Atribuí mi desconcierto al cansancio.
Llevaba levantada desde las 2.33 de la madrugada y ahora ya eran casi las 6 de la tarde. Vander se había ido a casa a la hora de almorzar. Wingo, uno de mis técnicos de autopsias, se había marchado poco después, y dentro del edificio sólo quedaba yo.
El silencio que tanto ansiaba normalmente ahora me atacaba los nervios y, por si fuera poco, no conseguía entrar en calor. Tenía las manos entumecidas y las uñas casi azuladas. Cada vez que sonaba el teléfono en el despacho de la entrada, experimentaba un sobresalto.
La mínima seguridad de mi despacho jamás había sido motivo de preocupación para nadie más que para mí. Las peticiones de presupuesto para un adecuado sistema de seguridad habían sido reiteradamente desestimadas. El administrador pensaba más bien en términos de pérdida de propiedades y estaba seguro de que ningún ladrón entraría en el depósito de cadáveres, aunque extendiéramos alfombras de bienvenida y dejáramos las puertas abiertas de par en par a todas horas. Los cuerpos muertos constituían un factor de disuasión mucho más poderoso que los perros de guarda.
Los muertos jamás me han preocupado. Son los vivos los que me dan miedo.
Cuando varios meses atrás un pistolero enloquecido había irrumpido en el consultorio de un médico, disparando contra los pacientes que abarrotaban la sala de espera, me fui a una ferretería y compré una cadena y un candado que mandé colocar para reforzar la puerta de cristal de doble hoja de la entrada al término de la jornada laboral y durante los fines de semana.
De repente, mientras estaba trabajando en mi escritorio, alguien sacudió la puerta de la entrada con tal violencia que la cadena aún estaba oscilando cuando me levanté y bajé por el pasillo para mirar. A veces, la gente de la calle intentaba entrar para utilizar el retrete, pero cuando miré no vi a nadie.
Regresé a mi despacho, pero estaba tan nerviosa que, cuando oí que se abrían las puertas del ascensor al otro lado del pasillo, tomé unas tijeras de gran tamaño, dispuesta a utilizarlas. Era el guarda de seguridad del turno de día.
—¿Intentó usted entrar por la puerta de cristal hace un ratito? —le pregunté.
El hombre contempló con curiosidad las tijeras que sostenía en la mano y contestó que no. Estoy segura de que le debió de parecer una pregunta tonta. Él sabía que la puerta estaba protegida por una cadena y tenía un juego de llaves de todas las restantes puertas del edificio. No tenía ningún motivo para querer entrar por aquella puerta.
Un inquietante silencio volvió a rodearme cuando me senté junto a mi escritorio, tratando de dictar el informe de la autopsia de Lori Petersen. Por alguna razón, no podía decir nada, no soportaba el sonido de las palabras pronunciadas en voz alta. No quería que nadie supiera lo del residuo brillante, el líquido seminal, las huellas dactilares, las profundas heridas del cuello... y, lo peor de todo, la evidencia de la tortura. El asesino se estaba volviendo cada vez más degenerado y más horriblemente cruel.
La violación y el asesinato ya no eran suficientes para él.
Hasta que retiré las ataduras del cuerpo de Lori Petersen y empecé a practicar unas leves incisiones en algunas zonas sospechosamente enrojecidas de la piel y a palpar en busca de posibles huesos fracturados, no me di cuenta de lo que había ocurrido antes de que ella muriera.
Las contusiones eran tan recientes que apenas se veían en la superficie, pero las incisiones revelaron la rotura de los vasos sanguíneos bajo la piel, y los contornos indicaban que la víctima había sido golpeada con un objeto contundente, tal vez con una rodilla o un pie. Tres costillas seguidas del lado izquierdo estaban rotas, lo mismo que cuatro dedos de la mano. Había fibras en el interior de su boca, sobre todo en la lengua, lo cual indicaba que, en determinado momento, había sido amordazada para evitar que gritara.
Vi mentalmente el violín del salón y los libros y las publicaciones de cirugía sobre el escritorio de la habitación. Sus manos. Sus más preciados instrumentos, algo con lo cual sanaba a la gente e interpretaba música. El asesino debió de romperle deliberadamente los dedos uno a uno tras haberla atado.
El magnetófono de microcasete daba vueltas, grabando el silencio. Lo apagué y me volví con mi sillón giratorio hacia la terminal de ordenadores. El monitor parpadeó, pasando del negro al azul cielo del programa de tratamiento de textos. Las negras letras avanzaron por la pantalla mientras yo misma empezaba a escribir el informe de la autopsia.
No tuve necesidad de consultar los pesos y las notas que había garabateado sobre una caja de guantes vacía mientras realizaba la autopsia. Lo sabía todo de ella. Recordaba todos los detalles. La frase «Dentro de los límites normales» giraba sin cesar en el interior de mi cabeza. No presentaba ninguna anomalía. Su corazón, sus pulmones, su hígado. «Dentro de los límites normales.» Había muerto en perfecto estado de salud. Seguí escribiendo página tras página hasta que, de pronto, levanté la mirada. Fred, el guarda de seguridad, se encontraba de pie en la puerta de mi despacho.
No tenía ni idea del rato que llevaba trabajando. Él iniciaba nuevamente su turno a las ocho de la tarde. Todo lo que había ocurrido desde la última vez que le había visto parecía un sueño, una horrible pesadilla.
—¿Todavía está aquí? —preguntó Fred—. Es que hay un entierro... —añadió en tono vacilante—, han venido a recoger el cuerpo, pero no lo encuentran. Han venido desde Mecklenburg... No sé dónde está Wingo...
—Wingo se fue a casa hace horas —dije—. ¿Qué cuerpo?
—Alguien apellidado Roberts, lo arrolló un tren.
Reflexioné un instante. Contando a Lori Petersen, aquel día habíamos tenido seis casos. Recordé vagamente el accidente de tren.
—Está en el frigorífico.
—Dicen que no lo encuentran allí dentro.
Me quité las gafas y me froté los ojos.
—¿Ha mirado usted?
Fred esbozó una tímida sonrisa y retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—¡Usted ya sabe, doctora Scarpetta, que yo nunca entro en aquella caja!
E
nfilé la calzada particular de mi casa y lancé un suspiro de alivio al ver el viejo Pontiac de Bertha todavía allí. La puerta se abrió antes de que yo tuviera ocasión de seleccionar la correspondiente llave.
—¿Cómo está el tiempo? —pregunté inmediatamente.
Bertha y yo nos miramos mutuamente en el interior del espacioso recibidor. Ella sabía exactamente a qué me refería. Manteníamos la misma conversación al término de cada jornada siempre que Lucy estaba en la ciudad.
—Bastante malo, doctora Kay. Esta niña se ha pasado todo el día en su despacho aporreando el ordenador. ¡Ya le digo yo! En cuanto yo entraba para ofrecerle un bocadillo y preguntarle cómo estaba, se ponía a berrear. Pero yo ya sé lo que pasa —los oscuros ojos de Bertha parecieron conmoverse—. Está enfadada porque usted ha tenido que trabajar.
El remordimiento se abrió paso a través de mi cansancio.
—He visto el periódico de la tarde, doctora Kay. Que el Señor se apiade de nosotros —dijo Bertha, poniéndose primero una manga de la trinchera y después la otra—. Ya sé por qué ha tenido usted que hacer eso que ha estado haciendo todo el día. Señor, Señor. Estoy deseando que la policía atrape a este hombre. Maldad. Pura maldad.
Bertha sabía cómo me ganaba la vida y jamás me había hecho ninguna pregunta. Aunque uno de mis casos fuera alguien de su barrio, jamás me preguntaba nada.
—Allí está el periódico de la tarde —señaló con un gesto hacia el salón, y tomó el libro de bolsillo que había dejado sobre la mesa que había junto a la puerta—. Lo he escondido debajo del cojín del sofá para que ella no lo encuentre. No sabía si usted quería que la niña lo leyera o no, doctora Kay.
Me dio una palmada en el hombro al salir. La vi dirigirse a su automóvil y hacer lentamente marcha atrás en la calzada. Menos mal que la tenía a ella. Ya no le pedía disculpas por mi familia. Bertha había sido insultada y avasallada cara a cara o por teléfono por mi sobrina, mi hermana y mi madre. Bertha lo sabía todo. Nunca aprobaba nada ni criticaba nada y a veces yo sospechaba que me tenía lástima, lo cual contribuía a agravar la situación. Cerré la puerta y me dirigí hacia la cocina.
Era mi estancia preferida, con su alto techo y sus modernos, pero escasos, aparatos, porque yo prefiero hacerlo casi todo a mano, desde la pasta a la masa de harina. En el centro de la zona de cocina había un tajo de carnicero de madera de arce, justo de una altura adecuada para alguien que no superaba el metro sesenta y tres de estatura. La zona del desayuno daba a un gran ventanal que se abría a los frondosos árboles del jardín de la parte de atrás y al comedero de los pájaros. Salpicando los monocromos tonos dorados de los armarios y las superficies de madera, había varios arreglos florales de rosas amarillas y rojas procedentes de mi jardín, apasionadamente bien cuidado.
Lucy no estaba allí. Vi los platos de su cena secándose en el escurreplatos y supuse que estaría nuevamente en mi despacho. Me acerqué a la nevera y me llené un vaso de vino Chablis. Me apoyé contra un mostrador y tomé un sorbo con los ojos cerrados. No sabía qué iba a hacer con Lucy. El verano anterior me había visitado por primera vez en Richmond después de que yo dejara el departamento forense del condado de Dade y la ciudad en la que había nacido y a la que había regresado tras mi divorcio. Lucy es mi única sobrina. A los diez años, ya estaba haciendo ciencias y matemáticas de nivel superior. Era un auténtico genio, un pequeño terror de enigmático origen latino cuyo padre había muerto cuando ella era muy pequeña. No tenía a nadie más que a mi única hermana Dorothy, la cual estaba demasiado ocupada escribiendo libros infantiles como para poder preocuparse por su verdadera hija de carne y hueso. Lucy me adoraba más allá de cualquier posible explicación racional y el cariño que me profesaba me exigía una energía que en aquellos momentos me faltaba. Mientras regresaba a casa en mi automóvil, pensé en la conveniencia de cambiar las fechas de la reserva de su vuelo y enviarla de nuevo a Miami antes de lo previsto. Pero no podía hacerlo.
La destrozaría. No lo comprendería. Sería el repudio definitivo tras toda una vida de repudios, un nuevo recordatorio de que era una molestia y nadie la quería. Se había pasado todo un año esperando con ansia aquella visita. Y yo también la esperaba.
Tomé otro sorbo de vino y esperé a que el absoluto silencio que reinaba en la casa me desenredara los retorcidos nervios y disipara mis inquietudes.
Mi casa se levanta en una nueva zona del West End de la ciudad, donde las grandes residencias están rodeadas por vastos jardines de media hectárea de extensión y donde los vehículos que circulan por las calles son en su mayor parte «rubias» y automóviles familiares. Los vecinos son tan tranquilos y los robos y actos de gamberrismo tan escasos que ni siquiera podía recordar la última vez que había visto un vehículo de la policía patrullando por allí. El silencio y la seguridad valían cualquier precio y constituían una absoluta necesidad para mí. Era un bálsamo para mi alma desayunar sola a primera hora de la mañana y saber que la única violencia al otro lado de la ventana sería la protagonizada por una ardilla y un arrendajo azul, compitiendo por la comida del comedero.
Respiré hondo y tomé otro sorbo de vino. Me daba miedo irme a la cama y me angustiaba esperar en la oscuridad la llegada del sueño, temiendo lo que pudiera ocurrir cuando dejara reposar mi mente y me quedara sin defensa. No podía quitarme de la cabeza la imagen de Lori Petersen. Se había roto un dique y las imágenes se habían desbordado, cada vez más terribles e impetuosas.
Lo veía con ella en aquel dormitorio, veía casi su rostro, pero era un rostro sin rasgos, simplemente una fugaz visión de algo que estaba a su lado. Ella debió de tratar de convencerle al principio, tras el inicial sobresalto del frío acero contra su garganta y del estremecedor sonido de su voz. Le habría dicho cosas, habría intentado disuadirle durante Dios sabía cuánto rato mientras él cortaba los hilos de las lámparas y empezaba a atarla. Era una licenciada por Harvard, una cirujana. Habría intentado utilizar la sensatez de su mente contra una fuerza insensata.
Después, las imágenes se superponían como en una película en cámara rápida mientras los intentos de la víctima se desintegraban y transformaban en un absoluto terror. Lo indescriptible. No quería mirar. No podía soportar ver nada más. Tenía que controlar mis pensamientos.
El despacho de mi casa daba al jardín de la parte de atrás y las persianas estaban habitualmente cerradas, porque siempre me cuesta concentrarme cuando tengo una vista delante. Me detuve en la puerta y dejé que mi mente se distrajera mientras Lucy golpeaba con fuerza el teclado colocado sobre mi escritorio de roble macizo, de espaldas a mí. Llevaba varias semanas sin ordenar mi despacho y el espectáculo resultaba vergonzoso. Los libros estaban inclinados de cualquier manera en los estantes, había varios ejemplares de
Law Reporters
amontonados en el suelo y varios otros desperdigados. Apoyados contra la pared estaban mis diplomas y certificados de Cornell, John Hopkins, Georgetown, etc. Tenía intención de colgarlos en mi despacho de la ciudad, pero aún no me había decidido a hacerlo. Apilados en una esquina de una alfombra T'ai-Ming de color azul oscuro había varios artículos de publicaciones que todavía tenía que leer y archivar. El éxito profesional significaba que ya no tenía tiempo de ser una persona impecablemente pulcra y ordenada, a pesar de lo cual el desorden me seguía molestando tanto como siempre.
—¿Por qué me estás espiando? —preguntó Lucy sin volverse.
—No te estoy espiando.
Esbocé una leve sonrisa y besé su sedoso cabello pelirrojo.
—Sí, lo haces —añadió la niña sin dejar de aporrear las teclas—. Te he visto. He visto tu reflejo en el monitor. Estabas observándome desde la puerta.
La rodeé con mis brazos, apoyé la barbilla sobre su cabeza y contemplé la negra pantalla llena de caracteres de color verde pálido. Jamás se me había ocurrido hasta aquel momento que la pantalla pudiera ser un espejo y ahora comprendía por qué Margaret, mi analista de programas, podía saludar por su nombre a la gente que pasaba por delante de su despacho aunque ella se encontrara de espaldas a la puerta. El rostro de Lucy aparecía borroso en el monitor. Lo que con más claridad se distinguía eran sus gafas de montura de concha propias de persona mayor. Normalmente me recibía con un abrazo de rana arborícola, pero en aquellos momentos no estaba de humor.