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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (19 page)

BOOK: Plataforma
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Al cabo de media hora, Valérie se hartó y me pidió que nos marchásemos. Un estudiante de medicina se detuvo delante de ella; tenía en la palma de la mano una polla cortada, con los testículos todavía rodeados de pelos. Ella apartó la cara, asqueada, y me arrastró hacia la salida. Nos refugiamos en el café Beaubourg.

Media hora después entró Bertrand Bredane, acompañado por dos o tres chicas que yo conocía y algunas otras personas, entre las que reconocí al director de mecenazgo de la Caisse des Dêpots et Consignations. Se sentaron en una mesa vecina; estaba obligado a ir a saludarlos. Bredane se alegró visiblemente de verme, y es cierto que esa noche yo le había dado un buen empujón. La conversación se eternizó, y Valérie vino a sentarse con nosotros. No sé quién propuso ir a tomar algo al Bar-bar; probablemente el propio Bredane. Yo cometí el error de aceptar. La mayoría de los clubs de intercambio de parejas que han intentado incluir en su programa de animación una velada sadomaso semanal han fracasado.

Por el contrario, el Bar-bar, dedicado desde el principio exclusivamente a las prácticas sadomasoquistas, sin por ello exigir a la entrada un
dress-code
demasiado estricto —salvo en ciertas veladas—, estaba siempre lleno. Por lo que yo sabía, el medio sadomaso era bastante específico: estaba compuesto por gente que ya no sentía interés por las prácticas sexuales corrientes, y a la que por lo tanto le repugna ir a un club bisexual clásico.

Cerca de la entrada, una mujer de unos cincuenta años, con la cara rubicunda, maniatada y amordazada, daba vueltas en una jaula. Al mirar con más atención me di cuenta de que tenía los tobillos atados a las barras de la jaula con unas cadenas de metal; sólo llevaba un corsé de skai negro, sobre el que colgaban sus pechos grandes y fláccidos. Se trataba, según la costumbre del lugar, de una esclava a la que su dueño iba a subastar durante toda la noche. No parecía divertirle mucho, noté que se volvía en todas direcciones para intentar disimular la celulitis de las nalgas; pero no era posible, la jaula estaba abierta por los cuatro costados. A lo mejor hacía eso para ganarse la vida, yo sabía que uno podía alquilarse como esclavo, entre mil y dos mil francos la noche. Parecía una empleada subalterna, del tipo telefonista de la Seguridad Social, que iba allí para redondear su sueldo. Sólo quedaba una mesa libre, junto a la entrada de la primera sala de tortura. Justo después de sentarnos, pasó un ejecutivo completamente calvo, barrigón, con traje y chaleco, atado a la trailla de una dominadora negra con las nalgas desnudas. Ella se detuvo a la altura de nuestra mesa, y le ordenó que se desvistiera de cintura para arriba. Él obedeció. Ella sacó de su bolso unas pinzas de metal; para ser un hombre, él tenía el pecho bastante graso y abultado. Ella cerró las pinzas sobre sus pezones, que estaban estirados y rojos. El hizo una mueca de dolor. Ella tiró otra vez de la trailla: él volvió a ponerse a cuatro patas y, bien que mal, la siguió; le temblaban los pliegues del vientre, macilentos bajo la luz tenue. Yo pedí un whisky, Valérie un zumo de naranja. Ella miraba obstinadamente la mesa; no observaba lo que ocurría alrededor ni participaba en la conversación. Por el contrario, Marjorie y Géraldine, las dos chicas que conocía de la Delegación de Artes Plásticas, parecían muy excitadas. «Esta noche está todo muy tranquilo, muy tranquilo…», refunfuñaba Bredane, decepcionado. Nos explicó después que, algunas noches, había clientes que se hacían clavar agujas en los cojones o el glande; una vez había visto a un tipo al que su dominadora le había arrancado una uña con unas tenazas. Valérie se estremeció de asco.

—Me parece totalmente
repugnante
… —dijo, incapaz de contenerse por más tiempo.

—¿Por qué repugnante.? — protestó Géraldine—. Desde el momento en que hay libre consentimiento de los participantes, no veo dónde está el problema. Es un contrato, eso es todo.

—No creo que se pueda
consentir libremente
en la humillación y el sufrimiento. E incluso si es así, no me parece una razón suficiente.

Valérie estaba realmente nerviosa; yo estuve a punto de desviar la conversación hacia el conflicto entre israelíes y palestinos, pero luego pensé que la opinión de aquellas chicas me importaba una mierda; que, incluso si dejaban de llamarme por teléfono, lo único que pasaría es que tendría que trabajar un poco menos.

—Sí, esa gente me asquea un poco… —dije con desdén—. Y vosotras también… —añadí en voz más baja.

Géraldine no me oyó, o fingió no haberme oído.

—Si soy mayor de edad, doy mi consentimiento —continuó— y mi fantasía es sufrir, explorar la dimensión masoquista de mi sexualidad, no veo en nombre de qué podrían impedírmelo. Estamos en una democracia…

Ella también se estaba poniendo nerviosa, estaba claro que no le faltaba mucho para sacar a relucir los derechos humanos. Al oír la palabra «democracia», Bredane le había echado una mirada llena de desprecio; luego se dirigió a Valérie.

—Tiene razón… —dijo, sombrío—. Es absolutamente asqueroso. Cuando veo que alguien se deja arrancar una uña con unas tenazas, luego permite que le caguen encima y para terminar se come la mierda de su verdugo, me parece asqueroso. Pero lo que me interesa, precisamente, es el lado asqueroso del ser humano.

Al cabo de unos segundos, Valérie preguntó dolorosamente:

—¿Por qué?…

—No lo sé —contestó Bredane con sencillez—. No creo en el
lado maldito
porque no creo en ninguna forma de maldición; ni de bendición, para ser exactos. Pero tengo la impresión de que cuando nos acercamos al sufrimiento y a la crueldad, a la dominación y la servidumbre, nos enfrentamos a lo esencial, a la naturaleza íntima de la sexualidad.

¿No cree?…

Ahora se estaba dirigiendo a mí. No, de hecho, yo no lo creía. La crueldad es antigua en el ser humano, la encontramos en los pueblos más primitivos: en las primeras guerras entre clanes, los vencedores se tomaban el trabajo de conservar con vida a algunos prisioneros para matarlos después de hacerles padecer terribles torturas. Esta tendencia se repetía, constante en la historia, y en nuestros días la encontrábamos intacta: en el momento en que una guerra, externa o civil, tendía a borrar las obligaciones morales corrientes —no importaba la raza, la población o la cultura—, aparecían seres humanos dispuestos a darse el gusto de la barbarie y la masacre.

Era un hecho demostrado, permanente, indiscutible, pero no tenía nada que ver con la búsqueda del placer sexual, igualmente antigua e igualmente fuerte. En resumen, que no estaba de acuerdo; pero tenía conciencia, como de costumbre, de que se trataba de una discusión inútil.

—Vamos a dar una vuelta… —dijo Bredane cuando terminó su cerveza. Yo le seguí, y los demás conmigo, a la primera sala de tortura. Era una cueva abovedada, de piedra. La música de ambiente se componía de acordes de órgano en la escala más grave, sobre los que se superponían alaridos de condenados. Vi que los amplificadores de graves eran enormes; por todas partes se veían manchas rojas, máscaras e instrumentos de tortura: la instalación tenía que haber costado una fortuna. En una alcoba había un tipo calvo y casi descarnado, con los cuatro miembros atados: tenía los pies metidos en un dispositivo que le mantenía a unos cincuenta centímetros del suelo, y los brazos sujetos por unas argollas que colgaban del techo. Una dominadora con botas y guantes, vestida de látex negro, daba vueltas a su alrededor, armada con un látigo de finas tiras de cuero incrustadas de fragmentos de piedras preciosas. Al principio le azotó durante un buen rato las nalgas, con golpes fuertes y decididos; el tipo estaba de frente a nosotros, completamente desnudo, y gritaba de dolor. En torno a la pareja se fue reuniendo un pequeño público.

—Ésta tiene que estar en el nivel dos… —me susurró Bredane—. En el nivel uno se paran en cuanto ven la primera gota de sangre.

La polla y los huevos del tipo colgaban en el aire, muy largos y como dislocados. La dominadora dio una vuelta a su alrededor, metió la mano en un saquito que llevaba atado al cinturón y sacó varios anzuelos, que le clavó al tipo en el escroto; la piel se perló ligeramente de sangre. Después, más suavemente, empezó a azotarle los genitales. La cosa estaba en el límite: si una de las tiras de cuero se enganchaba en los anzuelos, la piel de los testículos podía desgarrarse. Valérie volvió la cabeza y se apretó contra mí.

—Vámonos… —dijo con voz suplicante—. Vámonos; luego te lo explico.

Volvimos al bar. Los demás estaban tan fascinados con el espectáculo que no nos prestaron la menor atención.

—La chica que le estaba azotando… —me dijo Valérie a media voz—. La he reconocido. Sólo la he visto una vez, pero estoy segura de que es ella… Audrey, la mujer de Jean-Yves.

Nos fuimos enseguida. En el taxi, Valérie estaba postrada, inmóvil. En el ascensor no dijo una palabra. Sólo cuando cerramos la puerta del apartamento se volvió hacia mí:

—Michel…, ¿te parezco demasiado convencional?

—No. A mí también me horroriza todo eso.

—Comprendo la existencia de los verdugos: me repugna, pero sé que hay gente a la que le gusta torturar a los demás; lo que no puedo entender es que existan las víctimas. No consigo meterme en la cabeza que un ser humano pueda preferir el sufrimiento al placer. No sé, habría que reeducarlos, amarlos, enseñarles el placer.

Yo me encogí de hombros, como para indicar que el tema superaba mi capacidad de razonamiento, cosa que ahora me ocurría en casi todas las circunstancias de la vida. Las cosas que hace la gente, lo que decide aguantar… No se podía sacar nada de todo eso, ninguna conclusión general, ningún sentido. Me desnudé en silencio. Valérie se sentó en la cama, a mi lado. La sentía todavía tensa, preocupada por el tema.

—Lo que me da miedo de todo eso —continuó— es que no haya ningún contacto físico. Todo el mundo lleva guantes, utiliza herramientas. Las pieles nunca se tocan, no hay ni un beso, un roce, una caricia. Para mí es exactamente lo contrario de la sexualidad.

Ella tenía razón, pero supongo que los adeptos al sadomaso veían en sus prácticas la apoteosis de la sexualidad, su forma última. Cada cual estaba encerrado en su cuerpo, plenamente entregado a sus sensaciones de ser único; era una manera de ver las cosas. En cualquier caso, lo que quedaba claro es que esa clase de sitios estaba cada vez más de moda.

Me imaginaba muy bien a chicas como Marjorie y Géraldine frecuentándolos, por ejemplo, mientras que no conseguía imaginarlas con la capacidad de abandono necesaria para una penetración, por no hablar de cualquier otra relación sexual.

—Es más simple de lo que parece… —dije al final—. Está la sexualidad de la gente que se ama, y la sexualidad de la gente que no se ama. Cuando ya no hay ninguna posibilidad de identificación con el otro, la única modalidad que queda es el sufrimiento… y la crueldad.

Valérie se acurrucó contra mí.

—Vivimos en un mundo extraño… —dijo.

En cierto sentido seguía siendo ingenua; sus horarios de trabajo demenciales, que apenas le dejaban tiempo suficiente para hacer las compras, descansar y volver a irse, la protegían de la realidad humana. Añadió:

—No me gusta el mundo en el que vivimos.

6

Las tres conclusiones principales que se des-prenden de nuestra encuesta son: el deseo de se-guridad, el deseo de afecto y el deseo estético.

BERNARD GUILBAUD

El 30 de junio se conocieron los resultados de las reservas efectuadas en la red de agencias de viajes. Eran excelentes. El producto «Eldorador Explorador» era un éxito, daba de entrada mejores resultados que los «Eldorador Fórmula Normal»; que, por su parte, seguían bajando. Valérie se decidió a coger una semana de vacaciones; nos fuimos a casa de sus padres, a Saint-Quay-Portrieux. Me sentía un poco viejo en el papel de novio que se presenta a la familia; tenía trece años más que ella, y era la primera vez que me encontraba en esa situación. El tren llegó a Saint-Brieuc, su padre nos esperaba en la estación. Besó calurosamente a su hija, la abrazó mucho tiempo, se veía que la había echado de menos.

—Estás un poco más delgada… —le dijo.

Luego se volvió hacia mí y me estrechó la mano sin mirarme demasiado. Creo que él también se sentía intimidado:

sabía que yo trabajaba en el Ministerio de Cultura, mientras que él era un simple campesino. Su madre fue mucho más locuaz, me hizo todo tipo de preguntas sobre mi vida, mi trabajo, mis aficiones. No fue muy difícil, Valérie estaba a mi lado; de vez en cuando contestaba por mí, nos mirábamos. No conseguía imaginar cómo me comportaría yo en esa situación si llegara a tener hijos; con respecto al futuro, no conseguía imaginar gran cosa.

La cena fue una verdadera fiesta, con bogavante, cordero lechal, quesos, tarta de fresas y café. Estuve tentado de considerar todo aquello una aceptación, aunque claro, sabía que el menú estaba preparado de antemano. Valérie llevó el peso de la conversación, hablando sobre todo de su nuevo trabajo, del que yo lo sabía casi todo. Yo miraba distraídamente la tela de las cortinas, los adornos, las fotos de familia enmarcadas. Estaba en
familia
, era conmovedor y un poco angustioso.

Valérie insistió en que durmiéramos en la habitación que tenía de adolescente.

—Sería mejor el cuarto de invitados, en la otra vais a estar incómodos —protestó su madre.

Y es verdad que la cama era un poco estrecha, pero cuando aparté las bragas de Valérie para acariciarle el coño me emocionó mucho pensar que ella dormía allí a los trece o catorce años. Los años perdidos, me dije. Me arrodillé a los pies de la cama, le quité del todo las bragas y le di la vuelta hacia mí. Ella cerró la vagina en torno a la punta de mi sexo. Jugué a penetrarla y retroceder unos pocos centímetros, con empujones rápidos, apretándole los pechos con las manos. Ella se corrió con un grito ahogado, y luego se echó a reír a carcajadas.

—Mis padres… —susurró—. Todavía no se han acostado.

La penetré otra vez, más profundamente, para correrme yo. Ella me miraba con los ojos brillantes, y me tapó la boca con la mano justo en el momento en que me corrí dentro de ella con un gruñido ronco.

Más tarde, miré con curiosidad los muebles de la habitación. Encima de la Biblioteca Rosa, en una estantería, había varios cuadernitos cuidadosamente encuadernados.

—Oh, eso —dijo ella—. Los escribí entre los diez y los doce años. Puedes mirarlos. Son historias del Club de los Cinco.

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