Preludio a la fundación (52 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Preludio a la fundación
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–Adhesión -le corrigió Dors.

–Algo así, y que ellos estaban nerviosos por hacer lo que la mujer decía. Dijo que querían al viejo, o nada. Que si estaba demasiado enfermo para ser Alcalde, buscaran a otro, pero que no querían a una mujer.

–¿No una mujer? ¿Estás seguro?

–Eso es lo que él dijo. Se lo contó en un murmullo. Estaba muy nervioso, y ella tan furiosa, que casi no podía hablar. Entonces ella gritó: «Me lo cargaré». Mañana todos le jurarán fidelidad y el que se niegue, sea quien sea, «lo lamentará antes de que haya pasado una hora». Es exactamente lo que ella dijo. Y se acabó el paseo, y volvimos todos, y no volvió a hablarme en todo el tiempo. Permaneció sentada, enfadada y furiosa.

–Bien -dijo Dors-. No le cuentes esto a nadie, Raych.

–Claro que no. ¿Es lo que usted quería?

–Precisamente, lo que yo quería. Lo has hecho muy bien, Raych. Ahora, vete a tu cuarto y olvídate de todo. Ni siquiera pienses en ello.

Una vez Raych hubo salido, Dors se volvió hacia Seldon.

–Muy interesante -comentó ella-. Las hijas han sucedido a los padres, o a las madres, y han sido alcaldesas u otros cargos importantes en diferentes ocasiones. Ha habido Emperatrices reinantes, como indudablemente sabes, y no recuerdo que en toda la Historia se haya cuestionado nunca si las servían o no. Y eso me hace pensar, ¿por qué, precisamente ahora, en Wye, surge el problema?

–¿Por qué no? – observó Seldon-. Hace poco hemos estado viviendo en Mycogen, donde las mujeres no cuentan para nada y no pueden ostentar cargos ni dignidades por insignificantes que éstos sean.

–Sí, por supuesto, pero eso representa una excepción. Hay otros lugares en los que las mujeres dominan. No obstante, en su mayor parte, el Gobierno y el poder han estado más o menos equilibrados entre ambos sexos. Si hay más hombres que tienden a ocupar altos cargos, suele ser debido a que las mujeres tienden a verse más sujetas, biológicamente, a los hijos.

–Pero, ¿cuál es la situación de Wye?

–Equisexual, por lo que yo sé. Rashelle no dudó en asumir el poder mediante la Alcaldía, y me imagino que el viejo Mannix no vaciló en cedérselo. Y ahora se ha sentido sorprendida y furiosa al encontrarse con la oposición de los hombres. No podía esperar algo así.

–Estás encantada con todo esto, ¿verdad? – preguntó Seldon-. ¿Por qué?

–Muy sencillo. Se trata de algo tan poco natural, que debe ser provocado, y me imagino que Hummin tiene algo que ver con esa provocación.

–¿Piensas eso?

–Sí.

–¿Sabes una cosa?, yo también.

89

Era su décimo día en Wye y por la mañana. La señal de la puerta de Hari Seldon sonó mientras la voz excitada de Raych gritaba del otro lado:

–¡Señor, señor! ¡Es la guerra!

Seldon tardó unos segundos en despejarse, despertar del todo y saltar de la cama. Temblaba ligeramente (los wyeianos preferían sus domicilios más bien fresquitos, lo había descubierto a poco de llegar), cuando fue a abrir la puerta.

Raych entró de un salto, con los ojos muy abiertos, excitado.

–¡Doctor Seldon, tienen a Mannix, el viejo alcalde! ¡Ellos tienen…!

–¿Quiénes tienen, Raych? – le interrumpió Seldon.

–Los Imperiales. Sus jets llegaron anoche de todas partes. Las holonoticias están diciéndolo todo ahora. Las hemos oído en el cuarto de la señora. Dijo que le dejara dormir, pero yo he pensado que usted querría saberlo.

–Y tenías razón -declaró Seldon, entreteniéndose sólo para echarse un albornoz por encima y precipitarse a la habitación de Dors.

Ella se encontraba vestida del todo y contemplaba el holoproyector.

Sentado al otro lado de una mesa, había un hombre, con la insignia de la Nave y el Sol en la parte izquierda de su guerrera. A ambos lados suyos, dos soldados, también con la misma insignia, se mantenían de pie, armados. El oficial iba diciendo:

–… Se halla bajo control pacífico de su Majestad Imperial. El Alcalde Mannix está a salvo, bien y en plena posesión de sus funciones de alcalde bajo la protección de las tropas Imperiales. No tardará en encontrarse ante vosotros para tranquilizar a todos los habitantes de Wye y pedir a sus tropas que depongan las armas.

Había otras holonoticias por parte de periodistas con voces indiferentes, todos ellos con la insignia Imperial en los brazaletes. Las noticias eran siempre las mismas: la rendición de ésta u otra unidad de las Fuerzas de Seguridad de Wye, tras disparar unas pocas ráfagas para que quedara patente… Otras veces, sin ninguna resistencia. Ese centro ciudadano y aquel otro estaban ocupados… Y mostraban repetidas vistas de la muchedumbre contemplando, sombría, cómo las Fuerzas Imperiales desfilaban por las calles.

–Ha sido perfectamente ejecutado, Hari -comentó Dors-. Una sorpresa completa. No han tenido ni la oportunidad de resistirse y no se ha presentado ninguna de las consecuencias.

El alcalde, Mannix IV, apareció en la pantalla, tal como les habían prometido. Se mantenía erguido y, tal vez para salvar las apariencias, no había Imperiales a la vista, aunque Seldon estaba casi seguro de que un número adecuado de ellos se encontraba presente, fuera del alcance de la cámara.

Mannix era viejo, pero su fuerza, aunque disminuida, seguía siendo aparente. Sus ojos no miraron a la holocámara y sus palabras fueron pronunciadas como si alguien le estuviera obligando, mas, de acuerdo con lo prometido, aconsejó a los habitantes de Wye que mantuvieran la calma, que no ofrecieran resistencia, que mantuvieran Wye a salvo de cualquier daño y que cooperaran con el Emperador, quien, era de esperar, seguiría en el trono durante mucho tiempo.

–No ha mencionado a Rashelle -comentó Seldon-. Es como si su hija no existiera.

–Nadie la ha mencionado y este lugar, que es después de todo, su residencia, o una de ellas, no ha sido atacado. Incluso si consigue huir y refugiarse en algún Sector vecino, dudo que se encuentre a salvo en Trantor por mucho tiempo.

–Tal vez no -oyeron que decía una voz-, pero creo que seguiré aquí a salvo por un tiempo.

Rashelle entró. Iba correctamente vestida, y parecía muy tranquila. Incluso sonreía, aunque no era una sonrisa alegre, sino más bien un rictus que dejaba los dientes al descubierto.

Los tres la miraron sorprendidos durante unos segundos, y Seldon se preguntó si le quedaría alguno de sus sirvientes o si habían desertado al menor signo de adversidad.

–Veo, Señora Alcaldesa -dijo Dors con cierta frialdad-, que sus esperanzas de un golpe de Estado no han podido cumplirse. En apariencia, ellos se le han adelantado.

–No se me han adelantado. Me han traicionado. Mis oficiales han sido manejados y, contra toda la Historia, y todo lo racional, se han negado a luchar por una mujer, y sí por su anciano amo. Y, traidores como son, han dejado que su anciano amo fuera apresado de forma que no pueda dirigirles en la resistencia.

Buscó una silla y se sentó.

–Y, ahora, el Imperio continuará su decadencia y acabará muriendo, mientras que yo estaba preparada para darle nueva vida.

–Creo -observó Dors- que el Imperio ha evitado un período indefinido de inútil lucha y destrucción. Que esto le sirva de consuelo, Señora Alcaldesa.

Pero Rashelle pareció no oírle.

–Tantos años de preparación destruidos en una noche. – Se quedó allá sentada, vencida, descorazonada, como si hubiera envejecido veinte años.

–No puede haber sido hecho en una sola noche -dijo Dors-. Sobornar a sus oficiales, si ocurrió así, tuvo que ser labor de mucho tiempo.

–En eso, Demerzel es un maestro y ha quedado claro que le subestimé. ¿Cómo lo hizo? Lo ignoro. Quizá por medio de amenazas, dinero, argumentos falsos y suaves… Es un maestro en el arte de la traición y el disimulo… Yo hubiera debido darme cuenta. Calló durante unos instantes y, después, prosiguió-: Si, por su parte, sólo hubiera empleado la fuerza, yo no hubiera tenido problemas para destruir todo cuanto se nos opusiera. ¿Quién podía pensar que Wye sería traicionado, que un juramento de lealtad podía olvidarse con tanta facilidad?

Seldon, maquinalmente racional, objetó:

–Pero supongo que el juramento fue hecho a su padre no a usted.

–¡Tonterías! – protestó Rashelle vigorosamente-. Cuando mi padre me cedió la alcaldía, como dentro de la legalidad podía hacer, automáticamente, me traspasó todos los juramentos de lealtad que se le habían hecho a él. Existe un amplio precedente de ello. Es costumbre que el juramento se repita ante el nuevo gobernante, pero no es más que una ceremonia y no un requisito legal. Mis oficiales lo sabían; sin embargo, han preferido olvidarlo. Emplean el hecho de que yo sea una mujer como excusa porque tiemblan de miedo ante la venganza imperial, la cual nunca les habría alcanzado si se hubieran mantenido firmes, o se estremecen en espera de las recompensas prometidas, recompensas que jamás verán…, si conozco a Demerzel.

De repente, se volvió hacia Seldon.

–Es a ti a quien quiere, ¿sabes? Demerzel nos atacó por ti.

–¿Por qué por mí? – preguntó Seldon, sobresaltado.

–¡No seas tonto! Por la misma razón que te quería yo: para utilizarte como instrumento, desde luego -suspiró-. Al menos, no he sido traicionada del todo. Todavía me quedan soldados leales… ¡Sargento!

El sargento Thalus entró con paso cauto y silencioso que parecía incongruente, dado su tamaño. Su uniforme aparecía impecable; su largo bigote rubio, perfectamente rizado.

–Señora Alcaldesa -dijo, cuadrándose. Seguía siendo en su aspecto un pedazo de carne con ojos, como Seldon le había calificado… Un hombre que obedecía las órdenes ciegamente, ajeno por completo al nuevo y cambiado estado de cosas.

Rashelle sonrió a Raych con tristeza.

–Y ahora tú, pequeño Raych. Pensaba poder hacer algo de ti. Al parecer, ya no podré hacerlo.

–Hola, sen…
Madam
-dijo Raych, turbado.

–Y también quise hacer algo por ti, doctor Seldon, y también debo pedirte perdón. No podré.

–Por mí,
Madam
, no debe tener remordimientos.

–Pues los tengo. No puedo dejar que Demerzel se apodere de ti. Sería una victoria más para él, pero hay algo que tal vez lo remedie.

–Nunca trabajaría para él,
Madam
, se lo aseguro, como tampoco hubiera trabajado para usted.

–No es cuestión de trabajar para él. Es permitir que te utilice. Adiós, doctor Seldon… ¡Sargento, desintégrelo!

El sargento sacó su desintegrador al momento y Dors, con un grito, saltó hacia delante…, pero Seldon pudo conseguir cogerla por el codo. La sujetó, desesperado.

–¡Atrás, Dors! – gritó-. A ti te matará. A mí, no. Raych, tú retrocede también. No te muevas.

Seldon se encaró con el sargento.

–Vacila, sargento, porque sabe que no puede dispararme. Pude haberle matado hace diez días, pero no lo hice. En aquel momento, usted me dio su palabra de honor de que me protegería.

–¿Qué estás esperando? – gritó Rashelle-. He dicho que le dispares, sargento.

Seldon no habló nada más. Se quedó quieto mientras el sargento, con ojos desorbitados, mantenía su desintegrador apuntando con firmeza a la cabeza de Seldon.

–¡Te he dado una orden! – chilló Rashelle.

–Tengo su palabra -dijo Seldon.

–De un modo u otro estoy deshonrado -exclamó el sargento Thalus con voz entrecortada. Luego, bajó la mano y el desintegrador cayó al suelo.

–Entonces, ¡también tú me traicionas! – gritó Rashelle.

Antes de que Seldon pudiera moverse o Dors librarse de su mano, Rashelle se apoderó del arma, se volvió al sargento y apretó el botón de contacto.

Seldon jamás había visto a nadie desintegrado. De un modo u otro, a juzgar por el nombre del arma, esperaba un ruido fuerte, una explosión de carne y sangre. Este desintegrador, al menos, no hacía nada parecido. De los órganos internos desintegrados dentro del cuerpo del sargento, Seldon no podía saber nada, pero el sargento, sin un cambio de expresión, sin un rictus de dolor, se desplomó muerto, sin la menor duda, sin la menor esperanza.

Y Rashelle volvió el desintegrador hacia Seldon con tal firmeza, que eliminó cualquier esperanza que éste hubiera podido tener de seguir con vida. Pero Raych saltó en el momento en que el sargento cayó al suelo. Se precipitó entre Rashelle y Seldon, mientras agitaba las manos como un loco.

–¡Señora, señora, no dispare! – gritó.

Por un segundo, Rashelle pareció confusa.

–Apártate, Raych, no quiero hacerte daño.

Aquel segundo de vacilación fue lo único que Dors necesitó. Se soltó violentamente, y se lanzó sobre Rashelle. Ésta cayó con un grito, y el desintegrador fue a parar al suelo por segunda vez.

Raych lo recuperó.

–Dámelo, Raych -murmuró Seldon, con un hondo suspiro.

Pero el muchachito retrocedió.

–No irá a matarla, ¿verdad, doctor Seldon? Ha sido buena conmigo.

–No pienso hacerlo, Raych. Ella mató al sargento y me hubiera matado a mí, pero no disparó por no hacerte daño a ti, y por eso dejaremos que viva.

Fue Seldon quien se sentó ahora, con el desintegrador en la mano, mientras Dors retiraba el látigo neurónico de la otra funda del sargento muerto.

Una nueva voz se oyó resonar:

–Yo me ocuparé de ella ahora, Seldon.

Éste levantó la mirada y exclamó con alegría:

–¡Hummin! ¡Por fin!

–Lamento haber tardado tanto, Seldon. Tenía mucho que hacer. ¿Qué tal, doctora Venabili? Deduzco que ésta es Rashelle, la hija de Mannix. Pero, ¿quién es el chico?

–Raych es un pequeño dahlita amigo nuestro.

Entraron unos soldados que, a un gesto de Hummin, levantaron a Rashelle respetuosamente.

Dors, al fin libre de su intensa vigilancia de la otra mujer, se arregló las ropas con la mano y se alisó la blusa. De pronto, Seldon se dio cuenta de que todavía iba en albornoz.

Rashelle, liberándose de los soldados con un gesto de desprecio, preguntó a Seldon, señalando a Hummin:

–¿Quién es éste?

–Chetter Hummin, un amigo mío y protector en este planeta.

–¿Tu protector? – Rashelle lanzó una carcajada de loca-. ¡Idiota! ¡Insensato! Este hombre es Demerzel, y si te fijas en tu compañera Venabili, verás por su expresión que está perfectamente enterada de ello. ¡Has caído de lleno en la trampa, estarás mucho peor de lo que estabas conmigo!

90

Hummin y Seldon se sentaron a almorzar aquel día, completamente solos, pero un gran silencio pesaba sobre ellos.

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