Por el camino de Swann (39 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Swann estaba aún ignorante de la desgracia que lo amenazaba en casa de los Verdurin, y seguía viendo sus ridículos de color de rosa, a través de su amor por Odette.

Ahora, por lo general, sólo se daba cita con su querida por la noche; de día tenía miedo de cansarla yendo mucho a su casa, pero le gustaba estar siempre presente en la imaginación de Odette, y buscaba las ocasiones de insinuarse hasta el pensamiento de su amiga de una manera agradable. Si veía en el escaparate de una tienda de flores, o de una joyería, alguna planta o alguna alhaja que le gustaran mucho, pensaba en seguida en enviárselas a Odette, imaginándose que aquel placer que había sentido él al ver la flor o la piedra preciosa, lo sentiría ella también, y vendría a acrecer su cariño; y las mandaba llevar inmediatamente a la calle La Perouse, para no retardar el instante aquel en que, por recibir Odette una cosa suya, parecía que estaban más cerca. Quería, sobre todo, que llegara el regalo antes de que ella saliera, para ganarse, por el agradecimiento que ella sintiera, una acogida más cariñosa aquella noche en casa de los Verdurin, acaso una carta que ella enviaría antes de ir a cenar, y ¡quién sabe si hasta una visita de la propia Odette!, una visita suplementaria a casa de Swann para darle las gracias. Como en otra época, cuando experimentaba en el temperamento de Odette los efectos del despecho, ahora probaba, por medio de las reacciones de la gratitud, a extraer de su querida parcelas íntimas de sentimiento que aun no le había revelado.

Muchas veces, Odette tenía apuros de dinero, y en caso de alguna deuda urgente, pedía a Swann que la ayudara. Y él se alegraba mucho, como de todo lo que pudiera inspirar a Odette un gran concepto del amor que le tenía, o sencillamente de su influencia y de lo útil que podía serle. Indudablemente, si al principio le hubieran dicho: «Lo que le gusta es tu posición social», ahora: «Si te quiere es por tu dinero», Swann no lo hubiera creído; pero no le dolería mucho que las gentes se figurasen a Odette unida a él —es decir, que se viera que estaban unidos el uno al otro— por un lazo tan fuerte como el esnobismo o el dinero. Y hasta si hubiera llegado a creérselo, quizá su pena no habría sido muy grande al descubrir en el amor de Odette ese estado más duradero que el basado en los atractivos o prendas personales de su amigo: el interés, que no dejaría llegar nunca el día en que ella sintiera ganas de no volverlo a ver. Por el momento, colmándola de regalos y haciéndole favores, podía descansar confiadamente en estas mercedes, exteriores a su persona y a su inteligencia, del agotador cuidado de agradarle por sí mismo. Y aquella voluptuosidad de estar enamorado, de no vivir más que de amor, que muchas veces dudaba que fuera verdad, aumentaba aún de valor por el precio que, como
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de sensaciones inmateriales, le costaba —lo mismo que se ve a personas dudosas de si el espectáculo del mar y el ruido de las olas son cosa deliciosa, convencerse de que sí y de que ellos tienen un gusto exquisito en cuanto tienen que pagar cien francos diarios por la habitación de la fonda donde podrán gozar del mar y sus delicias.

Un día, reflexiones de éstas le trajeron a la memoria aquella época en que le hablaran de Odette como de una «mujer entretenida», y una vez más se divirtió oponiendo a esa personalidad extraña, la mujer entretenida —amalgama tornasolada de elementos desconocidos y diabólicos, engastada, como una aparición de Gustavo Moreau, en flores venenosas entrelazadas en alhajas magníficas—, la otra Odette por cuyo rostro viera pasar los mismos sentimientos de compasión por el desgraciado, de protestas contra la injusticia, y de gratitud por un beneficio, que había visto cruzar por el alma de su madre o de sus amigos; esa Odette, que hablaba muchas veces de las cosas que a él le eran más familiares que a ella, de su cuarto, de su viejo criado, del banquero a quien tenía confiados sus títulos; y esta última imagen del banquero le recordó que tenía que pedir dinero. En efecto, si aquel mes ayudaba a Odette en sus dificultades materiales con menos largueza que el anterior, en que le dio 5000 francos, o no le regalaba un collar de diamantes que ella quería, no reavivaría en su querida aquella admiración por su generosidad, aquella gratitud que tan feliz lo hacían, y hasta corría el riesgo de que Odette pensara que su amor disminuía al ver reducidas las manifestaciones con que aquel cariño se expresaba. Y entonces se preguntó de pronto si aquello que estaba haciendo no era cabalmente «entretenerla» —como si en efecto, esta noción de «entretener» pudiera extraerse, no de elementos misteriosos ni perversos, sino pertenecientes al fondo diario y privado de su vida, lo mismo que ese billete de 1000 francos, roto y repegado, doméstico y familiar, que su ayuda de cámara le ponía en el cajón de la mesa, después de pagar la casa y las cuentas, y que él mandaba a Odette con cuatro más—, y si no se podía aplicar a Odette, desde que él la conocía —porque no se le pasó por las mientes que antes de conocerlo a él hubiera podido recibir dinero de nadie— ese dictado que tan incompatible con ella se figuraba Swann de «mujer entretenida». Pero no pudo ahondar en esa idea, porque un acceso de pereza de espíritu, que en él eran congénitos, intermitentes y providenciales, llegó en aquel momento y apagó todas las luminarias de su inteligencia, tan bruscamente, como andando el tiempo, cuando hubiera luz eléctrica, podría dejarse una casa a oscuras en un momento. Su pensamiento anduvo a tientas un instante por las tinieblas; se quitó los lentes, limpió sus cristales, se pasó las manos por los ojos, y no volvió a vislumbrar la luz hasta que tuvo delante una idea completamente distinta, a saber: que el mes próximo convendría mandar a Odette 6000 o 7000 francos en vez de 5000, por la sorpresa y la alegría que con eso iba a darle.

La noche que no estaba en casa esperando que llegara la hora de ver a Odette en casa de los Verdurin, o en uno de los restaurantes de verano del Bosque o de Saint-Cloud, donde les gustaba mucho ir, se marchaba a cenar a alguna de aquellas elegantes casas donde, antes era asiduo convidado. No quería romper el contacto con personas que quién sabe si podían ser útiles a Odette algún día, y a quienes ahora utilizaba a veces para alguna cosa que le pedía Odette. Además, estaba muy acostumbrado desde hacía tiempo a la vida aristocrática y al lujo, y aunque había aprendido con la costumbre a despreciar una y otro, sin embargo, los necesitaba; de modo que en cuanto se le aparecieron exactamente en el mismo plano las casas más modestas y las mansiones ducales, tan habituados estaban sus sentidos a los palacios, que sentía necesidad de no estar siempre en moradas modestas. Le merecían la misma consideración —con tal identidad, que hubiera parecido increíble— las familias de clase media que daban bailes en su quinto piso, escalera D, puerta de la derecha, que la princesa de Parma, en cuyo palacio se celebraban las fiestas más lucidas de París; pero no tenía la sensación de hallarse en un baile cuando se estaba con la gente seria en la alcoba del ama de casa; y al ver los tocadores tapados con toallas, las camas transformadas en guardarropa y los cubrepiés llenos de gabanes y sombreros, le causaba la misma sensación de ahogo que puede causar hoy a personas acostumbradas a veinte años de luz eléctrica el olor de un quinqué o el humo de una lamparilla. El día que cenaba fuera mandaba enganchar para las siete y media; se vestía pensando en Odette, y así no estaba solo, porque el pensar constantemente en Odette alumbraba los momentos en que ella estaba lejos con la misma encantadora luz de los instantes que pasaban juntos. Subía al coche, pero sentía que aquel pensamiento saltaba al carruaje al mismo tiempo que él, se le ponía en las rodillas como un animal favorito que llevamos a todas partes y que seguiría con él en la mesa, sin que lo supieran los invitados. Y aquel animalito le acariciaba, le daba calor; y Swann sentía una especie de lánguida dejadez, y se rendía a un leve estremecimiento que le crispaba el cuello y la nariz, cosa nueva en él, mientras iba poniéndose en el ojal el ramito de
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. Sentíase melancólico y malucho hacía algún tiempo, sobre todo desde que Odette presentó a Forcheville en casa de los Verdurin, y por su gusto se habría ido al campo a descansar. Pero no tenía valor para marcharse de París, ni siquiera por un día, mientras que Odette estuviera allí. Había una atmósfera cálida, y eran aquellos los días más hermosos de la primavera. Y aunque iba atravesando una ciudad de piedras para meterse en un hotel cerrado, lo que tenía siempre en la imaginación era un parque suyo, junto a Combray; allí, en cuanto eran las cuatro, antes de llegar al plantado de espárragos, gracias al aire que viene por el lado de Méséglise, podía disfrutarse, a la sombra de las plantas, tanto frescor como en la orilla del estanque, cercado de miosotis y espadañas, y cenaba en una mesa rodeada por guirnaldas de rosas y de grosella, que le arreglaba su jardinero.

Acabada la cena, si estaban citados temprano en el Bosque o en Saint-Cloud, se marchaba tan pronto —sobre todo si amenazaba lluvia y podían los fieles recogerse antes— que una vez que cenaron muy tarde en casa de la princesa de Laumes, y que Swann se marchó sin esperar el café, para ir a buscar a los Verdurin a la isla del Bosque, la princesa dijo:

—Realmente, si Swann tuviera treinta años más y una enfermedad de la vejiga, se comprendería que escapara de esa manera; pero esto ya es burlarse de la gente.

Decíase Swann que aquel encanto de la primavera, que no podía ir a disfrutar, lo encontraría, al menos, en la isla de los Cisnes o en Saint-Cloud. Pero como no podía pensar en nada más que en Odette, ni siquiera sabía si las hojas olían bien o si hacía luna; acogíale la frasecilla de la sonata de Vinteuil, tocada en el piano del jardín del restaurante. Si no había piano abajo, los Verdurin hacían todo lo posible porque bajaran uno de un cuarto de arriba o del comedor. Y no es que Swann hubiera vuelto a su favor, no; pero la idea de preparar a cualquiera, aunque fuera a una persona poco estimada, un obsequio ingenioso, inspiraba a los Verdurin, durante los momentos de los preparativos, sentimientos ocasionales y efímeros de simpatía y de cordialidad. Muchas veces se decía Swann que aquella noche era una noche de primavera más que estaba pasando, y se prometía fijarse en los árboles y en el cielo. Pero la agitación que le sobrecogía al ver a Odette, como asimismo cierto febril malestar que lo aquejaba, sin descanso, hacía algún tiempo, le robaban la calma y el bienestar, que son fondo indispensable para las impresiones que inspira la Naturaleza.

Una de las noches que aceptó Swann la invitación de los Verdurin, dijo, cuando estaban cenando, que a la noche siguiente se reuniría en banquete con unos compañeros suyos, y Odette, allí en plena mesa, le contestó, delante de Forcheville que ahora era uno de los fieles; delante del pintor, delante de Cottard:

—Sí, ya sé que tiene usted banquete; así que no lo veré hasta que pase usted por casa. No vaya muy tarde, ¿eh?

Aunque Swann nunca tuvo envidia seriamente de las pruebas de, amistad que daba Odette a uno u a otro de los fieles, sintió una gran dulzura al oírla confesar así, delante de todos y con tan tranquilo impudor, sus citas diarias de por la noche, la posición privilegiada que gozaba en casa de Odette y la preferencia que eso implicaba hacia él. Verdad es que Swann había pensado muchas veces que Odette no era, en ningún modo, una mujer que llamara la atención, y la supremacía suya sobre un ser tan inferior a él no era cosa para sentirse halagado, cuando se la pregonaba a la faz de los fieles; pero desde que se fijó que Odette era para muchos hombres una mujer encantadora, y codiciable el atractivo que para ellos ofrecía su cuerpo, despertó en Swann un deseo doloroso de dominarla enteramente, hasta en las más recónditas partes de su corazón. Y cuando acabó la cena, la llevó aparte, le dio las gracias efusivamente, intentando hacerle comprender, según los grados de la gratitud que le demostraba, la escala de placeres que Odette podía darle, y que el más alto de ellos era garantizarlo y hacerlo invulnerable, mientras su amor durara, contra las embestidas de los celos.

A la noche siguiente, cuando salió del banquete estaba lloviendo mucho, y como él tenía coche abierto, un amigo se ofreció a llevarlo a su casa en cupé; Swann, como Odette le había dicho el día antes que fuera a su casa, estaba seguro de que su querida no esperaba a nadie aquella noche, y de buena gana, mejor que echar a andar en la victoria con aquel chaparrón; se habría ido a acostar tranquilo y contento. Pero quizá si veía Odette que no siempre tenía el mismo interés en pasar con ella sus últimas horas, ya no se preocuparía de reservárselas y podrían faltarle un día que las necesitara más que nunca.

Llegó a casa de Odette pasadas las once; se excusó por haber ido tan tarde, y ella se quejó de que, en efecto, era muy tarde, de que la tormenta la había puesto un poco mala y de que le dolía la cabeza, y le previno que iba a tenerlo a su lado media hora nada más y que a las doce lo echaría; al poco rato dio muestras de cansancio y de sueño.

—¿Entonces esta noche no hay catleyas? —dijo Swann—. ¡Yo que esperaba una buena catleya…!

Odette le contestó un poco huraña y nerviosa:

—No, amiguito, ¿no ves que estoy mala? Esta noche no hay catleyas.

—Bueno, no insisto; aunque yo creo que te sentaría bien.

Odette rogó a Swann que apagara la luz antes de irse; él mismo echó las cortinas de la cama y se marchó. Pero volvió a su casa y, de repente, se le ocurrió que quizá Odette estaba esperando a alguien aquella noche, que lo del cansancio era fingido, que si le pidió que apagara la luz fue para hacerle creer que iba a dormirse, y que en cuanto Swann se fue, Odette volvió a encender y abrió la puerta al hombre que iba a pasar la noche con ella. Miró qué hora era. Hacía una hora y media que se habían separado; salió a la calle, tomó un simón y mandó parar muy cerca de la casa de Odette, en una callecita perpendicular a aquella otra a la que daba la parte trasera del hotel y la ventana donde él llamaba muchas noches para que Odette saliera a abrirle. Bajó del coche; a su alrededor, en aquel barrio, todo era soledad y negrura; dio unos cuantos pasos y desembocó delante de la casa. Entre la oscuridad de todas las ventanas de la calle, apagadas ya hacía rato, vio una única ventana que derramaba, por entre los postigos que prensaban su pulpa misteriosa y dorada, la luz de la habitación, esa luz que, así como otras noches, al verla desde lejos, al llegar a la callecita, le anunciaba «Aquí está Odette esperándote», ahora lo torturaba y le decía «Aquí está Odette con el hombre que esperaba». Quiso saber quién era; se deslizó a lo largo de la pared hasta llegar debajo de la ventana, pero entre las maderas oblicuas de los postigos no se podía ver nada; sólo oyó en el silencio de la noche el murmullo de una conversación. Sufría al ver aquella luz, en cuya dorada atmósfera se movía, tras las maderas, la invisible y odiada pareja; sufría al oír aquel murmullo que revelaba la presencia del hombre que llegó cuando él se fue, la falsía de Odette y la dicha que con ese hombre iba a disfrutar.

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