Mi padre volvió a hablarle del asunto en ulteriores encuentros; lo atormentó a preguntas, pero todo fue inútil: lo mismo que aquel erudito estafador que empleaba en la confección de palimpsestos falsos un trabajo y un saber tales que sólo con la centésima parte se hubiera ganado una posición más lucrativa, pero honrada, Legrandin, de haber seguido nosotros insistiendo, hubiera sido capaz de construir toda una ética del paisaje y una geografía celeste de la Normandía baja antes que confesar que a dos kilómetros de Balbec vivía una hermana suya, y tener que darnos una carta de presentación, cosa que no le habría asustado tanto si hubiera estado segura —como debía estarlo, dada su experiencia del carácter de mi abuela— de que no la íbamos a utilizar.
* * *
Siempre volvíamos temprano de paseo para poder subir a la habitación de mi tía Leoncia antes de cenar.
Al principio de la temporada, cuando las días se acaban temprano, al llegar a la calle del Espíritu Santo todavía se veía un reflejo del sol poniente en los cristales de casa, y una banda purpúrea en el fondo de los bosques del Calvario, que, más lejos, iba a reflejarse en el estanque; y esta púrpura, que coincidía a veces con un fresco muy vivo, asociábase en mi mente a la púrpura del fuego donde estaba asándose un pollo, que me traería, después del placer poético del paseo, el placer de la golosina, del calor y del descanso. En el verano, en cambio, cuando volvíamos aun no se había puesto el sol, y mientras estábamos en el cuarto de la tía Leoncia, su luz, que descendía y tocaba la ventana, se paraba entre los cortinones y las abrazaderas, dividida, ramificada, filtrada, incrustando trocitos de oro en la madera del limonero de la cómoda, e iluminada oblicuamente la habitación con la misma delicadeza que toma en el bosque, bajo los árboles. Pero algunos días, muy pocos, al volver ya hacía tiempo que perdiera la cómoda sus momentáneas incrustaciones; no quedaba, cuando llegábamos a la calle del Espíritu Santo, ningún resol en los cristales, y el estanque que está al pie del Calvario se había quedado sin púrpura, y a veces era ya de un color opalino, y un prolongado rayo de luna, que iba ensanchándose y estriándose con todas las arrugas del agua, le cruzaba de lado a lado. Y entonces, al llegar cerca de casa, veíamos a alguien en el umbral de la puerta, y mamá me decía:
—¡Dios mío! Francisca está esperándonos; la tía está alarmada: es que volvemos muy tarde.
Y sin tomarnos siquiera el tiempo necesario para quitarnos abrigos y sombreros, subíamos en seguida a ver a la tía Leoncia para tranquilizarla, y que viera que, al contrario de lo que ella pensaba, nada nos había ocurrido, sino que habíamos ido «por el lado de Guermantes», y, ¡caramba!, cuando se da ese paseo ya sabía mi tía que no había hora segura para la vuelta.
—Ve usted, Francisca —exclamaba mi tía—; ya le decía yo a usted que habrían ido por el lado de Guermantes, ¡Dios mío!; deben tener gana, y la pierna de cordero se habrá secado con lo que ha tenido que esperar. Es que éstas no son horas de volver; ¡claro, habéis ido por el lado de Guermantes!
—Yo creí que ya lo sabía usted, Leoncia —decía mamá—. Creí que Francisca nos había visto salir por la puertecita del huerto.
Porque alrededor de Combray había dos «lados» para ir de paseo, y tan opuestos, que teníamos que salir de casa por distinta puerta, según quisiéramos ir por uno u otro: el lado de Méséglise la Vineuse, que llamábamos también el camino de Swann, porque yendo por allí se pasaba por delante de la posesión del señor Swann, y el lado de Guermantes. De Méséglise la Vineuse, a decir verdad, no conocí nunca otra cosa que el «lado» y una gente que los domingos iba de paseo a Combray: gente que esta vez ni nosotros ni siquiera mi tía «conocíamos», y que por eso eran consideradas como «gente que habrá venido de Méséglise». En cuanto a Guermantes, vendría un día en que trabara más conocimiento con él, pero tenía que pasar tiempo; y durante toda mi adolescencia, si Méséglise era para mí una cosa tan inaccesible como aquel horizonte siempre oculto a la vista, por lejos que se fuera, por los repliegues de un terreno distinto ya del de Combray, Guermantes sólo se me aparecía como el término, mucho más ideal que real, de su propio «lado», especie de expresión geográfica abstracta, como la línea ecuatorial, el Polo o el Oriente. Así que «tirar por Guermantes» para ir a Méséglise, o al contrario, se me figuraba expresión tan desprovista de sentido como tirar por el Este para ir al Oeste. Como mi padre siempre hablaba, del lado de Méséglise, considerándolo como el más hermoso panorama de llanura que conocía, y del lado de Guermantes como el típico paisaje del río, dábales yo, al concebirlos como dos entidades, esa cohesión y unidad propias sólo de las creaciones de nuestra mente; la mínima parcela de ellos me parecía preciosa y expresiva de su particular excelencia, y, comparados con ellos, los caminos puramente materiales que había para llegar al suelo sagrado de cualquiera de ambos, y en medio de cuyos caminos estaban posados en calidad de ideal de panorama de llanura e ideal de paisaje de río, no merecían la pena de ser mirados con mayor atención que la que pone el espectador enamorado de dramas en las calles que llevan al teatro. Pero, sobre todo, interponía yo entre uno y otro algo más que sus distancias kilométricas: la distancia existente entre las dos partes de mi cerebro con que pensaba en ellos, una de esas distancias de dentro del espíritu, que no sólo alejan, sino que separan y colocan en distinto plano. Y esa demarcación era más absoluta todavía, porque nuestra costumbre de no ir nunca en un mismo día por los dos lados en un solo paseo, sino una vez por el lado de Méséglise y otra por el lado de Guermantes, los encerraba, por así decirlo, lejos uno de otro, y sin poderse conocer, en los vasos herméticos e incomunicables de tardes distintas.
Cuando queríamos ir por el lado de Méséglise, salíamos (no muy temprano, y aunque estuviera nublado, porque el paseo no era muy largo y no nos llevaba muy lejos), como para ir a cualquier parte, por la puerta principal de la casa de mi tía, a la calle del Espíritu Santo. El armero nos daba las buenas tardes, echábamos las cartas al buzón, decíamos de paso a Teodoro, de parte de Francisca, que ya no le quedaba aceite o café, y salíamos del pueblo por el camino que va a lo largo de la valla blanca del parque del señor Swann. Antes de llegar allí, nos encontrábamos, porque salía al encuentro de los extraños, el olor de las lilas. Y luego, las mismas lilas, de entre los verdes corazoncitos de sus hojas, alzaban curiosamente, por encima de la valla del parque, sus penachos de plumas malvas o blancas, abrillantadas, aun en la sombra, por el sol en que se habían bañado. Algunas, medio ocultas por la casita con techumbre de tejas, llamada casa de los Arqueros, y que servía de vivienda al jardinero, asomaban por encima del gótico pináculo su minarete de rosa. Las ninfas de la primavera parecían vulgares puestas junto a estas huríes, que en un jardín francés conservaban los tonos brillantes y puros de las miniaturas persas. A pesar de mi deseo de abrazar su flexible cintura y acercar a mi rostro los estrellados bucles de sus cabecitas fragantes, pasábamos sin pararnos, porque mis padres no iban a Tansonville desde la boda de Swann, y para que no pareciera que queríamos curiosear, en vez de tomar el camino que bordea la valla y que sube derechamente al campo, tomábamos otro que sale al campo también pero oblicuamente, y que nos hacía desembocar mucho más allá. Un día mi abuelo dijo a mi padre:
—Ya os acordaréis de que Swann dijo que como su mujer y su hija se iban a Reims, iba a aprovecharse para pasar veinticuatro horas en París. De modo que, ya que las señoras no están ahí, podemos ir por junto al parque. Y así cortaríamos.
Nos paramos un momento junto a la valla. El tiempo de las lilas tocaba a su fin; algunas había aún que expandían en altas arañas malvas las delicadas burbujas de sus flores; pero en mucha parte del follaje, donde una semana antes reventaba su embalsamado musgo, ahora se marchitaba, empequeñecida y negruzca, una hueca espuma, seca y sin aroma. Mi abuelo enseñaba a mi padre lo que en aquellos sitios había cambiado y lo que estaba igual, desde el paseo aquel que dio con el señor Swann padre, el día de la muerte de su mujer, y aprovechaba la ocasión para volver a contar otra vez aquel paseo.
Ante nosotros un camino, con dos filas de capuchinas a los lados, subía en pleno sol hacia el castillo. A la derecha el parque, por el contrario, se dilataba en terreno llano. Sombreado por los añosos árboles que lo rodeaban, había un estanque, que mandaron hacer los padres de Swann; pero en sus más ficticias creaciones el hombre trabaja siempre sobre la base de la Naturaleza: hay lugares que siempre imponen en torno de ellos su particular imperio, y arbolan sus inmemoriales insignias en medio de un parque, como las arbolarían, lejos de toda intervención humana, en una soledad que también viene hasta aquí a rodearlos, surgida de la necesidad de su exposición y superpuesta a la obra del hombre. Y así, al pie del paseo que dominaba el estanque artificial, se formó con dos bandas tejidas con flores de miosotis y vincapervincas, la corona natural, delicada y azul que ciñe la frente en claroscuro, de las aguas; y así también el gladiolo, dejando doblegarse sus espadas con regio abandono, extendía por encima del eupatorio y del ranúnculo los destrozados lirios, violetas y amarillos, de su cetro lacustre.
La marcha de la hija de Swann, que a mí —al quitarme la terrible posibilidad de que la chiquilla privilegiada que tenía amistad con Bergotte e iba con él a ver catedrales asomara por un paseo, me conociera y me despreciara— me hacía mirar indiferentemente a Tansonville, aquella primera vez en que me era dado contemplarlo con libertad, parecía, por el contrario, como que añadiera a aquella posesión, a los ojos de mi abuelo y de mi padre, ciertas comodidades, cierto atractivo pasajero, y llenando el papel que en una excursión de montaña cumple la falta de nubes, convertía aquel día en excepcionalmente propicio para un paseo por aquel lado; hubiera sido mi deseo que fracasaran sus cálculos, que un milagro trajera a la señorita de Swann y a su padre, tan cerca de nosotros, que no pudiéramos evadirnos y nos presentaran sin poderlo remediar. Así que cuando de repente vi en la hierba, como síntoma de su posible presencia, un capacito olvidado junto a una caña de pescar, cuyo corcho flotaba en el agua, me apresuré a desviar hacia otro lado las miradas de mi padre y de mi abuelo. Aunque como Swann nos había dicho que no estaba muy bien que él se fuera, porque tenía parientes suyos invitados en casa, muy bien podía ser la caña de alguno de los invitados. No se oía por los paseos ningún rumor de pasos. A media altura de un árbol indeterminado, un pájaro invisible, ingeniándose en hacer más corto el día, exploraba con una prolongada nota la soledad circundante, pero dábale ésta una réplica tan unánime, le devolvía un golpe tan redoblado de silencio e inmovilidad, que se hubiera dicho como si no lograra más que detener para siempre aquel mismo instante que intentaba hacer más rápidamente pasajero. La luz caía tan implacablemente de un cielo inmovilizado, que hubiéramos deseado sustraernos a su atención, y hasta el agua dormida, cuyo sueño se veía constantemente irritado por los insectos, al soñar sin duda en un Maelstrom imaginario, contribuía a aumentar el desconcierto que me inspiró el ver el flotador de la caña, porque parecía arrastrarlo, al parecer velozmente, por la silenciosa extensión del cielo reflejado en ella; estaba ya casi vertical y como si fuera a hundirse, y ya me preguntaba si no sería mi deber, prescindiendo del deseo y el miedo de conocerla que yo tenía, avisar a la hija de Swann que el pez picaba, cuando tuve que salir corriendo para alcanzar a mi padre y a mi abuelo, que me llamaban, extrañados de que no los hubiera seguido por el caminito que sube hacia el campo, y por donde ya iban ellos. En el caminito susurraba el aroma de los espinos blancos. El seto formaba como una serie de capillitas, casi cubiertas por montones de flores que se agrupaban, formando a modo de altarcitos de mayo; y abajo, el sol extendía por el suelo un cuadriculado de luz y sombra, como si llegara a través de una vidriera; el olor difundíase tan untuosamente, tan delimitado en su forma, como si me encontrara delante del altar de la Virgen, y las flores así ataviadas sostenían, con distraído ademán, su brillante ramo de estambres, finas y radiantes molduras de estilo florido, como las que en la iglesia calaban la rampa del coro o los bastidores de las vidrieras, abriendo su blanca carne de flor de fresa. ¡Qué aldeanotes y sencillos habrían de parecer a su lado los escaramujos que, unas semanas más tarde, subirían también por aquel rústico cansino, a pleno sol, con sus rojos corpiños de seda lisa, que se deshacen con un soplo!
Pero de nada me servía quedarme parado delante de los espinos, respirando su olor invisible y fijo, presentándosele a mi pensamiento, que no sabía que hacer con él, perdiéndolo y volviendo a encontrarlo, entregándome al ritmo que lanzaba sus flores, ya a un lado, ya a otro, con gozo juvenil e intervalos inesperados, como algunos intervalos musicales: ofrecíame indefinidamente la misma seducción, con profusión inagotable; pero sin dejarme ahondar más adentro, como esas melodías que se cantan y se cantan sin penetrar nunca su secreto. Íbame de su lado un momento para tornar a ellas con fuerzas frescas. Perseguía en el talud, que por detrás del seto sube casi vertical hacia el campo, a alguna amapola extraviada, a algún aciano rezagado, que decoraban la escarpa con sus flores como la orla de un tapiz donde aparece diseminado el tema rústico, que luego triunfará en todo el paño; unas cuantas sólo, espaciadas como esas casas aisladas que ya anuncian la proximidad de un poblado, me anunciaban la vasta extensión donde estallan los trigos y se rizan las nubes, y una sola amapola, que izaba en lo alto de sus jarcias y entregaba al azote del viento su lama roja, por encima de su boya negra y grasa, me aceleraba el latir del corazón, como el viajero que divisa un terreno bajo la primera barca varada que está arreglando un calafate, grita: «¡El mar!», antes de ver el agua.
Luego me volvía a los espinos, como se vuelven a esas obras maestras, creyendo que se las va a ver mejor después de estar un rato sin mirarlas; pero de nada me servía hacerme una pantalla con las manos, para no ver otra cosa, porque el sentimiento que en mí despertaban seguía siendo oscuro e indefinido, sin poderse desprender de mí para ir a unirse a las flores. Las cuales no me ayudaban a aclarar mi sentimiento, sin que yo pudiera pedir a otras flores que lo satisficieran. Entonces, entregándome a esa alegría que se siente al ver una obra de nuestro pintor favorito que difiere de las que conocemos, o cuando nos ponen delante un cuadro que sólo habíamos visto antes esbozado en lápiz, o si un trozo oído en piano se nos aparece revestido de la coloración orquestal, mi abuelo me llamaba, y señalándome el seto de Tansonville, me decía: «Mira, tú, que tanto te gustan los espinos; mira ese espino rosa qué bonito es». Y, en efecto, era un espino, pero éste de color rosa y aún más hermoso que los blancos. También estaba vestido de fiesta —de fiesta religiosa, las únicas festividades verdaderas, porque no hay un capricho contingente que las aplique como las fiestas mundanas a un día cualquiera, que no está especialmente consagrado a ellas, y que nada tiene de esencialmente festivo—, pero más ricamente vestido, porque las flores pegadas a la rama, unas encima de otras, sin dejar ningún hueco sin decorar, como los pompones que adornan los cayados de estilo rococó, eran de «color» y, por consiguiente, de calidad superior, según la estética de Combray, y a juzgar por la escala de precios de la «tienda» de la plaza, o la casa de Camus, donde los dulces de color de rosa costaban más caros. También a mí me gustaba más el queso de crema de color rosa, en el que me dejaban mezclar fresas. Y precisamente aquellas flores habían ido a escoger uno de esos tonos de cosa comestible, o de tierno realce de un traje para fiesta mayor, colores que se presentan a los niños con la razón de superioridad, y por eso les imponen con mayor evidencia su belleza, conservando siempre para los ojos infantiles algo más vivo y natural que los demás colores, aunque ya hayan comprendido que no prometían nada a su golosina, y que no los había escogido para ellos la modista. Y yo, en verdad, en seguida, tuve la sensación, lo mismo que delante de los espinos blancos, pero aún con mayor asombro, de que la intención de festividad no estaba traducida en aquellas flores de modo ficticio; y por un arte de industria humana, sino que era la Naturaleza misma la que espontáneamente le había dado expresión con la sencillez de una comerciante de pueblo que trabaja en un altarcito del Corpus, recargando el arbusto con sus rositas sobremanera tiernas y de un carácter de Pompadour de provincia. En lo alto de las ramas, como otros tantos tiestecillos de rosales revestidos de papel picado, de esos que en las fiestas mayores adornaban el altar con sus delgados husos, pululaban mil capullitos de tono más pálido, que, entreabriéndose, dejaban ver, como en el fondo de una copa de mármol rosa, ágatas sangrientas, y delataban aún más claramente que las flores la esencia particular e irresistible del espino, que dondequiera que eche brote o florezca, no sabía hacerlo más que con color de rosa. Intercalado en el seto, pero diferenciándose de él, como una jovencita en traje de fiesta entre personas desaseadas que se quedarán en casa, ya preparado para el mes de María, del que parecía estar participando, brillaba sonriente, con su fresco vestido rosa, el arbusto católico y delicioso.