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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (13 page)

BOOK: Por qué no soy cristiano
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Hay, claro está, varios sentidos en los cuales sería absurdo negar que la filosofía puede consolarnos. Podemos hallar que el filosofar es un medio agradable de pasar el tiempo; en este sentido, el consuelo derivado puede, en casos extremos, ser comparable al de la bebida como medio de pasar las veladas. También podemos tomar la filosofía estéticamente, como es probable que la mayoría de nosotros tome a Spinoza. Podemos usar la metafísica como la poesía y la música, como un medio de producir un estado de espíritu, de darnos una cierta perspectiva del universo, una cierta actitud hacia la vida, valorándose el estado de espíritu resultante de acuerdo con el grado de la emoción poética despertada, no en proporción a la verdad de las creencias mantenidas. En realidad, nuestra satisfacción parece ser, en estos estados de espíritu, todo lo contrario de las afirmaciones del metafísico. Es la satisfacción de olvidar el mundo real y sus males, y persuadirnos, por el momento, de la realidad de un mundo que hemos creado nosotros mismos. Esta parece ser una de las razones por las cuales Bradley justifica la metafísica. «Cuando la poesía, el arte y la religión —dice— hayan cesado totalmente de interesar, o cuando ya no muestren ninguna tendencia a luchar con los problemas fundamentales y llegar a un acuerdo con ellos; cuando el sentido de misterio y encanto ya no arrastre a la mente a vagar sin rumbo y amar Dios sabe qué; cuando, en breve, el crepúsculo no tenga encanto, entonces la metafísica carecerá de valor». Lo que la metafísica nos hace en este aspecto es, esencialmente, lo que
La Tempestad
, por ejemplo, hace por nosotros; pero su valor en este aspecto es completamente independiente de su veracidad. No valoramos
La Tempestad
porque la magia de Próspero nos relacione con el mundo de los espíritus; y, estéticamente, no valoramos la metafísica porque nos informe de un mundo del espíritu. Y esto pone de relieve la diferencia esencial entre la satisfacción estética, que yo concedo, y el consuelo religioso, que yo niego a la filosofía. Para la satisfacción estética, la convicción intelectual es innecesaria y, por lo tanto, podemos elegir, al buscar esa satisfacción, la metafísica que nos dé la mayor cantidad. Por el contrario, para el consuelo religioso, la creencia es esencial, y yo afirmo que no obtenemos consuelo religioso de la metafísica en que creemos.

Sin embargo, es posible introducir un refinamiento en el argumento adoptando una teoría más o menos mística de la emoción estética. Puede afirmarse que, aunque nunca podemos experimentar totalmente la Realidad como realmente es, algunas experiencias se acercan a ella más que otras, y tales experiencias, puede decirse, son las dadas por el arte y la filosofía. Y bajo la influencia de las experiencias que el arte y la filosofía nos dan a veces, parece fácil adoptar este criterio. Para los que tienen la pasión metafísica, probablemente no hay emoción tan rica y bella, tan completamente deseable, como la del sentido místico, que la filosofía nos da a veces, de un mundo transformado por la visión beatífica. Como dice nuevamente Bradley, «unos de un modo, otros de otro, parecemos entrar en contacto y tener comunión con lo que está más allá del mundo visible. En varios modos, hallamos algo más alto, que nos sostiene y humilla, que nos purifica y sostiene. Y, en el caso de ciertas personas, el esfuerzo intelectual para comprender el Universo es un medio principal de experimentar así la Divinidad…». «Y al parecer —continúa— esta es otra razón para que algunas personas persigan el estudio de la verdad fundamental».

¿Pero no es igualmente una razón para esperar que esas personas no hallen la verdad fundamental? Si, en realidad, la verdad fundamental tiene alguna semejanza con las doctrinas expresadas en Apariencia y Realidad, yo no niego el valor de la emoción, pero sí niego que, hablando estrictamente, sea, en cualquier sentido peculiar, una visión beatífica o la experiencia de la Divinidad. En un sentido, claro está, toda experiencia es la experiencia de la Divinidad, pero, en otro, ya que toda experiencia es igualmente en el tiempo y la Divinidad es eterna, ninguna experiencia es la experiencia de la Divinidad, «como tal», me impulsaría a añadir la pedantería. El abismo entre Apariencia y Realidad es tan profundo que no tenemos base, por lo que yo pueda ver, para considerar algunas experiencias más cercanas que otras a la perfecta experiencia de la Realidad. El valor de las experiencias en cuestión tiene, por lo tanto, que basarse completamente en su cualidad emocional y no, como parece sugerir Bradley, en ningún grado superior de verdad que podamos atribuirles. Pero, si es así, son a lo sumo los consuelos del filosofar, no de la filosofía. Constituyen una razón para buscar la verdad fundamental, ya que son flores que hay que cortar en el camino; pero no constituyen un premio de su logro, ya que todo indica que las flores crecen sólo al comienzo del camino y desaparecen mucho antes de haber llegado al fin de nuestro viaje.

El criterio que patrocino no es, indudablemente, inspirador, ni siquiera un criterio que, si se aceptase generalmente, fomentaría el estudio de la filosofía. Podría justificar mi ensayo, si quisiera hacerlo, con la máxima: «donde todo está podrido, es labor de hombres el gritar que el pescado huele mal». Pero prefiero sugerir que la metafísica, cuando trata de llenar el lugar de la religión, ha equivocado realmente su función. Admito que pueda ocupar ese lugar; pero lo hace, a mi entender, a expensas de ser mala metafísica. ¿Por qué no admitir que la metafísica, como la ciencia, está justificada por la curiosidad intelectual y debe ser guiada solamente por la curiosidad intelectual? El deseo de hallar consuelo en la metafísica ha producido, tenemos que reconocerlo, una gran cantidad de razonamientos falsos y de deshonestidad intelectual. De esto, de cualquier forma, nos libraría el abandono de la religión. Y como la curiosidad intelectual existe en cierta gente, probablemente esa gente se vería libre de ciertas falacias persistentes hasta ahora. «El hombre —para citar a Bradley una vez más—, cuya naturaleza es tal que sólo mediante un camino puede hallar satisfacción a su principal deseo, tratará de hallarla por ese camino, cualquiera que sea y piense el mundo lo que piense; y si no lo hace, es despreciable».

Sobre los escépticos católicos y protestantes

Escrito en 1928

Cualquier persona que haya tenido mucho contacto con librepensadores de diferentes países y diversos antecedentes tiene que haber advertido la notable diferencia entre los de origen católico y los de origen protestante, por mucho que crean haber abandonado la teología que les enseñaron en su juventud. La diferencia entre protestantes y católicos es tan marcada entre los librepensadores como entre los creyentes; en realidad, las diferencias esenciales son quizás más fáciles de descubrir, ya que no están ocultas detrás de las divergencias ostensibles del dogma. Hay, claro está, una dificultad, que es que la mayoría de los protestantes ateos son ingleses o alemanes, mientras que la mayoría de los católicos son franceses. Y los ingleses que, como Gibbon, han tenido un íntimo contacto con el pensamiento francés, adquieren las características de los librepensadores franceses a pesar de su origen protestante. Sin embargo, sigue existiendo la gran diferencia y sería interesante tratar de averiguar en qué consiste.

Se puede tomar como un librepensador protestante completamente típico a James Mill, tal como aparece en la autobiografía de su hijo.

Mi padre —dice John Stuart Mill—, educado en el credo del presbiterianismo escocés, había llegado, por sus estudios y reflexiones, a rechazar no sólo la creencia en la Revelación, sino los fundamentos de lo que comúnmente se llama Religión Natural. El rechazo de mi padre de todo cuanto se llama creencia religiosa no era, como podrían suponer muchos, esencialmente un asunto de lógica y prueba: sus razones eran morales aun más que intelectuales. Hallaba imposible creer que un mundo tan lleno de males era la obra de un Autor dotado de infinito poder, de bondad y virtud perfectas… Su aversión a la religión, en el sentido usualmente dado al término, era igual a la de Lucrecio; la miraba con los sentimientos debidos no sólo a una mera ilusión mental engañosa, sino a un gran mal moral. Habría sido completamente inconsecuente con las ideas del deber que tenía mi padre dejarme que adquiriese impresiones contrarias a sus convicciones y sentimientos con respecto a la religión; desde el primer momento, me inculcó que la manera en que nació el mundo era un tema del cual no se sabía nada.

Sin embargo, no había duda de que James Mill siguió siendo protestante. «Me enseñó a tener el mayor interés por la Reforma, como la contienda grande y decisiva contra la tiranía sacerdotal en favor de la libertad de pensamiento».

En todo esto, James Mill sólo llevaba adelante el espíritu de John Knox. Era un no conformista, aunque de una secta extrema, y conservaba la sinceridad moral y el interés por la teología que distinguió a sus precursores. Los protestantes, desde el principio, se distinguieron de sus contrarios por lo que no creían; el abandonar un dogma más es, por lo tanto, meramente llevar el movimiento una etapa adelante. El fervor moral es la esencia del asunto.

Ésta es sólo una de las diferencias distintivas entre la moralidad protestante y la católica. Para el protestante, el hombre excepcionalmente bueno es el que se opone a las autoridades y las doctrinas recibidas, como Lutero en la Dieta de Worms. El concepto protestante de la bondad es de algo individual y aislado. A mí me educaron como protestante y uno de los textos que más inculcaron en mi mente juvenil fue: «No seguirás a una multitud para hacer el mal». Me doy cuenta de que, hasta ahora, este texto influye en mis actos más graves. El católico tiene un concepto completamente diferente de la virtud: para él, la virtud es un elemento de sumisión, no sólo a la voz de Dios revelada en la conciencia, sino a la autoridad de la Iglesia como depositaria de la Revelación. Esto da al católico un concepto de la virtud mucho más social que el del protestante y hace el tirón mucho mayor cuando rompe su unión con la Iglesia. El protestante que abandona la secta protestante particular en que había sido educado hace solamente lo que los fundadores de aquella secta hicieron, no hace mucho, y su mentalidad está adaptada a la fundación de una nueva secta. El católico, por el contrario, se siente perdido sin el apoyo de la Iglesia. Puede, claro está, unirse a otra institución, como la de los masones, pero permanece consciente de todos modos de la rebeldía desesperada. Y generalmente queda convencido, por lo menos subconscientemente, de que la vida moral está confinada a los miembros de la Iglesia, de modo que para el librepensador se han hecho imposibles las más altas clases de virtud. Esta convicción actúa de modos distintos, conforme a su temperamento; si tiene una disposición fácil y alegre disfruta lo que William James llama una vacación moral. El más perfecto ejemplo de este tipo es Montaigne, que se permitió también una vacación intelectual en forma de hostilidad a sistemas y deducciones. Los modernos no se dan siempre cuenta de hasta qué punto el Renacimiento fue un movimiento antiintelectual. En la Edad Media se acostumbraba a probar las cosas; el Renacimiento inventó la costumbre de observarlas. Los únicos silogismos que Montaigne mira con benevolencia son los que prueban una negativa particular como, por ejemplo, cuando utiliza su erudición para demostrar que no todos los que murieron como Arrio eran heréticos. Después de enumerar varios hombres malos que murieron de esta manera o de manera parecida, prosigue: «¡Pero cómo! Ireneo resulta afortunado: el propósito de Dios es enseñarnos que los buenos tienen algo más que esperar y los malos algo más que temer que la buena o mala fortuna de este mundo». Parte de esta antipatía por el sistema ha seguido siendo característica del católico en contradicción con el librepensador protestante; la razón es, de nuevo, que el sistema de la teología católica es tan imponente que no permite al individuo, a menos que posea una fuerza heroica, establecer otro en competencia con él.

Por lo tanto, el librepensador católico tiende a evitar la solemnidad tanto moral como intelectual, mientras que el librepensador protestante se inclina a ambas. James Mill enseñó a su hijo que la pregunta «¿Quién me hizo a mí?» no podía ser respondida, porque carecíamos de experiencia o información auténtica para responder a ella; y que cualquier respuesta sólo retrasa la dificultad, ya que se termina preguntando «¿Quién hizo a Dios?». Compárese esto con lo que Voltaire dice acerca de Dios en el
Diccionario Filosófico
. El artículo «Dios» en esa obra comienza del modo siguiente:

Durante el reinado de Arcadio, Logomacos, profesor de teología en Constantinopla, fue a Escitia y se detuvo al pie del Caucase, en las fértiles llanuras de Zefirim, en la frontera de la Cólquida. El ilustre anciano Dondindac estaba en su gran salón, entre su inmenso redil y su vasto granero; estaba arrodillado con su esposa, sus cinco hijos y sus cinco hijas, sus familiares y criados, y después de una comida ligera todos ellos cantaban las alabanzas de Dios.

El artículo continúa de igual manera y termina con la conclusión: «Desde entonces resolví no discutir jamás». Uno no puede imaginar una época en que James Mill resolviera no discutir más, ni un tema, aunque hubiera sido menos sublime, que hubiera ilustrado con una fábula. Tampoco podría haber practicado el arte de la impertinencia hábil, como hace Voltaire, cuando dice de Leibniz: «Declaró en el norte de Alemania que Dios sólo podía hacer un mundo». O comparar el fervor moral con que James Mill afirmó la existencia del mal con el siguiente pasaje en el cual Voltaire dice la misma cosa:

Negar que existe el mal pudo haber sido dicho en tono de broma por un Lúculo que tiene buena salud y come una buena comida en compañía de sus amigos y su amante en el salón de Apolo; pero que mire por una ventana y verá algunos miserables seres humanos; que tenga fiebre y entonces él será también miserable.

Montaigne y Voltaire son los ejemplos supremos de los escépticos alegres. Sin embargo, muchos librepensadores católicos han distado de ser alegres, y siempre han sentido la necesidad de una rígida fe y una Iglesia directora. Tales hombres se hacen a veces comunistas; el ejemplo supremo de ellos es Lenin. Lenin tomó su fe de un librepensador protestante (pues los judíos y los protestantes no se distinguen mentalmente), pero sus antecedentes bizantinos le impulsaron a crear una Iglesia como la encarnación visible de la fe. Un ejemplo menos triunfante de la misma tentativa es Augusto Comte. Los hombres de su temperamento, a menos que tengan una fuerza anormal, pronto o tarde vuelven a caer en el seno de la Iglesia. En el reino de la filosofía, Santayana constituye un ejemplo muy interesante, pues amó siempre la ortodoxia en sí, pero siempre anheló alguna forma menos odiosa intelectualmente que la proporcionada por la Iglesia Católica. Le gustó siempre, en el catolicismo, la institución de la Iglesia y su influencia política; le gustaba, hablando en sentido general, lo que la Iglesia había tomado de Grecia y de Roma, pero no lo que la Iglesia había tomado de los judíos, incluso, claro está, lo que debe a su Fundador. Habría deseado que Lucrecio hubiera logrado fundar una Iglesia basada en los dogmas de Demócrito, pues el materialismo había atraído siempre a su intelecto, y, al menos en sus primeras obras, estaba más cerca de adorar la materia que de conceder esta distinción a cualquier otra cosa. Pero, luego, parece haber llegado a sentir que cualquier Iglesia que exista realmente es preferible a una Iglesia confinada al reino de la esencia. Sin embargo, Santayana es un fenómeno excepcional y apenas encaja en cualquiera de nuestras modernas categorías. Es realmente pre-Renacimiento, y si está de acuerdo con algo, es con los gibelinos, a quienes Dante halló padeciendo en el Infierno por su adhesión a las doctrinas de Epicuro. Este criterio está, sin duda, reforzado por la nostalgia del pasado que un renuente y prolongado contacto con Estados Unidos es taba destinado a producir en un temperamento español.

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