Sin embargo, en lugar de observar lo que pasa en el barco, ahora debemos regresar a aquella casa desolada de donde tres de nuestros personajes habían huido sin el menor miramiento hace ya tanto. Nos da pena no haber hecho caso al número 14 durante todo este tiempo y sin embargo podemos estar seguros de que la señora Darling no nos lo echa en cara. Si hubiéramos regresado antes para mirarla con apenada compasión, probablemente habría exclamado:
—No seáis tontos, ¿qué importancia tengo yo? Volved a cuidar de los niños.
Mientras las madres sigan siendo así, sus hijos se aprovecharán de ellas; pueden contar con eso.
Aun ahora nos aventuramos a entrar en ese conocido cuarto de los niños sólo porque sus legítimos inquilinos vienen de camino a casa; simplemente los adelantamos para ver si sus camas están debidamente aireadas y si el señor y la señora Darling no salen por las noches. No somos más que criados. ¿Por qué demonios deberían estar debidamente aireadas sus camas, después de que los muy desagradecidos se fueran con tantas prisas? ¿No se lo tendrían muy bien merecido si regresaran y se encontraran con que sus padres están pasando el fin de semana en el campo? Sería la lección moral que les ha estado haciendo falta desde que los conocimos, pero si tramáramos las cosas así la señora Darling no nos lo perdonaría jamás.
Hay una cosa que me gustaría muchísimo hacer y que es decirle, como hacen los escritores, que los niños están regresando, que de verdad que estarán de vuelta del jueves en una semana. Esto echaría a perder completamente la sorpresa que están esperando Wendy, John y Michael. Lo han estado imaginando en el barco: el éxtasis de mamá, el grito de alegría de papá, el salto por los aires de Nana para ser la primera en abrazarlos, cuando para lo que tendrían que estar preparándose es para una buena paliza. Qué delicioso sería estropearlo todo adelantando la noticia, de modo que cuando entren con aire imponente la señora Darling pueda no darle ni siquiera un beso a Wendy y el señor Darling pueda exclamar malhumorado:
—Vaya por Dios, ya están aquí estos chicos otra vez.
Sin embargo, no nos darían las gracias ni siquiera por esto. A estas alturas ya estamos empezando a conocer a la señora Darling y podemos estar seguros de que nos censuraría por quitarles a los niños ese placer.
—Pero, mi querida señora, faltan diez días para el jueves y explicándole cómo están las cosas, podemos ahorrarle diez días de infelicidad.
—Sí, ¡pero a qué precio! Quitándoles a los niños diez minutos de placer.
—Bueno, si es así como lo ve usted.
—¿Y de qué forma se puede ver?
¿Veis? Esa mujer no tenía el genio debido. Tenía intención de decir cosas agradabilísimas sobre ella, pero la desprecio y ya no diré nada. Además realmente no hace falta decirle que prepare las cosas, porque ya están preparadas. Todas las camas están aireadas y ella nunca se va de la casa y, mirad, la ventana está abierta. Para lo que le servimos, podríamos volver al barco. Sin embargo, ya que estamos aquí también podemos quedarnos y seguir mirando. Eso es lo único que somos, mirones. Nadie nos quiere. Así que vamos a mirar y a soltar mordacidades, con la esperanza de que alguna haga mella.
El único cambio que se observa en el cuarto de los niños es que entre las nueve y las seis la perrera ya no está allí. Cuando los niños se fueron volando, el señor Darling sintió en lo más profundo de su alma que toda la culpa era suya por haber atado a Nana y que desde el principio ella había sido más inteligente que él. Naturalmente, como hemos visto, era un hombre muy simple; en realidad habría podido volver a pasar por un chiquillo si hubiera podido quitarse la calvicie, pero también tenía un noble sentido de la justicia y un valor indomable a la hora de hacer lo que le parecía correcto y, después de haber pensado sobre el asunto con enorme cuidado tras la huida de los niños, se puso a cuatro patas y se metió en la perrera. A todas las cariñosas instancias de la señora Darling para que saliera replicaba él triste pero firmemente:
—No, mi bien, éste es el lugar que me corresponde.
Amargado por los remordimientos juró que jamás saldría de la perrera mientras sus hijos no volvieran. Lógicamente, era una pena, pero hiciera lo que hiciera el señor Darling siempre lo tenía que hacer en exceso, si no, no tardaba en dejar de hacerlo. Y nunca hubo un hombre más humilde que el en tiempos orgulloso George Darling, mientras se pasaba la tarde sentado en la perrera hablando con su mujer de sus hijos y de todos sus detalles encantadores.
Era muy conmovedora su deferencia hacia Nana. No la dejaba entrar en la perrera, pero en todas las demás cuestiones cumplía sus deseos sin rechistar.
Todas la mañanas la perrera, con el señor Darling dentro, era transportada hasta un coche, que lo llevaba a la oficina y regresaba a casa de la misma forma a las seis. Notaremos parte de la fuerza de carácter de este hombre si recordamos lo sensible que era a la opinión de los vecinos, este hombre cuyo más mínimo movimiento llamaba ahora la atención por lo sorprendente. Por dentro debía de estar sufriendo un tormento, pero mantenía una fachada de calma incluso cuando los jóvenes se burlaban de su casita y siempre se descubría cortésmente ante cualquier señora que mirara dentro.
Puede que fuera una quijotada, pero era magnífico. No tardó en conocerse el significado que aquello encerraba y el gran corazón del público se sintió conmovido. Las multitudes seguían al coche, aclamando con fervor; chicas bonitas trepaban a él para conseguir su autógrafo, se publicaban entrevistas en los mejores periódicos y la alta sociedad lo invitaba a cenar, añadiendo: «No deje de venir en la perrera».
En aquel jueves lleno de emoción la señora Darling esperaba en el cuarto de los niños a que George volviera a casa: era una mujer de expresión muy triste. Ahora que la miramos de cerca y recordamos su animación de días pasados, desaparecida ahora porque ha perdido a sus niños, me parece que después de todo no voy a ser capaz de decir cosas desagradables de ella. La pobre no podía evitar sentir demasiado cariño por esos monstruitos. Miradla ahí en su butaca, donde se ha quedado dormida. La comisura de su boca, que es lo primero que uno mira, está casi marchita. Su mano se mueve inquieta sobre el pecho como si le doliera. A algunos les gusta más Peter y a otros les gusta más Wendy, pero yo la prefiero a ella. Supongamos que, para hacerla feliz, le susurramos en sueños que los mocosos están en camino.
En realidad están ya a dos millas de la ventana y vienen volando fuerte, pero lo único que hace falta que susurremos es que vienen de camino. Vamos.
Es una lástima que lo hayamos hecho, ya que se ha despertado sobresaltada gritando sus nombres y no hay nadie en la habitación más que Nana.
—Oh, Nana, he soñado que mis pequeños habían vuelto.
Nana tenía los ojos húmedos, pero lo único que pudo hacer fue poner suavemente la pata en el regazo de su ama y así estaban sentadas las dos cuando trajeron la perrera de vuelta. Cuando el señor Darling saca la cabeza para besar a su esposa, vemos que tiene la cara más avejentada que antes, pero con una expresión más dulce.
Le dio el sombrero a Liza, que lo cogió con desprecio, ya que no tenía la más mínima imaginación y era totalmente incapaz de comprender los motivos de este hombre. Fuera, la multitud que había acompañado al coche hasta casa todavía seguía aclamando y, naturalmente, esto no dejaba de conmoverlo.
—Escúchalos —dijo—, es muy gratificante.
—Son una panda de críos —se mofó Liza.
—Hoy había varios adultos —le aseguró él ruborizado, pero cuando ella sacudió la cabeza con sorna él no le dijo ni una palabra de reproche. El éxito social no lo había echado a perder, lo había dulcificado. Estuvo un rato sentado con medio cuerpo fuera de la perrera, hablando con la señora Darling sobre su éxito y estrechándole la mano para tranquilizarla cuando ella le dijo que esperaba que no se le fuera a subir a la cabeza.
—Pero si llego a ser un hombre débil —dijo—. ¡Dios santo, si llego a ser un hombre débil!
—Y, George —dijo ella con timidez—, sigues tan lleno de remordimientos como siempre, ¿verdad?
—¡Tan lleno de remordimientos como siempre, mi amor! Mira mi castigo: vivir en una perrera.
—Pero es un castigo, ¿no es así, George? ¿Estás seguro de que no estás disfrutando con ello?
—¡Pero mi amor!
Os aseguro que ella le pidió perdón y, luego, soñoliento, él se acurrucó en la perrera.
—¿Me tocas algo en el piano de los niños para que me duerma? —le pidió.
Y cuando ella se dirigía al cuarto de jugar añadió sin pensar:
—Y cierra esa ventana. Hay corriente.
—Oh, George, no me pidas nunca que haga eso. La ventana debe estar siempre abierta para ellos, siempre, siempre.
Entonces le tocó a él pedirle perdón y ella fue al cuarto de jugar y tocó el piano y pronto se quedó dormido y, mientras dormía, Wendy, John y Michael entraron volando en la habitación.
Oh, no. Lo hemos escrito así porque ése era el bonito plan que tenían ellos antes de que nos fuéramos del barco, pero debe de haber pasado algo desde entonces, porque no son ellos los que han entrado volando, son Peter y Campanilla. Las primeras palabras de Peter lo revelan todo.
—Deprisa, Campanilla —susurró—, cierra la ventana, échale el pestillo. Así, bien. Ahora tú y yo tenemos que huir por la puerta y cuando Wendy llegue creerá que su madre la ha dejado fuera y tendrá que volver conmigo.
Ya comprendo lo que hasta ahora me venía escamando: por qué cuando Peter hubo exterminado a los piratas no regresó a la isla y dejó que Campanilla guiara a los niños hasta el mundo real. Había tenido planeada esta trampa desde el principio.
En lugar de pensar que se estaba portando mal se puso a bailar de alegría; luego atisbó en el cuarto de jugar para ver quién estaba tocando. Le susurró a Campanilla:
—Ésa es la madre de Wendy. Es una señora muy guapa, pero no tan guapa como mi madre. Tiene la boca llena de dedales, pero no tanto como la tenía mi madre.
Por supuesto, él no sabía nada de nada sobre su madre, pero a veces se jactaba de ella.
No conocía la melodía, que era «hogar, dulce hogar», pero sabía que estaba diciendo: «Vuelve, Wendy, Wendy, Wendy» y exclamó entusiasmado:
—Señora, jamás volverá a ver a Wendy, porque la ventana está cerrada.
Volvió a atisbar para ver por qué se había interrumpido la música y entonces vio que la señora Darling había apoyado la cabeza en la caja del piano y que tenía dos lágrimas en los ojos.
«Quiere que abra la ventana», pensó Peter, «pero no lo haré, no señor».
Volvió a asomarse y las lágrimas seguían allí, u otras dos que habían ocupado su lugar.
—Quiere muchísimo a Wendy —se dijo. Entonces se enfadó con ella por no darse cuenta de por qué no podía tener a Wendy.
La razón era tan sencilla:
—Yo también la quiero. No podemos tenerla los dos, señora.
Pero la señora no se conformaba y era muy desgraciada. Dejó de mirarla, pero ni siquiera así lo dejaba ella en paz. Se puso a dar brincos y a hacer muecas, pero cuando se detuvo era como si ella estuviera dentro de él, llamando.
—Bueno, está bien —dijo por fin y tragó con dificultad. Luego abrió la ventana.
—Vamos, Campanilla —exclamó, burlándose cruelmente de las leyes de la naturaleza—, a nosotros no nos hace falta ninguna madre tonta.
Y se fueron volando.
Por eso Wendy, John y Michael encontraron la ventana abierta para ellos después de todo, lo cual, por supuesto, era más de lo que merecían. Se posaron en el suelo, sin sentirse avergonzados en absoluto y eso que el más pequeño ya se había olvidado de su hogar.
—John —dijo, mirando a su alrededor con incertidumbre—, creo que he estado aquí antes.
—Claro que sí, tonto. Esta es tu antigua cama.
—Ah, sí —dijo Michael, sin demasiada convicción.
—¡Oye! —exclamó John—. ¡La perrera!
Y corrió hasta ella para mirarla.
—A lo mejor está Nana dentro —dijo Wendy. Pero John soltó un silbido.
—Caramba —dijo—, si hay un hombre metido ahí.
—¡Es papá! —exclamó Wendy.
—Dejadme ver a papá —rogó Michael con ansia y lo examinó atentamente.
—No es tan grande como el pirata que maté —dijo con una desilusión tan patente que me alegro de que el señor Darling estuviera dormido: habría sido muy triste si ésas hubieran sido las primeras palabras que le oyera decir a su pequeño Michael.
Wendy y John se habían quedado algo pasmados al encontrar a su padre en la perrera.
—Pero —dijo John, como quien ha perdido fe en su memoria—, él no dormía en la perrera, ¿verdad?
—John —dijo Wendy con voz entrecortada—, quizás no recordamos nuestra antigua vida tan bien como creíamos.
Se quedaron helados y bien merecido que se lo tenían.
—Qué poco delicado por parte de mamá —dijo el bribonzuelo de John— no estar aquí cuando regresamos.
Entonces la señora Darling se puso a tocar de nuevo.
—¡Es mamá! —exclamó Wendy, asomándose.
—¡Pues sí! —dijo John.
—¿Entonces tú no eres nuestra madre de verdad, Wendy? —preguntó Michael, que estaba muy soñoliento.
—¡Dios mío! —exclamó Wendy, con sus primeros remordimientos auténticos—. Desde luego, ya iba siendo hora de que volviéramos.
—Vamos a entrar sin hacer ruido —propuso John—, y a taparle los ojos con las manos.
Pero a Wendy, que se dio cuenta de que debían dar la grata noticia con algo más de suavidad, se le ocurrió un plan mejor.
—Vamos a meternos todos en la cama y a quedarnos ahí cuando entre, como si nunca nos hubiéramos ido.
Y por eso cuando la señora Darling volvió al cuarto de los niños para ver si su esposo estaba dormido, todas las camas estaban ocupadas. Los niños aguardaban su grito de alegría, pero éste no se produjo. Los vio, pero no se creyó que estuvieran allí. Es que los veía en sus camas tan a menudo al soñar que se pensó que aquello no era más que el sueño que seguía rondándole por la cabeza.
Se sentó en la butaca junto al fuego, donde en otros tiempos los había amamantado.
Ellos no lo entendían y un miedo helado se apoderó de los tres.
—¡Mamá! —gritó Wendy.
—Ésa es Wendy —dijo ella, pero seguía convencida de que era el sueño.
—¡Mamá!
—Ése es John —dijo.
—¡Mamá! —gritó Michael. Ya la había reconocido.