Y luego empecé a mostrarle al chico cómo un punto que se mueve a lo largo de una longitud de nueve centímetros forma una línea de nueve centímetros, que se puede representar por 9; y cómo una línea de nueve centímetros, moviéndose paralelamente a sí misma a través de una longitud de nueve centímetros, forma un cuadrado de nueve centímetros de lado, que puede representarse por 9
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.
Ante esto, mi nieto, volviendo a su comentario anterior, me interrumpió bastante bruscamente y exclamó:
—Bueno, entonces, si un punto, al desplazarse nueve centímetros, forma un línea de nueve centímetros representada por 9, y si una línea recta de nueve centímetros, desplazándose paralelamente a sí misma, forma un cuadrado de nueve centímetros de lado, representado por 9
2
, un cuadrado de nueve centímetros de lado, moviéndose de algún modo paralelamente a sí mismo (aunque yo no veo cómo) debe componer algo más (pero no veo qué) de nueve centímetros de lado… y eso tiene que representarse por 9
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.
—Vete a la cama —dije yo, un poco irritado por su interrupción—, si dijeras menos tonterías, tendrías más sentido común.
Así que mi nieto había desaparecido castigado; y allí estaba yo sentado al lado de mi esposa, intentando componer una retrospectiva del año 1999 y de las posibilidades del 2000, pero sin ser capaz del todo de librarme de los pensamientos que me sugería el parloteo de mi inteligente y pequeño hexágono. Sólo quedaban ya unas cuantas arenillas en el reloj de media hora. Salí de mi ensueño y di vuelta al reloj hacia el norte por última vez en el viejo milenio; y exclamé al hacerlo, en voz alta:
—El chico es tonto.
Me di cuenta inmediatamente de que había una presencia en la habitación, y luego sentí que estremecía todo mi ser un soplo escalofriante.
No es tal cosa —exclamó mi esposa—, y tú estás quebrantando los mandamientos al deshonrar así a tu propio nieto.
Pero no le hice ningún caso. Miraba a mi alrededor, a un lado y a otro, en todas direcciones y no podía ver nada; sin embargo, seguía
sintiendo
una presencia, y me estremecí cuando surgió de nuevo aquel susurro frío. Me levanté.
—¿Qué pasa? —dijo mi esposa—, no hay ninguna corriente; ¿qué es lo que buscas? No hay nada.
No había nada; y me senté de nuevo, diciendo otra vez:
—Ese chico es tonto, sí; 9
3
no puede tener ningún significado en geometría.
Y en ese mismo instante me llegó una respuesta claramente audible:
—El chico no es ningún tonto; y 9
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tiene un significado geométrico evidente.
Mi esposa oyó las palabras lo mismo que yo, aunque no entendiese lo que significaban, y los dos nos precipitamos en la dirección del sonido. ¡Cuál no sería nuestro horror cuando vimos ante nosotros una figura! A primera vista parecía ser una mujer, vista de lado; pero unos instantes de observación me mostraron que los extremos se hacían borrosos con demasiada rapidez para que se tratase de alguien del sexo femenino; y yo habría pensado que se trataba de un círculo si no pareciese cambiar de tamaño de una forma imposible en un círculo o en cualquier figura regular de la que yo hubiese tenido experiencia.
Pero mi esposa no tenía mi experiencia ni la frialdad necesaria para apreciar estas características. Con la precipitación y el celo irracional habituales de su sexo, llegó inmediatamente a la conclusión de que había entrado en la casa una mujer a través de alguna pequeña abertura.
—¿Cómo ha entrado aquí esa persona? —exclamó—. Tú me prometiste, querido mío, que no habría aberturas de ventilación en nuestra nueva casa.
—No hay ninguna —dije yo—; ¿pero qué te hace pensar que el extraño es una mujer? Yo veo con mi poder de identificación visual…
—Oh, no me hagas perder la paciencia con tu identificación visual —replicó ella—. «Tocar es creer» y «El tacto vale para una línea recta lo que la vista para un círculo».
Se trata de dos proverbios muy frecuentes entre el sexo débil de Planilandia.
—Bueno —dije yo, pues tenía miedo de irritarla—, en ese caso, exígele que se presente.
Mi esposa adoptó entonces su actitud más amable y avanzó hacia el desconocido.
—Permitidme, señora, tocar y ser tocada —dijo, y luego, retrocediendo súbitamente, exclamó—: ¡Oh! No es una mujer y no tiene ningún ángulo además, ni rastro de ellos. ¿Cómo es posible que haya sido tan grosera con un círculo perfecto?
—Soy realmente, en cierto modo, un círculo —replicó la voz—, y un círculo más perfecto que cualquiera que pueda haber en Planilandia; pero hablando con algo más de propiedad, soy muchos círculos en uno.
Luego añadió, más suavemente:
—Tengo un mensaje, querida señora, para su marido, que no debo comunicar en vuestra presencia, así que, si podéis permitir que nos retiremos unos minutos…
Pero mi esposa no quiso que nuestro augusto visitante tuviera que tomarse esa molestia y, asegurándole que hacía mucho ya que había pasado la hora en que ella debía irse, tras disculparse reiteradamente por su reciente indiscreción, se retiró a sus aposentos.
Miré el reloj de arena de media hora. Había caído ya la última arenilla. Había empezado el tercer milenio.
TAN PRONTO COMO se hubo apagado el sonido del grito de paz de mi esposa, comencé a aproximarme al desconocido con la intención de tener una visión más de cerca de él y de rogarle que se sentase; pero su apariencia me dejó mudo y paralizado de asombro. Pese a no manifestar ningún síntoma de angularidad, variaba a cada instante con gradaciones de tamaño y brillantez escasamente posibles para cualquier figura de que yo tuviese experiencia. Se me ocurrió de pronto la idea de que tal vez tuviese ante mí a un ladrón o un asesino, a algún isósceles irregular monstruoso, que, fingiendo la voz de un círculo, hubiese conseguido misteriosamente acceder a mi casa y se dispusiese a atravesarme con su ángulo agudo.
Estando como estaba en una sala de estar, la ausencia de niebla (y se daba la circunstancia de que la estación era notablemente seca) hacía que me resultase difícil confiar en la identificación visual, especialmente con la corta distancia que nos separaba. Poseído de un miedo incontenible, me precipité hacia adelante con un nada ceremonioso «Permítame usted, caballero…» y le toqué. Mi esposa tenía razón. No había el menor rastro de ángulo, ni la más leve aspereza o desigualdad: nunca había conocido un círculo más perfecto. Se mantuvo inmóvil mientras di una vuelta alrededor de él, empezando por el ojo y volviendo a él. Era absolutamente circular, un círculo absolutamente satisfactorio; no podía haber la menor duda de ello. Luego siguió un diálogo, que procuraré transcribir lo más fielmente que pueda recordarlo, omitiendo sólo algunas de mis profusas disculpas… porque me sentía lleno de vergüenza y de humillación por el hecho de que yo, un cuadrado, hubiese incurrido en la impertinencia de tocar a un círculo. Inició el diálogo el propio desconocido, con cierta impaciencia por lo prolongado de mi proceso introductorio.
Desconocido.
¿Me habéis tocado ya lo suficiente por esta vez? ¿No os vais a presentar a mí aún?
Yo.
Ilustrísimo señor, perdonad mi torpeza, que procede no de la ignorancia de los modales de la buena sociedad, sino de una leve sorpresa y un cierto nerviosismo, que se deben a esta visita un tanto inesperada. Y os ruego que no reveléis a nadie mi indiscreción, y sobre todo no se lo digáis a mi mujer. Pero antes de que vuestra señoría pase a comunicarme otras cuestiones, ¿podría dignarse satisfacer la curiosidad de alguien a quien le gustaría saber de dónde viene su visitante?
Desconocido.
Del espacio, caballero, del espacio, ¿de dónde si no?
Yo.
Perdonadme, señorías ¿pero no estáis ya en el espacio, no lo estamos vuestra señoría y su humilde servidor, en este mismo instante?
Desconocido.
¡Bah! ¿Qué sabéis vos del espacio? Definid el espacio.
Yo.
El espacio, mi señor, es altura y anchura indefinidamente prolongadas.
Desconocido.
Exactamente: ¿veis como no sabéis siquiera lo que es el espacio? Creéis que sólo tiene dos dimensiones; pero yo he venido a informaros de una tercera: hay altura, anchura y longitud.
Yo.
A vuestra señoría le gusta bromear. Nosotros también hablamos de longitud y altura o anchura y grosor, indicando así dos dimensiones con cuatro nombres.
Desconocido.
Pero yo no quiero decir sólo tres nombres, sino tres dimensiones.
Yo.
¿Querríais indicarme o explicarme, señoría, en qué dirección está la tercera dimensión, desconocida para mí?
Desconocido.
Yo vine de ella. Está arriba y abajo.
Yo.
Su señoría se refiere sin duda a lo que es dirección norte y dirección sur.
Desconocido.
No me refiero a nada de eso. Me refiero a una dirección en la que vos no podéis mirar, porque no tenéis ningún ojo en el lado.
Yo.
Perdonadme, mi señor, una breve inspección os convencerá de que tengo una luminaria perfecta en la juntura de dos de mis lados.
Desconocido.
Sí, pero para poder mirar en el espacio deberíais tener un ojos no en vuestro perímetro sino en vuestro lado. Es decir, en lo que vos probablemente llaméis vuestro interior; pero que nosotros, en Espaciolandia, llamaríamos vuestro lado.
Yo.
¡Un ojo en mi interior! ¡Un ojo en el estómago! Su señoría bromea.
Desconocido.
No estoy de humor festivo. Os aseguro que vengo del espacio, o, puesto que no entenderéis lo que significa espacio, del País de Tres Dimensiones, desde donde he bajado la vista últimamente hacia vuestro plano, que es lo que vosotros llamáis espacio. Desde esa posición ventajosa he contemplado todo lo que vosotros llamáis
sólido
(por lo que entendéis «cerrado por cuatro lados»), vuestras casas, vuestras iglesias, hasta vuestros arcones y cajas fuertes, e incluso vuestras entrañas y estómagos, todo ello extendido y abierto y expuesto a mi vista. Yo. Es fácil hacer esas afirmaciones, señoría.
Desconocido.
Pero no es fácil de probar, queréis decir. Pero yo me propongo demostrarlas.
«Cuando descendí aquí, vi a vuestros cuatro hijos, los pentágonos, cada uno en su aposento, y a vuestros dos nietos los hexágonos, que estuvieron un rato con vos y luego se retiraron a su habitación, dejándoos a vos y a vuestra esposa solos. Vi a vuestros sirvientes isósceles, tres en total, en la cocina, cenando, y al chico que ayuda en la cocina fregando. Luego vine aquí y ¿cómo creéis que vine?».
Yo.
A través del techo supongo.
Desconocido.
Nada de eso. Vuestro techo, como sabéis muy bien, ha sido reparado muy recientemente y no tiene ninguna abertura por la que pudiese penetrar ni siquiera una mujer. Os repito que vengo del espacio. ¿No os convence lo que os he dicho de vuestros hijos y vuestra casa?
Yo.
Su señoría debería comprender que esos hechos relacionados con las pertenencias de su humilde servidor podrían obtenerse de cualquiera de la vecindad, poseyendo los amplios medios de obtener información con que cuenta vuestra señoría.
Desconocido. (Para sí.)
¿Qué debo hacer? Un momento; se me ocurre un argumento más. Cuando veis una línea recta, vuestra esposas por ejemplo, ¿cuántas dimensiones le atribuís?
Yo.
¿Acaso vuestra señoría me considera alguien del vulgo que al ignorar las matemáticas supone que una mujer es en realidad una línea recta y sólo de una dimensión? No, no, mi señor; nosotros los cuadrados sabemos más, y tenemos tan claro como vuestra señoría que una mujer, aunque se le llame vulgarmente una línea recta, es, en realidad, científicamente, un paralelogramo muy delgado, y posee dos dimensiones, como el resto de nosotros, es decir, largo y ancho (o grosor).
Desconocido.
No me comprendéis. Lo que quiero decir es que cuando veis una mujer, debéis (además de deducir su anchura) ver su longitud, y
ver
lo que nosotros llamamos
su altura
; aunque esa última dimensión es infinitesimal en vuestro país. Si una línea fuese mera longitud sin «altura», dejaría de ocupar espacio y se haría invisible. ¿Supongo que admitiréis esto?
Yo.
He de confesar que no entiendo nada de lo que decís, señoría. Cuando en Planilandia vemos una línea, vemos longitud y brillo. Si desaparece el brillo, la línea se extingue y, como vos decís, deja de ocupar espacio. Pero ¿he de suponer que vuestra señoría da al brillo el título de una dimensión y que lo que nosotros llamamos «brillante» vos lo llamáis «alto»?
Desconocido.
En realidad, no. Por «altura» entiendo una dimensión como vuestra longitud: sólo que, en vuestro caso, la «altura», al ser extremadamente pequeña, no es tan fácil de apreciar.
Yo.
Mi señor, es fácil poner a prueba vuestra afirmación. Decís que tengo una tercera dimensión, que llamáis «altura». Bien, dimensión entraña dirección y medida. No tenéis más que medir mi «altura», o indicarme simplemente la dirección en la que se extiende mi «altura» y me habréis convencido. De lo contrario, vuestra señoría habrá de excusarme, pero…
Desconocido. (Para sí).
No puedo hacer ninguna de las dos cosas. ¿Cómo voy a convencerle? Una simple exposición de los hechos seguida de una demostración ocular debería ser sin duda suficiente… Veamos, señor; escuchadme.
»Vos estáis viviendo en un plano. Lo que vos llamáis Planilandia es la inmensa superficie lisa de lo que yo debo llamar un fluido, en, o sobre, la parte superior del cual vos y vuestros compatriotas os desplazáis, sin elevaros por encima de él ni caer por debajo.
»Yo no soy una figura plana, sino un sólido. Vos me llamáis círculo; pero en realidad no soy un círculo, sino un número infinito de círculos, cuyo tamaño varía desde el de un punto al de un círculo de treinta centímetros de diámetro, colocados uno sobre otro. Cuando corto transversalmente vuestro plano como estoy haciendo ahora, hago en él una sección que vosotros llamáis, muy correctamente, un círculo. Y es que una esfera (que es el nombre que me corresponde en mi país) si es que llega a manifestarse alguna vez a un habitante de Planilandia, ha de hacerlo inevitablemente como un círculo.