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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (24 page)

BOOK: Puerto humano
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Levantó la mano y estudió la nervadura de la hoja como si estuviera tratando de descifrar un texto extraño. Allí no había nada, la hoja no tenía ningún mensaje que darle. El viento contuvo la respiración y todo permaneció en calma.

Aquí estoy yo
.

Le brotó del cuerpo una alegría repentina e inesperada. Simon miró a su alrededor y estuvo a punto de llorar. Experimentó una gratitud rebosante por el simple hecho de existir. De poder pasear por debajo de un árbol en otoño y que pudiera caer una hoja en su mano. Ese era el mensaje de la hoja, un aviso:
Existes. Caí y te interpusiste en mi camino. No estoy en el suelo, luego existes
.

No, la hoja no estaba en el suelo y Simon no yacía muerto bajo el árbol ni en el cañaveral. Sus caminos se habían cruzado y ahí estaban ahora. Es posible que Simon estuviera hipersensible después de todo lo que había ocurrido, pero aquello le pareció un milagro.

Ya no quería marcharse a casa. Cambió de dirección y se dirigió cuesta arriba hacia la casa de Anna-Greta con la hoja en la mano mientras sonaban en su cabeza unos versos de una canción de Evert Taube.

Bien, ¿y quién ha dicho que tú podrás ver y escuchar el rugido del mar mientras le cantas y te adormeces en sus olas?

El ambiente otoñal que le rodeaba era hermoso y Simon se acercó con cuidado para no molestar. Abrió con prudencia la puerta de Anna-Greta y pasó al vestíbulo, allí se quedó un instante disfrutando del bien conocido olor de la casa de su amada.

Se oía la voz de Anna-Greta en la cocina. Estaba hablando por teléfono y Simon se quedó en el vestíbulo, esperando con el convencimiento de que el mundo era sagrado y cada percepción de los sentidos un don. Sintió el olor de su casa, oyó su voz. Enseguida iba a verla.

—No —dijo Anna en la cocina—. Solo quiero decir que tenemos que hablar de todo ello. Algo ha cambiado y no sabemos lo que eso significa.

Simon frunció el entrecejo. No sabía con quién estaba hablando Anna-Greta ni cuál era el tema de conversación, y eso le hizo sentirse un entrometido. Se volvió para cerrar la puerta y anunciar con ello su presencia cuando Anna-Greta dijo:

—Sigrid es el único caso que conozco y no tengo ni idea de lo que eso significa.

Simon vaciló y luego agarró el tirador de la puerta. Un segundo antes de que la puerta diera un golpe al cerrarse, oyó decir a Anna-Greta:

—¿Pasado mañana, entonces?

La puerta se cerró tras él y Simon recorrió el vestíbulo con pasos recios. Llegó a la cocina justo a tiempo para oír decir a Anna-Greta:

—Bien. En eso quedamos.

Y colgó el auricular.

—¿Quién era? —preguntó Simon.

—Solo era Elof —respondió Anna-Greta—. ¿Quieres un café?

Simon daba vueltas a la hoja que tenía entre los dedos e intentó mostrarse indiferente al preguntar:

—¿Y de qué hablabais?

Anna-Greta se levantó y buscó unas tazas, cogió la cafetera del fuego. Simon había preguntado en voz tan baja que a lo mejor ella no le había oído. Pero él creía que sí. Siguió retorciendo la hoja y se sintió como un chico pequeño al preguntar de nuevo:

—¿De qué hablabais?

Anna-Greta colocó la cafetera en la mesa y resopló como si la pregunta le divirtiera.

—¿Por qué lo preguntas?

—Lo pregunto, solo.

—Ven y siéntate. ¿Quieres alguna pasta?

La alegría que había brotado dentro de él desapareció dejando tras de sí un lecho seco en el estómago. Piedras y matojos espinosos. Algo iba mal y lo peor era que él ya había tenido esa misma sensación antes, en un par de ocasiones. Anna-Greta había estado fuera y cuando él le había preguntado dónde había estado, ella evitó sus preguntas hasta que él se dio por vencido.

Esta vez no pensaba darse por vencido. Se sentó a la mesa y puso la mano sobre su taza de café cuando Anna-Greta iba a servirle. Cuando ella, extrañada, alzó la vista hacia él, Simon insistió:

—Anna-Greta. Quiero saber de qué hablabais Elof y tú.

Anna-Greta probó con una sonrisa. Al no ser correspondida en absoluto con algún gesto de Simon, desapareció de su rostro. Ella le miró y durante un segundo Simon percibió en sus ojos algo... peligroso. Él seguía esperando. Anna-Greta sacudió la cabeza.

—Pues... un poco de todo. No entiendo por qué estás tan interesado.

—Estoy interesado —dijo Simon— porque yo no sabía que Elof y tú tenías una relación tan estrecha.

Anna-Greta abrió la boca para responder, pero Simon la interrumpió.

—Quiero saberlo porque oí que hablabais de Sigrid. De que algo había cambiado.

Anna-Greta renunció a su empeño de dar a la conversación un tono distendido. Apartó la cafetera, se irguió y se cruzó de brazos.

—Has estado escuchando.

—Lo oí por casualidad.

—Entonces —dijo Anna-Greta— creo que tienes que olvidar lo que oíste por casualidad. Y dejar el asunto en paz.

—¿Y eso por qué?

Anna-Greta succionó las mejillas como si tuviera algo ácido en la boca y estuviera a punto de escupirlo. Después suavizó su postura, se encogió un poco y replicó:

—Porque yo te lo pido.

—Esto es una locura. ¿Qué es lo que es tan secreto?

Ese algo amenazador o extraño volvió a parecer en los ojos de Anna-Greta. Ella se sirvió café en su taza, se sentó a la mesa y dijo tranquila y sosegadamente:

—Independientemente de lo que digas, de lo decepcionado que te sientas, no pienso contártelo. Y punto.

No hubo más que decir. Un minuto después Simon estaba en el porche de Anna-Greta. Aún llevaba la hoja de arce en la mano. La miró y apenas si podía recordar ya por qué le había parecido tan especial y le había hecho encaminarse allí. La tiró y bajó hacia su casa.

—Y punto —murmuró para sí mismo—. Y punto.

Viejos conocidos

Detrás en la Biblia

nuestras maestras del colegio

habían anotado nuestro verdadero origen:

de las sombras emergidos.

Anna Ståbi,
Flux
.

Sobre el mar

Tierra y mar
.

Podemos imaginárnoslos como opuestos o complementarios. Pero hay una diferencia entre cómo pensamos en el mar y cómo pensamos en tierra firme
.

Si paseamos por un bosque, un prado o una ciudad, entonces percibimos nuestro entorno como si estuviera formado por individualidades. Estas o aquellas especies de árboles de diferentes tamaños, tales o cuales edificios, calles. El prado, las flores, los arbustos. Nuestra mirada se detiene en los detalles y, si estamos en un bosque en otoño, se nos paraliza la lengua al tratar de describir la agitación que tiene lugar a nuestro alrededor. Todo esto pasa en tierra
.

Pero el mar. El mar es algo completamente distinto. El mar es uno
.

Podemos notar los cambios que presenta el mar. El aspecto que presenta el mar cuando hace viento, el juego del mar con la luz, cómo sube y baja. Pero, con todo, siempre es del mar de lo que hablamos. Hemos puesto diferentes nombres a las diversas partes del mar para facilitar la navegación y para nombrarlas, pero cuando estamos frente al mar solo hay uno. El mar
.

Si navegamos en un barco pequeño mar adentro alejándonos de tierra hasta que esta desaparezca de nuestra vista en todas las direcciones, podremos tener una visión del mar. No es una experiencia agradable. El mar es un dios ciego y sordo que nos rodea, que puede ejercer sobre nosotros todo el poder imaginable sin conocer nuestra existencia
.

Significamos menos que un granito de arena en el lomo de un elefante, y si al mar le da la gana nos destroza. Sin más. El mar no conoce límites ni se anda con contemplaciones. Nos ha dado todo y puede arrebatárnoslo todo
.

Dirigimos nuestras oraciones a otros dioses: líbranos del mar
.

Susurra en tu oído

Dos días después de la tormenta Anders estaba abajo en el prado del ajenjo revisando su barco. Este se hallaba boca abajo sobre unos troncos de madera y presentaba un aspecto lamentable. Por algo se lo habían dado gratis cinco años antes.

Como no había ningún sistema para la recogida de los barcos de resina inservibles, la gente acababa abandonándolos o dándoselos a alguien que lo necesitara. La última salida, si realmente estabas decidido a deshacerte de aquella chatarra, era remolcar el barco fuera de la bahía, hacer un agujero en él y dejar que se hundiera. El barco de Anders parecía listo para ese último viaje.

El casco estaba dañado en muchos sitios, y había una grieta en el anclaje del motor. Alrededor de los amarres de los remos la fibra de vidrio estaba tan gastada que lo más probable era que se rompiera si uno intentaba remar. La verdad es que Anders tenía un motor, un viejo Johnson de diez caballos guardado en la caseta, pero no estaba seguro de que pudiera arrancarlo.

El barco realmente no tenía arreglo, de lo que se trataba era de tener algo que flotara con el que poder moverse. Algo con lo que salir al agua, para no tener que pedirle prestado el suyo a Simon cuando tuviera que salir a hacer la compra.

Se dirigió al embarcadero, más que nada para comprobar si se podía pasar por él. Pues sí. Había unas cuantas tablas podridas y un tronco que se había soltado de la base, pero el embarcadero seguro que aguantaba un par de años más, por lo menos.

Sopló una brisa suave del sureste y tuvo que poner las manos alrededor del mechero para encender el cigarrillo. Lanzó una bocanada de humo y sacó la botella de plástico con vino aguado, dio un par de tragos escuchando el murmullo del cañaveral en el interior de la bahía. Solo eran las once de la mañana pero ya estaba bastante achispado, y contempló sin angustia los verdes tallos de las cañas que se ondulaban bajo la brisa.

Sin vino, seguro que habría empezado a imaginarse cosas. Dos días antes habían hallado el cadáver de Sigrid entre las cañas. No había límites a lo que podría haber llegado a inventarse para asustarse a sí mismo. Simon le había contado que las cosas eran como él se figuraba. Sigrid llevaba en el agua menos de un día cuando él la encontró. Dónde había estado hasta entonces, eso no lo sabía nadie.

Un par de técnicos de la policía con botas altas de goma habían estado dando vueltas entre las cañas, rebuscando. Anders los estuvo observando desde la ventana del dormitorio, pero no parecía que hubieran encontrado nada que pudiera resolver el misterio. Dejaron tras de sí el cañaveral pisoteado y se volvieron a tierra firme.

Después de comprobar que la plancha de aglomerado que había clavado en la ventana rota estaba como debía, Anders entró en casa, se sirvió un café y se sentó a la mesa de la cocina. La cantidad de cuentas colocadas en la base ascendía ya a unos cuantos cientos. Después de las pocas que colocó al principio, él no había puesto ni una más. Ocurría por las noches, después de que él se hubiera ido a la cama.

Él aún seguía esperando un mensaje y las cuentas no le decían nada. Salvo la mancha blanca, solo se utilizaban perlas azules.

Cada día que pasaba sentía con más fuerza la presencia de Maja en la casa, pero ella se negaba a darle una respuesta clara. Él ya no tenía miedo, más bien todo lo contrario, se sentía confortado por la certeza de que algo de su hija permanecía en este mundo. La tenía consigo, hablaba con ella. La borrachera moderada pero constante le impedía concentrarse y le volvía receptivo.

Llamaron a la puerta. A los tres segundos se abrió y Anders oyó por los pasos que era Simon.

—¿Hay alguien en casa?

—En la cocina. Pasa.

Anders lanzó una rápida mirada a su alrededor para comprobar que no se había dejado ninguna botella de vino a la vista. No lo había hecho. Solo había un paquete de zumo de uva con cara de inocente en la encimera.

Simon entró en la cocina y, sin más preámbulos, se sentó en una silla y preguntó:

—¿Tienes café?

Anders se levantó y echó café y le sirvió la taza a Simon, que estaba sentado mirando la base con las cuentas.

—¿Te has buscado un hobby?

Anders hizo un gesto de rechazo y sin querer golpeó su propia taza, que dio una vuelta tambaleándose sin llegar a caer. Simon no lo notó. Su mirada era introspectiva y parecía evidente que estaba pensando decir algo. Estuvo un rato pasando el dedo por el tablero de la mesa, dibujando figuras invisibles, y luego le preguntó:

—¿Crees que se puede llegar a conocer a otra persona? ¿A conocer de verdad a otra persona?

Anders sonrió.

—En eso tú deberías ser experto.

—Empiezo a creer que no lo soy.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que nunca se puede llegar a ser otra persona. Por mucho que uno a veces se lo crea. ¿No te ha pasado alguna vez estar tan cerca de alguien que a veces... durante un breve instante... al mirar a esa persona te imaginas, en un abrir y cerrar de ojos, que... que
ese soy yo
? Y sientes confusión, un vacío al no saber quién es el que está pensando eso. Si es el otro o soy yo. Y después lo comprendes. Que estabas equivocado. Claro que yo soy yo. ¿No te ha pasado?

Anders no había oído nunca a Simon hablar de esa manera y no estaba seguro de que eso le gustara. Simon tenía que ser sencillamente una persona equilibrada. Para inseguridad y búsqueda ya tenía bastante consigo mismo. De todos modos, dijo:

—Sí. Eso creo. Sí, sé a lo que te refieres. Pero ¿por qué lo dices? ¿Tiene algo que ver con la abuela?

—También. Es extraño, ¿no? Se puede vivir toda la vida con una persona. Y, sin embargo, no conocerla. No conocerla en realidad. Puesto que nunca puedes llegar a ser esa persona, ¿no es cierto?

Anders no entendía a dónde quería llegar Simon.

—Pero eso es evidente. Eso lo sabemos.

Simon dio unos golpes en la mesa con el dedo índice. Rápido, irritado.

—Ese es el problema. Yo no creo que lo sepamos. Partimos de nuestros propios supuestos y nos figuramos un montón de cosas. Y solo porque entendemos lo que dice el otro, creemos también que sabemos quién es. Pero no tenemos ni idea. Ni idea. Puesto que no
somos
el otro.

Cuando Simon se marchó, Anders se tumbó un rato en la cama de Maja con los ojos clavados en el techo, donde los hilos de las telarañas flotaban como flecos de suciedad. Se había preparado otra botella y a intervalos irregulares daba un trago de la boquilla. Estaba dándole vueltas a lo que había dicho Simon.

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