Pelham 123 (31 page)

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Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
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—Manténlo fijo —dijo Ryder.

Rasgó dos tiras de esparadrapo, de unos dos palmos cada una, y envolvió con ellas las granadas, sin apretar demasiado.

—Estas cosas me ponen nervioso —dijo Longman.

—Todo te pone nervioso —apuntó Ryder—. Mientras no se quite el seguro y se suelte la palanca, son tan inofensivas como pelotas de tenis.

—¿Es
preciso
hacerlo? —preguntó Longman—. Quiero decir... Supongamos que no nos siguen por la vía de los trenes directos.

—En tal caso, habremos tomado una precaución innecesaria.

—Pero si
no
nos siguen, llegará un momento en que pasará un inocente tren directo...

—No discutas —dijo Ryder—. Quiero que empieces a trabajar en cuanto yo me marche.
Tienes
que haber terminado cuando vuelva, de modo que podamos arrancar inmediatamente.

—Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. Centro de Control llamando a Pelham Uno Dos Tres. Centro de Control a Pelham Uno Dos Tres.

Ryder apretó el botón del transmisor.

—Pelham Uno Dos Tres. ¿Está despejada la vía?

—Aún no del todo. Lo estará dentro de dos o tres minutos.

—Dense prisa. Y nada de policías en la vía, si no quieren que reaccionemos. ¿Comprende lo que quiere decir reaccionar, teniente Prescott?

—Sí. Estamos cumpliendo sus instrucciones; no tienen que hacer daño a nadie. Conteste, Pelham Uno Dos Tres.

Ryder colgó el micrófono.

—No contestes —le dijo a Longman—. Se cansarán de llamar y dejarán de hacerlo al cabo de un rato. Está bien. Empieza.

Levantó el pestillo y salió de la cabina. Welcome estaba apoyado en la barra del centro, con la metralleta colgando de su mano derecha. Ryder contuvo un impulso de ira y siguió su camino sin hacer comentarios. Steever se levantó al acercarse él y abrió la puerta posterior del vagón.

—Cúbreme —dijo Ryder.

Steever asintió con la cabeza.

Ryder pisó las planchas de la plataforma, se agachó y saltó al suelo. Luego se incorporó y corrió hacia el Norte, entre los brillantes raíles.

Tom Berry

Al salir el jefe de la cabina, Tom Berry sorprendió al más bajito de los secuestradores esforzándose por sacar una especie de pesado aparato metálico de lo que parecía una mochila. La puerta se cerró y el jefe cruzó el vagón. Dijo unas palabras al hombre corpulento de la puerta posterior y saltó a la vía. «Y ahora, Deedee —pensó Berry—, ¿tengo que aprovechar su ausencia para atacar el Palacio de Invierno? No, Deedee, no moveré un milímetro el trasero.

»¡Oh, Deedee! —pensó—, ¿con qué derecho me burlo de ti? Al menos, con razón o sin ella, tú crees en algo, aguantas una posición. Pero, ¿quién soy yo? Un policía a medias. Si creyese en mi oficio de policía, a estas horas estaría probablemente muerto, pero muerto con honor desde este punto de vista; y si no creyese en él, no sentiría la desazón del remordimiento. Pero, Deedee, ¿he de sentirme culpable por no haber aceptado el suicidio?

»Y, ya que soy tan egoísta —pensó Berry—, confío en que los secuestradores logren evadirse sin ruido, de modo que no pueda morir accidentalmente en un tiroteo entre los audaces bandidos y los aguerridos policías. Desde luego, la huida no parecía fácil, ni siquiera posible, dado que los secuestradores se hallaban encerrados en un túnel, con todas las salidas custodiadas por la Policía. Sin embargo, era lógico suponer que los secuestradores no carecían de recursos y habían planeado una solución feliz. Bueno, esto les incumbe a ellos. No a mí. Tom Berry pasa.»

El subinspector jefe Daniels

—Chiss... —dijo el subinspector jefe—. No haga ruido.

—Es inútil —respondió el conductor—. Un tren no puede andar de puntillas.

—Chisss...

El subinspector jefe miraba por la ventanilla anterior, casi tocando el cristal con la frente. El conductor frenó de pronto, y el subinspector jefe se dio de narices contra la ventanilla.

—¡Caray!

—Allí está —dijo el conductor—. Si aguza la vista, podrá verlo, allí delante.

—¿Aquella lucecilla? —preguntó el subinspector jefe, con incredulidad.

—Es el vagón —dijo el conductor—. Está parado.

Un chasquido en la radio, y Daniels escuchó atentamente el final de la conversación del Centro de Control con el Pelham Uno Dos Tres.

—Está allí, como usted dijo —le comunicó al conductor. Escuchó cómo el Centro de Control trataba de continuar la conversación con el Pelham Uno Dos Tres, pero, por lo visto, el vagón no respondía—. No contestan. Esos asesinos son muy orgullosos.

—¿Qué hacemos? —preguntó el conductor—. ¿Seguir parados?

—No podemos acercarnos más, si no queremos que nos vean. ¡Dios mío! ¡Nunca me he sentido tan impotente en toda mi vida!

—¿No ve algo allí, entre las vías? —preguntó el conductor.

—¿Dónde? —El subinspector jefe miró fijamente a través de la ventanilla—. No veo nada.

—Parecía un hombre —dijo el conductor—. Pero ahora tampoco yo veo nada. Tal vez me haya equivocado.

—¿No ve nada?

—Sí. El tren.

—También es lo único que veo yo. Siga observando. Y si ve algún movimiento, dígamelo en seguida.

—Sólo veo el tren, y no se mueve. —El conductor apartó los ojos de la vía y miró el reloj—. Si no fuese por esto, ahora estaría en casa. Bueno, tendrán que pagarme las horas extraordinarias. Una jornada y media; pero preferiría estar en casa.

—Siga observando.

—Una jornada y media significa poco para mí. Todo se lo llevan los impuestos.

—Observe y calle.

Longman

Las partes del aparato estaban ordenadamente dispuestas en el «Valpac» —el propio Longman las había colocado— y, a no ser por el peso de la pieza de acero que se ajustaba y a la palanca de mando, todo resultaba tan fácil como lo había sido en el ensayo. Sin embargo, recordaba el momento en que el problema crucial, resuelto, en definitiva, por el aparato, había parecido insoluble, y, con él, la viabilidad del plan. Al menos, esto era lo que él había pensado. En cambio, Ryder había conservado la calma.

—Hace unos años —le había dicho a Ryder, en tono quejumbroso—, el punto muerto correspondía a un botón en la cabeza del regulador. Entonces habría bastado con bajarlo y encontrar la manera de meter la marcha. Pero, tal como está ahora, dentro del mecanismo, resulta imposible. Si empujásemos todo el regulador hasta el tablero, desactivaríamos el punto muerto, pero no se podría poner la marcha. Si hubiese aquel botón...

—No lo hay —dijo Ryder—. Por consiguiente, es inútil hablar de ello. Concéntrate en el problema, tal como se presenta en la actualidad.

El verdadero problema era que no se podía conducir sin maquinista. Sin embargo, cuando encontraron la solución les pareció ridícula su anterior desesperación. El corazón del aparato era un pesado molde de acero con la forma aproximada del regulador. Colocado sobre éste, su peso suplía la presión de la mano del conductor. Desactivaba el punto muerto, permitía que el regulador se colocase en posición de marcha y —lo cual era más importante aún— su peso mantenía desactivado el punto muerto.

«Sencillo y eficaz», pensó Longman, y lanzó un gruñido de satisfacción mientras sacaba el aparato de la mochila y lo colocaba sobre el regulador. Lo demás era igualmente sencillo. Tres tubos acoplados: el primero, de unos siete centímetros de longitud, se adaptaba a un recipiente de la parte delantera del peso de acero; el segundo, de unos noventa centímetros, se encorvaba hacia abajo en dirección a la vía, y el tercero, de longitud aproximadamente igual, se torcía hacia la pared del túnel.

Los tubos habían sido preparados de manera que se acoplasen entre sí con diferentes grados de firmeza. La pieza más corta quedaba firmemente sujeta al receptáculo del aparato; la segunda pieza se ajustaba flojamente a la primera por su borde interior, y con firmeza a la tercera por el exterior. Pero antes de juntar los tubos, Longman tenía que romper el cristal de la ventanilla delantera. Incomprensiblemente, esto lo inquietaba, le hacía sentirse como un vándalo. Vaciló largo tiempo, balanceando la culata de su metralleta, y, al fin, golpeó el cristal y abrió un ancho boquete irregular. Siguió golpeando, hasta que sólo quedaron algunos pedacitos de cristal enganchados en los bordes del marco.

Le habría gustado dejar la cosa así, pero Ryder recalcó mucho este punto: «Nada de cristal. El menor fragmento podría destrozar la ilusión.»

Rascando con el cañón de su arma, Longman eliminó todos los pedacitos de cristal.

Ryder

Partiendo de la parte posterior del vagón, Ryder caminó un centenar de metros hacia el Norte. Se detuvo y se arrodilló junto al raíl interior de la vía de los trenes directos. Sacó una de las granadas del bolsillo, le quitó el esparadrapo y partió éste en dos trozos desiguales, de quince y veinticinco centímetros. Hizo una pausa y miró fijamente a lo largo del túnel. A lo lejos, vio la abultada y negra sombra de un vagón. Asintió con la cabeza, como confirmando el acierto de su presunción y, después, dejó de pensar en ello.

Sosteniendo la granada en la palma de la mano izquierda, cubrió la palanca de un extremo a otro, haciendo que un trozo de esparadrapo sobresaliese de cada uno de ellos. Bajando la cabeza casi al nivel de la vía, colocó la granada debajo del reborde del raíl y, con mucho cuidado, pegó los extremos sueltos de la cinta adhesiva, de modo que sostuviesen la granada junto al carril. Rasgó la cinta más corta por la mitad y aplicó los trozos sobre las puntas de la otra, para impedir que ésta se despegase accidentalmente. Cuando se hubo convencido de que la granada estaba bien sujeta, alargó la mano y le quitó el seguro. Luego pasó al raíl exterior y repitió la operación con la segunda granada.

Se levantó y, sin mirar atrás, se echó a correr en dirección al Pelham Uno Dos Tres. Quitado el seguro, las granadas estaban a punto de estallar. Cuando las golpeasen las ruedas de un vagón, se desprenderían y, automáticamente, saltarían las palancas. La explosión se produciría a los cinco segundos.

Steever montaba la guardia en la puerta posterior. Ryder le hizo una señal con la cabeza y, pasando junto al sucio lado del vagón, se dirigió a la parte delantera. Longman le miró a través de la ventanilla sin cristal. El tubo central salía por ella. Alargó la mano, y Longman le pasó el tercer trozo de tubo. Lo encajó fuertemente en el segundo, con la punta angulada en dirección a la pared del túnel.

Cuando empujasen los tubos hacia dentro, haría girar el regulador en el sentido de las agujas del reloj hasta alcanzar la posición normal y, entonces, el peso del acero impediría que siguiese avanzando. Después, un fuerte tirón hacia atrás haría que se desprendiesen las dos piezas largas del tubo, dejando sólo la pequeña, que sería invisible desde el exterior del vagón.

Por lo demás, Ryder confiaba en que la «ilusión», la fuerza de la presunción, triunfaría sobre la realidad. Por lo general, la gente no
ve
el cristal, y si no había trozos que reflejasen la luz,
presumirían
su existencia. La Policía sabía que un tren no podía funcionar sin maquinista (cuanto más expertos fuesen, más aceptarían este hecho) y, por ello,
presumirían
que iba un conductor en la oscura cabina. Reconocía que algún observador, rompiendo la barrera psicológica, podía adivinar la verdad; pero, aun en este caso, tendría que luchar con el escepticismo oficial durante el tiempo necesario para que ellos pudiesen escapar.

Cuando estuvo satisfecho de la colocación de los tubos, Ryder subió al vagón y entró en la cabina. Apartando a Longman a un lado, observó la colocación del peso sobre el regulador.

—Todo está a punto —dijo Longman, con impaciencia—. Me gustaría empezar de una vez.

—Empezaremos cuando el Centro de Control nos diga que la vía está despejada.

—Lo sé —dijo Longman—. Es que me estoy poniendo un poco nervioso.

Ryder guardó silencio. Calculaba que a Longman le quedaban diez minutos de valor —por llamarlo de algún modo— antes de que se derrumbase. Bueno, diez minutos eran bastante; dentro de diez minutos estarían a salvo.

Welcome

Desde el momento en que volvió la luz, Joe Welcome sintióse defraudado. En primer lugar, se había enfriado en lo tocante a la chica. La brillante luz le había quitado parte de su encanto. Seguía siendo una buena moza, desde luego; pero se le veían las horas de vuelo. No era que él rehusase el trato con las rameras —se había acostado con ellas frecuentemente—, pero ésta empezaba a parecerle demasiado profesional, y no le entusiasmaba que se le hubiesen anticipado infinidad de hombres.

Ella seguía sin quitarle el ojo de encima, pero él había perdido su entusiasmo. En cambio, empezaba a inquietarse por la operación. Se prolongaba demasiado, y había poca acción. Aunque hacía un rato había estado a punto de sostener una pequeña batalla, fuera de programa, con el «general» Ryder. Le habría gustado continuar. Lo mejor fue al principio, cuando le disparó a aquel gordinflón en la vía. Así le gustaban las cosas, con rapidez y dureza. Ryder tenía cerebro, Longman tenía cerebro; pero eran demasiado delicados. Él lo habría hecho de un modo mucho más sencillo. ¿Se quería ir a algún sitio? Pues había que salir de prisa y arreando candela. Claro que había muchos polis en todas partes, pero ellos eran cuatro tiradores rápidos, ¿no? ¡Vaya soldado, aquel Ryder!

Y los fusiles ametralladores... este era otro de sus motivos de queja. Le sorprendió muchísimo cuando Ryder dijo que habrían de prescindir de ellos. No le había sentado muy bien. Toda la fuerza, en una empresa, estaba en la potencia de las armas, en los fusiles ametralladares, que amedrentaban Entonces, ¿por hacían retroceder a los guindillas. ¿Porqué debilitar la propia fuerza? Con el sistema de Ryder, al rechazar los fusiles ametralladores, si algo iba mal, sólo podían contar con cuatro revólveres. ¿Cuatro revólveres, para luchar contra cien policías? En cambio, si le daban un fusil ametrallador, sentíase capaz de enfrentarse contra
mil
guindillas.

La muchacha le dirigía una de sus miradas incitantes, con la boca entreabierta —conocía los trucos del oficio—, y él empezó a sentirse de nuevo animado; pero en aquel preciso instante subió Ryder al vagón por la puerta delantera. «Lo siento, chica; es hora de largarse.»

Anita Lemoyne

Anita Lemoyne advirtió, de algún modo, que aquel tipo había empezado a desinteresarse de ella. Bueno, había perdido al chulo. ¿Qué iba a hacer? ¿Saltarse la tapa de los sesos? Ahora que, al parecer, podía esperarse que todos salvaran el pellejo, había cosas más importantes en que pensar: por ejemplo, qué actitud adoptar ante el tipo de la Televisión, suponiendo que no colgase el aparato en cuanto ella lo llamase por teléfono. Lo único que sabía de cierto era que él no admitiría ninguna excusa razonable que justificara el haberlo dejado plantado. Conociéndolo como lo conocía, podía imaginarse la conversación.

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