Pleamares de la vida (4 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Pleamares de la vida
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Este cúmulo de recuerdos que se agolpaban en su memoria, fueron cortados de súbito. Dramáticamente, y con manos temblorosas, la señora Marchmont mostraba un puñado de facturas.

—Y fíjate en todo esto —siguió—. ¿Qué podemos hacer ahora, Lynn? El gerente del Banco me escribió esta mañana notificándome que mi cuenta está sobregirada. No lo comprendo. Tú sabes lo escrupulosa que he sido siempre en mis cuentas. Parece, sin embargo, que mis inversiones no son ya lo que fueron debido al aumento de los impuestos. Ésas son al menos las noticias. Y todos estos papeles amarillos que ves aquí, seguros contra daños de guerra y que has de pagarlos.

Lynn tomó las facturas y las examinó cuidadosamente. Nada había en ellas que pudiese hacer creer en extravagancias de ninguna clase. Empizarrado de los techos, arreglo de vallas, reposición de una vieja caldera en la cocina y la instalación de una nueva cañería del agua. Sumado todo, alcanzaba una cantidad considerable.

—Creo que tendré que marcharme de aquí —exclamó la señora Marchmont, en tono lastimero—. Pero, ¿dónde? No se encuentra una casa pequeña ni por equivocación. Ni siquiera creo que existan. ¡Oh, Lynn! No quisiera amargarte la vida con mis lamentos y menos haciendo sólo tres días que estás entre nosotros, pero no sé lo que voy a hacer. ¡No lo sé, hija mía...!

Lynn miró a su madre. Había cumplido ya los sesenta y su constitución no era ciertamente de las que hubiesen podido clasificarse entre la categoría de las fuertes. Durante la guerra había aceptado evacuados de Londres y cocinado y trajinado para ellos. También había colaborado con la W.V.S., confeccionando compotas y ayudando a preparar la comida para las escuelas. Un trabajo de catorce horas diarias en contraste con la vida tranquila y fácil de los tiempos de anteguerra. Ahora estaba, como bien podía verlo Lynn, al borde de dar un estallido. Sin fuerzas y dominada por el terror de un futuro sin horizontes.

Una sorda cólera empezó a desbordarse en Lynn, que dijo como tratando de masticar las palabras:

—¿Y no podría Rosaleen ayudar?

Un vivo carmín se extendió por las mejillas de la señora Marchmont.

—No tenemos derecho a nada, a nada en absoluto.

—Creo que tienes un derecho moral —objetó Lynn—. El tío Gordon nunca dejó de ayudarnos.

La señora Marchmont hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No sería correcto —dijo— solicitar favores de gentes por las que no sentimos aprecio alguno. De todos modos, su hermano no le permitiría que se desprendiese de un solo chelín.

Y añadió, abandonando el heroísmo y cediendo el paso a su mal contenida felinidad:

—¡Admitiendo que en realidad fuese su hermano!

Capítulo II

Frances Cloade miraba pensativamente a su esposo, sentado frente a ella a la mesa. Frances frisaba en los cuarenta. Era de líneas finas y elegantes que hacían recordar la airosa delgadez de un galgo. Había un sello de arrogancia en la belleza que aún conservaban sus ya un tanto marchitas facciones, desprovistas de todo afeite, con excepción de unos ligeros toques de carmín en los labios. Jeremy Cloade era un enjuto sesentón de cara adusta e inexpresiva.

En la noche a que hacemos referencia, su reserva y seriedad parecían haber llegado a su límite.

Así lo observó la esposa al primer golpe de vista.

Un joven de unos quince años revoloteaba alrededor de la mesa, sirviendo los platos, pendiente siempre de cualquier gesto que pudiera hacer Frances. Un ligero fruncimiento de cejas de ésta, bastaba para que algo se le cayese de entre las manos y cualquier señal de aprobación le hacía resplandecer de gozo.

Se comentaba envidiosamente en Warmsley Vale que si alguien habría de tener criados, ésta sería, indudablemente, Frances Cloade. Y no es que los retuviese con falsas promesas de tentadores sueldos ni porque dejase de exigirles un estricto cumplimiento de sus deberes. No. Se debía a un trato afectuoso y correcto que tenía siempre una frase alentadora de aprobación para cuanto a su juicio estuviese bien hecho y aquella contagiosa energía y dinamismo que hacía que su servicio doméstico tuviese siempre un sello creativo y personal. Estaba acostumbrada desde niña a ser servida y esto lo hacía con entera naturalidad, mostrando el mismo aprecio por un buen cocinero o por una buena camarera que el que hubiese podido sentir por un excelente pianista.

Frances Cloade había sido la hija única de lord Edward Trenton, que adiestraba sus caballos en las inmediaciones de Warmsley Heath. La bancarrota final de lord Edward fue considerada por quienes se preciaban de estar al tanto de ciertos detalles, como algo providencial que vino a librarle de males peores que la ruina material. Habían circulado rumores de caballos que no respondían al freno en determinados momentos y de otras anomalías que habían motivado una investigación por parte de los soltadores y jueces del «Jockey Club». Pero lord Edward había conseguido salir del apuro con sólo unas cuantas salpicaduras y llegar a un convenio holgadamente. en una de las playas de moda del sur de Francia. Todo ello lo debió a la astucia y a los esfuerzos realizados por su abogado Jeremy Cloade. Cloade había hecho algo que pocos en su profesión acostumbraban a hacer. Poner una garantía personal en favor de su cliente. Tampoco había hecho un secreto de la admiración que sentía por Frances, y a su debido tiempo, y cuando ya los asuntos de su padre habían acabado de resolverse satisfactoriamente, ésta se convirtió en la señora de Jeremy Cloade.

Lo que ella pensase acerca de su decisión, nadie logró saberlo jamás. Todo cuanto pudo decirse fue que supo aceptar valerosamente la parte que el Destino le reservó en la catástrofe. Fue una hacendosa y leal esposa para Jeremy, una buena madre para su hijo; había manejado con acierto los intereses de su marido y todo hizo suponer que en su enlace no había intervenido más factor que el libre impulso de su voluntad.

En justa correspondencia, la familia Cloade sentía por Frances profunda consideración y respeto; Estaban orgullosos de ella y su opinión era una ley, pero no podía decirse, con todo ello, que entre Frances y ellos existiera una verdadera intimidad.

Lo que Jeremy pensase de su matrimonio tampoco lo llegó nadie nunca a saber. Su reserva y sequedad eran notorias en la comarca, pero su reputación, tanto de hombre como de abogado, podía calificarse de inmaculada. «Cloade Brusquill & Cloade» no acostumbraban a hacerse cargo de asuntos de dudosa trascendencia. No se les consideraba como lumbreras, pero sí como personas de reconocida moralidad. La firma debió prosperar, pues el matrimonio Cloade vivía en una magnífica casa de estilo georgiano, situada no lejos de Market Place. Tenía un extenso jardín rodeado de altos muros y en su interior crecían numerosos perales que en la primavera alegraban el recinto con sus blancas floraciones.

Fue a una salita que daba al jardín por la parte posterior de la casa donde el matrimonio se dirigió después de levantarse de la mesa. Edna, una juvenil doncella de respiración espasmódica, sirvió el café.

Frances vertió una pequeña cantidad en su taza. Era fuerte y caliente. Tomó un sorbo y sonrió con satisfacción.

—¡Excelente, Edna! —exclamó.

Esta muestra de aprobación hizo sonrojar a la doncella, que, de todos modos, no acertaba a comprender el gusto de ciertas personas. El café, en opinión de Edna, debiera ser de un color crema pálido, muy dulce y mezclado, como es natural, con una gran cantidad de leche.

Pero en la salita que daba al jardín, los Cloade tomaban el café puro y sin aditamento de ninguna clase. Durante la comida habían hablado frívolamente de sus nuevas amistades, del retorno de Lynn y de las perspectivas que ofrecía la agricultura para el próximo futuro. Pero ahora, al encontrarse solos, se sumieron en un profundo mutismo.

Frances se dejó caer contra el respaldo de la silla y observó atentamente a su esposo, que con los dedos, y absorto en sus pensamientos, se golpeaba suavemente el labio superior. Era éste un automatismo característico en él que coincidía siempre con algún estado de perturbación interna. Frances no había tenido ocasión de vérselo con frecuencia. Una vez, cuando la grave enfermedad de su hijo Anthony; otra, cuando se reunió el Jurado para deliberar en el veredicto de su padre; otra, al oír por la radio siniestras palabras de la ruptura de las hostilidades, y en la víspera de la partida de Anthony y después de su licencia.

Frances meditó unos momentos antes de decidirse a hablar. Su vida conyugal había sido feliz, pero falta de intimidad y parca en palabras. Ella había respetado siempre la reserva de Jeremy, así como él la suya. Ni aun el día que se recibió el telegrama anunciando la muerte de Anthony, había habido cambio apreciable en la actitud de ambos.

Jeremy fue quien lo abrió. Después miró a su esposa, que se limitó a preguntar con angustia:

—¿Es acaso...?

Él inclinó la cabeza, cruzó la distancia que le separaba de su mujer y depositó el mensaje en la mano que aquélla le tendía.

Permanecieron unos instantes en silencio. Después habló Jeremy: «¡Cuánto daría por poder aliviar tu dolor!», dijo. «También lo es tuyo», contestó ella, con voz firme, y sin verter una lágrima, consciente sólo del inmenso vacío que acababa de abrirse en su alma. Él le dio unos cariñosos golpes en la espalda. «Sí, lo es; ¡y grande...!» Después se dirigió a la puerta con un ligero tambaleo como el hombre que de súbito se sintiera envejecer y diciendo con voz entrecortada por mal comprimidos sollozos: «No añadamos palabras inútiles, por favor...»

La pérdida del muchacho había endurecido algo en su corazón, parte de su habitual amabilidad parecía haberse marchitado. Era más activa, más enérgica que nunca; hay personas que se asustan de su propio y despoblado sentido común...

Un dedo de Jeremy Cloade volvió a moverse a lo largo de su labio superior, como tratando de ayudarle a buscar solución a algo que bullía en su cerebro.

La voz de Frances sonó seca y sin inflexión.

—¿Te pasa algo, Jeremy?

Él se sobresaltó ligeramente y la taza de café estuvo a punto de escurrírsele de entre los dedos. Decidió depositarla en la bandeja y miró a su esposa.

—¿Qué decías, Frances?

—Te preguntaba si te pasa algo.

—¿Qué quieres que me pase?

Ella hablaba sin imprimir emoción alguna a sus palabras. Ésa era siempre su costumbre.

—Pues nada, en realidad —contestó él, levantando la vista y clavándola en Frances que, dado lo trivial de la negativa, continuaba interrogándole con la mirada.

Por un momento la máscara de indiferencia con que Jeremy pretendía cubrir sus facciones, pareció desprenderse de súbito. Duró sólo una fracción infinitesimal de segundo, pero el tiempo suficiente para que Frances captara la mueca de agonía que se reflejó en su semblante y que estuvo a punto de dar al traste con su imperturbabilidad habitual.

Se repuso y volvió a decir quedamente, sin mostrar la más mínima alteración en el tono de su voz:

—Creo que harías bien en confiarte a mí...

Él exhaló un profundo y doloroso suspiro.

—De todos modos, tendrán que enterarse de ello tarde o temprano.

Y añadió una frase que logró producir cierta confusión.

—Creo que has hecho un mal negocio casándote conmigo. Frances.

Ella pasó por alto aquella circunstancia, cuyo alcance no acertaba de momento a comprender, y se encaminó en derechura al bulto.

—¿De qué se trata? —dijo—. ¿De «dinero», acaso?

No supo por qué se le ocurrió dar preferencia a esta consideración. No había habido en realidad señal de trastorno económico, salvo, como es natural, el impuesto por las circunstancias. El servicio en la oficina, reducido como en todas partes a causa de los alistamientos, había vuelto a normalizarse con la llegada de los desmovilizados. También cabía la suposición de alguna dolencia oculta; estaba exhausto por el excesivo trabajo y su palidez se había acentuado en los últimos meses. Sin embargo, el instinto de Frances le hizo insistir en la cuestión monetaria.

El movió la cabeza en señal de asentimiento.

—¡Ah, vamos! —exclamó ella, quedándose pensativa unos instantes.

No era Frances de esas mujeres que sienten devoción por el becerro de oro, pero sí Jeremy, para quien la posesión del dinero suponía la conquista del mundo, la estabilidad económica. Recordaba épocas de abundancia en su vida cuando los caballos de su padre galopaban victoriosos por todos los hipódromos de la nación, como también tiempos de escasez y dificultades en que los mercaderes se negaban a conceder créditos y en que lord Edward se había visto obligado a apelar a ignominiosas estrecheces para evitar la presencia de los esbirros de la ley. Hubo semana en que el pan fue su único alimento. Ninguno de estos azares, sin embargo, había conseguido acibarar los recuerdos de su niñez.

Cuando no había dinero todo se reducía a cultivar la privación, a marcharse al extranjero o a pasar una temporada en casa de amigos o familiares. Esto en el caso, tampoco muy frecuente, en que no apareciera quien espontáneamente se brindase a efectuar un préstamo...

Pero mirando a su marido comprendía Frances que no era aquél la clase de mundo que los Cloade se habían forjado para sí. En éste no se podía vivir del préstamo ni del favor de los demás. (Y en justa correspondencia tampoco podían esperar ellos reciprocidad alguna en este sentido.)

Frances sintió por Jeremy una profunda lástima mezclada con cierta sensación de remordimiento por la imperturbabilidad mostrada hacia los negocios de su marido. En ella se amparó prácticamente al hacer esta pregunta:

—¿Tendremos que venderlo todo? ¿Habrá que cerrar el despacho?

El estremecimiento que recorrió el cuerpo de Jeremy Cloade dio a entender a Frances que había dado en el blanco.

—Querido Jeremy —le dijo con dulzura—, dime lo que sea. Sabes que no me gustan las adivinanzas.

—Hace dos años hubimos de afrontar una situación un tanto crítica, como sabes, y pasamos grandes apuros para subsanar el efecto de sus irregularidades. Después se presentaron otras complicaciones derivadas de nuestra posición en Extremo Oriente, pues...

Ella le interrumpió:

—Dejemos esos detalles que nada importan en estos momentos. Te encuentras en un apuro y no sabes cómo salir de él, ¿no es eso?

—Confié en Gordon —contestó—. Él hubiera podido arreglarlo con facilidad.

Frances suspiró con impaciencia.

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