Pasiones romanas (12 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Pasiones romanas
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Ignacio le hablaba de Marta y de los hijos:

—Me separaré. Mi matrimonio ha sido siempre una farsa. Quiero vivir contigo.

—Pero ¿y tus hijos? No les será fácil entenderte. Marta tampoco permitirá que las cosas sean sencillas.

—Los hijos empiezan a volar. Pronto tendrán vida propia. Los he ayudado siempre. Ahora les toca ayudarme a mí, entenderme por lo menos.

—No creo que puedas soportar sus reproches.

—Mi amor lo soportará todo. ¿Y tú, qué le dirás a Amadeo?

—No forma parte de mi vida. Somos dos personas que comparten piso sin verse demasiado. Para mí ya no existe.

—Te resultará difícil decírselo.

—Creo que lo intuye, pero Marta no lo querrá aceptar. Ha vendido una imagen de matrimonio feliz que no estará dispuesta a romper.

—Viviremos juntos, viajaremos, seremos felices. Tú y yo…

—¿Qué?

—Tendremos un hijo.

Era magnífico imaginar que la vida se puede escribir de nuevo. Ella era un barco que atraca en un puerto, que sabe que quiere quedarse para siempre. Junto a las rocas y el azul. Se creyó cada una de aquellas palabras. Le gustaba escucharlas como si pudieran deshacerse en su boca. Respirar a Ignacio, devorar sus frases; extrañas incongruencias que la hacían feliz. Escondida entre sus brazos, oculta la cabeza en el pecho de él, la vida se convertía en la mejor aventura. Nunca se había sentido tan fuerte. No se trataba de una fuerza robada. No es que viviera sólo a través de aquel hombre. Simplemente, la fortalecía y la mejoraba. A su lado, cualquier gesta le parecía posible. Despacio, recorría el perfil de sus labios con la lengua. Se echaba sobre él, piel contra piel, y se reía. Era la risa del amor, que sólo ellos conocían.

Fueron muchas veces a aquella habitación. Se acostumbró a la espera que se prolongaba, al ademán del hombre de las gafas, a los oscuros pasillos. Ya no se entretenía en observar las matrículas de los coches que encontraban aparcados. Tampoco se imaginaba cómo debían de ser los otros amantes. ¿Qué amantes, si ellos eran los mejores del mundo? Con naturalidad, como quien llega a un lugar conocido, se paseaba por la entrada, hasta que les daban una llave. No se escondía. No percibía las sombras del suelo ni de las paredes, cuando andaban detrás del guardián silencioso. Quienes trabajaban para facilitarles el encuentro le inspiraban una cierta simpatía, pese a su expresión malhumorada. La oscuridad se hacía menos tenebrosa. Ignacio le decía que le gustaban sus ojos, húmedos de amor cuando le miraban. Le hablaba del hijo que vendría y le inventaban un nombre. Recorrían lejanas Capadocias.

IX

Mucho antes de que Marcos fuera vecino de Dana en Roma, vivía con una mujer que tenía las piernas largas y el vientre oscuro. Se llamaba Mónica. Se conocieron en una época lejana, cuando eran dos adolescentes. Él era fuerte como el tronco de un grueso árbol; ella era frágil. Tenía el pensamiento ligero, capaz de volar con una agilidad prodigiosa. Como luces danzarinas, sus ideas saltaban del mundo real a otro incierto, desde donde las cosas más simples se veían llenas de belleza.

Mónica se caía a menudo. Tenía una facilidad increíble para dar un traspié y caer al suelo. En el preciso instante en que perdía el equilibrio, era incapaz de parar su trayectoria. Durante el recorrido, que solía vivir en un tiempo irreal a cámara lenta, siempre experimentaba la misma sensación de sorpresa y de impotencia. El estupor al comprobar que era posible repetir, una vez más, la misma escena: ella, de bruces en la calle, en el punto donde había un desnivel en la acera o un escalón que, inexplicablemente, no había visto. A su alrededor, algunas personas intentaban levantarla, mientras le preguntaban si se había hecho daño, si podía andar, si necesitaba ayuda. Aquella sensación de ridículo, a la que llegó a acostumbrarse, las ganas de marcharse deprisa, de fundirse en el aire.

El deseo de desaparecer se concretaba en su reacción. A pesar del dolor físico, se levantaba, agradecía el interés de los demás, les aseguraba que no había sucedido nada grave, y se metía en cualquier rincón. Como un animal herido que se lame las heridas, que busca la sombra de un árbol y un lugar con agua dulce donde curarse, se observaba los moratones de las piernas, las rodillas descalabradas, los cortes en las manos. Podían pasar meses sin que se produjera una nueva caída. Luego se caía dos veces consecutivas en un paréntesis de pocas semanas. Le costaba creerse aquella repetición absurda de movimientos poco hábiles. «Un día me romperé todos los huesos del cuerpo», se repetía. Un escalofrío le recorría la espalda; después se olvidaba: volvía a refugiarse en un universo de pasos etéreos. El día de la primera cita con Marcos se cayó; debía de estar escrito. Después lo recordaron a menudo, en aquellas evocaciones que hacen los amantes que rescatan la memoria de cuando se encontraron, los días inciertos, felices, en que la historia apenas se perfila, porque el mundo del otro es un hallazgo nuevo. Iban al concierto de un cantante que ponía música a poetas ilustres: los antiguos versos que les gustaban, las palabras mágicas que, tantas veces, habían conseguido que el pensamiento de Mónica se elevara lejos del mundo. Llevaba un vestido de punto rojo, unas medias negras. Él le daba la mano, pero no pudo evitar el tropiezo. Cayó de rodillas y se agujereó las medias. Le daba vergüenza mirarle. También que él la mirara. Durante el concierto, se cubrió las piernas con el abrigo para no vérselas. Marcos le acariciaba las rodillas por debajo de la ropa.

Estudiaban en la universidad y robaban libros de poemas en unos grandes almacenes. Como no tenían demasiado dinero pero necesitaban alimentarse de versos, llenaban el bolso de Mónica con volúmenes hurtados. Muchos atardeceres, cuando salían de clase, se paseaban por la zona de los libros. Se movían sin prisa, con el deseo de curiosear los volúmenes, antes de decidirse. Mientras Marcos hojeaba los libros, ella repetía en voz queda los versos. Hacía un esfuerzo para memorizarlos: aprenderlos también significaba llevárselos. Si era capaz de retenerlos, podría decirlos después, cuando se sintiera sola. Recuperaría las palabras que los poetas habían escrito para ellos sin saberlo. Sacaba una libreta y los escribía. Copiaba las palabras que la hacían vibrar, que le llegaban al corazón: retahílas de versos en una caligrafía apresurada, hecha de urgencias. Cuando Marcos no se daba cuenta, le metía alguno de aquellos papeles en el bolsillo; lo escondía entre los pliegues de la ropa, como quien comparte un secreto con alguien. Cuando él volvía a casa de sus padres, donde vivía entonces, encontraba el regalo de un poema en el fondo del bolsillo. Metía la mano y lo tomaba entre los dedos. Antes de dormirse, lo leía pensando en ella.

Construyeron un mundo lleno de historias, pequeñas complicidades que les permitían vivir alejados de los demás. Habían hecho un universo a su medida. Era un espacio propio que habitaban ambos, maravillados de encontrarse en él. En aquel lugar, había palabras y gestos de amor. Pronto se dieron cuenta de que poseían una inusual capacidad de entenderse sin hablar. Mónica sólo observaba. En sus ojos, él podía adivinar deseos y miedos. Cualquier nimiedad quedaba escrita en las pupilas y el otro no tenía que esforzarse para leerlas. Tan sencillo como perderse en las páginas de un libro puede ser adentrarse en el bosque de unos ojos. En el autobús, recorrían casi el mismo trayecto. Iban desde el centro hasta la universidad: Marcos subía dos paradas antes que ella. Si era posible, se espabilaba para guardarle un asiento. A primera hora de la mañana, los estudiantes solían formar una masa compacta, que se movía con las sacudidas de los frenazos del vehículo, sin que hubiera el mínimo espacio entre los cuerpos; un volumen convertido en una forma única, vencida por la somnolencia que todos llevaban dibujada en el rostro. Cuando Mónica subía al autobús, él creía que lo iluminaba. Su presencia hacía desaparecer los rastros grisáceos. Sus ojos le preguntaban si había encontrado el poema; él se lo agradecía en silencio, mientras la abrazaba. De pie, en medio de la marea, se apoyaban el uno en el otro: la cabeza de ella inclinada en el hombro de él; Marcos rodeándole la cintura. Viajaban solos en aquel autobús.

Un día, Mónica visitó a un traumatólogo. Era un especialista reconocido, que se ocupaba de los deportistas de algunos equipos de fútbol. Estaba acostumbrado, por tanto, a las caídas de los demás. Conocía los efectos que pueden derivarse del encontronazo de alguien, cuando dos hombres que corren con fuerza chocan en un campo de césped minúsculo, una pincelada de verde que cubre la tierra. No estaba acostumbrado, en cambio, a las volteretas absurdas de una chica morena. Ella le sonrió como si quisiera disculparse. Le daba vergüenza acudir a aquella cita, concertada por su madre, y contarle a un desconocido que, sin motivo, se caía a menudo por la calle. ¿Cómo podía transmitirle la sensación de que el pie adquiría vida propia? Se olvidaba, mientras andaba con la mirada perdida en las hojas de los árboles o en el rostro de un peatón. De pronto, la caída: el cuerpo que rodaba por el suelo, como atraído por un imán invisible.

El hombre tenía el gesto serio. Llevaba gafas y una incipiente barba, como si una sombra le hubiera cubierto la cara. La escuchaba con atención, sentado tras la mesa de su despacho. Mónica se sentía insignificante, mientras intentaba calcular el número de caídas de los últimos meses. El médico le exploró los huesos de las piernas, de las rodillas. Le hizo algunos estiramientos de los músculos; comprobó su sentido del equilibrio haciéndola andar con los ojos cerrados por una cuerda imaginaria. La exploración se prolongó algunos minutos durante los cuales sólo compartieron el silencio. Pensó que tenía que prepararse para escuchar el veredicto. La conclusión a que llegaría el médico podía determinar su vida. No lo había pensado antes, pero un corto espacio de tiempo era suficiente para que la imaginación desplegara las alas. ¿Y si le anunciaban la posibilidad de una enfermedad degenerativa? Se vio con los huesos encogidos, sentada para siempre en una silla de ruedas. Recordó a Frida Kahlo, de quien había leído con entusiasmo varias biografías. Habría sido terrible padecer su mismo destino, cuando no participaba de aquella genialidad seductora. Se imaginó atada a la esclavitud de un cuerpo que no responde a los designios de la mente. Pensó en la tortura de no poder controlar cada movimiento de sus miembros. Como era ágil al recrear situaciones, dibujó con rapidez una sentencia de inmovilidad. Se vio tumbada en una cama, cada vez más incapaz de moverse. Recordó de nuevo a Frida. A la artista, la creación la salvaba de una desdicha terrible. Cuando las tormentas amenazaban su azulísimo cielo, podía refugiarse en el arte. ¿Dónde se escondería ella, si no tenía el don de crear? ¿En los poemas de los demás, que la acompañaban como un inmerecido bien? ¿En Marcos? Miró al médico con una sincera antipatía. Odiaba su frialdad, el aire de profesional que no se implica en las angustias de quien está sentado frente a sí. Le clavó los ojos como dardos, mientras le preguntaba:

—¿Hay alguna razón, doctor?

—¿Alguna causa física, quieres decir? —Mantenía el ademán imperturbable.

—Sí.

—Siempre hay razones. —Hablaba despacio—. En tu caso, las razones no pertenecen a mi especialidad.

—¿Qué quiere decir?

—Tienes los huesos en un estado perfecto: fuertes y sanos.

—¿Ah, sí? —No se lo acababa de creer—. Entonces, ¿por qué tantas caídas?

—El problema no está en las piernas, sino en tu cabeza.

—¿Estoy loca? —Intentó sonreír.

—Claro que no. —El hombre esbozó una sonrisa que parecía impostada—. Simplemente, cuando andas no miras por dónde vas. Te distraes y tropiezas con el más pequeño de los obstáculos que hay en el camino. Vives poco atenta a la realidad.

—¿Así de sencillo?

—O así de complicado. Depende de cómo lo mires.

—¿Qué puedo hacer?

—La manera de ser es difícil de cambiar, pero tendrías que tener un poco más de cuidado. Cuando andes, concéntrate en lo que estás haciendo.

—¿Todo el rato? ¿Cómo se hace?

—Ese tema no es competencia de un traumatólogo.

Salió de la consulta con un sentimiento de confusión. Junto al edificio donde el médico visitaba había una tienda de zapatos. Se paró frente al escaparate, con los ojos que miraban sin acabar de ver. Desde aquel día, Mónica se aficionó a los zapatos de tacón. Antes siempre llevaba unas deportivas o unos mocasines de suela plana. Tras la visita, descubrió la obsesión por los zapatos altos, que la levantaban algunos centímetros del suelo y la obligaban a andar casi de puntillas. «¿No crees que servirán para que te caigas con más facilidad?», le preguntaban los conocidos. Estaba segura de que era justo lo contrario: si andaba con tacones, tenía que tener cuidado con los pasos que daba. Como iba ojo avizor, se obligaba a centrar la atención en un punto fijo. Miraba la calle desde su nueva atalaya de centímetros ganados, mientras procuraba mantener el equilibrio. Era un ejercicio de contención. Cada paso suponía un combate contra las leyes de la gravedad, que —ignoraba por qué causa— ejercían una poderosa atracción sobre su cuerpo. Se habituó a recorrer escaparates de zapatos. Le gustaba observar las formas: los de puntera fina, los que tenían el tacón cuadrado, los que llevaban una hebilla. Se lo contó a su familia, a sus parientes y a sus amigos. Si querían regalarle algo, tenían que ser libros de poemas o zapatos. Llegó a reunir un número importante. Estaban en el armario y formaban una hilera ordenada, uno junto al otro. Si estaba nerviosa, le gustaba mirarlos, acariciar la piel, comparar los colores. En la calle se sentía más fuerte. Era magnífico observar a la gente desde una nueva altura.

Marcos y Mónica empezaron a vivir juntos cuando eran muy jóvenes. Todo el mundo les aseguraba que era un error, una manera de complicarse la vida. Tenían todavía mucho camino por andar. Una existencia en plural lo hacía todo más difícil. Desde la fortaleza de la historia compartida, se burlaron de los consejos de los demás. Ignoraron las voces de advertencia, como si tuviesen la sensación de que el tiempo de la felicidad es breve. Ella se compró unos zapatos rojos que tenían el tacón fino. Se situaba frente a él, mientras miraba el fondo de sus ojos. Ya no tenía que ponerse de puntillas si quería que sus perfiles coincidieran: la nariz se tocaba con la nariz; los labios con los labios. Estaban en el último curso de periodismo en la facultad. Entre los exámenes y los apuntes, daban clases particulares en aquel apartamento minúsculo que habían alquilado en la calle Sant Magí, en un barrio de casas con balcones llenos de ropa tendida. Nunca tenían demasiado dinero, pero no les importaba. Algún día, se decían, viajarían a otras tierras. Por el momento, tenían un universo propio para explorar. A finales de mes, sobrevivían comiendo pasta con tomate y viendo películas. Se paseaban, de noche, por las aceras solitarias. Espiaban a los vecinos y se morían de risa, cuando, a través de las paredes, se filtraban los rumores de cotidianeidades robadas. Llevaban una vida sencilla, que no ambicionaba protagonizar grandes gestas. Se imaginaban el futuro como una línea clara que prolongaría el presente; un presente hecho de zapatos de colores, de versos pronunciados en voz queda, de cuerpos enlazados entre las sábanas.

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