Primavera con una esquina rota

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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

BOOK: Primavera con una esquina rota
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Primavera con una esquina rota es un testimonio directo y dolorido, un libro emotivo y exaltante que trata de una sociedad escindida, fracturada por la represión y el autoritarismo, e intenta ser un puente entre dos regiones —el Uruguay bajo la dictadura y el Uruguay del exilio— que constituyen un solo y lacerado país.

Más allá de los acontecimientos políticos, la novela se centra en la profunda conmoción que éstos provocan en las relaciones humanas de los individuos que los sufren.

Como en el resto de su obra, Mario Benedetti combina aquí ternura, denuncia, pasión, amor e Historia para transmitir al lector un mensaje de esperanza: la primavera, aunque mutilada, relevará por fin a un invierno que se anunciaba inacabable.

Mario Benedetti

Primavera con una esquina rota

ePUB v1.0

Narukei
16.06.12

Título original:
Primavera con una esquina rota

Mario Benedetti, 1982.

Diseño/retoque portada: Jesús Acevedo

Editor original: Narukei v1.0

ePub base v2.0

A la memoria de mi padre

de mi padre (1897-1971)

que fue químico

y buena gente

Se soubesse que amanhā morria

E a primavera depois de amanhā,

Morreira contente, porque ela era depois de amanhā.

FERNANDO PESSOA

Almanaque caduco, espejo roto.

RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN

Intramuros
(Esta noche estoy solo)

Esta noche estoy solo. Mi compañero (algún día sabrás el nombre) está en la enfermería. Es buena gente, pero de vez en cuando no viene mal estar solo. Puedo reflexionar mejor. No necesito armar un biombo para pensar en vos. Dirás que cuatro años, cinco meses y catorce días son demasiado tiempo para reflexionar. Y es cierto. Pero no son demasiado tiempo para pensar en vos. Aprovecho para escribirte porque hay luna. Y la luna siempre me tranquiliza, es como un bálsamo. Además ilumina, así sea precariamente, el papel, y esto tiene su importancia porque a esta hora no tenemos luz eléctrica. En los dos primeros años ni siquiera tenía luna, así que no me quejo. Siempre hay alguien que está peor, como concluía Esopo. Y hasta peorísimo, como concluyo yo.

Es curioso. Cuando uno está afuera e imagina que, por una razón o por otra, puede pasar varios años entre cuatro paredes, piensa que no aguantaría, que eso sería sencillamente insoportable. No obstante, es soportable, ya se ve. Al menos yo lo he soportado. No niego haber pasado momentos de desesperación, además de aquellos en que la desesperación incluye sufrimiento físico. Pero ahora me refiero a la desesperación pura, cuando uno empieza a calcular, y el resultado es esta jornada de clausura, multiplicada por miles de días. No obstante, el cuerpo es más adaptable que el ánimo. El cuerpo es el primero que se acostumbra a los nuevos horarios, a sus nuevas posturas, al nuevo ritmo de sus necesidades, a sus nuevos cansancios, a sus nuevos descansos, a su nuevo hacer y a su nuevo no hacer. Si tenés un compañero, lo podés medir al principio como a un intruso. Pero de a poco se va convirtiendo en interlocutor. El de ahora es el octavo. Creo que con todos me he llevado bastante bien. Lo bravo es cuando las desesperaciones no coinciden, y el otro te contagia la suya, o vos le contagiás la tuya. O también puede ocurrir que uno de los dos se oponga resueltamente al contagio y esa resistencia origine un choque verbal, un enfrentamiento, y en esos casos justamente la condición de clausura ayuda poco, más bien exacerba los ánimos, le hace a uno (y al otro) pronunciar agravios, y, algunas veces, hasta decir cosas irreparables que enseguida agudizan su significado por el mero hecho de que la presencia del otro es obligatoria y por tanto inevitable. Y si la situación se pone tan dura que los dos ocupantes del lugarcito no se dirijan la palabra, entonces tal compañía, embarazosa y tensa, lo deteriora a uno mucho más, y más rápidamente, que una soledad total. Por suerte, en este ya largo historial, tuve un solo capítulo de este estilo, y duró poco. Estábamos tan podridos de ese silencio a dos voces, que una tarde nos miramos y casi simultáneamente empezamos a hablar. Después fue fácil.

Hace aproximadamente dos meses que no tengo noticias tuyas. No te pregunto qué pasa porque sé lo que pasa. Y lo que no. Dicen que dentro de una semana todo se regularizará otra vez. Ojalá. No sabés lo importante que es una carta para cualquiera de nosotros. Cuando hay recreo y salimos, de inmediato se sabe quiénes recibieron cartas y quiénes no. Hay una extraña iluminación en los rostros de los primeros, aunque muchas veces traten de ocultar su alegría para no entristecer más a los que no tuvieron esa suerte. En estas últimas semanas, por razones obvias, todos estábamos con caras largas, y eso tampoco es bueno. De modo que no tengo respuesta a ninguna pregunta tuya, sencillamente porque carezco de tus preguntas. Pero yo sí tengo preguntas. No las que vos ya sabés sin necesidad de que te las haga, y que, dicho sea de paso, no me gusta hacerte para no tentarte a que alguna vez (en broma, o lo que sería muchísimo más grave, en serio) me digas: «Ya no.» Simplemente quería preguntarte por el Viejo. Hace mucho que no me escribe. Y en este caso tengo la impresión de que no hay ninguna otra causa para la no recepción de cartas. Sólo que hace mucho que no me escribe. Y no sé por qué. Repaso a veces (sólo mentalmente, claro) lo que recuerdo haberle escrito en algunos de mis breves mensajes, pero no creo que haya habido en ellos nada que lo hiriera. ¿Lo ves a menudo? Otra pregunta: ¿cómo le va a Beatriz en la escuela? En su última cartita me pareció notar cierta ambigüedad en sus datos. ¿Te das cuenta de que te extraño? Pese a mi capacidad de adaptación, que no es poca, ésta es una de las faltas a las que ni mi ánimo ni mi cuerpo se han acostumbrado. Al menos, hasta hoy. ¿Llegaré a habituarme? No lo creo. ¿Vos te habituaste?

Heridos y contusos
(Hechos políticos)

—Graciela —dijo la niña, con un vaso en la mano—. ¿Querés limonada?

Vestía una blusa blanca, pantalones vaqueros, sandalias. Los cabellos negros, largos aunque no demasiado, sujetos en la nuca con una cinta amarilla. La piel muy blanca. Nueve años; diez, quizá.

—Ya te he dicho que no me llames Graciela.

—¿Por qué? ¿No es tu nombre?

—Claro que es mi nombre. Pero prefiero que me digas mamá.

—Está bien, pero no entiendo. Vos no me decís hija, sino Beatriz.

—Es otra cosa.

—Bueno, ¿querés limonada?

—Si, gracias.

Graciela aparenta treinta y dos o treinta y cinco años, y tal vez los tenga. Lleva una pollera gris y una camisa roja. Pelo castaño, ojos grandes y expresivos. Labios cálidos, casi sin pintura. Mientras hablaba con su hija, se había quitado los anteojos, pero ahora se los coloca de nuevo para seguir leyendo.

Beatriz deja el vaso con limonada en una mesita que tiene dos ceniceros, y sale de la habitación. Pero al cabo de cinco minutos vuelve a entrar.

—Ayer en la clase me peleé con Lucila.

—Ah.

—¿No te interesa?

—Siempre te peleás con Lucila. Debe ser una forma que ustedes dos tienen de quererse. Porque son amigas, ¿no?

—Somos.

—¿Y entonces?

—Otras veces nos peleamos casi como un juego, pero ayer fue en serio.

—Ah sí.

—Habló de papá.

Graciela se quita otra vez los anteojos. Ahora muestra interés. Bebe de una sola vez la limonada.

—Dijo que si papá está preso debe ser un delincuente.

—¿Y vos qué respondiste?

—Yo le dije que no. Que era un preso político. Pero después pensé que no sabía bien qué era eso. Siempre lo oigo, pero no sé bien qué es.

—¿Y por eso te peleaste?

—Por eso, y además porque me dijo que en su casa el padre dice que los exiliados políticos vienen a quitarle trabajo a la gente del país.

—¿Y vos qué respondiste?

—Ahí no supe qué decirle, y entonces le di un golpe.

—Así el papá podrá decir ahora que los hijos de los exiliados castigan a su nena.

—En realidad no fue un golpe, sino un golpecito. Pero ella reaccionó como si la hubiera lastimado.

Graciela se agacha para arreglarse una media, y quizá también para tomarse una tregua o reflexionar.

—Está mal que la hayas golpeado.

—Me imagino que sí. Pero, ¿qué iba a hacer?

—También es cierto que su padre no debería decir esas cosas. El sobre todo tendría que comprendernos mejor.

—¿Por qué
él
sobre todo?

—Porque es un hombre con cultura política.

—¿Vos sos una mujer con cultura política?

Graciela ríe, se afloja un poco, y le acaricia el pelo.

—Un poco sí. Pero me falta mucho.

—¿Te falta para qué?

—Para ser como tu padre, por ejemplo.

—¿El está preso por culpa de su cultura política?

—No exactamente por eso. Más bien por hechos políticos.

—¿Querés decir que mató a alguien?

—No, Beatriz, no mató a nadie. Hay otros hechos políticos.

Beatriz se contiene. Parece a punto de llorar, y sin embargo está sonriendo.

—Andá, traeme más limonada.

—Sí, Graciela.

Don Rafael
(Derrota y derrotados)

Lo esencial es adaptarse. Ya sé que a esta edad es difícil. Casi imposible. Y sin embargo. Después de todo, mi exilio es mío. No todos tienen un exilio propio. A mí quisieron encajarme uno ajeno. Vano intento. Lo convertí en mío. ¿Cómo fue? Eso no importa. No es un secreto ni una revelación. Yo diría que hay que empezar a apoderarse de las calles. De las esquinas. Del cielo. De los cafés. Del sol y, lo que es más importante, de la sombra. Cuando uno llega a percibir que una calle no le es extranjera, sólo entonces la calle deja de mirarlo a uno como a un extraño. Y así con todo. Al principio yo andaba con un bastón, como quizá corresponda a mis sesenta y siete años. Pero no era cosa de la edad. Era una consecuencia del desaliento.
Allá
, siempre había hecho el mismo camino para volver a casa. Y
aquí
echaba eso de menos. La gente no comprende ese tipo de nostalgia. Creen que la nostalgia sólo tiene que ver con cielos y árboles y mujeres. A lo sumo, con militancia política. La patria, en fin. Pero yo siempre tuve nostalgias más grises, más opacas.

Por ejemplo, ésa. El camino de vuelta a casa. Una tranquilidad, un sosiego, saber qué viene después de cada esquina, de cada farol, de cada quiosco.
Aquí
, en cambio, empecé a caminar y a sorprenderme. Y la sorpresa me fatigaba. Y por añadidura no llegaba a casa,
sino a la habitación
. Cansado de sorprenderme, eso sí. Tal vez por eso recurrí al bastón. Para aminorar tantas sorpresas. O quizá para que los compatriotas que iba encontrando, me dijeran: «Pero, don Rafael, usted
allá
no usaba bastón», y yo pudiera contestarles: «Bueno, tampoco vos usabas guayabera.» Sorpresa por sorpresa. Uno de esos asombros fue una tienda con máscaras, de colores un poco abusivos, hipnotizantes. No podía habituarme a las máscaras, aunque siempre fueran las mismas. Pero junto con la recurrencia de las máscaras, se repetía también mi deseo, o quizá mi expectativa, de que las máscaras cambiaran, y diariamente me asombraba encontrar las mismas. Y entonces el bastón me ayudaba. ¿Por qué? ¿Para qué? Bueno, para apoyarme cuando me asaltaba esa modesta decepción de todas las tardes, quiero decir cuando comprobaba que las máscaras no habían cambiado. Y debo reconocer que mi expectativa no era tan absurda. Porque la máscara no es un rostro. Es un artificio, ¿no? Un rostro cambia sólo por accidente. Quiero decir en su estructura; no en su expresión, que ésta sí es variable. En cambio, una máscara puede cambiar por miles de motivos. Digamos: por ensayo, por experimentación, por ajuste, por mejoría, por deterioro, por sustitución. Sólo a los tres meses comprendí que no podía esperar nada de las máscaras. No iban a cambiar esas empecinadas, esas tozudas. Y empecé a fijarme en los rostros. Al fin de cuentas, fue un buen cambio. Los rostros no se repetían. Venían hacia mí, y dejé el bastón. Ya no tenía que apoyarme para soportar el estupor. Quizá cada rostro no cambiara con los días, sino con los años, pero los que venían a mí (con excepción de una mendiga huesuda y tímida) eran siempre nuevos. Y con ellos venían todas las clases sociales, en autos impresionantes, en autitos modestos, en autobuses, en sillas de ruedas, o simplemente caminando. Ya no eché de menos el camino, montevideano y consabido, de vuelta a casa. En la nueva ciudad había nuevos derroteros. Derrotero viene de derrota, ya lo sé. Nuestra derrota no será total, pero es derrota. Ya lo había comprendido, pero lo confirmé plenamente cuando di la primera clase. El alumno se puso de pie y pidió permiso para preguntar. Y preguntó: «Maestro, ¿por qué razón su país, una asentada democracia liberal, pasó tan rápidamente a ser una dictadura militar?» Le pedí que no me llamara maestro. No es nuestra costumbre. Pero se lo pedí solamente para organizar la respuesta. Le dije lo consabido: que el proceso empezó mucho antes, no en la calma, sino en el subsuelo de la calma. Y fui anotando en el pizarrón los varios rubros, los períodos, las caracterizaciones, los corolarios. El muchacho asintió. Y yo leí en sus ojos comprensivos toda la dimensión de mi derrota, de mi derrotero. Y desde entonces regreso cada tarde por una ruta distinta. Por otra parte, ahora ya no vuelvo a
una habitación
. Tampoco es una casa. Es simplemente un apartamento, o sea, un simulacro de casa: una habitación con agregados. Pero la nueva ciudad me gusta, ¿por qué no? Su gente —menos mal— tiene defectos. Y es muy entretenido especializarme en ellos. Las virtudes —por supuesto también las poseen— generalmente aburren. Los defectos, no. La cursilería, por ejemplo, es una zona prodigiosa, en la que nunca acabo de especializarme. Mi bastón, sin ir más lejos, era un amago de cursilería, y sin embargo tuve que abandonarlo. Cuando me siento cursi, me desprecio un poquito, y eso es malísimo. Porque nunca es bueno despreciarse, a menos que existan fundadas razones, que no es mi caso.

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