christian y se apartó a un lado.

Sin dudar, Sibylle entró en la habitación y se detuvo, sorprendida. La cama estaba revuelta, pero desocupada. Retrocedió hacia la puerta del baño, que estaba abierta y dejaba ver la oscuridad que había detrás.

—¿Christian? —preguntó, encendiendo la luz.

Nadie, ¿sí dónde habrá ido tan temprano por la mañana?

—¿No había imaginado usted que su amigo pudiera no estar aquí? —quiso saber la empleada innecesariamente.

—¿Cree usted que en ese caso hubiera despertado a medio hotel con mis golpes?—dijo Sibylle, contemplando la cama revuelta—. Quizá no podía dormir y decidió dar un paseo.

—Sí, quizá —dijo la mujer—. Creo que podemos abandonar ahora esta habitación.

—Me gustaría quedarme a esperar al señor Rössler.

—Lo siento, pero eso no es posible. Sólo le he abierto, porque dijo usted... Se trataba de una emergencia. Venga, vámonos.

—Un momento sólo, por favor —dijo Sibylle, cogió un lápiz y escribió en el papel de cartas del hotel.

Ven a verme inmediatamente, por favor. He visto en la televisión al hombre que me mantuvo encerrada. Empresa CerebMed Microsystems.

Sibylle.

Una vez de vuelta en su propia habitación, Sibylle llamó a la Sección de Crímenes Violentos en Ratisbona y pidió que la pasaran con el comisario Wittschorek, pero la informaron de que no aparecería por su despacho hasta, probablemente, las ocho o las nueve.

En la media hora siguiente estuvo cambiando de canal continuamente, con la esperanza de ver en alguna otra parte un reportaje sobre CerebMed Microsystems.

Poco después de las siete y media, cogió la llave de su habitación de la cómoda y, tras asegurarse metiendo la mano en el bolsillo que llevaba aún sus billetes arrugados, abandonó la habitación.

En la recepción se encontraba la mujer que le había abierto 1 a puerta de la habitación de Christian. Parecía mucho más amable ahora.

—¿Ha vuelto ya su amigo?

—No, aún no. ¿Puedo dejarle una nota?

—Por supuesto.

Mientras abría un cajón y sacaba un bloc de notas, Sibylle cogió una de las tarjetas de visita del hotel que había en una cestita sobre el mostrador y se la guardó. Después cogió el bloc que la mujer le tendía junto con un bolígrafo y un sobre.

—Una pregunta —dijo—. ¿Sabe usted por casualidad dónde puedo encontrar a la empresa CerebMed Microsystems?

—¿CerebMed? —dijo la mujer, pensativa—. Me suena ese nombre. Le busco la dirección, si quiere.

—Creo que debe estar en Aubing, en Bodenseestrasse. ¿Podría llamarme un taxi, por favor?

¿Aubing? ¿Bodenseestrasse? ¿Cómo quieres saber esas cosas? ¡El reportaje! Pero... ¿si no mencionaron direcciones...? Es igual, voy para allá.

Con un suspiro cogió el bolígrafo y volvió a escribir.

Christian, me dirijo a la empresa CerebMed Microsystems en Aubing. Es ahí donde he visto a ese hombre. Intentaré localizar también a Wittschorek más tarde. Por favor, ven en cuanto puedas.

Sibylle.

Metió la hoja doblada en el sobre, lo selló y escribió en grandes letras de imprenta
Christian Rössler.
Cuando se lo tendió a la empleada del hotel, ésta sonrió.

—El taxi llegará en dos minutos. Y tiene usted razón: CerebMed está en Aubing.

El taxi tardó seis minutos en llegar y a Sibylle le pareció una eternidad.

El tiempo transcurre con lentitud cuando se trata de la última barrera antes de alcanzar la verdad.

Capítulo 35

Hans se sentía feliz de encontrarse solo de nuevo. No le gustaban las reuniones, y menos aún con individuos que creían que podían decirle lo que debía hacer. Pero el Doctor le había dicho que debía colaborar con Rob, de modo que lo hacía, aunque no soportaba a ese hombre de nombre Robert al que todo el mundo llamaba Rob.

A las siete de la mañana lo tuvo ante su puerta para explicarle cosas que Hans, o ya sabía, o no creía que necesitara saber.

Hans quiso preguntarle si había tocado a Jane, pero finalmente no lo había hecho. Porque, ¿y si hubiera contestado afirmativamente?

Consultó su reloj de pantalla LED. Las ocho menos dieciocho minutos. A las ocho le llamaría por teléfono el Doctor.

De nuevo llamó alguien a la puerta, pero en esta ocasión repetidas veces, de forma impaciente y ruidosa.

Cuando Hans abrió volvió a encontrarse de nuevo con Rob. Este le tendió una nota y su semblante no parecía anunciar nada bueno.

—Ha estado en mi habitación. Sabe Dios cómo ha logrado entrar. Lee.

Hans tomó la nota manuscrita y la leyó.

Ven a verme inmediatamente, por favor. He visto en la televisión al hombre que me mantuvo encerrada. Empresa CerebMed Microsystems.

Sibylle.

Cuando Hans volvió a levantar la vista, habló Rob. —No se encuentra en su habitación. Ya puedes imaginarte qué planea hacer ahora. Hans le devolvió la nota.

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