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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (45 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Los Colinas de la Ciudad —dijo dirigiéndose a todos— eran por cierto muy espléndidos. Claro que en aquel entonces no era nada del otro mundo tener una sirvienta o dos, pero ellos tenían legiones. Bonitas muchachas irlandesas. Marys y Bridgets y Kathleens. Tenían cada cuento... Bueno. Los Colinas de la Ciudad se extinguieron, o más o menos. Algunos se marcharon al Oeste, a las Rocosas. Menos una chica más o menos de la edad de Nora en aquel entonces, que se casó con un tal señor Burgos, y se quedaron. Fue una boda maravillosa, la primera en que yo lloré. Ella no era bonita, ni una jovencita inexperta, y ya tenía una hija de un marido anterior, ¿cómo era que se llamaba?, que no le había durado, así que ese hombre Burgos, ¿cuál era su nombre de pila?, fue una pesca milagrosa, oh, caramba, no se puede hablar de esta forma hoy en día, ¿no?, y todas esas doncellas con sus uniformes almidonados, felicidades, 'ñora, felicidades, 'ñorita. Su familia estaba tan contenta con su...

—Todas las Colinas —acotó Fumo— bailaban de alegría.

—... y fue la hija de ellos, o mejor dicho la hija de ella, Phyllis, ya lo veis, quien más adelante, más o menos en la época en que me casé yo, conoció a Stanley Ratón, que es como esa familia y mi familia se emparentan de una manera indirecta. Phyllis. Que era una Colina por parte de madre. La madre de George y Franz.

—Parturient montes —zumboneó Fumo hacia el vacío— et nascetur ridiculas mus.

Mambé meneó la cabeza, pensativa.

—Claro que Irlanda era en aquel entonces un país espantosamente pobre...

—¿Irlanda? —El doctor alzó la cabeza.— ¿Cómo hemos llegado a Irlanda?

—Una de esas chicas, Bridget, me parece —prosiguió Mambé, consultando a su marido con los ojos—, ¿era Bridget o Mary?, casó después con Jack Colinas, cuando murió su mujer. Y bien, su esposa...

Fumo se arrastró sin hacer ruido, evadiéndose de la perorata de su suegra. Ya tampoco el doctor la escuchaba, ni la tía Nube, aunque si mantenían una actitud más o menos atenta, Mambé no se daría cuenta de la deserción. Auberon, sentado aparte con las piernas cruzadas, tenía un aire de preocupación (Fumo se preguntó si alguna vez había visto a su hijo con un aire que no fuera de preocupación) y hacía saltar en la mano, arriba, abajo, una manzana. Miraba tan fijamente a Fumo que éste se preguntó si no estaría por tirarle la manzana. Le sonrió, y pensó hacer un chiste, pero al ver que la expresión de su hijo no se había alterado, resolvió abstenerse. Levantándose, cambió una vez más de sitio. Sin embargo, no era a él a quien Auberon había estado mirando: Lila, instalada a media distancia entre su padre y él, le impedía ver la carta de Fumo, y la que observaba era la cara de ella, de Lila: veía en ella una expresión extraña, una expresión que a falta de una palabra mejor sólo podía calificar de triste, y se preguntaba qué le sucedería.

Sentándose al lado de Llana Alice, que se había tumbado sobre la hierba, con la cabeza apoyada en un montículo y los dedos entrelazados sobre el estómago lleno, Fumo arrancó de su vaina nuevecita y crujiente una espiga de juncia y mordió el dulzor desvaído del tallo.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—¿Qué? —Alice no abrió del todo los ojos soñolientos.

—Cuando nos casamos —dijo él—, ese día, ¿recuerdas?

—Mm-hum. —Alice sonrió.

—Cuando íbamos de un lado a otro saludando a la gente, y nos daban algunos regalos.

—Mm-hm.

—Y muchos, cuando nos daban alguna cosa, nos decían «Gracias». —La espiga rebotaba al ritmo de lo que estaba diciendo.— Lo que yo me preguntaba era por qué ellos nos daban las gracias, en vez de nosotros a ellos.

—Nosotros decíamos «Gracias».

—Sí, pero ¿por qué también ellos? Eso es lo que quiero decir.

—Bueno —dijo Alice, y calló un momento, pensativa. Eran tan pocas las preguntas que él había hecho en todos esos años, que las raras veces que hacía alguna ella elegía con cuidado la respuesta, para que él no se devanara los sesos si se quedaba con la espina. No porque él tuviera en realidad tendencia a devanarse los sesos, y Alice se preguntaba muchas veces por qué no la tendría—. Porque —dijo al cabo— la boda había sido prometida.

—¿De veras? ¿Y entonces?

—Y entonces ellos se alegraban de que tú hubieras venido. Y de que la promesa se cumpliera, así, tal cual.

—Ah.

—Y de que así, en lo sucesivo, todo habría de acontecer como tenía que acontecer. Al fin y al cabo tú no tenías por qué. —Puso una mano sobre la de él.— Tú no tenías ninguna obligación.

—Yo no veía las cosas de esa manera —dijo Fumo. Reflexionó un momento—. Pero ¿por qué les importaba tanto lo que había sido prometido? Si te lo habían prometido a ti.

—Bueno, tú sabes. Muchos de ellos son parientes, o algo así. De la familia, en realidad. Aunque se supone que no hay que decirlo. Quiero decir que son mediohermanos o hermanos de Papá, o hijos de sus hijos.

—Oh, sí.

—August.

—Oh, sí.

—Y bueno, ellos tenían cierto interés.

—Mm. —No era precisamente ésa la respuesta que él buscaba, pero Alice la había enunciado como si lo fuera.

—Aquí pesan mucho esas cosas —dijo ella.

—La sangre pesa, pesa más que el agua —dijo Fumo, aunque ese proverbio le había parecido siempre de lo más estúpido. Claro que la sangre pesaba más; ¿y qué? ¿Acaso el agua, menos pesada que la sangre, había creado alguna vez lazos de parentesco?

—Enmarañados —dijo Alice, cerrando los ojos—. Lila, por ejemplo. —Demasiado vino, demasiado sol, pensó Fumo, de lo contrario ella no habría dejado caer ese nombre tan a la ligera.— Una dosis doble, una prima doble, algo así. —Prima de ella misma.

—¿Qué quieres decir?

—Y bueno, tú sabes, primos de primos.

—No, no lo sé —dijo Fumo, intrigado—. ¿Por matrimonio, quieres decir?

—¿Qué? —Alice abrió los ojos.— ¡Oh! No. No, claro que no. Tú tienes razón. No. —Volvió a cerrar los ojos.— Olvídalo.

Él la miró. Pensó: sigue a una liebre y ten por seguro que harás saltar a otra; y mientras ves desaparecer a ésta fuera de tu vista, también la primera se te escapa. Olvídalo. Él podía olvidarlo. Se tumbó al lado de ella, con la cabeza apoyada en un brazo; en aquel momento, casi cabeza contra cabeza, estaban en una pose de enamorados: él un poco más arriba, contemplándola; ella regodeándose al calor del sol de su mirada. Se habían casado jóvenes; todavía eran jóvenes. Sólo viejos en amor. Se oyó una música. Fumo alzó los ojos. Sentada sobre una piedra, no del todo fuera del alcance de su oído, Tacey tocaba la flauta; de vez en cuando se interrumpía para recordar las notas, y para apartarse de la cara un largo rizo de pelo rubio. A sus pies estaba sentado Tony Cabras, con la expresión transfigurada de un converso a una religión que acabara de serle revelada, sin percatarse —sólo tenía ojos para Tacey— de que a pocos pasos de distancia Lily y Lucy cuchicheaban sobre él. ¿Era lógico, se preguntó Fumo, que una chica tan flaca como Tacey, y con unas piernas tan largas, usara esos pantaloncitos tan cortos y ceñidos? Los dedos de sus pies descalzos, ya bronceados por el sol, seguían el ritmo. Verdes crecen los juncos. Y en derredor bailaban todas las colinas.

Una mirada furtiva

Mientras tanto, también el doctor había escapado con disimulo de las divagaciones de su esposa, dejandola a solas con Sophie (que dormía) y con la tía abuela Nube (que también dormía, aunque Mambé no lo sabía). El doctor iba siguiendo, con Auberon, a una laboriosa caravana de hormigas que transportaba las vituallas al hormiguero: grande por cierto y recién construido, cuando lo descubrieron.

—«Reservas, víveres, inventario» —tradujo el doctor, con una expresión de plácido ensimismamiento, aguzando el oído a los rumores de la minúscula ciudad—. «Mucho ojo, desconfía. Ida y vuelta, carga máxima: jerarquías, altos mandos, cotilleos de oficina, no hagas caso, la cestona, escurre el bulto, carga el fardo a tu vecino; vuelta a filas, a las minas de salitre, en yunta al yugo, que va y que viene, a objetos perdidos. Mandamases, capataces, alcahuetes; los horarios, ficha entrada, ya te largas, pide baja.» ¡Tal cual! —El doctor se reía entre dientes.— ¡Tal cual!

Auberon, con las manos sobre las rodillas, observaba aquellos vehículos blindados en miniatura (vehículo y conductor integrados en una sola pieza, antena de radio incluida) que entraban y salían tambaleándose del hormiguero. Se imaginaba el congreso allá, en el interior, el incesante ir y venir en las tinieblas. De pronto entrevio algo, algo que había estado cobrando forma en el ángulo de su visión, una sombra, o una luz tal vez, hasta que se expandió lo bastante para que él pudiese notar su existencia. Alzó vivamente la cabeza, miró en derredor.

Lo que había visto, o más bien entrevisto, no era algo, una cosa, una presencia, sino la ausencia de una cosa. Lila había desaparecido.

—Pero eso sí, arriba, o abajo, en los aposentos de la Reina, las cosas son muy distintas —dijo el doctor.

—Sí, sí, me doy cuenta —dijo Auberon, mirando en torno. ¿Dónde? ¿Dónde estaba ella? Había a menudo largos períodos en los que él no notaba su presencia, pero siempre había contado con ella, siempre sabía que ella estaba allí, en alguna parte, cerca de él. Ahora, había desaparecido.

—Esto es muy interesante —dijo el doctor.

Auberon la divisó, de pronto: iba colina abajo, contorneando una arboleda que formaba una especie de antecámara del bosque. Lila volvió un momento la cabeza y, al notar que él la veía, se ocultó con presteza.

—Sí —dijo Auberon, mientras se alejaba, sigiloso.

—Arriba, en los aposentos de la Reina... —dijo el doctor—. ¿Qué ocurre?

—Sí —dijo Auberon y, con el corazón atenazado por un sombrío presentimiento, corrió, corrió hacia el lugar en el que la había visto desaparecer.

No la vio cuando entró en el hayedo. Ahora no sabía qué camino tomar, y un terror pánico se apoderó de él: esa mirada, la que ella le había lanzado cuando echó a correr hacia los bosques, había sido una mirada furtiva, la mirada de alguien que intenta huir. El bosquecillo de hayas, con su suelo apenas alfombrado y sus árboles espaciados como las columnas de un atrio, le ofrecía una docena de posibilidades.

De pronto la vio, la vio aparecer por detrás de un árbol, tan campante, hasta con un ramillete de violetas silvestres en la mano, y como si estuviera buscando otras en derredor para cogerlas. No se volvió a mirarlo, y Auberon, confundido, esperó, sin moverse, sabiendo en lo profundo que era de él de quien ella había huido, aunque ahora no pareciera estar huyendo, y enseguida desapareció otra vez: el ramillete había sido un señuelo para engañarlo, para que la aguardase, sin moverse, un momento demasiado largo. Corrió hacia el sitio en que ahora había desaparecido, sabiendo ya, mientras corría, que esta vez se había marchado para siempre, y no obstante llamándola a voces:

—¡No te vayas, Lila!

El bosque hacia el que ella había escapado era una intrincada espesura de zarzas y especies variadas, obscuro como una iglesia, y no le ofrecía a Auberon ninguna salida. Se zambulló en él a ciegas, trastabillando, arañado por las zarzas. Muy pronto, casi instantáneamente, se encontró en el corazón de El Bosque; nunca se había internado tanto: era como si se hubiese lanzado a través de una puerta sin advertir que ésta daba a la escalera de un sótano que lo precipitaría de cabeza hacia el vacío.

—¡No! —gritó, sintiéndose perdido—. ¡No te vayas! —Una voz imperiosa, una voz que él nunca había usado para hablar con ella, una voz que era inconcebible que ella pudiese desoír. Pero no le respondió ni el eco.— No te vayas —pidió otra vez, no ya en tono imperioso, aterrorizado en la obscuridad del bosque, y súbitamente más solo y desolado de lo que jamás su joven alma hubiera podido concebir—. ¡Por favor, Lila, no te vayas! ¡No te vayas! ¡Tú siempre fuiste mi único secreto!

Gigantescos, arrogantes, no tanto inquietos como interesados, los patriarcas se inclinaron, arbóreos, para observar al pequeño que tan repentina y violentamente había aparecido en sus feudos. Con las manos extendidas sobre las rodillas enormes, lo consideraron con curiosidad, hasta donde podía inspirarles curiosidad alguien o algo tan diminuto. Uno de ellos se llevó un dedo a los labios; en profundo silencio, mirones solapados, lo vieron tropezar entre los dedos de sus pies, y, ahuecando las manos enormes por detrás de sus orejas, escucharon con sonrisas maliciosas su llanto y sus gritos de dolor, que Lila sin embargo no podía escuchar.

Hermanas hermosas

«Queridos Padres», escribió Auberon en el Dormitorio Plegable (tecleando primorosamente con dos dedos en una viejísima máquina de escribir que había descubierto en la habitación). «Bueno. ¡Un invierno aquí, en la Ciudad, va a ser toda una experiencia! Por fortuna, no durará eternamente. Aunque hoy la temp. es de 25 y ayer nevó otra vez. Sin duda allá, en vuestros pagos, ha de ser peor, ¡ja, ja!» Después de esta exclamación jocosa, que enfatizó con la ayuda de la comilla simple y el punto, hizo una pausa. «De momento he ido dos veces a ver al señor Petty, de Petty, Smilodon & Ruth, los abogados del Abuelo, como sabéis, y ellos han tenido la amabilidad de darme a cuenta otro pequeño anticipo, aunque no demasiado, y no saben decir cuándo se aclarará de una buena vez este condenado embrollo. Bueno, yo estoy seguro de que todo saldrá bien, a la larga.» Él no estaba seguro, estaba furioso, le había gritado a esa autómata que el señor Petty tenía por secretaria, y poco faltó para que hiciera una pelotita con el cheque miserable y se lo tirase a la cara; pero el personaje que escribía la carta, con la lengua entre los dientes y los dedos tensos buscando las letras en el teclado, no hacía concesiones de esa índole. Todo iba a pedir de boca en Bosquedelinde; todo iba a pedir de boca también aquí. Punto y aparte. «Los zapatos que traía puestos se me han gastado ya casi por completo. Como sabéis, las cosas aquí están muy caras, y la calidad no es buena. Me pregunto si no podríais mandarme el par de botines que quedó en mi armario. No son muy elegantes, pero aquí de todos modos paso la mayor parte del tiempo trabajando en la Alquería. Ahora que ha llegado el invierno hay mucho que hacer, limpiar, llevar los animales al establo, y otras faenas por el estilo. George queda comiquísimo con sus galochas. Pero se ha portado muy bien conmigo y le estoy agradecido, aunque me han salido callos. Y hay otras personas agradables viviendo aquí.» Se detuvo, como al borde de un precipicio en el que estuviera a punto de caer, el dedo revoloteando por encima de la S. La cinta de la máquina era vieja y pardusca, las letras pálidas zigzagueaban, tamboleándose corno borrachas por arriba y abajo del reglón. Pero Auberon no quería exhibir su caligrafía degenerada ante los ojos de Fumo: en los últimos tiempos se había aficionado a los bolígrafos y otros vicios; y con respecto a Sylvie, ¿qué? «Entre ellos:» Repasó mentalmente los residentes habituales de la Alquería del Antiguo Fuero. Deseaba no haber tomado por ese camino. «Dos hermanas, que son puertorriqueñas y muy hermosas.» ¿Por qué demonios había escrito eso? Una ofuscación de antiguo agente secreto que habitaba en sus dedos. Echó el torso hacia atrás, ya sin ganas de seguir, y en aquel momento sonó un golpe en la puerta del Dormitorio Plegable, y Auberon sacó la hoja del rodillo (continuaría más tarde, aunque nunca lo hizo) y fue —dos pasos de sus largas piernas bastaron para salvar la distancia— a recibir a las dos hermosas hermanas puertorriqueñas empaquetadas en una sola, y toda suya, toda suya.

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