Read Policia Sideral Online

Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

Policia Sideral

BOOK: Policia Sideral
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

 

Derrotado el Imperio Asiático, el mundo, buscando una paz estable, propugna el desarme universal y la creación de una fuerza de policía, cuya misión será salvaguardar la paz en toda la galaxia. Así surgirá la Policía sideral, cuyo almirante en jefe será Miguel Ángel Aznar, el héroe del autoplaneta Rayo. Pero no obstante los buenos deseos de las naciones, un obstáculo insuperable se opondrá a la consecución de tan humanitario empeño. ¡Los Hombres Grises de Marte!. George H. White nos traslada con su inagotable fantasía al planetillo EROS, un insignificante asteroide por cuya posesión se enfrentan por primera vez el género humano y una extraña raza de criaturas extraterrestres.

George H. White

POLICÍA SIDERAL

La Saga de Los Aznar (Libro 5)

ePUB v1.0

ApacheSp
26.61.12

Título original:
Policía sideral

George H. White, 1954.

Editor original: ApacheSp

ePub base v2.0

Capítulo 1.
Un bello sueño

A
penas habíase detenido el giróscopo cuando ya había saltado Berta Anglada a tierra. Sus ojos lanzaron una mirada de codicia en rededor. Aspiró con avaricia el aire por las vibrátiles aletas de su graciosa naricilla, sacudió su corta melena de ébano y abrió la boca para exclamar con infinita satisfacción: —¡Esto sí que da gusto! Inmediatamente detrás de Berta, como despedido por una catapulta, Pedro Mendizábal saltó a su vez por la portezuela del giróscopo y alzó los brazos al cielo lanzando un alarido estridente:

—¡Juiiiiiii! ¡Tierra! ¡Cielo azul! ¡Árboles y hierba! ¡Oxígeno impuro! ¡Vivan las impurezas del aire de Madrid, sus malas costumbres y sus diabólicos ruidos! ¡Vivaaaaaan!

Por una de las pistas de acero venían dos generales acompañados por un capitán de la Aviación Ibérica. Los dos generales dejaron caer sobre los alborotadores una mirada de censura.

—¿Qué les ocurre a esos locos? —Refunfuñó uno de los generales—. ¿Por qué gritan? ¿Les conoce usted, capitán?

—¡Vaya si les conozco! —Rió el oficial—. Son el comandante Berta Anglada y Pedro Mendizábal, uno de nuestros mejores geólogos.

—¡Es indigno de unos oficiales comportarse así! —Gruñó el otro general—. La disciplina se relaja más cada día. ¡No sé dónde iremos a parar!

—Berta Anglada y el señor Mendizábal llegan en estos momentos del asteroide Eros, número 433 de la serie —explicó el capitán—. Han permanecido allá más de un año estudiando los minerales de aquel planetilla. Ya sabrán ustedes cuáles son las condiciones de vida en esos asteroides. Uno vive constantemente encerrado en su escafandra de vacío. Un limitado horizonte de piedras y de polvo cósmico y un cielo espantosamente negro les rodea por todas partes y el tiempo parece eternizarse en aquellas soledades envueltas en absoluto silencio, donde ni el sonido encuentra elementos para vivir y animar aquel mundo muerto…

Los generales asintieron. Conocían sobradamente las condiciones de vida de un asteroide. Sus miradas de censura se suavizaron y prosiguieron su camino sin volver a criticar los gritos y las cabriolas de contento que daban aquellos pobres expatriados.

El resto de la tripulación del giróscopo saltó a tierra entregándose a diversas demostraciones de entusiasmo. Eran en total ocho mujeres y seis hombres. Enlazándose de las manos formaron un corro y empezaron a dar vueltas gritando a todo pulmón.

La llegada de un furgón del cuerpo de Sanidad Militar deshizo el corro. Un capitán saltó al suelo apenas se hubo detenido el automóvil y les invitó amablemente a subir en el furgón.

—¿Para qué? —preguntó Pedro Mendizábal. El oficial se lo explicó cortésmente en pocas palabras:

—Antes de que hablen con nadie han de someterse a la inspección sanitaria. Pudieran haber contraído ustedes alguna enfermedad contagiosa durante su permanencia en Eros.

«Mendi» acogió con una sarta de maldiciones la precaución de la Sanidad. Los tripulantes del giróscopo fueron metidos en el furgón y llevados a un pabellón aislado de los demás, donde fueron examinados a conciencia por los médicos. Mientras Berta esperaba sentada en un banco el resultado del análisis de su sangre, alguien golpeó con los dedos sobre el cristal que tenía a sus espaldas. Berta se volvió, encontrándose ante el rostro sonriente del mayor Queipo. Si bien el cristal les separaba, pudieron hablar a través de un micrófono.

—¡Hola, Berta! —Saludó el mayor—. ¿Cómo estás, muchacha?

—¡Hum! Espero no haber contraído el sarampión en Eros. Están analizando mi sangre.

Un hombre de blanco uniforme se asomó por una puerta y anunció:

—Lista, comandante Anglada. Puede usted marcharse.

—¿No encontró polvo en mi sangre?

—No —negó el médico riendo—. Otra vez será.

Berta traspuso la puerta de cristal y se dejó estrujar la mano por las dos del mayor Queipo. Este la miraba como si jamás la hubiera visto.

—¡Cada día estás más guapa, Berta! —exclamó admirado.

—Siento no poder decir lo mismo de ti.

—Sólo tengo un año y dos meses más desde la última vez que te pedí que te casaras conmigo —refunfuñó el mayor—. Esperaba encontrarte más inclinada al matrimonio después de haber pasado un año en Eros. ¿Qué tal estuvo aquello?

—Infernal.

—No te gustaría volver, ¿verdad?

—No puedes hacerme volver allá, Alberto —aseguró la comandante parándose en seco y mirando al mayor a la cara.

—¡Berta! —exclamó Queipo enrojeciendo.

—Sé perfectamente que fuiste tú quien dispuso las cosas de forma que me destinaran a Eros —añadió la joven sin mostrar enojo ni resentimiento—. Fue mi castigo por negarme a secundar tus deseos, ¿no? Pues bien, ya he pagado mi contribución. ¿Quieres no volver a insinuar tu proposición de matrimonio nunca más?

Alberto Queipo pasó del color rojo al amoratado.

—Berta —murmuró—, si hice que te destinaran a Eros no fue por venganza, sino para ofrecerte una oportunidad para que pudieras reflexionar acerca de mi proposición.

—Y he reflexionado —aseguró Berta con angelical sonrisa—. El resultado de mis profundas meditaciones es éste: no te amo, Alberto. No quiero casarme contigo… y no creo que vuelvas a influir acerca de tu padre para que me destinen a otro remoto lugar.

—¡No…! ¡No! —Protestó el mayor—. Te juro que no lo hice por rencor, Berta. Quería ponerte lejos de aquel maldito coronel mejicano que te rondaba y…

—¿Qué fue del coronel?

—Murió en la pasada guerra… Tal vez hubieras sido tú también uno de los aviadores caídos en combate. Yo sabía que la guerra era inminente y consideré que te hacía un doble favor destinándote a Eros para que no te casaras con el coronel Martínez ni tuvieras que tomar parte en la lucha contra el Imperio Asiático.

—Jamás pensé casarme con el coronel Martínez —aseguró Berta—. Era un buen hombre, pero me llevaba cien años de edad y yo no lo quería. Bien, olvidemos todas esas cosas tan desagradables. Puede que de todas formas me hicieras un favor al alejarme de la guerra. Supe por la radio que toda mi escuadra cayó en el cielo de Austria. Allá en Eros esperábamos ver saltar al planeta Tierra en un millón de pedazos. Las cosas iban francamente mal para los americanos. ¿Cómo pudisteis derrotar al Imperio Asiático?

—Es bastante largo de contar —dijo el mayor llevando a la comandante hasta un pequeño automóvil eléctrico.

—¿Es cierto que un tal Miguel Ángel Aznar atacó y destruyó la formidable fortaleza subterránea de Tarjas Kan, matando a éste?

—Cierto —aseguró el mayor tomando asiendo ante el volante.

—¿Quién es ese Miguel Ángel Aznar? ¿Un caballero andante?

—Hay diversidad de opiniones —sonrió el oficial poniendo el automóvil en marcha y llevándolo hacia la salida del aeropuerto—. Lo cierto es que nuestro Gobierno ha votado una Ley especial para nombrarle almirante y que la Policía Sideral ha sido puesta bajo el mando supremo de ese aventurero. No puedes formarte una idea del alboroto que han armado ciertos generales y almirantes a raíz de este nombramiento, en especial los almirantes y generales norteamericanos. Estos no podían impedir, como es natural, que los íberos nombráramos almirante a Miguel Ángel Aznar, pero han luchado con uñas y dientes para que no asumiera la jefatura de la Policía Sideral…

—¿Por qué no me lo cuentas despacio y por orden cronológico? —preguntó Berta profundamente interesada.

—La cosa empezó dos o tres días antes de que el Imperio Asiático, bajo el mando supremo de Tarjas Kan, rebasara las fronteras polares de los Estados Unidos, invadiendo Alaska y Canadá. El mundo occidental vivía varios días de tensión nerviosa esperando el ataque de la horda amarilla, y la aparición sobre los cielos de Norteamérica de un pequeño planeta causó gran sensación. Pronto se pudo comprobar que el planeta en cuestión no obedecía las leyes de la gravedad, sino que tenía movimientos propios y era dirigido por «alguien».

—Y ese «alguien» resultó ser Miguel Ángel Aznar —concluyó Berta.

—En efecto —prosiguió el mayor—. Aquel pequeño mundo de media milla de diámetro era un planeta artificial, construido por Aznar y sus amigos en cierto planeta llamado Ragol. Es como una esfera de un material que repele la fuerza de atracción de las masas, y alberga en su interior medio centenar de las aeronaves más estupendas que jamás se hayan conocido, además de otros doscientos aparatos menores, llamados zapatillas volantes.

Los norteamericanos, siempre tan desinteresados, ofrecieron a Miguel Ángel la nacionalidad americana. Pero ¿para qué querían los autoplanetoides ninguna nacionalidad si disponían de un mundo de su exclusiva propiedad, capaz de ir y venir por el Universo a su voluntad?

—¡No me digas que el autoplaneta ese viaja propulsado por la energía mental de sus tripulantes! —protestó Berta.

—¡No! —Rió el mayor—. Sus motores son atómicos, como los nuestros, solamente que muchísimo más poderosos.

—Bien… bien… —cortó la muchacha, impaciente—. Prosigue con la historia de Aznar. ¿Qué hizo?

—Se negó a poner a su máquina bajo la autoridad del Gobierno norteamericano. Sin embargo, se ofreció a pelear al lado de las Fuerzas Aéreas norteamericanas cuando Tarjas Kan arremetió contra los Estados Unidos. Los aviones del autoplaneta tomaron parte en la batalla aérea de Ontario, y tan ferozmente mordieron en las carnes de la Aviación Imperial, que los asiáticos todavía se resisten a creer que fueron aparatos construidos por el hombre quienes les vapulearon de tan linda manera. Yo asistí personalmente al ataque que posteriormente…

—No te adelantes, Alberto. Todavía estamos en la batalla de Ontario —recordó la joven aviadora.

—¡Ah, sí… pues bien! Después de aquello, Aznar pensó que la mejor forma de acabar con la guerra era ir a por Tarjas Kan y liquidarlo. Expuso su plan a los norteamericanos, pero éstos pusieron algunos reparos. Aznar no es hombre a quien le guste esperar. Se vino a Madrid, nos comunicó sus planes y los aceptamos sin reservas. Una noche salimos acompañando al autoplaneta y a los aviones de Aznar, volamos sobre media Asia, combatiendo contra los aviones amarillos y llegamos sobre Jakutsk… ¡Jamás olvidaré aquella pelea! Ese Miguel Ángel se metió en uno de sus estupendos destructores y bajó a ras del lago, soltando dos de sus torpedos terrestres contra la fortaleza de Tarjas Kan. La ciudad voló hecha pedazos; las aguas del lago anegaron las profundas excavaciones, y allí encontró una muerte miserable el malvado Tarjas Kan.

BOOK: Policia Sideral
11.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

La pasión según Carmela by Marcos Aguinis
The Olive Tree by Lucinda Riley
Something Worth Saving by Chelsea Landon
Starfish and Coffee by Kele Moon
The Romanian by Bruce Benderson
Spider’s Cage by Jim Nisbet
Balance Point by Kathy Tyers