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Authors: Jane Austen

Tags: #Clásico,Romántico

Persuasion (17 page)

BOOK: Persuasion
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Tanto Ana como Lady Russell se quedaron pensando en el capitán Benwick. Lady Russell no podía oír la campanilla de la puerta de entrada sin imaginar que sería un mensajero del joven, y Ana no podía volver de algún solitario paseo por los que habían sido terrenos de su padre, o de cualquier visita de caridad en el pueblo, sin preguntarse cuándo lo vería. Sin embargo, el capitán Benwick no llegaba. O bien estaba menos dispuesto de lo que Carlos imaginaba o era demasiado tímido. Y después de una semana, Lady Russell juzgó que era indigno de la atención que se le dispensara en un principio.

Los Musgrove vinieron a esperar a sus niños y niñas pequeños, que volvían del colegio acompañados de los niños Harville, para aumentar el alboroto en Uppercross y disminuirlo en Lyme. Enriqueta se quedó con Luisa, pero todo el resto de la familia había regresado.

Lady Russell y Ana efectuaron una visita de retribución inmediatamente, y Ana encontró en Uppercross la animación de otrora. Aunque faltaban Enriqueta, Luisa, Carlos Hayter y el capitán Wentworth, la habitación presentaba un violento contraste con la última vez que ella la había visto.

Alrededor de la señora Musgrove estaban los pequeños de la quinta, especialmente venidos para entretenerlos. A un lado había una mesa, ocupada por unas niñas charlatanas, cortando seda y papel dorado, y en el otro había fuentes y bandejas, dobladas con el peso de los pasteles fríos en donde alborotaban unos niños; todo esto con el rumor de un fuego de Navidad que parecía dispuesto a hacerse oír pese a la algarabía de la gente. Carlos y María, como era de esperar, se hicieron presentes, y mister Musgrove juzgó su deber presentar sus respetos a Lady Russell y se sentó junto a ella por diez minutos, hablando en voz muy alta, debido al griterío de los niños que trepaban a sus rodillas; pero generalmente, se le oía poco. Era una hermosa escena familiar.

Ana, juzgando de acuerdo con su propio temperamento, hubiera presumido aquel huracán doméstico como un mal restaurador para los nervios de Luisa, que habían sido tan afectados; pero Mrs. Musgrove, que se sentó junto a Ana para agradecerle cordialmente sus atenciones, terminó considerando cuánto había sufrido ella, y con una rápida mirada alrededor de la habitación recalcó que después de lo ocurrido nada podía haber mejor que la tranquila alegría del hogar.

Luisa se recobraba con tranquilidad. Su madre pensaba que hasta quizá fuese posible su vuelta a casa antes de que sus hermanos y hermanas regresaran al colegio. Los Harville habían prometido ir con ella y permanecer en Uppercross. El capitán Wentworth había ido a visitar a su hermano en Shropshire.

—Espero que en el futuro —dijo Lady Russell cuando estuvieron sentadas en el coche para volver— recordaré no visitar Uppercross en las fiestas de Navidad.

Cada quien tiene sus gustos particulares, en ruidos como en cualquier otra cosa; y los ruidos son sin importancia, o molestos, más por su categoría que por su intensidad. Cuando Lady Russell, no mucho tiempo después, entraba en Bath en una tarde lluviosa, en coche desde el puente Viejo hasta Camden Place, por las calles llenas de coches y pesados carretones, los gritos de los anunciadores, vendedores y lecheros, y el incesante rumoreo de los zuecos, por cierto, no se quejó. No, tales ruidos eran parte de las diversiones invernales. El ánimo de la dama se alegraba bajo su influencia, y, al igual que la señora Musgrove, aunque sin decirlo, juzgaba que después de una temporada en el campo nada podía hacerle tan bien como un poco de alegría.

Ana no sentía igual. Ella seguía experimentando una silenciosa pero segura antipatía por Bath. Recibió la nebulosa vista de los grandes edificios, nublados de lluvia, sin ningún deseo de verlos mejor. Sintió que su marcha por las calles, pese a ser desagradable, era muy rápida, porque, ¿quién se alegraría de su llegada? Y recordaba con pesar el bullicio de Uppercross y la reclusión de Kellynch.

La última carta de Isabel había comunicado noticias de algún interés. Mr. Elliot estaba en Bath. Había ido a Camden Place; había vuelto una segunda vez, una tercera, y había sido excesivamente atento. Si Isabel y su padre no se engañaban, había tomado tanto cuidado en buscar la relación, como antes en descuidarla. Eso sería maravilloso en caso de ser cierto, y Lady Russell se sentía en un estado de agradable curiosidad y perplejidad acerca de Mr. Elliot, casi retractándose, por el sentimiento que había expresado a María, hablando de él como de un hombre a quien «no deseaba ver». Sentía gran deseo de verlo. Si realmente deseaba cumplir con su deber de buena rama, sería perdonado por su alejamiento del árbol familiar.

Ana no se sentía animada a lo mismo por estas circunstancias, pero sí que prefería ver a Mr. Elliot, cosa que en verdad podía decir de muy pocas personas en Bath.

Descendió en Camden Place y Lady Russell se encaminó a su alojamiento en la calle River.

CAPITULO XV

Sir Walter había alquilado una buena casa en Camden Place, en una elevación, digna, tal como merece un hombre igualmente digno y elevado. Y él e Isabel se habían establecido allí enteramente satisfechos.

Ana entró en la casa con el corazón desmayado, anticipando una reclusión de varios meses y diciéndose ansiosamente a sí misma: «Oh, ¿cuándo volveré a dejarlos?» Sin embargo, una inesperada cordialidad a su arribo le hizo mucho bien. Su padre y su hermana se alegraban de verla, por el placer de mostrarle la casa y el mobiliario, y fueron a su encuentro dando muestras de cariño. El que fueran cuatro para las comidas era además una ventaja.

Mrs. Clay estaba muy amable y sonriente, pero sus cortesías y sus sonrisas no eran sino eso mismo: cortesía. Ana sintió que ella haría siempre lo que más le conviniera, pero la buena voluntad de los otros era sorprendente y genuina. Estaban de excelente humor, y bien pronto supo por qué. No les interesaba escucharla. Después de algunos cumplidos acerca de haber lamentado las antiguas vecindades, tuvieron pocas preguntas que hacer y la conversación cayó en sus manos. Uppercross no despertaba interés; Kellynch, muy poco; lo más importante era Bath.

Tuvieron el placer de asegurarle que Bath había sobrepasado sus expectativas en varios aspectos. Su casa era sin discusión la mejor de Camden Place; su sala tenía todas las ventajas posibles sobre las que habían visitado o que conocían de oídas, y la superioridad consistía además en lo adecuado del mobiliario. Buscaban relacionarse con ellos. Todos deseaban visitarlos. Habían rechazado muchas presentaciones, y sin embargo, vivían asediados por tarjetas dejadas por personas de las que nada sabían.

¡Qué cantidad de motivos para regocijarse! ¿Podía dudar Ana de que su padre y su hermana eran felices? Podía verse que su padre no se sentía rebajado con el cambio; nada lamentaba de los deberes y la dignidad de un poseedor de tierras y encontraba satisfacción en la vanidad de una pequeña ciudad; y debió marchar, aprobando, sonriendo y maravillándose de que Isabel se pasease de una habitación a otra, ponderando su amplitud, y sorprendiéndose de que aquella mujer que había sido la dueña de Kellynch Hall encontrara orgullo en el reducido espacio de aquellas cuatro paredes.

Pero además tenían otras cosas que les hacían felices. Tenían a Mr. Elliot. Ana tuvo que oír mucho sobre Mr. Elliot. No sólo le habían perdonado, sino que estaban encantados con él. Había estado en Bath hacía más o menos quince días (había pasado por Bath cuando se dirigía a Londres, y Sir Walter, pese a que éste no estuvo más que veinticuatro horas, se había puesto en contacto con él), pero en esta ocasión había pasado unos quince días en Bath y la primera medida que tomó fue dejar su tarjeta en Camden Place, seguida por los más grandes deseos de renovar la relación, y cuando se encontraron su conducta fue tan franca, tan presta a excusarse por el pasado, tan deseosa de renovar la relación, que en su primer encuentro el contacto fue plenamente re-establecido.

No hallaban ningún defecto en él. Había explicado todo lo que parecía descuido de su parte. Había borrado toda aprehensión de inmediato. Nunca había tenido la intención de tomarse mucha confianza; temía haberlo hecho, aunque sin saber por qué, y la delicadeza le había hecho guardar silencio. Ante la sospecha de haber hablado irrespetuosa o ligeramente de la familia o del honor de ésta, estaba indignado. ¡El, que siempre se había enorgullecido de ser un Elliot!, y cuyas ideas, en lo que se refiere a la familia, eran demasiado estrictas para el democrático tono de los tiempos que corrían. En verdad estaba asombrado. Pero su carácter y su comportamiento refutarían tal sospecha. Podía decirle a Sir Walter que averiguara entre la gente que lo conocía; y en verdad, el trabajo que se tomó a la primera oportunidad de reconciliación para ser puesto en el lugar de pariente y presunto heredero fue prueba suficiente de sus opiniones al respecto.

Las circunstancias de su matrimonio también podían disculparse. Este tema no debía ser puesto por él, pero un íntimo amigo suyo, el coronel Wallis, un hombre muy respetable, todo el tipo del caballero (y no mal parecido, agregaba Sir Walter), que vivía muy cómodamente en las casas de Malborough y que había, a su propio pedido, trabado conocimiento de ellos por intermedio de Mr. Elliot, fue quien mencionó una o dos cosas sobre el matrimonio, que contribuyeron a disminuir el desprestigio.

El coronel Wallis hacía mucho tiempo que conocía a mister Elliot; había conocido muy bien a su esposa y entendió a la perfección el problema. No era ella una mujer de buena familia, pero era bien educada, culta, rica y muy enamorada de su amigo. Allí residía el encanto. Ella lo había buscado. Sin aquella condición, no hubiera bastado todo su dinero para tentar a Elliot, y además, Sir Walter estaba convencido de que ella había sido una mujer muy honrada. Todo esto hizo atractivo el matrimonio. Una mujer muy buena, de gran fortuna y enamorada de él. Sir Walter admitía todo ello como una excusa en forma, y aunque Isabel no podía ver el asunto bajo una luz tan favorable, se vio obligada a admitir que todo era muy razonable.

Mr. Elliot había hecho frecuentes visitas, había cenado una vez con ellos y se había mostrado encantado de recibir la invitación, pues ellos no daban cenas en general; en una palabra, estaba encantado de cualquier muestra de afecto familiar y hacía depender su felicidad de estar íntimamente vinculado con la casa de Camden.

Ana escuchaba, pero no entendía. Muy buena voluntad había que poner por las opiniones de los que hablaban. Ella mejoraba todo lo que oía. Lo que parecía extravagante o irracional en el progreso de la reconciliación podía tener su origen nada más que en el modo de hablar de los narradores. Sin embargo, tenía la sensación de que había algo más de lo que parecía en el deseo de mister Elliot, después de un intervalo de tantos años, de ser bien recibido por ellos. Desde un punto de vista mundano, nada sacaría en limpio con la amistad de Sir Walter, nada ganaría con que las cosas cambiaran. Con seguridad él era el más rico y Kellynch sería alguna vez suyo, lo mismo que el título. Un hombre sensato, y parecía haber sido, en verdad, un hombre muy sensato, ¿por qué había de poner objeciones? Ella podía presentar una sola solución; tal vez fuera a causa de Isabel. Tal vez en un tiempo hubo cierta atracción, aunque la conveniencia y los accidentes los hubieran apartado, y ahora que podía permitirse ser agradable podría dedicarle sus atenciones. Isabel era muy hermosa, de modales elegantes y cultivados, y su modo de ser no era conocido por mister Elliot, que la había tratado pocas veces, en público, cuando muy joven. Cómo habrían de recibir la sensibilidad y la inteligencia de él el conocimiento de su presente modo de vida, era otra preocupación muy penosa. En verdad deseaba Ana que no fuera él demasiado amable u obsequioso, de ser Isabel la causa de sus desvelos; y que Isabel se inclinaba a creer tal cosa y que su amiga mistress Clay fomentaba la idea, se hizo clarísimo por una o dos miradas entre ambas mientras se hablaba de las frecuentes visitas de Mr. Elliot.

Ana mencionó los vistazos que había tenido de él en Lyme, pero sin que se le prestara mucha atención. «Oh, sí, tal vez era Mr. Elliot.» Ellos no sabían. «Tal vez fuera él.» No podían escuchar la descripción que ella hacía de él. Ellos mismos lo describían, sobre todo Sir Walter. El hizo justicia a su aspecto distinguido, a su elegante aire a la moda, a su bien cortado rostro, a su grave mirada, pero al mismo tiempo «era de lamentar su aire sombrío, un defecto que el tiempo parecía haber aumentado»; ni podía ocultarse que diez años transcurridos habían cambiado sus facciones desfavorablemente. Mr. Elliot parecía pensar que él (Sir Walter) tenía «el mismo aspecto que cuando se separaron», pero Sir Walter «no había podido devolver el cumplido enteramente», y eso lo había confundido. De todos modos, no pensaba quejarse: mister Elliot tenía mejor aspecto que la mayoría de los hombres, y él no pondría objeciones a que lo vieran en su compañía donde fuere.

Mr. Elliot y su amigo fueron el principal tema de conversación toda la tarde. «¡El coronel Wallis había parecido tan deseoso de ser presentado a ellos! ¡Y mister Elliot tan ansioso de hacerlo!» Había además una señora Wallis a quien sólo conocían de oídas por encontrarse enferma. Pero Mr. Elliot hablaba de ella como de «una mujer encantadora digna de ser conocida en Camden Place». Tan pronto se restableciera la conocerían. Sir Walter tenía un alto concepto de la señora Wallis; se decía que era una mujer extraordinariamente bella, hermosa. Deseaba verla. Sería un contrapeso para las feas caras que continuamente veía en la calle. Lo peor de Bath era el extraordinario número de mujeres feas. No quiere decir esto que no hubiese mujeres bonitas, pero la mayoría de las feas era aplastante. Con frecuencia había observado en sus paseos que una cara bella era seguida por treinta o treinta y cinco espantajos. En cierta ocasión, encontrándose en una tienda de Bond Street había contado ochenta y siete mujeres, una tras otra, sin encontrar un rostro aceptable entre ellas. Claro que había sido una mañana helada, de un frío agudo del que sólo una mujer entre treinta hubiera podido soportar. Pero pese a ello… el número de feas era incalculable. ¡En cuanto a los hombres…! ¡Eran infinitamente peores! ¡Las calles estaban llenas de multitud de esperpentos! Era evidente, por el efecto que un hombre de discreta apariencia producía, que las mujeres no estaban muy acostumbradas a la vista de alguien tolerable. Nunca había caminado del brazo del coronel Wallis, quien tenía una figura arrogante aunque su cabello parecía color arena, sin que todos los ojos de las mujeres se volviesen a mirarlo. En verdad, «todas las mujeres miraban al coronel Wallis». ¡Oh, la modestia de Sir Walter! Su hija y mistress Clay no lo dejaron escapar, sin embargo, y afirmaron que el acompañante del coronel Wallis tenía una figura tan buena como la de éste, sin la desventaja del color del cabello.

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