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Authors: Bertrand Russell

Tags: #Ensayo, Religión

Por qué no soy cristiano (24 page)

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RUSSELL: El hecho de que una creencia tenga un buen efecto moral sobre un hombre no constituye ninguna evidencia en favor de su verdad.

COPLESTON: No, pero si pudiera probarse realmente que la creencia era realmente la causa de un buen efecto en la vida de un hombre, la consideraría una presunción en favor de alguna verdad; en todo caso, de la parte positiva de la creencia, no de su entera validez. Pero, sea como fuere, uso el carácter de la vida como prueba en favor de la veracidad y la sanidad del místico más que como prueba de la verdad de sus creencias.

RUSSELL: Pero incluso eso no lo considero como prueba. Yo he tenido experiencias que han alterado mi carácter profundamente. Y de todas maneras, en aquel momento pensé que fue alterado para bien. Aquellas experiencias eran importantes, pero no suponían la existencia de algo fuera de mí, y no creo que, si yo pensase que la suponían, el hecho de que tuvieran un efecto saludable constituiría una prueba de que yo tenía razón.

COPLESTON: No, pero creo que el buen efecto atestiguaría su veracidad en la descripción de la experiencia. Por favor, recuerde que no estoy diciendo que la meditación de un místico o su interpretación de su experiencia deberían estar inmunes de crítica o discusión.

RUSSELL: Evidentemente, el carácter de un joven puede estar, y con frecuencia está, inmensamente afectado para bien por las lecturas acerca de un gran hombre de la historia, y puede ocurrir que el gran hombre sea un mito y no exista, pero el muchacho queda tan afectado para bien como si existiera. Ha habido gente así. En las Vidas de Plutarco está el ejemplo de Licurgo, que no existió ciertamente, pero se puede quedar muy influido leyendo cosas sobre Licurgo bajo la impresión de que ha existido. Entonces uno habrá tenido la influencia de un objeto que ha amado, pero no habrá objeto existente.

COPLESTON: En eso estoy de acuerdo con usted; un hombre puede sufrir la influencia de un personaje de ficción. Sin profundizar en la cuestión de qué es lo que precisamente le afecta (yo diría que un valor real), creo que la situación de ese hombre y del místico son diferentes. Después de todo, el hombre influido por Licurgo no ha tenido la irresistible impresión de que ha experimentado, en alguna forma, la última realidad.

RUSSELL: No creo que ha captado bien mi criterio acerca de estos personajes históricos, estos personajes no históricos de la historia. No supongo lo que usted llama un efecto sobre la persona. Supongo que el joven, al leer acerca de esa persona y creerla real, la ama, cosa que ocurre con mucha facilidad, pero, sin embargo, ama a un fantasma.

COPLESTON: En un sentido ama a un fantasma, eso es perfectamente cierto; en el sentido, quiero decir, que ama a X o Y que no existen. Pero, al mismo tiempo, creo que el muchacho no ama al fantasma como tal; percibe el valor real, una idea que reconoce como objetivamente válida, y eso es lo que excita su amor.

RUSSELL: Sí, en el mismo sentido en que hablábamos antes de los personajes de ficción.

COPLESTON: Sí, en un sentido el hombre ama a un fantasma; perfectamente cierto. Pero, en otro, ama lo que percibe como un valor.

El argumento moral

RUSSELL: Pero ¿ahora no está diciendo, en efecto, que entiendo por Dios todo cuanto es bueno, o la suma total de lo que es bueno, el sistema de lo que es bueno, y, por lo tanto, cuando un joven ama algo bueno, ama a Dios? ¿Es eso lo que dice? Porque, si lo es, exige una cierta discusión.

COPLESTON: No digo, claro está, que Dios es la suma total o el sistema de lo bueno en el sentido panteísta; no soy panteísta, pero sí creo que toda bondad refleja a Dios en alguna forma y procede de Él, de modo que el hombre que ama lo que es realmente bueno, ama a Dios, aun cuando no advierta a Dios. Pero convengo en que la validez de tal interpretación de la conducta de un hombre depende del reconocimiento de la existencia de Dios, evidentemente.

RUSSELL: Sí, pero ése es un punto que hay que probar.

COPLESTON: De acuerdo, pero yo considero probatorio el argumento metafísico y ahí diferimos.

RUSSELL: Verá, yo entiendo que hay cosas buenas y cosas malas. Yo amo las cosas que son buenas, que yo creo que son buenas, y odio las cosas que creo malas. No digo que las cosas buenas lo son porque participan de la divina bondad.

COPLESTON: Sí, pero ¿cuál es su justificación para distinguir entre lo bueno y lo malo, o cómo considera la distinción entre lo uno y lo otro?

RUSSELL: No necesito justificación alguna, como no la necesito cuando distingo entre el azul y el amarillo. ¿Cuál es mi justificación para distinguir entre azul y amarillo? Veo que son diferentes.

COPLESTON: Convengo en que ésa es una excelente justificación. Usted distingue el amarillo del azul porque los ve pero ¿cómo distingue lo bueno de lo malo?

RUSSELL: Por mis sentimientos.

COPLESTON: Por sus sentimientos. Bien, eso era lo que preguntaba yo. ¿Usted cree que el bien y el mal tienen referencia simplemente con el sentimiento?

RUSSELL: Bien, ¿por qué un tipo de objeto parece amarillo y el otro azul? Puedo dar una respuesta a esto gracias a los físicos, y en cuanto a que yo considere mala una cosa y otra buena, probablemente la respuesta es de la misma clase, pero no ha sido estudiada del mismo modo y no se la puedo dar.

COPLESTON: Bien, tomemos el comportamiento del comandante de Belsen. A usted le parece malo e indeseable, y a mí también. Para Adolfo Hitler, me figuro que sería algo bueno y deseable. Supongo que usted reconocerá que para Hitler era bueno y para usted malo.

RUSSELL: No, no voy a ir tan lejos. Quiero decir que hay gente que comete errores en eso, como puede cometerlos en otras cosas. Si tiene ictericia verá las cosas amarillas aun cuando no lo sean. En esto comete un error.

COPLESTON: Sí, uno puede cometer errores, pero ¿se puede cometer un error cuando se trata simplemente de una cuestión referente a un sentimiento o a una emoción? Seguramente Hitler sería el único juez posible en lo relativo a sus emociones.

RUSSELL: Tiene razón en decir eso, pero puede decir también varias cosas acerca de los demás; por ejemplo, que si eso afectaba de tal manera las emociones de Hitler, entonces Hitler afecta de un modo totalmente distinto mis emociones.

COPLESTON: Concedido, Pero ¿no hay criterio objetivo, aparte del sentimiento, para condenar la conducta del comandante de Belsen, según usted?

RUSSELL: No más que para la persona daltoniana que se halla exactamente en el mismo estado. ¿Por qué condenamos intelectualmente al daltoniano? ¿Es porque se encuentra en minoría?

COPLESTON: Yo diría que es porque le falta algo que normalmente pertenece a la naturaleza humana.

RUSSELL: Sí, pero si estuviera en mayoría, no diríamos eso.

COPLESTON: Entonces, usted diría que no hay criterio aparte del sentimiento que nos permita distinguir entre la conducta del comandante de Belsen y la conducta, por ejemplo, de Sir Stafford Cripps, o del Arzobispo de Canterbury.

RUSSELL: El sentimiento es demasiado simplificado. Hay que tener en cuenta los efectos de los actos y los sentimientos hacia esos efectos. Como verá, puede provocar una discusión, si usted dice que cierta clase de sucesos le agradan y que otros no le agradan. Entonces, tendría que tener en cuenta los efectos de las acciones. Puede decir muy bien que los efectos de las acciones del comandante de Belsen fueron dolorosos y desagradables.

COPLESTON: Indudablemente lo fueron, convenido, para toda la gente del campo.

RUSSELL: Sí, pero no sólo para la gente del campo, sino también para los extraños que los contemplaban.

COPLESTON: Sí, completamente cierto en la imaginación. Pero ése es mi criterio. No apruebo esos actos, y sé que usted no los aprueba, pero no veo la razón de no aprobarlos, porque, después de todo, para el comandante de Belsen esos actos eran agradables.

RUSSELL: Sí, pero ve que en este caso no necesito más razones que en el caso de la percepción de los colores. Hay personas que piensan que todo es amarillo, hay gentes que sufren de ictericia, y yo no estoy de acuerdo con ellas. No puedo probar que las cosas no son amarillas, no hay prueba de ello, pero la mayoría de la gente conviene conmigo en que no son amarillas, y la mayoría de la gente conviene conmigo en que el comandante de Belsen estaba cometiendo errores.

COPLESTON: Bien, ¿acepta alguna obligación moral?

RUSSELL: El responder a eso me obligaría a extenderme mucho. Hablando prácticamente, sí. Hablando teóricamente, tendría que definir la obligación moral muy cuidadosamente.

COPLESTON: Bien, ¿cree que la palabra «debo» tiene simplemente una connotación emocional?

RUSSELL: No, no lo creo, porque, como decía hace un momento, uno tiene que tener en cuenta los efectos, y yo opino que la buena conducta es la que probablemente produciría el mayor saldo posible en valor intrínseco de todos los actos posibles de acuerdo con las circunstancias, y hay que tener en cuenta los efectos probables de una acción al considerar lo que es bueno.

COPLESTON: Bien, yo traje a colación la obligación moral porque pienso que uno puede acercarse por ese camino a la cuestión de la existencia de Dios. La gran mayoría de la raza humana hará, y siempre ha hecho, alguna distinción entre el bien y el mal. La gran mayoría, a mi entender, tiene alguna conciencia de una obligación en la esfera moral. Yo opino que la percepción de valores y la conciencia de una ley y una obligación morales tienen su mejor explicación en la hipótesis de una razón trascendente del valor y de un autor de la ley moral. No entiendo por «autor de la ley moral» un autor arbitrario de la ley moral. Creo, en realidad, que esos ateos modernos que han argüido, a la inversa, «no hay Dios; por lo tanto, no hay valores absolutos ni ley absoluta» son completamente lógicos.

RUSSELL: No me gusta la palabra «absoluto». No creo que haya nada absoluto. La ley moral, por ejemplo, cambia constantemente. En un período del desarrollo de la raza humana casi todo el mundo pensaba que el canibalismo era un deber.

COPLESTON: Bien, no veo que las diferencias en los juicios morales particulares sean ningún argumento concluyente contra la universalidad de la ley moral. Supongamos por el momento que hay valores morales absolutos; incluso con tal hipótesis sólo se puede esperar que diferentes individuos y diferentes grupos tengan diversos grados de la percepción de esos valores.

RUSSELL: Me siento inclinado a pensar que «debo», el sentimiento que uno tiene acerca de «debo», es un eco de lo que nos han dicho nuestros padres y nuestras ayas.

COPLESTON: Bien, yo me pregunto si se puede acabar con la idea de «debo» solamente en los términos de ayas y de padres. Realmente no sé cómo puede ser llevada a nadie en otros términos que los propios. Me parece que, si hay un orden moral que pesa sobre la conciencia humana, entonces ese orden moral es ininteligible aparte de la existencia de Dios.

RUSSELL: Entonces, tiene que decir una de dos cosas. O Dios sólo habla a un pequeño porcentaje de la humanidad —que da la casualidad que le comprende a usted—, o deliberadamente dice cosas que no son ciertas, cuando habla a la conciencia de los salvajes.

COPLESTON: Bien, yo no sugiero que Dios dicta realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas humanas del contenido de la ley moral dependen ciertamente en gran parte de la educación y del medio, y un hombre tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas morales reales de su grupo social. Pero la posibilidad de criticar el código moral aceptado presupone que hay un patrón objetivo, que hay un orden moral ideal, que se impone (quiero decir, cuyo carácter obligatorio puede ser reconocido). Creo que el reconocimiento de este orden moral ideal es parte del reconocimiento de la contingencia. Implica la existencia de un real fundamento de Dios.

RUSSELL: Pero el legislador siempre ha sido, a mi parecer, los padres o alguien semejante. Hay muchos legisladores terrestres, lo que explica por qué las conciencias de la gente son tan extraordinariamente distintas en los distintos tiempos y lugares.

COPLESTON: Ayuda a explicar las diferencias de percepción de los valores morales particulares, diferencias que de lo contrario son inexplicables. Ayudará a explicar los cambios en la materia de la ley moral, en el contenido de los preceptos aceptados por esta o aquella nación, o este o el otro individuo. Pero la forma de ello, lo que Kant llama el imperativo categórico, el «debo», yo realmente no sé cómo puede ser llevado a nadie por los padres o las ayas, porque no hay términos posibles, que yo sepa, con que se pueda explicar. No puede definirse con otros términos que los de sí mismo, porque una vez que se le ha definido en otros términos que los de sí mismo, se ha terminado con él. Ya no es un deber moral. Ya es otra cosa.

RUSSELL: Bien, yo creo que el sentimiento del deber es el efecto de la imaginaria reprobación de alguien; puede ser la imaginaria reprobación de Dios, pero es la reprobación imaginaria de alguien. Y eso es lo que yo entiendo por «deber».

COPLESTON: A mí me parece que todas las cosas externas, las costumbres y hábitos, son las que pueden explicarse por el medio y la educación, mas todo eso pertenece, a mi entender, a lo que llamo la materia de la ley, al contenido. La idea del «deber» es tal que no puede ser inculcada a un hombre por un jefe de tribu ni por nadie, porque no hay términos para ello. Me parece enteramente… (Russell interrumpe).

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