—Dirías que era un tanque —dijo Anselmo.
—Ya me haré con el tanque —replicó el gitano—; me haré con el tanque, y podrá usted darle el nombre que le guste.
—Los gitanos hablan mucho y hacen poco —dijo Anselmo. El gitano guiñó a Jordan y siguió tallando su palo.
Pablo había desaparecido dentro de la cueva y Jordan confió en que habría ido por comida. Sentado en el suelo, junto al gitano, dejaba que el sol de la tarde, colándose a través de las copas de los árboles, le calentara las piernas, que tenía extendidas. De la cueva llegaba olor a comida, olor a cebolla y a aceite y a carne frita, y su estómago se estremecía de necesidad.
—Podemos atrapar un tanque —dijo Jordan al gitano—. No es muy difícil.
—¿Con eso? —preguntó el gitano, señalando los dos bultos.
—Sí —contestó Jordan—. Yo se lo enseñaré. Hay que hacer una trampa, pero no es muy difícil.
—¿Usted y yo?
—Claro —dijo Jordan—. ¿Por qué no?
—¡Eh! —dijo el gitano a Anselmo—. Pon esos dos sacos donde estén a buen recaudo; haz el favor. Tienen mucho valor.
Anselmo rezongó:
—Voy a buscar vino.
Jordan se levantó, apartó los bultos de la entrada de la cueva, dejándolos uno a cada lado del tronco de un árbol. Sabía lo que había en ellos y no le gustaba que estuvieran demasiado juntos.
—Trae un jarro para mí —dijo el gitano.
—¿Hay vino ahí? —preguntó Jordan, sentándose otra vez al lado del gitano.
—¿Vino? Que si hay. Un pellejo lleno. Medio pellejo por lo menos.
—¿Y hay algo de comer?
—Todo lo que quieras, hombre —contestó el gitano—. Aquí vivimos como generales.
—¿Y qué hacen los gitanos en tiempo de guerra? —le preguntó Jordan.
—Siguen siendo gitanos.
—No es mal trabajo.
—El mejor de todos —dijo el gitano—. ¿Cómo te llamas?
—Roberto. ¿Y tú?
—Rafael. ¿Eso que dices del tanque, es en serio?
—Naturalmente que es en serio. ¿Por qué no iba a serlo?
Anselmo salió de la cueva con un recipiente de piedra lleno hasta arriba de vino tinto, llevando con una sola mano tres tazas sujetas por las asas.
—Aquí está —dijo—; tienen tazas y todo.
Pablo salió detrás de él.
—En seguida viene la comida —anunció—. ¿Tiene usted tabaco?
Jordan se levantó, se fue hacia los sacos y, abriendo uno de ellos, palpó con la mano hasta llegar a un bolsillo interior, de donde sacó una de las cajas metálicas de cigarrillos que los rusos le habían regalado en el Cuartel General de Golz. Hizo correr la uña del pulgar por el borde de la tapa y, abriendo la caja, le ofreció a Pablo, que cogió media docena de cigarrillos. Sosteniendo los cigarrillos en la palma de una de sus enormes manos, Pablo levantó uno al aire y lo miró a contraluz. Eran cigarrillos largos y delgados, con boquilla de cartón.
—Mucho aire y poco tabaco —dijo—. Los conozco. El otro, el del nombre raro, también los tenía.
—Kashkin —precisó Jordan y ofreció cigarrillos al gitano y a Anselmo, que tomaron uno cada uno.
—Cojan más —les dijo, y cogieron otro. Jordan dio cuatro más a cada uno y entonces ellos, con los cigarrillos en la mano, hicieron un saludo, dando las gracias como si esgrimieran un sable.
—Sí —dijo Pablo—, era un nombre muy raro.
—Aquí está el vino —recordó Anselmo.
Metió una de las tazas en el recipiente y se la tendió a Jordan. Luego llenó otra para el gitano y otra más para sí.
—¿No hay vino para mí? —preguntó Pablo. Estaban sentados uno junto a otro, a la entrada de la cueva.
Anselmo le ofreció su taza y fue a la cueva a buscar otra para él. Al volver se inclinó sobre el recipiente, llenó su taza y brindaron todos entonces entrechocando los bordes.
El vino era bueno; sabía ligeramente a resina, a causa de la piel del odre, pero era fresco y excelente al paladar. Jordan bebió despacio, paladeándolo y notando cómo corría por todo su cuerpo, aligerando su cansancio.
—La comida viene en seguida —insistió Pablo—. Y aquel extranjero de nombre tan raro, ¿cómo murió?
—Le atraparon y se suicidó.
—¿Cómo ocurrió eso?
—Fue herido y no quiso que le hicieran prisionero.
—Pero ¿cómo fueron los detalles?
—No lo sé —dijo Jordan, mintiendo. Conocía muy bien los detalles, pero no quería alargar la charla en torno al asunto.
—Nos pidió que le prometiéramos matarle en caso de que fuera herido, cuando lo del tren, y no pudiese escapar —dijo Pablo—. Hablaba de una manera muy extraña.
«Debía de estar por entonces muy agitado —pensó Jordan—. ¡Pobre Kashkin!»
—Tenía no sé qué escrúpulo de suicidarse —explicó Pablo—. Me lo dijo así. Tenía también mucho miedo de que le torturasen.
—¿Le dijo a usted eso? —preguntó Jordan.
—Sí —confirmó el gitano—. Hablaba de eso con todos nosotros.
—Estuvo usted también en lo del tren, ¿no?
—Sí, todos nosotros estuvimos en lo del tren.
—Hablaba de una manera muy rara —insistió Pablo—. Pero era muy valiente.
«¡Pobre Kashkin! —pensó Jordan—. Debió de hacer más daño que otra cosa por aquí.» Le hubiera gustado saber si se hallaba ya por entonces tan inquieto. «Debieron haberle sacado de aquí. No se puede consentir a la gente que hace esta clase de trabajos que hable así. No se debe hablar así. Aunque lleve a cabo su misión, la gente de esta clase hace más daño que otra cosa hablando de ese modo.»
—Era un poco extraño —confesó Jordan—. Creo que estaba algo chiflado.
—Pero era muy listo para armar explosiones —dijo el gitano—. Y muy valiente.
—Pero algo chiflado —dijo Jordan—. En este asunto hay que tener mucha cabeza y nervios de acero. No se debe hablar así, como lo hacía él.
—Y usted —dijo Pablo— si cayera usted herido en lo del puente, ¿le gustaría que le dejásemos atrás?
—Oiga —dijo Jordan, inclinándose hacia él, mientras metía la taza en el recipiente para servirse otra vez vino—. Oiga, si tengo que pedir alguna vez un favor a alguien, se lo pediré cuando llegue el momento.
—¡Olé! —dijo el gitano—. Así es como hablan los buenos. ¡Ah! Aquí está la comida.
—Tú ya has comido —dijo Pablo.
—Pero puedo comer otra vez —dijo el gitano—. Mira quién la trae.
La muchacha se inclinó para salir de la cueva. Llevaba en la mano una cazuela plana de hierro con dos asas y Robert Jordan vio que volvía la cara, como si se avergonzase de algo, y en seguida comprendió lo que le ocurría. La chica sonrió y dijo: «Hola, camarada», y Jordan contestó: «Salud», y procuró no mirarla con fijeza ni tampoco apartar de ella su vista. La muchacha puso en el suelo la paellera de hierro, frente a él, y Jordan vio que tenía bonitas manos de piel bronceada. Entonces ella le miró descaradamente y sonrió.
Tenía los dientes blancos, que contrastaban con su tez oscura, y la piel y los ojos eran del mismo color castaño dorado. Tenía lindas mejillas, ojos alegres y una boca llena, no muy dibujada. Su pelo era del mismo castaño dorado que un campo de trigo quemado por el sol del verano, pero lo llevaba tan corto, que hacía pensar en el pelaje de un castor. La muchacha sonrió, mirando a Jordan, y levantó su morena mano para pasársela por la cabeza, intentando alisar los cabellos, que se volvieron a erguir en seguida. «Tiene una cara bonita —pensó Jordan— y sería muy guapa si no la hubieran rapado.»
—Así es como me peino —dijo la chica a Jordan, y se echó a reír—. Bueno, coman ustedes. No se queden mirando. Me cortaron el pelo en Valladolid. Ahora ya me ha crecido.
Se sentó junto a él y se quedó mirándole. Él la miró también. Ella sonrió y cruzó sus manos sobre las rodillas. Sus piernas aparecían largas y limpias, sobresaliendo del pantalón de hombre que llevaba, y, mientras ella permanecía así, con las manos cruzadas sobre las rodillas, Jordan vio la forma de sus pequeños senos torneados, bajo su camisa gris. Cada vez que Jordan la miraba sentía que una especie de bola se le formaba en la garganta.
—No tenemos platos —dijo Anselmo—; emplee el cuchillo. —La muchacha había dejado cuatro tenedores, con las púas hacia abajo, en el reborde de la paellera de hierro.
Comieron todos del mismo plato, sin hablar, según es costumbre en España. La comida consistía en conejo, aderezado con mucha cebolla y pimientos verdes, y había garbanzos en la salsa, oscura, hecha con vino tinto. Estaba muy bien guisado; la carne se desprendía sola de los huesos y la salsa era deliciosa. Jordan se bebió otra taza de vino con la comida. La muchacha no le quitaba la vista de encima. Todos los demás estaban atentos a su comida.
Jordan rebañó con un trozo de pan la salsa restante, amontonó cuidadosamente a un lado los huesos del conejo, aprovechó el jugo que quedaba en ese espacio, limpió el tenedor con otro pedazo de pan, limpió también su cuchillo y lo guardó, y se comió luego el pan que le había servido para limpiarlo todo. Echándose hacia delante, se llenó una nueva taza mientras la muchacha seguía observándole.
Jordan se irguió, bebió la mitad de la taza y vio que seguía teniendo la bola en la garganta cuando quería hablar a la muchacha.
—¿Cómo te llamas? —preguntó. Pablo volvió inmediatamente la cara hacia él al oír aquel tono de voz. En seguida se levantó y se fue.
—María, ¿y tú?
—Roberto. ¿Hace mucho tiempo que estás por aquí?
—Tres meses.
—¿Tres meses? —preguntó Jordan, mirando su cabeza, el cabello espeso y corto que ella trataba de aplastar, pasando y repasando su mano, cosa que hacía ahora con cierta dificultad, sin conseguirlo, porque inmediatamente volvía a erguirse el cabello como un campo de trigo azotado por el viento en el flanco de una colina.
—Me lo afeitaron —explicó—; me afeitaban la cabeza de cuando en cuando en la cárcel de Valladolid. Me ha costado tres meses que me creciera como ahora. Yo estaba en el tren. Me llevaban para el Sur. Muchos de los detenidos que íbamos en el tren que voló, fueron atrapados después de la explosión; pero yo no. Yo me vine con éstos.
—Me la encontré escondida entre las rocas —explicó el gitano—. Estaba allí cuando íbamos a marcharnos. Chico, ¡qué fea era! Nos la trajimos con nosotros, pero en el camino pensé varias veces que íbamos a abandonarla.
—¿Y el otro que estuvo en lo del tren con ellos? —preguntó María—. El otro, el rubio, el extranjero. ¿Dónde está?
—Murió —dijo Jordan—. Murió en abril.
—¿En abril? Lo del tren fue en abril.
—Sí —dijo Jordan—; murió diez días después de lo del tren.
—Pobre —dijo la muchacha—; era muy valiente. ¿Y tú haces el mismo trabajo?
—Sí.
—¿Has volado trenes también?
—Sí, tres trenes.
—¿Aquí?
—En Extremadura —dijo Jordan—. He estado en Extremadura antes de venir aquí. Hemos hecho mucho en Extremadura. Tenemos mucha gente trabajando en Extremadura.
—¿Y por qué has venido ahora a estas sierras?
—Vengo a sustituir al otro, al rubio. Además, conozco esta región de antes del Movimiento.
—¿La conoces bien?
—No, no muy bien. Pero aprendo en seguida. Tengo un mapa muy bueno y un buen guía.
—Ah, el viejo —aseveró ella, con la cabeza—; el viejo es muy bueno.
—Gracias —dijo Anselmo, y Jordan se dio cuenta de repente de que la muchacha y él no estaban solos, y se dio también cuenta de que le resultaba difícil mirarla, porque en seguida cambiaba el tono de su voz. Estaba violando el segundo mandamiento de los dos que rigen cuando se trata con españoles: hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres. Pero vio también que no le importaba nada. Había muchas cosas que le tenían sin cuidado; ¿por qué iba a preocuparse de aquélla?
—Eres muy bonita —dijo a María—. Me hubiera gustado ver cómo eras antes de que te cortasen el pelo.
—El pelo crecerá —dijo ella—. Dentro de seis meses ya lo tendré largo.
—Tenía usted que haberla visto cuando la trajimos. Era tan fea, que revolvía las tripas.
—¿De quién eres mujer? —preguntó Jordan, queriendo dar a su voz un tono normal—. ¿De Pablo?
La muchacha le miró a los ojos y se echó a reír. Luego le dio un golpe en la rodilla.
—¿De Pablo? ¿Has visto a Pablo?
—Bueno, entonces quizá seas mujer de Rafael. He visto a Rafael.
—No soy de Rafael.
—No es de nadie —aclaró el gitano—. Es una mujer muy extraña. No es de nadie. Pero guisa bien.
—¿De nadie? —preguntó Jordan.
—De nadie. De nadie. Ni en broma ni en serio. Ni de ti tampoco.
—¿No? —preguntó Jordan y vio que la bola se le hacía de nuevo en la garganta—. Bueno, yo no tengo tiempo para mujeres. Esa es la verdad.
—¿Ni siquiera quince minutos? —le preguntó el gitano irónicamente—. ¿Ni siquiera un cuarto de hora?
Jordan no contestó. Miró a la muchacha, a María, y notó que tenía la garganta demasiado oprimida, para tratar de aventurarse a hablar.
María le miró y rompió a reír. Luego enrojeció de repente, pero siguió mirándole.
—Te has puesto colorada —dijo Jordan—. ¿Te pones colorada con frecuencia?
—Nunca.
—Te has vuelto a poner colorada ahora mismo.
—Bueno, me iré a la cueva.
—Quédate aquí, María.
—No —dijo ella, y no volvió a sonreírle—. Me voy ahora mismo a la cueva.
Cogió la paellera de hierro en que habían comido, y los cuatro tenedores. Se movía con torpeza, como un potro recién nacido, pero con toda la gracia de un animal joven.
—¿Os quedáis con las tazas? —preguntó. Jordan seguía mirándola y ella enrojeció otra vez.
—No me mires —dijo ella—; no me gusta que me mires así.
—Deja las tazas —dijo el gitano—, Déjalas aquí.
Metió en el barreño una taza y se la ofreció a Jordan, que vio cómo la muchacha bajaba la cabeza para entrar en la cueva, llevando en las manos la paellera de hierro.
—Gracias —dijo Jordan. Su voz había recuperado el tono normal desde el momento en que ella había desaparecido—. Es el último. Ya hemos bebido bastante.
—Vamos a acabar con el barreño —dijo el gitano—; hay más de medio pellejo. Lo trajimos en uno de los caballos.
—Fue el último trabajo de Pablo —dijo Anselmo—. Desde entonces no ha hecho nada.
—¿Cuántos son ustedes? —preguntó Jordan.
—Somos siete y dos mujeres.
—¿Dos?
—Sí, la muchacha y la mujer de Pablo.
—¿Dónde está la mujer de Pablo?