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Authors: Michel Houellebecq

Plataforma (35 page)

BOOK: Plataforma
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Una noche, en el
coffee-shop
del hotel, un banquero jordano empezó a charlar conmigo. Era un hombre afable, e insistió en invitarme a una cerveza; quizás la reclusión forzada en el hotel empezaba a pesarle.

—Comprendo a la gente, ¿sabe? No puedo reprochárselo… —dijo—. Nos lo hemos buscado. Esto no es tierra islámica, no hay motivos para pagar cientos de millones y financiar la construcción de mezquitas. Por no hablar del atentado, desde luego…

Al ver que le escuchaba con atención, pidió otra cerveza, y se animó un poco más. El problema de los musulmanes, dijo, es que el paraíso prometido por el profeta ya existía aquí abajo; había sitios en la tierra con muchachas disponibles y lascivas que bailaban para el placer de los hombres, donde uno podía embriagarse con néctares y escuchar música de tonos celestiales; había por lo menos veinte sitios así en un radio de quinientos metros en torno al hotel. Eran lugares fácilmente accesibles, para entrar no había que cumplir los siete deberes del musulmán ni abrazar la guerra santa; bastaba con pagar unos pocos dólares. Y ni siquiera hacía falta viajar para darse cuenta de todo eso; una antena parabólica era más que suficiente. No le cabía duda, el sistema musulmán estaba condenado a la extinción: el capitalismo era más fuerte. Los jóvenes árabes sólo pensaban en el consumo y en el sexo. Por mucho que a veces pretendieran lo contrario, su sueño era sumarse al modelo norteamericano: la agresividad de algunos sólo era consecuencia de una envidia impotente; afortunadamente, cada vez había más que le daban abiertamente la espalda al islam. El no había tenido suerte, ya era viejo, y durante toda su vida había tenido que transigir con una religión que despreciaba. Yo estaba un poco en el mismo caso: seguro que un día el mundo se libraría del islam; pero para mí sería demasiado tarde. Ya no tenía una vida; la había tenido durante unos pocos meses, tampoco estaba tan mal, la mayoría de la gente no podía decir lo mismo. Ay, la falta de ganas de vivir no basta para tener ganas de morir.

Volví a ver al jordano al día siguiente, justo antes de su regreso a Ammán; tendría que esperar un año antes de volver a Tailandia. Me alegraba de que se fuera, así no querría hablar otra vez conmigo, idea que me daba dolor de cabeza; me costaba mucho trabajo soportar las conversaciones intelectuales; ya no tenía el menor deseo de entender el mundo, ni siquiera de conocerlo. Sin embargo, nuestra breve charla me causó una profunda impresión: la verdad es que me había convencido de que el islam estaba condenado, y si uno lo pensaba en serio no cabía la menor duda. Esta simple idea bastó para que mi odio se disipara. Otra vez dejaron de interesarme las noticias.

4

Bangkok seguía pareciéndose demasiado a una ciudad normal, había demasiados hombres de negocios, demasiados turistas en viajes organizados. Dos semanas después, compré un billete de autobús a Pattaya. Esto tenía que acabar así, me dije al subir al vehículo; luego me di cuenta de que no, que en aquel caso no había ningún determinismo. Podría haber pasado el resto de mis días con Valérie en Tailandia, en Bretaña o en cualquier otra parte. Envejecer no es divertido; pero envejecer solo es lo peor que hay.

En cuanto dejé la maleta en el suelo polvoriento de la estación de autobuses, supe que había llegado al final del camino. Un viejo colgado, esquelético, con el pelo largo y gris, además de un enorme lagarto posado en el hombro, pedía limosna a la salida de la puerta giratoria. Le di cien baths y luego fui a beber una cerveza al Heidelberg Hof, que estaba justo enfrente. Había pederastas alemanes, bigotudos y barrigones, contoneándose con sus camisas floreadas. Cerca de ellos tres adolescentes rusas que habían llegado al grado más bajo del puterío se retorcían al ritmo de un gigantesco radiocasete; las sórdidas mamoncitas rodaban literalmente por el suelo. Andando por las calles de la ciudad, y en tan sólo unos minutos, me crucé con una impresionante variedad de especímenes humanos: raperos con gorra, marginales holandeses, ciberpunks con el pelo rojo, bolleras austríacas llenas de
piercings
. Después de Pattaya no hay nada más, es una especie de cloaca, de desagüe terminal adonde van a dar los variados residuos de la neurosis occidental. Ya sea uno homosexual, heterosexual o ambas cosas, Pattaya es también el destino de la última oportunidad, después de la cual sólo cabe renunciar al deseo.

Los hoteles se diferencian por su comodidad y sus precios, pero también por la nacionalidad de su clientela. Hay dos grandes comunidades, la de los alemanes y la de los norteamericanos (entre los cuales seguro que hay australianos e incluso neozelandeses camuflados). Hay también bastantes rusos, reconocibles por la pinta de palurdos y las maneras de gángsters. Incluso hay un establecimiento para franceses, que se llama Ma Maison; el hotel sólo tiene diez habitaciones, pero el restaurante está siempre muy animado. Allí me quedé una semana; luego me di cuenta de que no me importaban mucho las
andouilletes
ni las
ancas de rana
, que podía vivir sin seguir los partidos del campeonato de Francia vía satélite, y sin leer todos los días las páginas culturales de
Le Monde
. De todos modos, tenía que buscar un alojamiento definitivo. La duración normal de un visado de turista en Tailandia sólo es de un mes, pero para prolongarla basta con cruzar una frontera.

Muchas agencias de Pattaya ofrecen un viaje de ida y vuelta a la frontera camboyana en el mismo día. Después de un trayecto de tres horas en minibús, hay que hacer cola una o dos horas en la aduana; la gente come en un autoservicio en suelo camboyano (el precio de la comida está incluido en el paquete, igual que las propinas a los aduaneros), y luego vuelve a Tailandia. La mayoría de los residentes lleva años haciendo eso todos los meses; es mucho más sencillo que conseguir un visado de larga duración.

Nadie llega a Pattaya para rehacer su vida, sino para terminar sus días en condiciones aceptables. O por lo menos, si uno quiere expresarlo con más suavidad, para hacer una pausa, una larga pausa, que puede resultar definitiva. Ésas son las palabras que empleó un homosexual de unos cincuenta años que conocí en un pub irlandés de la Soi 14; se había pasado casi toda su carrera de maquetista trabajando para la prensa amarilla, y había conseguido ahorrar un poco. Diez años atrás se había dado cuenta de que las cosas empezaban a irle mal: seguía saliendo por las noches, iba a los mismos clubs, pero volvía cada vez más a menudo con las manos vacías. Claro, podía pagar; pero si tenía que hacerlo, prefería pagarle a un asiático. Se disculpó por la observación, esperaba que yo no lo tomara como un comentario racista. No, no, claro, yo lo entendía: es menos humillante pagarle a gente que no se parece en nada a la que uno habría seducido en otros tiempos, gente que no le trae a uno el menor recuerdo.

Si hay que pagar por la sexualidad, es mejor que sea, en cierta medida, una sexualidad indiferenciada. Como todo el mundo sabe, una de las primeras cosas que la gente experimenta cuando entra en contacto con otra raza es esa indiferenciación, esa sensación de que todo el mundo, poco más o menos, se parece físicamente. El efecto se desvanece al cabo de unos meses de estancia, y es una pena, porque corresponde a una realidad: en el fondo, los seres humanos se parecen muchísimo. Sí, se puede distinguir entre hombres y mujeres, y si se quiere, entre edades diferentes; pero cualquier distinción más exhaustiva responde en cierto modo a la pedantería, y probablemente al aburrimiento. La gente que se aburre fomenta distinciones y jerarquías, es uno de sus rasgos característicos. Según Hutchinson y Rawlins, el desarrollo de los sistemas de dominación jerárquica en el seno de las sociedades animales no corresponde a ninguna necesidad práctica, a ninguna ventaja selectiva; simplemente es un medio para luchar contra el aplastante aburrimiento de la vida en plena naturaleza.

Así pues, el ex maquetista había decidido terminar felizmente su vida de marica pagando a jovencitos de piel mate, guapos, delgados y musculosos. Una vez al año volvía a Francia para visitar a su familia y a algunos amigos. Me dijo que su vida sexual era menos frenética de lo que uno podría imaginar; salía una o dos veces por semana, nada más. Llevaba seis años viviendo en Pattaya; la abundancia de proposiciones sexuales variadas, excitantes y baratas provocaba, paradójicamente, un aplacamiento del deseo. Sabía que cada vez que salía podía darle por el culo o chupársela a un jovencito espléndido, que además se la menearía con gran talento y sensibilidad. Como estaba plenamente seguro de eso, planeaba mejor sus salidas y disfrutaba de ellas con moderación.

Comprendí que me imaginaba sumido en el frenesí erótico de las primeras semanas de estancia, que veía en mí el equivalente heterosexual de su propio caso. No quise desengañarle. Fue amistoso, insistió en pagar las cervezas, me dio diferentes direcciones para alquilar una habitación. Me dijo que había disfrutado hablando con un francés, la mayoría de los residentes homosexuales eran ingleses; se llevaba bien con ellos, pero de vez en cuando le apetecía hablar su idioma.

Tenía pocas relaciones con la pequeña comunidad francesa que se reunía en el restaurante de Ma Maison; casi todos eran horteras heterosexuales, del tipo ex colonial o militar. Si me quedaba en Pattaya podríamos salir juntos una noche, sin ideas indecentes, por supuesto; me dio su número de móvil. Yo lo apunté, aunque sabía que no le llamaría. Era simpático, afable y tal vez incluso interesante; pero, sencillamente, yo ya no tenía ganas de relaciones humanas.

Alquilé una habitación en Naklua Road, un poco apartada de la agitación de la ciudad. Había aire acondicionado, un frigorífico, una ducha, una cama y algunos muebles; el alquiler era de tres mil baths al mes; algo más de quinientos francos. Le comuniqué a mi banco la nueva dirección y escribí una carta de dimisión al Ministerio de Cultura.

En general, ya no me quedaba mucho que hacer en la vida. Compré varias resmas de papel de 21 x 29,7 para intentar poner en orden los elementos que la constituían. Eso es algo que la gente debería hacer más a menudo antes de morir. Es curioso pensar en todos esos seres humanos que viven una vida entera sin hacer el menor comentario, la menor objeción, la menor observación. No porque esos comentarios, objeciones u observaciones vayan a tener un destinatario o un sentido cualquiera; pero a fin de cuentas me parece preferible hacerlos.

5

Seis meses después, sigo instalado en mi habitación de Naklua Road; y creo que casi he terminado mi tarea. Echo de menos a Valérie. Si por casualidad hubiera querido, al emprender la redacción de estas páginas, atenuar el sentimiento de pérdida o hacerlo más soportable, ya me habría convencido de mi fracaso: la ausencia de Valérie me hace sufrir más que nunca.

Al principio del tercer mes de estancia, me decidí a volver a los salones de masaje y los bares de citas. A priori, la idea no me entusiasmaba mucho, me daba miedo que la visita resultara un completo fiasco. Sin embargo tuve una erección y conseguí eyacular; pero no he vuelto a sentir placer.

No por culpa de las chicas, que seguían siendo igual de dulces y expertas; yo estaba como insensibilizado. Seguí yendo a un salón de masaje una vez a la semana, un poco por principio; y luego lo dejé. No dejaba de ser un contacto humano, ése era el inconveniente. Aunque estaba seguro de que ya nunca volvería a sentir placer, la chica podía correrse, sobre todo porque la insensibilidad de mi sexo me habría permitido aguantar horas y horas si no hubiera hecho un pequeño esfuerzo para interrumpir el ejercicio. A lo mejor empezaba a desear que la chica se corriera, podía ser una apuesta; y yo no quería volver a saber nada de apuestas. Mi vida era una forma vacía, y mejor que lo siguiera siendo. Si dejaba que la pasión entrara en mi cuerpo, el dolor la seguiría de inmediato.

Mi libro toca a su fin. Ahora me quedo acostado casi todo el día. A veces enciendo el aire acondicionado por la mañana, lo apago por la noche, y entre ambos momentos no ocurre absolutamente nada. Me he acostumbrado al zumbido del aparato, que al principio me molestaba; pero también me he acostumbrado al calor; en realidad me da igual lo uno o lo otro.

Hace mucho tiempo que no compro los periódicos franceses; supongo que ya se habrán celebrado las elecciones presidenciales. El Ministerio de Cultura, valga para lo que valga, seguirá haciendo su labor. Puede que Marie-Jeanne piense en mí en alguna ocasión, cuando tenga que repasar el presupuesto de una exposición; yo no he intentado volver a ponerme en contacto con ella. Tampoco sé qué habrá sido de Jean-Yves; supongo que después de que Aurore lo despidiera habrá tenido que reanudar su carrera desde mucho más abajo, y seguramente en cualquier sector menos el turístico.

Cuando la vida amorosa se acaba, toda la vida se vuelve un poco convencional y forzada. Se mantienen la forma humana, el comportamiento habitual, una especie de estructura; pero, como suele decirse, uno ya no hace nada de corazón.

Varias Yespas bajan por Naklua Road, levantando una nube de polvo. Es mediodía. Las prostitutas que viven en los barrios de las afueras van a trabajar a los bares del centro de la ciudad. Creo que hoy no voy a salir. O quizás cuando caiga la tarde, para tomarme un tazón de sopa en uno de los puestos de la plaza.

Cuando uno ha renunciado a la vida, sólo subsisten los contactos con los comerciantes. En mi caso, se limitan a unas palabras en inglés. No hablo tailandés, cosa que crea a mi alrededor una barrera asfixiante y triste. Lo más probable es que jamás llegue a comprender Asia, pero eso no tiene mucha importancia. Se puede vivir en el mundo sin comprenderlo, basta con que te proporcione alimentos, caricias y amor. En Pattaya los alimentos y las caricias son baratos, según los criterios occidentales e incluso los asiáticos. Del amor me cuesta hablar. Ahora estoy seguro de que Valérie fue una radiante excepción. Se contaba entre esos seres capaces de dedicar su vida a la felicidad de otra persona, de convertir esa felicidad en su objetivo. Es un fenómeno misterioso. Entraña la dicha, la sencillez y la alegría; pero sigo sin saber por qué o cómo se produce. Y si no he entendido el amor, ¿de qué me serviría entender todo lo demás?

Seguiré siendo hasta el final un hijo de Europa, de la angustia y de la vergüenza; no tengo ningún mensaje de esperanza. No odio Occidente, todo lo más lo desprecio con toda mi alma. Sólo sé que, tal como somos, apestamos a egoísmo, masoquismo y muerte. Hemos creado un sistema en el cual ya no se puede vivir; y lo que es más, seguimos exportándolo.

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