—Eres una verdadera ferretería andante —le dijo Pilar—. No podrás ir más de cien metros con todo eso.
—¡Qué va, mujer! —replicó Agustín—. Es cuesta abajo.
—Para ir al puesto es cuesta arriba —dijo Fernando—. Antes de que sea cuesta abajo es cuesta arriba.
—Treparé como una cabra —dijo Agustín—. ¿Y tu hermano? —preguntó a Eladio—. ¿Tu preciosidad de hermano ha desaparecido?
Eladio estaba de pie, apoyado en el muro.
—Calla la boca —le contestó.
Estaba nervioso y sabía que nadie lo ignoraba. Estaba siempre nervioso e irritable antes de la acción. Se apartó de la pared, se acercó a la mesa y empezó a llenarse los bolsillos de granadas, que cogía de uno de los grandes capachos de cuero sin curtir que estaban apoyados contra una pata de la mesa.
Robert Jordan se agachó junto a él delante del capacho. Tomó del capacho cuatro granadas. Tres eran del tipo Mills, de forma ovalada, de casco de hierro dentado, con una palanca de resorte sujeta por una tuerca conectada con el dispositivo de que se tira para hacerla estallar.
—¿De dónde habéis sacado esto? —preguntó a Eladio.
—¿Eso? De la República. Fue el viejo quien las trajo.
—¿Qué tal son?
—Valen más que pesan —dijo Eladio.
—Fui yo quien las trajo —expuso Anselmo—. Sesenta de una vez, y pesaban más de cuarenta kilos, inglés.
—¿Las habéis utilizado ya? —preguntó Robert Jordan a Pilar.
—¿Que si las hemos usado? Fue con eso con lo que Pablo acabó con el puesto de Otero.
Cuando Pilar pronunció el nombre de Pablo, Agustín se puso a blasfemar. Robert Jordan vio el semblante de Pilar a la luz del fuego.
—Acaba con eso ya —dijo vivamente a Agustín—. De nada vale hablar.
—¿Han explotado siempre? —preguntó Robert Jordan, sosteniendo en la mano la granada pintada de gris y probando el mecanismo con la uña del pulgar.
—Siempre —dijo Eladio—. No ha fallado ni una de todas las que hemos gastado.
—¿Y estallan rápidamente?
—Al tiempo de arrojarlas. Rápidamente; bastante rápidamente.
—¿Y esas otras?
Tenía en sus manos una bomba en forma de lata de conserva con una cinta enrollada alrededor de un resorte de alambre.
—Eso es una basura —contestó Eladio—. Explotan, sí; pero de golpe, y no arrojan metralla.
—Pero ¿explotan siempre?
—¡Qué va siempre! —dijo Pilar—. Siempre no existe, ni para nuestras municiones ni para las suyas.
—Pero dices que las otras estallan siempre.
—Yo no he dicho eso —contestó Pilar—. Se lo has preguntado a otro. Yo no he visto nunca un siempre en estos artefactos.
—Explotaron todas —afirmó Eladio—. Di la verdad, mujer.
—¿Cómo sabes tú que explotaron todas? Era Pablo el que las arrojaba. Tú no mataste a nadie cuando lo de Otero.
—Ese hijo de la gran puta —reiteró Agustín.
—Calla la boca —dijo Pilar, irritada. Luego continuó—: Todas valen, inglés; pero las dentadas son más sencillas.
«Valdría más que probase una en cada carga —pensó Robert Jordan—. Pero las dentadas deben de salir con más facilidad y son más seguras.»
—¿Vas a arrojar bombas, inglés? —preguntó Agustín.
—¿Cómo no? —fue la respuesta de Jordan.
Pero agachado allí, eligiendo las granadas, pensaba: «Es imposible; no sé cómo he podido engañarme a mí mismo. Hemos estado todos perdidos desde el momento en que atacaron al Sordo, como lo estuvo el Sordo desde que dejó de nevar. Lo que pasa es que no quiero reconocerlo. Hace falta seguir adelante con un plan que es irrealizable. Eres tú quien lo ha concebido y ahora sabes que es malo. Ahora, a la luz del día, sabes que es malo. Puedes perfectamente tomar uno de los dos puestos con la gente que tienes. Pero no puedes tomar los dos. No puedes estar seguro de tomarlos, quiero decir. No te engañes. No te engañes ahora a la luz del día. Pretender tomar los dos es imposible. Pablo lo ha sabido siempre. Probablemente tuvo siempre la intención de hacer la faena, pero supo que estábamos fritos cuando el Sordo fue atacado. No puede montarse una operación contando con milagros. Vas a hacer que los maten a todos y tu puesto no va a volar siquiera si no dispones de algo más de lo que tienes ahora. Harás que mueran Pilar, Anselmo, Agustín, Primitivo, ese cobarde de Eladio, ese sinvergüenza de gitano y ese bueno de Fernando, y tu puente no volará. ¿Te imaginas que se obrará un milagro y que Golz recibirá el mensaje que le lleva Andrés y que lo detendrá todo? Si no se obra un milagro, vas a hacer que mueran todos por orden tuya. María también. Vas a matarla a ella también con tus órdenes. ¿No podrías sacarla de aquí, por lo menos a ella? Maldito sea Pablo.
»No, no te enfades. Enfadarse es tan malo como tener miedo. Pero en lugar de acostarte con tu amiguita deberías haberte ido a caballo por la noche con la mujer por esas montañas y tratar de reunir toda la gente que hubieses encontrado. Sí, y si me hubiese ocurrido algo, no estaría ahora aquí para volar el puente. Sí, eso es. Esa es la razón de que tú no hayas ido. Y no podías enviar a nadie, porque no podías correr el riesgo de perderle y tener uno de menos. Tenías que conservar lo que tenías e imaginar un nuevo plan. Pero tu plan apesta. Apesta, insisto. Era un plan bueno para la noche y ahora es de día. Los planes hechos de noche no valen a la mañana siguiente. Lo que se piensa durante la noche no vale para el día. De manera que ahora sabes que todo eso no vale nada.
»¿Y qué pasa si John Mosby era capaz de salir adelante de peripecias que parecían tan difíciles como ésta? Naturalmente que sí. Incluso más difíciles. Y además, no desestimes el elemento de la sorpresa. Piensa en ello. Piensa que si la cosa tiene éxito no será un mal trabajo. Pero no es así como hay que trabajar. No basta con que sea posible; es menester que sea seguro. Naturalmente, tienes razón; pero mira lo que ha ocurrido. Todo esto anduvo mal desde el comienzo y estas cosas agrandan el desastre, al igual que va agrandándose una bola de nieve que rueda cuesta abajo sobre la nieve húmeda.»
Desde el suelo, en donde estaba agachado cerca de la mesa, levantó sus ojos hacia María, que le sonrió. Él le devolvió la sonrisa de dientes para fuera y escogió cuatro granadas más, que se metió en los bolsillos. «Podría destornillar los detonadores y valerme de ellos por separado —pensó—. No creo que la dispersión de los fragmentos pueda ser un obstáculo. Se producirá inmediatamente, al mismo tiempo que la explosión de la carga, y no la dispersaré. Al menos yo creo que será así. No, estoy seguro de que será así. Un poco de confianza —se dijo—. ¡Y tú que pensabas anoche lo maravillosos que erais tú y tu abuelo y que tu padre era un cobarde! Ten ahora un poco de confianza en ti, hombre.»
Sonrió de nuevo a María, aunque la sonrisa no iba más lejos de la superficie de su piel, que sentía tensa en las mejillas y en la boca.
«Ella te encuentra maravilloso. Yo me encuentro detestable. ¿Y la gloria y todas esas tonterías que se te habían ocurrido? Se te ocurren ideas estupendas, ¿eh? Tenías el mundo perfectamente estudiado y clasificado. Al diablo con todo ello. Cálmate; no te enfades. Aunque eso es también una salida. Siempre quedan salidas para todo. Pero lo que ahora tienes que hacer es tragar mecha. Es inútil renegar de todo lo que ha sucedido sencillamente porque ha llegado el momento en que vas a salir perdiendo. No hagas como esa serpiente que cuando le rompen el espinazo se muerde la cola. Y no tienes el espinazo roto todavía, cerdo. Espera que te despellejen antes de echarte a llorar. Aguarda que comience la batalla para montar en cólera. Hay muchas ocasiones para ello en una batalla. En una batalla, hasta puede serte de provecho.»
Pilar se acercó a él con la mochila.
—Aquí está. Ha quedado muy segura —dijo—. Estas granadas son muy buenas, inglés. Puedes tener confianza en ellas.
—¿Cómo te encuentras, Pilar?
Ella le miró y movió la cabeza, sonriendo. Jordan se preguntó hasta qué profundidad de su rostro alcanzaba su sonrisa. Le pareció que hasta una hondura considerable.
—Bien —dijo ella—. Dentro de la gravedad.
Luego dijo, agachándose junto a él:
—¿Qué piensas, ahora que la cosa comienza de veras?
—Que somos muy pocos —respondió en seguida Robert Jordan.
—Yo pienso lo mismo —dijo ella—; muy pocos.
Luego añadió, siempre en voz baja:
—La María puede guardar los caballos. No hace falta que me quede yo para eso. Les pondremos trabas. Son caballos de batalla y el tiroteo no los asustará. Yo iré al puesto de abajo y haré todo lo que debería haber hecho Pablo. De ese modo seremos uno más.
—Bueno —dijo él—; suponía que tú lo harías así.
—Vamos, inglés —le dijo Pilar, mirándole a los ojos—, no te preocupes; todo irá bien. Recuerda que no esperan un golpe semejante.
—Sí —contestó Robert Jordan.
—Otra cosa, inglés —siguió Pilar, todo lo quedito que le permitía su vozarrón—. Eso de la mano...
—¿Qué es eso de la mano? —preguntó él, molesto.
—No te enfades, oye. No te enfades, muchacho. A propósito de eso de la mano... Todo eso no son más que trucos de gitana, para darme importancia. Eso no es verdad.
—Déjalo ya —dijo él fríamente.
—No —dijo ella, con voz ronca y cariñosa—; es una mentira que te he dicho. No quisiera que anduvieses preocupado el día de la batalla.
—No me preocupa eso —contestó Robert Jordan.
Ella volvió a sonreírle, con su enorme boca de labios gordos y la hermosa franqueza de su rostro, y dijo:
—Te quiero mucho, inglés.
—No hace falta que me digas eso ahora —contestó—. Ni tú ni Dios.
—Sí —dijo Pilar, volviendo a bajar la voz—. Ya lo sé, pero quería decírtelo. Y no te preocupes; las cosas saldrán bien.
—¿Por qué no? —preguntó Robert Jordan. Y sólo la superficie de su cara sonrió—. Naturalmente que nos las arreglaremos; todo irá bien.
—¿Cuándo salimos? —preguntó Pilar.
Robert Jordan consultó su reloj:
—En cualquier momento.
Tendió una de sus mochilas a Anselmo:
—¿Cómo va eso hombre? —preguntó.
El viejo estaba acabando de tallar con el cuchillo una pila de cuñas que había copiado de un modelo que le había dado Robert Jordan. Eran cuñas de repuesto, que llevaban por si pudieran serles necesarias.
—Bien —contestó el viejo, moviendo la cabeza—. Muy bien, hasta ahora. —Extendió la mano.— Mira —dijo sonriendo. Sus manos no temblaban.
—Bueno, ¿y qué? —le dijo Robert Jordan—. Yo puedo extender siempre la mano sin que me tiemble. Pero extiende un dedo.
Anselmo obedeció. El dedo temblaba. Miró a Robert Jordan y movió la cabeza.
—Yo también, hombre —y Robert Jordan extendió un dedo—. Siempre me tiembla; es lo corriente.
—A mí, no —dijo Fernando. Extendió el índice, para que lo viesen; luego, el índice de la otra mano.
—¿Puedes escupir? —le preguntó Agustín, haciendo un guiño a Robert Jordan.
Fernando carraspeó, y escupió orgullosamente en el suelo de la cueva; luego puso el pie sobre el escupitajo.
—So mula asquerosa —le dijo Pilar—, escupe en el fuego, si quieres mostrarnos tu valentía.
—No hubiera escupido al suelo, Pilar, si no nos fuéramos de este lugar —explicó Fernando cortésmente.
—Ten cuidado donde escupes hoy —le dijo Pilar—. Podría ser en algún sitio que no fueses a abandonar.
—Esa habla como un gato negro —dijo Agustín. Tenía una necesidad nerviosa de bromear, cosa que sentían todos, aunque de manera distinta.
—Estaba bromeando —dijo Pilar.
—Yo también —dijo Agustín—. Pero me cago en la leche; ya tengo ganas de que esto comience.
—¿Dónde está el gitano? —preguntó Robert Jordan a Eladio.
—Con los caballos —contestó Eladio—. Ahí le tienes, a la entrada de la cueva.
—¿Cómo está?
Eladio sonrió:
—Tiene mucho miedo —dijo. Le tranquilizaba el hablar del miedo de los otros.
—Escucha, inglés —empezó a decir Pilar. Robert Jordan volvió sus ojos hacia ella y vio que su boca se abría y que una expresión de incredulidad se desparramaba por todo su rostro; se volvió rápidamente hacia la entrada de la cueva, con la mano apoyada en la culata de la pistola. Apartando la manta con una mano, con el cañón de la ametralladora apuntando por encima de su espalda, Pablo estaba allí, pequeño, cuadrado, con el rostro mal afeitado, con sus pequeños ojillos porcinos, bordeados de rojo, que no miraban a nadie en particular.
—Tú —dijo Pilar incrédula—. Tú.
—Yo —dijo Pablo calmosamente. Y entró en la cueva—, ¡Hola!, inglés —habló a Jordan—. Tengo a cinco de la cuadrilla de Elías y Alejandro ahí arriba con los caballos.
—¿Y los fulminantes y los detonadores? —preguntó Robert Jordan—. ¿Y el resto del material?
—Lo he arrojado todo al fondo del río, por la parte de la garganta —dijo Pablo, que seguía sin mirar a nadie—. Pero he discurrido una manera para que salte la carga con una granada.
—Yo también —dijo Robert Jordan.
—¿Tenéis algo de beber? —preguntó Pablo, con aire cansado.
Robert Jordan le tendió su cantimplora y Pablo bebió con avidez. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Pilar.
—Nada —respondió Pablo, secándose la boca—. Nada. He vuelto.
—¿Y qué más?
—Nada. Tuve un momento de flojera. Me fui, pero he vuelto. En el fondo, no soy cobarde —dijo, volviéndose hacia Robert Jordan.
«Lo que eres es otra cosa —pensó Robert Jordan—. Ya lo creo que lo eres, cerdo. Pero estoy contento de verte, hijo de puta.»
—Cinco; eso fue todo lo que pude conseguir de Elías y de Alejandro —dijo Pablo—. No me he apeado del caballo desde que salí de aquí. Vosotros nueve, solos, no hubierais podido conseguirlo nunca. Nunca; lo comprendí anoche, cuando el inglés me lo explicó. Nunca. Ellos son siete y un cabo en el puesto de abajo. ¿Y si dan la alarma o se defienden? —Miraba a Robert Jordan—. Al marcharme, pensé que tú te darías cuenta de que era imposible y que no lo intentarías. Pero luego, cuando tiré tu material, cambié de parecer.
—Estoy contento de verte —dijo Robert Jordan. Se acercó a él— Nos arreglaremos con las granadas. Todo irá bien. Lo demás no tiene importancia, por ahora.
—No —dijo Pablo—. No lo hago por ti. Tú eres un bicho de mal agüero. Tú tienes la culpa de todo. También de lo del Sordo. Pero cuando tiré tu material me encontré muy solo.