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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (52 page)

BOOK: Pqueño, grande
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El humillado repuesto

Lila veía el crepúsculo vespertino en otro lugar.

—¡Magnífico! —dijo la señora Sotomonte—. Y aterrador. ¿No te hace latir con violencia el corazón?

—Pero si no es más que un efecto de las nubes —dijo Lila.

—Shhh, querida —dijo la señora Sotomonte—. Alguien podría ofenderse.

Un efecto del crepúsculo habría sido más correcto: el acantonamiento entero, las mil rayadas tiendas de campaña obscurecidas por el humo envolvente de las hogueras de los vivaques, las franjas de los flotantes pendones repitiendo las tonalidades del ocaso; las negras huestes de la caballería o de la infantería (o de ambas) realzadas por el plateado refulgir de las armas, extendiéndose hasta perderse de vista; las claras guerreras de los capitanes y el obscuro gris de los fusiles levantándose a las voces de mando, contra las barricadas purpúreas, todo el inmenso campamento..., ¿o era una inmensa flota de galeones, armada y haciéndose a la mar?

—Miles de años —dijo sombríamente la señora Sotomonte—. Derrotas, retiradas, acciones en la retaguardia. Pero ya nunca más. Pronto... —La vara nudosa bajo su brazo era como un bastón de mando, tenía erguida la larga barbilla.— ¡Mira! ¡Allá! ¿No es gallardo?

Una figura agobiada por el peso de una armadura y de tremendas responsabilidades se paseaba por la popa, o inspeccionaba el parapeto; el viento le agitaba los blancos mostachos casi tan largos como él. El Generalísimo de este gran operativo. En una mano llevaba un bastón; de pronto, el crepúsculo se alteró, y el extremo de su bastón cogió fuego. Hizo un gesto, apuntando con él hacia los oídos de sus cañones, si eran cañones, pero al instante cambió de parecer. Bajó el bastón, y se apagó la llama. De la ancha cartuchera sacó un mapa plegado, lo desplegó, lo examinó detenidamente, lo volvió a plegar, a guardar, y reanudó su lento ir y venir.

—La suerte está echada ahora —dijo la señora Sotomonte—. No más retiradas. El humillado se ha repuesto.

—Por piedad —suplicó la cigüeña entre jadeos, apenas con un hilo de voz—, esta altitud es excesiva para mí.

—Lo lamento —dijo la señora Sotomonte—. Ya no hay remedio.

—Las cigüeñas —jadeó la cigüeña— solemos sentarnos, cada legua o algo así.

—No te sientes aquí —dijo Lila—. Te irías derechito al fondo.

—Abajo, pues —dijo la señora Sotomonte. La cigüeña cesó de batir sus cortas alas y con un suspiro de alivio inició el descenso. El Generalísimo, las manos apoyadas sobre la borda o sobre el almenado belvedere, escrutaba con ojo avizor a la distancia, mas no alcanzó a ver a la señora Sotomonte, que cuando pasaban cerca de él, lo saludaba amablemente—. Oh, vaya —dijo—. Es un valiente, si los hay, y una vista espléndida.

—Es un truco —dijo Lila. Mientras descendían, ya se había alterado, transformándose en algo más inocuo aún.

Criatura del demonio, pensó la señora Sotomonte con irritación. Si era convincente, bastante convincente... Bueno. Quizá no deberían haberlo confiado todo a ese Príncipe: era un poquito demasiado viejo. Pero así son las cosas, pensó: todos estamos viejos, todos demasiado viejos. ¿Podía ser que hubiese esperado demasiado, tenido demasiada paciencia, cedido, en una postrera retirada, media milla de más? Ya sólo podía esperar que, cuando llegase al fin la hora, no todos los fusiles del viejo loco fallaran el tiro, que alentaran al menos a sus amigos y amedrentaran, siquiera un instante, a aquellos a quienes apuntaban.

Demasiado viejos, demasiado viejos. Por primera vez pensó que el desenlace, que no podía estar en duda, no,
no
podía, estaba en duda. Bueno, pero no todo habría acabado. ¿Acaso este día, esta misma noche, no señalaba el comienzo de la última larga vigilia, la última guardia, antes que las fuerzas se unieran al fin?

—Bueno, éste es el paseíto que te había prometido —le dijo a Lila por encima del hombro—. Y ahora...

—Auu —protestó Lila.

—Sin lloriqueos...

—Aaaauuuu...

—Echaremos nuestra siesta.

El alargado canturreo de la protesta de Lila se transformó, sorpresivamente, en su garganta, en otra cosa: algo que, como un diablillo que de pronto se le hubiese metido dentro, le abría la boca. Seguía abriéndole la boca, cada vez más y más grande —Lila nunca se había imaginado que pudiera abrirla tanto— y le hacía cerrar los ojos y lagrimear, y sorbía una larga bocanada de aire en sus pulmones, que se expandían
motu proprio
para recibirlo. De pronto, tan repentinamente como la poseyera, el diablillo la abandonó, aflojándole las mandíbulas y dejándola exhalar el aire.

Lila pestañeó, lamiéndose los labios, preguntándose qué sería eso.

—Sueño —dijo la señora Sotomonte.

Porque Lila acababa de bostezar su primer bostezo. El segundo no tardó en llegar. Apoyó la mejilla contra la tosca tela de la capa de la señora Sotomonte y, Comoquiera, sin resistirse más, cerró los ojos.

Gente oculta

Cuando era muy joven, Auberon había iniciado una colección de sellos postales. Durante un viaje con el doctor a la oficina de Correos de Arroyodelprado se había puesto a examinar al azar, ya que no tenía otra cosa que hacer, el contenido de las papeleras, e inmediatamente había descubierto dos tesoros: un par de sobres de lugares que a él se le antojaban fabulosamente distantes, y que parecían asombrosamente frágiles para haber viajado desde tan lejos.

Aquel primer hallazgo pronto se convirtió en una pequeña pasión, semejante a la de Lily por los nidos de pájaros. Insistía en acompañar a quienquiera que fuese a hacer algún recado en las cercanías de una oficina de Correos, escamoteaba la correspondencia de sus amigos, se solazaba imaginando ciudades distantes, Estados remotos cuyos nombres comenzaban con I y, los más raros de todos, los nombres de allende los mares.

Entonces, un día, Joy Flores, cuya nieta había vivido un año en el extranjero, le regaló una abultada bolsa de papel marrón llena de sobres que le habían enviado de todos los rincones del mundo. Casi no había podido encontrar en el mapa un lugar cuyo nombre no apareciera estampado en uno de aquellos sobres de quebradizo papel azul. Algunos provenían de lugares tan ignotos que ni siquiera existían en el alfabeto que él conocía. Y así, de un solo plumazo, su colección quedó completa, y su placer se desvaneció. Ya ningún hallazgo que pudiera hacer en Arroyodelprado la podría enriquecer. No la volvió a mirar nunca más.

Lo mismo había sucedido con las fotos de Auberon viejo cuando Auberon joven descubrió que eran mucho más que simples memorias de la larga vida de una gran familia. Comenzando por la de un Fumo sin barba vestido con un traje blanco al lado de la pila de los pájaros que aún se mantenía en pie, con sus enanos de cerámica, junto a la puerta del Pabellón de Verano, había buceado, al principio tentativamente, después con curiosidad y por último con voracidad, los miles y miles de fotos, grandes y pequeñas, embriagado de asombro y de horror (¡aquí! aquí estaba el secreto, aquí aparecerían los ocultos desenmascarados, cada imagen valía por mil palabras) y durante casi una semana no pudo hablar con su familia por el temor de revelar lo que había descubierto, o mejor dicho, creía estar a punto de descubrir.

Porque en última instancia las fotografías no esclarecían nada, porque nada las esclarecía a ellas.

«Nótese el pulgar», había escrito Auberon viejo en el reverso de una borrosa imagen de unos matorrales en gris y negro. Y había, en la intrincada maraña, algo que se parecía muchísimo a un dedo pulgar. Bueno. Pruebas. Otra, sin embargo, desvirtuaba por completo esa evidencia porque (con sólo mudos signos de admiración en el reverso) en ella aparecía una figura completa, una damisela fantasmal entre el follaje, arrastrando la cola de una falda de telaraña perlada de rocío, bonita como una pintura, y en el fondo, fuera de foco, el rostro excitado de una criatura humana rubia mirando hacia la cámara y señalando a la otra, la extraña criatura diminuta. Vamos, ¿quién iba a creerse semejante cosa? Y si fuese real (no podía serlo; de cómo había sido trucada, Auberon no tenía la más remota idea, pero era demasiado estúpidamente real para que no fuera trucada), ¿qué sentido tenía entonces el posible-pulgar-en-el-follaje y otras mil igualmente obscuras? Cuando hubo separado de una docena de cajas las pocas imposibles y las muchas ininteligibles, y advirtió que aun quedaban docenas de cajas y carpetas por revisar, las cerró todas (con una confusa sensación de alivio y de pena) y rara vez volvió a pensar en ellas.

Después de eso, tampoco volvió a abrir nunca más la vieja agenda quinquenal en la que hiciera sus anotaciones. Devolvió a su sitio en la biblioteca la última edición de
La arquitectura de las casas quintas
. Sus humildes descubrimientos —o los que le parecieron descubrimientos—: la orrería, un par de deslices sugestivos por parte de su tía abuela y su abuela, apasionantes como le parecieran en su momento, habían sido arrastrados por la avalancha de aquellas fotografías estremecedoras y, peor aún, de las notas sibilinas que su tocayo escribiera en el reverso. Se olvidó de todo eso para siempre. Y con ello dio por terminada su misión de agente secreto.

Auberon la dio por terminada, sí; pero para ese entonces hacía tanto tiempo que actuaba bajo disfraz, sin ser descubierto, como un miembro de su familia, que poco a poco, por etapas lentas, se había convertido realmente en un agente secreto. (Es algo que les ocurre a menudo a los agentes secretos.) El secreto que no le revelaran las fotografías de Auberon tenía que estar (si es que existía) en el corazón de sus familiares; y Auberon había fingido durante tanto tiempo saber lo que ellos sabían (para que ellos lo revelaran al fin, por accidente) que llegó a suponer que lo sabía tan bien como cualquiera de ellos; y, como le ocurriera con sus otras evidencias, y más o menos hacia la misma época, también de él se olvidó. Y puesto que —si en verdad ellos sabían algo que él ignoraba— ellos también lo habían olvidado, o aparentaban haberlo olvidado, todos estaban ahora en igualdad de condiciones, y él era uno de ellos. Hasta tenía, subconscientemente, la sensación de participar con ellos de una conspiración de la cual sólo su padre estaba excluido: Fumo no sabía, y no sabía que ellos sabían que él no sabía. Y ese hecho, Comoquiera, antes que separarlos de él, los unía a Fumo tanto más, como si lo mantuvieran al margen de los preparativos secretos de una fiesta-sorpresa que estuvieran organizando para él. Y gracias a ello, las relaciones de Auberon con su padre fueron durante cierto tiempo un poco menos tensas.

Sin embargo, aunque dejara de acechar las motivaciones y los movimientos de los demás, persistía en él el antiguo hábito de llevar una vida secreta. A menudo ocultaba sus actos, sin razón alguna. No con la intención de mistificar, desde luego; ni siquiera en sus tiempos de agente secreto había pretendido mistificar a nadie: la misión de un agente secreto consiste precisamente en todo lo contrario. Si tenía alguna razón, acaso fuera tan sólo su deseo de mostrarse bajo una luz más benigna y más clara que esa otra bajo la cual, de lo contrario, habría aparecido: más benigna y clara que la lúgubre-fulgurante de las lámparas a cuya luz él mismo se veía.

—¿Adonde vas con tanta prisa? —preguntó Llana Alice. A la hora de la merienda, después de la escuela, de pie junto a la mesa de la cocina, Auberon se zampaba sin respirar su leche y sus galletitas. Ese otoño era el único Barnable que aún asistía a la Escuela de Fumo. Lucy había dejado de asistir el año anterior.

—A jugar a la pelota —respondió Auberon, con la boca llena—. Con John Lobos y los otros chicos.

—Ah. —Le volvió a llenar hasta la mitad el vaso que él le tendía. Santo Dios cuánto había crecido últimamente.— Bueno, dile a John que le avise a su madre que yo iré mañana con un poco de sopa y otras cositas, a ver qué le hace falta. —Auberon no apartaba los ojos de sus galletitas.— ¿No sabes si se siente mejor? —Auberon se encogió de hombros.— Tacey dijo..., oh, bueno. —Por la expresión de su hijo parecía improbable que fuera a decirle a John que Tacey había dicho que su madre se estaba por morir. Lo más probable era que ni siquiera su simple mensaje fuese transmitido. Pero no podía estar segura.— ¿De qué juegas?

—De
catcher
—dijo él, rápidamente—. Casi siempre.

—Yo era
catcher
—dijo Alice—. Casi siempre.

Auberon puso lentamente el vaso sobre la mesa, pensativo.

—¿A ti qué te parece? —dijo—, ¿que la gente es más feliz cuando está sola, o cuando está con otra gente?

Alice llevó el vaso y el plato al fregadero.

—No sé —dijo—. Supongo... Bueno, ¿qué te parece a ti?

—No sé. Es que me preguntaba sólo... —Lo que se preguntaba Auberon era si sería un hecho, un hecho que todo el mundo conocía, o al menos todos los mayores, que todo el mundo es por supuesto mucho más feliz cuando está solo, o a la inversa, fuera lo que fuese.— Supongo que yo soy más feliz con otra gente —dijo.

—¿De veras? —Alice sonrió; como estaba de cara al fregadero, él no podía verla.— Eso es bueno —dijo—. Un extrovertido.

—Supongo.

—Bueno —dijo Alice con dulzura—. Espero que no vuelvas a meterte en tu cascarón.

Auberon salía ya, llenándose los bolsillos de galletas, y no se detuvo, pero una ventana se había abierto de pronto dentro de él. ¿Cascarón? ¿Él había estado metido en un cascarón? Y —más curioso aún— ¿ellos lo habían visto metido en él? ¿Era un hecho que todo el mundo conocía? Miró por esa ventana y se vio a sí mismo un momento, por primera vez, como lo veían los demás. Entretanto, sus pies lo habían conducido del otro lado de los grandes batientes de la cocina, que se cerraron tras él con su rechinido habitual, a la despensa, con su eterno olor a uvas pasas, y a la quietud del largo y silencioso comedor, camino a su imaginario partido de fútbol americano.

Alice, al pie del fregadero, alzó los ojos: vio una hoja otoñal pasar revoloteando junto al batiente y llamó a Auberon. Oía sus pasos que se alejaban (los pies le habían crecido más deprisa aún que el resto del cuerpo) y, cogiendo la chaqueta de su hijo de la silla en que la dejara olvidada, salió tras él.

Ya se había perdido de vista en su bicicleta cuando Alice llegó a la puerta principal. Lo volvió a llamar, mientras bajaba la escalera del porche; y entonces se dio cuenta de que era la primera vez, ese día, que estaba a cielo abierto, y que el aire era límpido, vivificante y libre, y que ella se hallaba allí, sin rumbo fijo. Miró en derredor. Alcanzó a ver, del otro lado de la esquina de la casa, un rincón apenas del jardín tapiado. Sobre el ornamento de piedra que coronaba el ángulo de la tapia se había posado un cuervo. La miró mirar en derredor —no recordaba haber visto nunca uno tan cerca de la casa, eran audaces pero cautos—, y se remontó en vuelo y, dando una voltereta, se alejó aleteando pesadamente a través del parque.
Cras, cras
: eso es lo que según Fumo dicen los cuervos en latín.
Cras, cras
: mañana, mañana. Circundó el jardín tapiado. Su puertecita abovedada estaba abierta, invitándola a pasar, pero Alice no entró. Siguió andando por el gracioso sendero bordeado de hortensias que antaño, sostenidas por espalderas, crecían en matas ornamentales, altas y ordenadas y arrepolladas, pero que con el tiempo se habían desmoronado y hoy eran meras hortensias, y asfixiaban la alameda que estaban destinadas a contornear, y enturbiaban el paisaje que debían enmarcar: dos columnas dóricas que daban acceso al sendero que ascendía a la Colina. Siempre sin rumbo fijo, Alice echó a andar por ese sendero (rozando al pasar las últimas hortensias que se desfloraban con una lluvia de pétalos resecos, como mustios confetti), y empezó a subir la Colina.

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