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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (87 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Puede que éste sea el último —dijo Alice. Parecía imaginar los ataques como si fuesen estornudos, que uno grande al final limpiaba el sistema.

—Oh, apuesto a que no —dijo Fumo con mansedumbre—. No creo que deseemos que sea el último. No.

Bajaron las escaleras, sostenidos el uno en el otro.

—Aquí estamos —dijo Alice—. Aquí está Fumo.

—Hola, hola —dijo él. Sophie alzó la vista de su mesa, y sus hijas de sus tejidos, y él vio reflejado en sus rostros su propio dolor. El dedo le hormigueaba aún, pero él estaba entero, el anillo que durante tanto tiempo había usado no le había sido robado todavía.

Una condición: pero parecía una revelación. ¿Acaso la de ellas, se preguntó por primera vez, sería tan dolorosa como la suya?

—Bueno —dijo Sophie—. Podemos empezar. —Miró en torno al círculo de rostros que la observaba. Bebeaguas y Barnables, Pájaros, Flores, Piedras, y Matas, sus primos, vecinos y parientes. La claridad de la lámpara de bronce sobre la mesa dejaba en la penumbra para ella el resto del salón, como si estuviera sentada junto a un vivac mirando las caras de unas alimañas cuya conciencia y decisión ella, con la magia de sus palabras, debía despertar.

—Bueno —dijo—, he tenido una visita.

Capítulo 3

Mas, ¿cómo pudisteis imaginar que viajaríais por esa senda con sólo el pensamiento; cómo pensar en medir la Luna por el pez? No, hermanos míos; no penséis nunca que es corto ese camino; corazones de leones necesitáis tener para emprenderlo, no es corto y sus mares son profundos; largo tiempo deambularéis por él, de asombro en asombro, algunas veces sonriendo, otras llorando.

Attar
,
El parlamento de los pájaros

Había sido más fácil de lo que Sophie imaginara reunir allí esa noche a sus parientes y vecinos, aunque no le había sido tan fácil decidir convocarlos, ni qué les diría: porque ello la obligaba a romper un silencio antiguo, tan antiguo que ellos, allí en Bosquedelinde, ni siquiera recordaban que hubiera sido juramentado, un silencio que se violaba como un cofre cuya llave se ha perdido. Eso le había ocupado los últimos meses del invierno: eso, y hacer llegar el mensaje a las granjas cercadas por el fango y a las cabañas aisladas, y a la Capital y a la Ciudad, eso y fijar una fecha conveniente para todos.

¿Está lejos?

Casi todos, sin embargo, habían accedido a venir, extrañamente no sorprendidos por el mensaje; había sido casi como si hubiesen estado esperando largo tiempo una convocatoria de esa naturaleza. Y así había sido, aunque la mayor parte de ellos no lo supiera hasta que la recibió.

Cuando la joven visitante de Marge Junípero recorrió el pentágono de cinco pueblos que cierta noche, tiempo atrás, Jeff Junípero comparara con una estrella de cinco puntas para indicarle a Fumo Barnable el camino a Bosquedelinde, más de uno de los dormidos dueños de casa se había despertado, con la sensación de que alguien o algo pasaba por allí, y una especie de paz esperanzada había descendido sobre ellos, una feliz intuición de que sus vidas no acabarían todas, como ellos lo habían supuesto, antes de que se cumpliese, Comoquiera, una antigua promesa, o que aconteciera al menos algo importante. Sólo la primavera, se dijeron a sí mismos por la mañana: sólo la primavera que llega: el mundo es como es, y no de otra manera, y no depara sorpresas semejantes. Pero entonces la historia de Marge corrió de casa en casa, con nuevos pormenores al pasar de una a otra, y hubo conjeturas y suposiciones en torno de ella; así, no se sorprendieron —y los sorprendió el no sorprenderse— cuando fueron convocados a esta reunión.

Porque con ellos, con todas esas familias tocadas por August, educadas por Auberon y después por Fumo, y visitadas por Sophie en sus interminables rondas de solterona, sucedía lo mismo que la tía abuela Nora Nube suponía habría de acontecerles a los Bebeagua y a los Barnable. Al fin y al cabo, si en una época, casi cien años atrás, sus antepasados habían venido a afincarse en este lugar, era porque conocían la existencia de un Cuento, o la de sus narradores; algunos habían sido estudiantes y hasta discípulos. Habían estado, o en todo caso, gentes como los Flores habían estado o creído ser partícipes de un secreto; y muchos de ellos habían sido lo bastante ricos para no necesitar ocupar su tiempo en algo más que meditar largamente sobre el Cuento, en medio de los ranúnculos y el algodoncillo que crecían silvestres en esas fincas que compraban pero no cultivaban. Y aunque los tiempos difíciles habían empobrecido a sus descendientes, reduciendo a muchos de ellos a la categoría de artesanos, trabajadores eventuales, conductores de camiones de reparto, peones de granja, inextricablemente intercasados ahora con los lecheros y obreros a quienes sus bisabuelos no habían dirigido la palabra, seguían teniendo historias, historias que no se contaban en ningún otro lugar del mundo. Se habían empobrecido, sí; y el mundo (pensaban) se había vuelto duro y viejo y desesperadamente vulgar; pero ellos descendían de una casta de bardos y de héroes, y habían conocido antaño una edad de oro, y la tierra en torno de ellos estaba llena de vida y densamente poblada, aunque los tiempos presentes eran demasiado groseros para percibirla. Todos ellos se habían dormido, de niños, escuchando esas viejas historias; y más tarde cortejado con ellas, y las habían contado a sus propios hijos. La casona había sido siempre el tema para ellos, hubieran podido sorprender a sus moradores con lo mucho que sabían sobre ella y su historia. Sentados a la mesa o alrededor del fuego, hablaban en susurros de esas cosas, no teniendo en estos tiempos sombríos muchos otros entretenimientos y (aunque alterándolas en sus cuchicheos hasta transformarlas en historias muy diferentes) no las olvidaban. Y cuando llegó la convocatoria de Sophie, sorprendidos por no sorprenderse, soltaron sus herramientas, se quitaron los mandiles, aprontaron a sus hijos; y despertaron a puntapiés sus viejos carricoches; y fueron a Bosquedelinde y se enteraron del regreso de una hija perdida, y de un ruego urgente, y de un viaje que tendrían que emprender.

—Y hay una puerta —dijo Sophie, tocando una de las cartas (el arcano llamado Multiplicidad) que tenía ante ella— y esa puerta es esta casa. Y —tocando la carta siguiente— hay un perro junto a la puerta. —En el doble salón el silencio era absoluto.— Y más allá —dijo— hay un río, o algo que se parece a un río.

—Habla más alto, querida —dijo Mambé, que estaba sentada casi al lado de ella—. Nadie podrá oírte.

—Hay un río —dijo Sophie de nuevo, gritó casi. Se sonrojó. En la penumbra de su alcoba, con la certeza de Lila allí presente, todo había parecido... no fácil, no, pero claro al menos; el final todavía era claro para ella, pero eran los medios los que ahora había que considerar, los medios, y éstos no eran claros—. Y un puente que hay que cruzar, o una barca o un transbordador o en todo caso alguna forma de cruzarlo; y del otro lado un hombre viejo para guiarnos, que conoce el camino.

—¿El camino que lleva adonde? —aventuró tímidamente alguien a espaldas de ella; Sophie supuso que uno de los Pájaro.

—Allá —dijo otro—. ¿No estás escuchando?

—Allá, donde están ellos —dijo Sophie—. Allá, donde se celebrará el Parlamento.

—Oh —dijo la primera voz—. Oh, yo creía que
esto
era el Parlamento.

—No —dijo Sophie—. Será allí.

—Oh.

Volvió el silencio, y Sophie trató de recordar qué más sabía.

—¿Está lejos, Sophie? —preguntó Marge Junípero—. Algunos no podemos ir lejos.

—No lo sé —dijo Sophie—. No creo que pueda estar muy lejos; recuerdo que a veces parecía lejos, y a veces cerca; pero no creo que pueda estar demasiado lejos; quiero decir, demasiado lejos para que no podamos llegar; pero no lo sé.

Ellos esperaban. Sophie miró sus cartas, las barajó. ¿Y si estuviera demasiado lejos?

Florita dijo en voz baja:

—¿Es hermoso? Tiene que ser hermoso.

Retoño, a su lado, dijo:

—¡No! Peligroso. Y terrible. ¡Con alimañas para luchar! Es una guerra, ¿no es cierto, tía Sophie?

Ariel Halcopéndola miró de soslayo a los niños, y a Sophie.

—¿Es eso, Sophie? —dijo— ¿Es una guerra?

Sophie alzó la vista y extendió las palmas vacías.

—No lo sé —dijo—; yo creo que es una guerra; eso fue lo que dijo Lila. Es lo que tú dijiste —le dijo a Ariel, en un tono de ligero reproche—. Yo no lo sé. ¡No lo sé! —Se puso de pie, y se dio vuelta para mirarlos a todos. —Todo lo que yo sé es que tenemos que ir, tenemos que ir para ayudarlos. Porque si no vamos, ellos desaparecerán. Se están muriendo. ¡Eso lo sé! O yéndose, yéndose tan lejos, ocultándose tan lejos que será como si se murieran, ¡y todo por nosotros! Y pensad, pensad qué pasaría, cómo sería todo si ellos no existieran nunca más.

Ellos lo pensaron, o trataron de pensarlo, llegando cada uno a una distinta conclusión, o a una visión diferente, o a ninguna.

—Yo no sé dónde es —dijo Sophie— ni cómo iremos allí, ni qué podremos hacer para ayudar, ni por qué somos nosotros los que tenemos que ir; pero sé que tenemos, ¡que debemos intentarlo! Quiero decir, ni siquiera importa que queramos o no queramos ir, ¿no lo veis?, porque ni siquiera
estaríamos
aquí si no fuera por ellos; yo sé que es así. No ir ahora..., eso sería algo así como nacer y crecer, y casarse y tener hijos, y de pronto, de buenas a primeras, decir: He cambiado de parecer, preferiría no haber..., cuando ya no habría allí ni una sola persona siquiera para
decir
que preferiría no haber, a menos que ya
hubiera
. ¿Os dais cuenta? Y con ellos pasa lo mismo. Nosotros no podríamos rehusar a menos que fuésemos los que estamos destinados a ir, a menos que todos fuésemos a ir, en primer lugar.

Paseó una mirada en torno, observando a cada uno, Bebeaguas y Barbables, Pájaros, Piedras, Flores, Matas y Lobos; Charles Viñas y Cherry Lago, Retoño y Florita, Ariel Halcopéndola y Marge Junípero; Sonny Mediodía, el viejo Phil Flores y los hijos e hijas de Phil, los nietos y biznietos y tataranietos. Echaba terriblemente de menos a su tía Nube, que hubiera podido decir de una forma tan sencilla e incontrovertible todas esas cosas. Llana Alice, mejilla en mano, se limitaba a mirarla, y le sonreía; las hijas de Alice cosían tranquilas, como si todo lo que Sophie acababa de decir fuese tan claro como el agua, por absurdo que le pareciera a Sophie mientras lo decía. Su madre asentía sensatamente, pero quizá no había oído bien, y los rostros de sus primos alrededor de ella parecían vivaces y atontados, claros y obscuros, transfigurados o imperturbables.

—Os he dicho todo lo que sé —dijo Sophie, desesperada—. Todo lo que Lila dijo: que hay cincuenta y dos, y que tiene que ser el día del solsticio de verano, y que ésta es la puerta, como siempre lo ha sido; y que las cartas son un mapa, y lo que ellas dicen, hasta donde yo puedo verlo, acerca del perro y el río y todo lo demás. Ahora tenemos que pensar, pensar qué hacer.

Y todos pensaron, desde luego, muchos no demasiado habituados al ejercicio; muchos, aunque con las manos sobre la frente o las puntas de los dedos unidas, se perdían en conjeturas disparatadas o sensatas, o se abismaban en sus recuerdos; miraban o contaban las musarañas; sentían sus dolores, viejos o nuevos, y se preguntaban qué podían presagiar éstos, este viaje u otro distinto, o rumiaban simplemente, mascando y saboreando la propia familiar naturaleza, o rememorando antiguos miedos o viejas consejas, o evocando el amor o el bienestar; o no hacían ninguna de estas cosas.

—Podría ser fácil —dijo Sophie con fervor—. Podría ser. ¡Un solo paso! O podría ser difícil. Tal vez —dijo—, sí, quizá no sea un solo camino, no el mismo camino para todos... Pero
hay
un camino, tiene que haber. Tenéis que pensar en él,
cada uno
de vosotros, tenéis que
imaginarlo
.

Ellos lo intentaban, agitándose en sus asientos, cruzando de otra forma las piernas; pensando norte, sur, este, oeste; pensando en cómo era que estaban aquí, en todo caso, suponiendo que si pudiera verse un sendero hacia
allá
, entonces tal vez su continuación sería clara; y en el silencio del pensar oyeron un sonido que ninguno de ellos había escuchado aún ese año: los pajaritos, depertando de súbito con su única palabra.

—Bueno —dijo Sophie, y se sentó. De un manotazo juntó las cartas como si hubiesen acabado de contar su parte de la historia—. Sea como sea. Iremos paso a paso. Tenemos toda la primavera por delante. Entonces nos reuniremos, simplemente, y veremos. No se me ocurre nada más.

—Pero Sophie —dijo Tacey, dejando a un lado su costura—, si la casa es la puerta...

—Y —dijo Lily soltando la suya—, si nosotros estamos en ella...

—Si es así —dijo Lucy—, ¿no estamos yendo ya, de todos modos?

Sophie miró a sus tres sobrinas. Lo que ellas acababan de decir era perfectamente lógico, tenía sentido, sentido común.

—No lo sé —dijo.

—Sophie —dijo Fumo, que había permanecido de pie, cerca de la puerta. Desde el comienzo de la asamblea no había dicho una sola palabra—. ¿Puedo preguntar una cosa?

—Por supuesto —dijo Shopie.

—¿Cómo —dijo Fumo—, cómo volveremos?

En el silencio de Sophie adivinó la respuesta, la que él había esperado, la única cosa que todos los presentes habían sospechado respecto del lugar del que ella les hablara. En el silencio que ella había creado, y que nadie rompió, Sophie agachó la cabeza; todos oyeron su respuesta y en ella, escondida, la verdadera pregunta que se les formulaba, la que Sophie no sabía muy bien cómo expresar.

Comoquiera que sea, todos eran familia, pensó Sophie; o en todo caso, si venían, contaban, y si no, no, así de sencillo. Abrió la boca para preguntar: ¿Vendréis, entonces?, pero sus rostros, tan diversos, tan familiares, la intimidaron, y no pudo hacerlo.

—Bueno —dijo; a través de las lágrimas centelleantes que le empañaban los ojos, los veía ahora confusos, borrosos—. Esto es todo, supongo.

Retoño y Florita saltaron del sillón.

—Ya sé —dijo la niña—. Nos cogemos todos de la mano, en un círculo, para juntar fuerzas, y decimos todo a la par: «¡Iremos!». —Miró en derredor.— ¿De acuerdo?

Hubo algunas risas y algunas objeciones, y su madre la atrajo hacia ella y le dijo que quizá no todos quisieran hacer eso, pero ella, tomando la mano de su hermano, empezó a acuciar a sus primos y tías y tíos para que se acercasen y se tomaran de la mano, eludiendo tan sólo a la Dama del Bolso de Cocodrilo; acto seguido se le ocurrió que quizá el círculo sería más fuerte si todos cruzaban los brazos y se cogían de la mano con la mano opuesta, con el resultado de que el círculo sería más pequeño, y que cuando consiguiera tenerlo unido en un lugar se rompería en otro.

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