Poirot investiga (16 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot investiga
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—Perfectamente. Hay un tren especial que saldrá de Dover dentro de una hora, con un nuevo contingente de Scotland Yard. Irá usted acompañado de un oficial militar y un hombre de la C.I.D. que se pondrán por entero a su disposición. ¿Le parece bien?

—Muy bien. Una pregunta más antes de que se marchen, messieurs. ¿Qué les hizo acudir a mí? No soy conocido en Londres.

—Le buscamos por expresa recomendación y deseo de un gran hombre de su país.


Comment?
¿Mi viejo amigo el
Préfet
...?

Lord Estair meneó la cabeza.

—Uno que está por encima del
Préfet
. ¡Uno cuya palabra fue una vez ley en Bélgica... y volverá a serlo! ¡Eso lo ha jurado Inglaterra!

Poirot alzó la mano con un saludo dramático.

—¡Así es! Ah, veo que no me ha olvidado... Messieurs, yo, Hércules Poirot, les serviré fielmente. Pido al cielo que estemos todavía a tiempo. Pero está oscuro... muy oscuro... No veo nada.

—Bueno, Poirot —exclamé con impaciencia cuando la puerta se hubo cerrado tras los dos ministros—, ¿qué opina usted?

Mi amigo estaba muy atareado preparando un maletín, con movimientos rápidos y precisos.

—No sé qué pensar. Mi cerebro me está fallando.

—¿Para qué raptarle, como usted ha dicho, cuando le bastaba con darle un buen golpe en la cabeza?

—Perdóneme,
mon ami
, pero no he dicho eso precisamente. A ellos quizá les convenga mucho secuestrarle.

—Pero ¿por qué?

—Porque la incertidumbre crea el pánico. Ésa es una de las razones. La muerte del Primer Ministro sería una calamidad terrible, pero habría que hacer frente a la situación. En cambio, ahora estamos paralizados. ¿Aparecerá o no el Primer Ministro? ¿Está vivo o muerto? Nadie lo sabe, y hasta que no se averigüe no podrá hacerse nada definitivo. Y, como le digo, la incertidumbre crea el pánico, que es lo que buscan los
Boches
[4]
. Y si sus raptores le han escondido en algún sitio, tienen la ventaja de poder negociar con ambas partes. El Gobierno alemán no es muy liberal pagando, por lo general, pero sin duda estará dispuesto a desembolsar buenas cantidades en un caso como éste. Y en tercer lugar, no corren el riesgo de la soga del verdugo. O, decididamente, les interesa más secuestrarle.

—Entonces, si es así, ¿por qué primero intentaron matarle?

—¡Ah, eso es precisamente lo que no entiendo! ¡Es inexplicable.... estúpido! Tienen todo preparado (¡y muy bien por cierto!) para el secuestro, y sin embargo, ponen en peligro el asunto con un ataque melodramático, digno de una película. Casi resulta imposible creerlo... ¡una banda de hombres enmascarados a menos de veinte millas de Londres!

—Tal vez fuesen dos atentados completamente distintos —sugerí.

—¡Ah, no es posible tanta coincidencia! En ese caso... ¿quién es el traidor? Tiene que haberlo... en el primer atentado. Pero quién fue... ¿Daniels? ¿O'Murphy? Tuvo que ser uno de los dos, o si no, ¿por qué iba el automóvil a abandonar la carretera principal? ¡No vamos a suponer que el Primer Ministro preparase su propio asesinato! ¿O'Murphy tomó la desviación por iniciativa propia o fue Daniels quien le dio la orden?

—Seguramente sería cosa de O'Murphy.

—Sí, porque de haberlo hecho Daniels, el Primer Ministro lo hubiese oído, y hubiese preguntado la razón. Pero hay demasiados «por qués» en este asunto, y se contradicen unos a otros. Si O'Murphy es un hombre íntegro, ¿
por qué volvió
a poner el coche en marcha cuando sólo habían sonado dos disparos, salvando la vida del Primer Ministro? Y también, si era honrado, ¿
por qué
, inmediatamente después de abandonar Charing Cross se dirige a un centro de reunión de espías alemanes de todos conocido?

—Eso tiene mal aspecto —dije yo.

—Repasemos el caso con método. ¿Qué tenemos en pro y en contra de esos dos hombres? Consideremos primero a O'Murphy. Contra: que su conducta al abandonar la carretera principal fue sospechosa; que es irlandés oriundo de Country Lane; y que ha desaparecido de forma altamente sugestiva. A su favor: su rapidez en volver a poner en marcha el automóvil salvó la vida del Primer Ministro, que es un hombre de Scotland Yard y evidentemente por el cargo alcanzado un detective de toda confianza. Ahora pasemos a Daniels. No tenemos gran cosa contra él excepto el hecho de que nada se sabe de sus antecedentes, y que habla demasiados idiomas para ser un buen inglés. (Perdóneme,
mon ami
, pero ustedes son un desastre para los idiomas.) Ahora bien,
a su favor
tenemos el que haya sido encontrado amordazado, herido y cloroformizado... con lo cual parece que nada tenía que ver con este asunto.

Poirot sacudió la cabeza.

—Pudo hacerlo para alejar sospechas.

—La policía francesa no cometería una equivocación de esta clase. Además, una vez conseguido su objetivo, y estando a salvo el Primer Ministro, no tenía por qué quedarse atrás. Claro que sus cómplices
pudieron
amordazarle, pero no veo qué iban a conseguir con ello. Ahora va a servirles de muy poco, pues hasta que se hayan aclarado las circunstancias relativas a la desaparición del Primer Ministro, le vigilarán muy estrechamente.

—Tal vez esperase poner a la policía sobre una pista falsa,..

—¿Entonces por qué no lo hizo? Se limita a decir que le aplicaron algo en la boca y nariz, y que no recuerda nada más. Ahí no hay ninguna pista falsa. Parece inverosímil.

—Bien —dije mirando el reloj—. Creo que será mejor que vayamos a la estación. Es posible que en Francia encuentre usted más pistas.

—Posiblemente,
mon ami
, pero lo dudo. Me parece increíble que el Primer Ministro no haya sido encontrado en esta área tan limitada, donde debe ser dificilísimo esconderle. Si los militares y la policía de dos países no le han encontrado, ¿cómo voy a encontrarle yo?

En Charing Cross fuimos recibidos por el señor Dodge.

—Éste es el detective Barnes, de Scotland Yard, y el mayor Norman. Están enteramente a su disposición. Es un mal asunto, pero no he perdido todas las esperanzas. Ahora debo marcharme —y dicho esto, el ministro se despidió de nosotros.

Charlamos de nimiedades con el mayor Norman. En el centro de un grupo de hombres que estaban en el andén reconocí a un individuo menudo, de rostro de hurón, que hablaba con un hombre rubio y alto. Era un antiguo conocido de Poirot... el detective-inspector Japp, uno de los mejores oficiales de Scotland Yard. Se acercó a saludar a mi amigo alegremente.

—Me he enterado de que usted también interviene en este asunto. Hasta ahora no hemos podido dar con ellos, pero no creo que consigan tenerle escondido mucho tiempo. Nuestros hombres están pasando toda Francia por su tamiz. Y lo mismo hacen los franceses. Tengo la impresión de que sólo es cuestión de unas horas.

—Es decir... si todavía vive —observó el detective alto, en tono lúgubre.

El rostro de Japp se ensombreció.

—Sí.... pero no sé por qué tengo el presentimiento de que está vivo.

Poirot asintió.

—Sí, sí; está vivo. ¿Pero lo encontraremos a tiempo? Yo, al igual que usted, no puedo creer que continúe escondido por mucho tiempo. Eso lo veo claro.

Sonó el silbato de la locomotora, y todos subimos al coche «Pullman». Y con una sacudida, el tren arrancó.

Fue un viaje curioso. Los hombres de Scotland Yard se reunieron ante un mapa del norte de Francia y fueron trazando ansiosamente las líneas de las carreteras y pueblecitos. Cada uno tenía su teoría. Poirot no demostró su habitual locuacidad y permaneció sentado mirando al vacío con una expresión que me recordaba la de un niño intrigado. Yo charlaba con Norman, a quien encontraba muy divertido. Al llegar a Dover, el comportamiento de Poirot me causó un inmenso regocijo. El hombrecillo, en cuanto embarcamos, se asió desesperadamente de mi brazo. El viento soplaba con gran fuerza.


Mon Dieu!
—murmuró—. ¡Esto es terrible!

—Valor, Poirot —exclamé—. Tendrá éxito. Usted le encontrará. Estoy seguro.

—Ah,
mon ami
, usted no comprende mi emoción.¡Es este mar traidor lo que me preocupa! ¡El
mal de mer
... es un sufrimiento terrible!

—¡Oh! —dije bastante sorprendido.

Se oyó el ruido de las máquinas y Poirot cerró los ojos lanzando un gemido.

—El mayor Norman tiene un mapa del norte de Francia, ¿no le gustaría estudiarlo?

Poirot meneó la cabeza con impaciencia.

—¡No, no! Déjeme, amigo mío. Para pensar, el estómago y el cerebro deben estar en buena armonía. Laverguier tenía un método excelente para evitar el
mal de mer
. Respirar lentamente.... así, volviendo la cabeza de izquierda a derecha suavemente y contando seis entre cada respiración.

Le dejé entregado a sus ejercicios respiratorios y subí a cubierta.

Cuando entrábamos lentamente en el puerto de Boulogne reapareció Poirot, pulcro y sonriente, anunciándome que el sistema de Laverguier había tenido un éxito «de maravilla».

El índice de Japp seguía trazando rutas imaginarias sobre el mapa.

—¡Tonterías! El automóvil salió de Boulogne.... de aquí. Ahora bien, mi idea es que trasladaron al Primer Ministro a otro coche. ¿Comprenden ustedes?

—Bien —dijo el detective alto—. Yo registraré los puertos de mar. Apuesto diez contra uno a que lo han llevado a bordo de un barco.

Japp meneó la cabeza.

—Demasiado evidente. Se dio orden en seguida de que cerrasen todos los puertos. Estaba amaneciendo cuando desembarcamos. El mayor Norman avisó a Poirot.

—Hay un coche militar esperándole, señor.

—Gracias, monsieur, pero, de momento, no tengo intención de salir de Boulogne.

—¿Qué?

—No, nos quedamos en este hotel de aquí, junto al muelle.

Los tres le seguimos, intrigados y sin comprender nada.

—Una vez alojados, nos dirigió una larga mirada.

—No es así como debiera actuar un buen detective, ¿eh? Adivino lo que están pensando. Debiera estar lleno de energías y correr de un lado a otro... arrodillarse sobre la carretera polvorienta y examinar las huellas de los neumáticos con su lupa... y recoger una colilla... o una cerilla... Ésa es su idea, ¿no?

Sus ojos nos miraron retadores.

—Pero yo.... Hércules Poirot, les digo que sé perfectamente lo que hago. ¡Las pistas verdaderas están... aquí! —se golpeó la frente—. No necesito haber salido de Londres. Me hubiera bastado quedarme sentado tranquilamente en mi despacho. Lo importante son las celulillas grises. Secreta y silenciosamente realizan su tarea, hasta que de pronto yo pido un mapa, y apoyo mi índice sobre un punto... así... y digo: ¡el Primer Ministro está ahí! Esta apresurada venida a Francia fue un error. Pero ahora, aunque puede que sea demasiado tarde, empezaré a trabajar como es debido, desde dentro. Silencio, amigos míos, se lo ruego.

Y por espacio de cinco largas horas, el hombrecillo permaneció sentado, parpadeando como un gato, mientras sus ojos verdes iban adquiriendo una tonalidad cada vez más intensa. Era evidente que el hombre de Scotland Yard le miraba con desprecio, que el mayor Norman estaba impaciente, y a mí me parecía que el tiempo transcurría con una lentitud insoportable.

Finalmente, me puse en pie y anduve sin hacer ruido, hasta la ventana. Aquel asunto se estaba convirtiendo en una farsa. Y empecé a preocuparme por mi amigo. Si había de fracasar, hubiese preferido que fuera de una manera menos ridícula. Desde la ventana contemplé el vaporcito correo, que lanzaba columnas de humo mientras se deslizaba junto al muelle.

De pronto me sobresaltó la voz inconfundible de mi amigo Poirot.


Mes amis!
¡Empecemos ya!

Me volví. En mi amigo se había verificado una gran transformación. Sus ojos brillaban excitados y su pecho estaba hinchado hasta el máximo.

—¡He sido un imbécil, amigos míos! Pero al fin he visto la luz del día.

El mayor Norman se apresuró a correr hacia la puerta.

—Pediré el coche.

—No hay necesidad. No voy a utilizarlo. Gracias a Dios que ha cesado el viento.

—¿Quiere decir que irá andando, señor?

—No, mi joven amigo. No soy San Pedro. Prefiero cruzar el mar en barco.

—¿Cruzar el mar?

—Sí. Para trabajar con método hay que comenzar por el principio. Y el principio de este asunto tuvo lugar en Inglaterra. Por lo tanto, regresemos a Inglaterra rápidamente.

A las tres estábamos de nuevo en el andén de la estación de Charing Cross. A todas nuestras protestas, Poirot contestaba una y otra vez que el empezar por el principio no era perder el tiempo, sino el único camino a seguir. Durante el viaje de regreso, había conferenciado con Norman en voz baja, y este último despachó un montón de telegramas desde Dover.

Debido a los pases especiales que llevaba Norman, llegamos a todas partes en un tiempo récord. En Londres nos esperaba un gran coche de la policía con algunos agentes de paisano, uno de los cuales entregó una hoja de papel escrita a máquina a mi amigo, que contestó a mi mirada interrogadora:

—Es una lista de los hospitales de los pueblecitos situados en cierto radio del oeste de Londres. La pedí desde Dover.

Atravesamos rápidamente las calles de Londres, seguimos la carretera de Bath y continuamos por Hammersmith Chihroick y Bentford. Comencé a vislumbrar nuestro objetivo. Pasamos Windsor y nos dirigimos hacia Ascot. El corazón me dio un vuelco. En Ascot vivía una tía de Daniels. Íbamos en su busca y no tras O'Murphy.

Nos detuvimos ante la verja de una villa muy bonita. Poirot se apeó, yendo a pulsar el timbre. Perplejo observé que un ligero ceño ensombrecía su expresión radiante. Era evidente que no estaba satisfecho. Abrieron la puerta, penetró en la casa y a los pocos minutos reapareció, subiendo al coche y haciendo al chófer una señal con la cabeza.

Nuestro viaje de regreso a Londres fue bastante accidentado. Nos desviamos varias veces de la carretera principal, y de vez en cuando nos deteníamos ante pequeños edificios, que fácilmente se adivinaba eran hospitales locales. Poirot sólo pasaba en ellos unos pocos minutos, pero a cada parada iba recuperando su radiante seguridad.

Susurró unas palabras a Norman, a las que éste replicó:

—Sí, si tuerce a la izquierda los encontrará esperando junto al puente.

Enfilamos una carretera secundaria y a la escasa luz del crepúsculo descubrí un automóvil que aguardaba junto a la cuneta, ocupado por dos hombres vestidos de paisano. Poirot se apeó para hablar con ellos, y luego tomamos la dirección norte, seguidos muy de cerca por el otro automóvil.

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