La criatura que se erguía ante Luskag casi lo hizo retroceder de asombro y repulsión. Enorme y con un cierto aire humano, tenía una altura de casi tres metros. Sus gruesos músculos se marcaban en su torso y miembros, y enarbolaba un garrote del tamaño de un árbol pequeño. El enano alcanzó a ver la marca roja, con la forma de una cabeza de víbora, en el pecho de la bestia.
Pero fue el rostro lo que más le llamó la atención, porque era la cosa más horrible que había visto jamás. Unos ojos diminutos, inyectados en sangre, lo contemplaban, mientras su enorme boca babeante dejaba al descubierto unos dientes afilados y largos como dedos. El aspecto del monstruo provocó una reacción visceral en el enano, que se sintió dominado por un odio primitivo.
—¡Vigila el garrote! —gritó el cacique, al ver que Tatak se lanzaba al ataque.
El joven enano del desierto sólo tenía un cuchillo de piedra, que no vaciló en emplear contra el fofo vientre de la bestia. Con una rapidez sorprendente, el monstruo dio un paso atrás y descargó el garrote contra su atacante. La gruesa estaca golpeó el cráneo de Tatak con una fuerza brutal y le destrozó la cabeza.
Luskag rugió de furia, y se lanzó al combate con todo el odio ancestral que le provocaba la criatura. Jamás había visto nada parecido, pero el aspecto de aquella cosa le había bastado para sentirse presa de un frenesí asesino.
El hacha de piedra del enano, envuelta en pequeños mechones de
pluma
, buscó las tripas del monstruo y antes de que éste pudiera levantar su garrote, el agudo filo de obsidiana abrió una profunda herida en la carne de la bestia.
El enano soltó un grito de alegría salvaje, un áspero rugido de venganza al ver la sangre del monstruo, y se agazapó atento al próximo movimiento de su rival.
Con un alarido que estremeció al valle, la criatura buscó con su garrote el cuerpo del enano. Luskag esquivó el golpe sin problemas, y esta vez le clavó el hacha en la rodilla. Ahora, el grito de la bestia expresaba temor, y el enano volvió a atacar. La furia le obnubilaba la mente, y sólo deseaba acabar con aquella monstruosa aberración. Incluso si la cosa no hubiera asesinado a Tatak, le habría sido difícil reprimir su odio. La sed de venganza no dejaba lugar a la misericordia.
La bestia retrocedió, tratando de eludir los terribles golpes de la fulgurante hoja. De pronto, soltó el garrote y dio media vuelta, dispuesta a emprender la huida, tratando de hacer pie entre las piedras sueltas para alcanzar el risco cercano.
Un golpe en el muslo de la criatura le cortó los tendones. Con un chillido espantado, la bestia cayó a tierra, indefensa. De un hachazo certero en el cuello, Luskag lo acalló para siempre.
Poco a poco, el frenesí de la batalla desapareció de la mirada del enano, y sintió un enorme cansancio que le oprimía los hombros. Apenado, el cacique se volvió hacia el cuerpo de Tatak. Recordó la sombra que había cruzado el cielo, y miró hacia la bóveda celeste, que parecía burlarse de él con su prístina claridad.
Luskag levantó el cadáver de su compañero y emprendió el camino de regreso hacia la Casa del Sol.
El hombre y la mujer descansaban en la paz y la quietud que les ofrecía su nicho rocoso. Desde allí, en lo alto de la sinuosa cresta rojiza, podían mirar hacia el oeste por encima de la superficie marrón del desierto. Saboreaban esos momentos de intimidad, porque se amaban y disponían de muy pocas ocasiones de estar a solas.
Contemplaban las primitivas tierras salvajes, lejos del duro camino y de los millares de humanos agotados acampados detrás de ellos, hacia el este. Ahora, después de una huida de muchas semanas, la enorme masa humeante del monte Zatal había desaparecido de la vista, oculta tras el horizonte norteño. Durante la larga escapada, la cumbre del volcán había sido como una sombra ominosa dispuesta a caer sobre los aterrorizados mazticas, un horrible y deforme recuerdo de la noche de violencia que los había alejado de su ciudad y había convertido Nexal en una tierra asolada.
La habían bautizado con el nombre de la Noche del Lamento, y el nombre no podía ser más apropiado.
—¿Cuánto tiempo más tendremos que huir? —preguntó Erixitl, con tristeza. El frío del atardecer hizo su aparición, invitándolos a volver al lugar al que no deseaban regresar. Ella era una mujer de gran belleza, con una larga cabellera negra que le llegaba casi a la cintura. Vestía una brillante capa de
plumas
, cálida y suave, y la superficie multicolor parecía ondular con la luz del ocaso.
Colgado del cuello, llevaba un amuleto de jade rodeado de unos plumones sedosos de color esmeralda. Las
plumas
se agitaban en la brisa como con vida propia, y el verde intenso de la piedra mostraba un reflejo de sorprendente vitalidad.
—Podemos sobrevivir durante mucho tiempo, siempre y cuando encontremos alimentos —dijo Halloran, evitando dar una respuesta directa—. Sé que no hay futuro, ni una vida para nosotros... ni para... —Se interrumpió cuando ella le sujetó la mano. En contraste con la mujer, el hombre era alto, con la piel pálida pero curtida, y una suave barba castaña.
De su costado, en una sencilla vaina de cuero, pendía una espada. La afilada hoja del acero resplandecía en el trozo que quedaba al descubierto cerca de la empuñadura. Además, vestía una coraza de acero, sucia y arañada por los rigores del camino. Sus pesadas botas de cuero mostraban el desgaste de la larga marcha.
Sólo sus manos se veían limpias, con un brillo que el crepúsculo parecía acentuar. Una estrecha pulsera de cuero trenzado rodeaba cada una de sus muñecas, y entre los tientos de cuero asomaban unos plumones diminutos.
—¿Qué otra vida puede haber? —Erix suspiró—. Quizás éste sea el principio del fin del mundo.
—¡No! —Hal se sentó bien erguido—. ¡El desierto no es más que un camino, no nuestra vida! Mientras dispongamos de agua y comida, podemos seguir adelante. En algún lugar encontraremos un sitio seguro, donde podremos construir un hogar. ¡Tu gente ha construido ciudades en el pasado, y pueden volver a hacerlo! ¡Ellos..., nosotros podemos hacerlo con tu liderazgo, con tu guía!
—¿Por qué siempre he de ser yo? —exclamó Erix. Después, controló sus emociones y se respondió a sí misma, con voz cansada—. ¿Porque llevo la capa hecha de una sola
pluma
? ¿Porque la gente, los sacerdotes, afirman que soy la elegida de Qotal?
—Nunca he dicho que comprenda la voluntad de los dioses —contestó Halloran, sin alzar la voz—. Pero la gente confía en ti, y te necesitan. Hasta los hombres de la legión, mis propios paisanos, esperan tu guía.
»¡Si la profecía del retorno del Dragón Emplumado es lo que nos hace seguirte, no te resistas! —añadió—. ¡Aprovecha esta fe para reunimos a todos!
—Sí —dijo Erixitl—. Lo sé. Todos los presagios se han cumplido. Primero el regreso del
coatl
a Maztica, para morir en la Noche del Lamento. Entonces, descubren su capa, la Capa de una Sola Pluma, y da la casualidad que está en mi poder. Por último, se produce el Verano de Hielo.
—El hielo fue la única cosa que nos permitió escapar de Nexal —le recordó Halloran—, y la última señal que predice su supuesto regreso.
—Pero llegará demasiado tarde, si es que de verdad regresa —protestó Erix—. ¿Dónde está ahora? ¿Por qué no vino cuando había una posibilidad de salvar Nexal, antes de todas estas guerras y matanzas?
—Quizá Nexal estaba condenada a desaparecer —sugirió Hal. Si bien la ciudad era magnífica, no podía olvidar las filas de cautivos que a diario reclamaban los sacerdotes de Zaltec, para ofrecer sus corazones al sanguinario dios. Era un espectáculo horroroso, y representaba una maldad que no se podía tolerar en el mundo.
»Recuerda que tu capa nos salvó en la Noche del Lamento —añadió el joven.
—Es verdad —admitió Erix. Se apoyó en su marido—. Y, a pesar de los muchos miedos y sufrimientos que hemos padecido desde entonces, no me arrepiento de uno solo de los momentos que hemos pasado juntos.
—Habrá muchos más —prometió Hal, de todo corazón.
La cogió entre sus brazos y la apretó contra su cuerpo, protegiéndola del frío de la noche. Ella se acurrucó, y por un tiempo no existieron para nadie más que para sí mismos.
Y, durante aquel instante demasiado breve, no necesitaron nada más.
El humo se alzaba del enorme montículo de escombros que, en un tiempo, había sido la Gran Pirámide de Nexal. A su alrededor, la plaza sagrada —ahora agrietada y quemada— se extendía como un parámetro infernal, lleno de ruinas.
No obstante, el lugar continuaba siendo sagrado, porque allí se había enterrado, muchos siglos atrás, el talismán de la tribu nexala. Yacía debajo de la desgarrada superficie de la plaza y de la pirámide derrumbada, pero no había perdido su poder.
El talismán era un pilar de piedra caliza descubierto por un devoto clérigo de Zaltec, centenares de años antes. La leyenda afirmaba que el pilar había cobrado vida y que se había presentado al sacerdote con el nombre del dios, para ordenarle que condujera a su gente en un peregrinaje épico. El pilar había sido cargado por la tribu errante de los nexalas hasta llegar a este valle, que habían reclamado como su hogar.
Antes de construir la primera pirámide dedicada a su hambriento dios, habían enterrado el pilar debajo del lugar donde se edificaría el templo. A medida que las sucesivas generaciones expandían el poder de la tribu, se habían agregado nuevos escalones. Por fin, se convirtió en la Gran Pirámide, al mismo tiempo que los nexalas conseguían hacerse los amos del Mundo Verdadero. Y, como siempre, en la base de la enorme mole, el pilar de piedra caliza constituía su cimiento. Simbolizaba el tremendo poder del dios, de la misma manera que Zatal, el volcán que dominaba el horizonte, era la representación de su terrible apetito.
Habían pasado meses desde la erupción del volcán, pero las aguas del valle continuaban hirviendo y las bolsas de gas fétido estallaban con gran violencia.
La isla que una vez había cobijado a los humanos y a la gran ciudad de Nexal soportaba ahora la furia de los dioses. Grandes grietas dividían la tierra, llenas de agua negra o fango caliente. Los fabulosos tesoros se habían hundido en las tinieblas, sepultados debajo de piedras, basura y carne, mientras su arte —la
plumamagia
, los mosaicos multicolores y las soberbias muestras arquitectónicas— había desaparecido en la violencia de la destrucción.
Alrededor de la costa, las demás ciudades y pueblos del valle aparecían derrumbados y desiertos. Los fértiles campos que otrora habían sido regados por el agua cristalina de los lagos, estaban ahora convertidos en pantanos insalubres, y envenenados en algunos puntos por los desechos del volcán.
Allí moraban unas criaturas oscuras, bestias de largos colmillos y dientes afilados que deambulaban por el cieno, cargadas de odio contra el mundo que las había maldecido con un destino tan horrendo. Todos los humanos que no habían escapado a tiempo habían muerto a manos de los nuevos amos de la ciudad.
El mayor de estos monstruos vivía entre las ruinas de la pirámide. Hoxitl, en un tiempo sumo sacerdote del sanguinario Zaltec, era ahora la herramienta fundamental de su amo. Su grotesco cuerpo tenía una altura de seis metros, y su rostro no conservaba ningún parecido con el de su anterior naturaleza humana.
En cambio, mostraba un enorme hocico protuberante dotado de varias hileras de dientes curvos y afilados. Sus brazos y piernas, largos y nervudos, acababan en garras, y además tenía una cola protegida con púas ponzoñosas. Una espesa melena le rodeaba la cabeza, pelos hirsutos y empapados en sangre que se erizaban cada vez que expresaba su cólera, y Hoxitl no conocía ya otra cosa que la cólera.
A menudo, la bestia maldecía a su amo —Zaltec, dios de la guerra— por haberlo condenado a ese infortunio. Sin embargo, y a pesar de sus más virulentas maldiciones, acataba a Zaltec. En las escasas ocasiones en que se encontraba a un humano escondido entre las ruinas de Nexal, el cautivo era arrastrado, sin hacer caso de sus gritos de terror, a la presencia de Hoxitl, que se apresuraba a arrancarle el corazón para ofrecérselo a su dios, en un acto de repugnante obsecuencia. Hoxitl no dejaba nunca de implorar la guía de Zaltec, porque el monstruo era incapaz de pensar por su cuenta.
Una de las víctimas, un anciano que aceptó su destino con el estoicismo de un verdadero creyente, por fin pareció provocar una respuesta. Hoxitl lanzó el corazón del sacrificado en la boca de la estatua destrozada que había simbolizado al dios Zaltec y, al instante, sintió un temblor procedente de las profundidades de la tierra.
El clérigo—bestia gimió aterrorizado, al recordar la visita del engendro durante la Noche del Lamento. A su alrededor, todas las criaturas de su culto chillaron espantadas y buscaron refugio en el primer hueco a mano, temerosas de un nuevo castigo de su amo.
Una terrible sacudida conmovió las ruinas del templo, y Hoxitl se apartó prudentemente al ver cómo caían los escombros desde lo alto del montículo. Una forma emergió de las ruinas, un gigantesco rostro de piedra que apartó los escombros como si fuesen granos de arena a medida que salía de la tierra.
Por fin quedó al descubierto un enorme monolito más alto aún que el propio Hoxitl. Las criaturas se apartaron implorando clemencia, pero el clérigo—bestia avanzó sin temor y se arrodilló delante de la forma.
Sabía que el pilar de piedra no era otro que el propio Zaltec, dios de la guerra. A lo largo de siglos, había permanecido en el centro de la pirámide, enterrado debajo de las terrazas añadidas por los sucesivos cancilleres de Nexal. Pero ahora, libre de la ciudad y del templo, había emergido como un terrible coloso, para comunicar su voluntad a Hoxitl.
Y el clérigo—bestia comprendió que Zaltec aún lo prefería. A pesar de su forma grotesca, a pesar de la destrucción de su pueblo y de su mundo, Hoxitl gritó su gratitud.
—¡Mi supremo señor! ¡Háblame! ¡Soy tu esclavo!
Una imagen hizo que Hoxitl se irguiera en toda su estatura, una imagen de sangre, muerte y destrucción.
—¡Guerra! —exclamó Hoxitl, feliz—. ¡Señor, haré la guerra para tu mayor gloria! ¡Destruiré a todos aquellos que no veneren tu nombre!
»¡Criaturas! —Hoxitl llamó a sus seguidores con voz vibrante, y, pese al miedo al coloso, lo obedecieron—. ¡Marcharemos a la guerra en el sagrado nombre de Zaltec!
Insultó y maldijo a sus criaturas, ordenándoles que formaran por legiones. Maltrató y golpeó a los ogros, y después los envió para que hicieran lo mismo con los orcos. Buscó a sus ágiles y salvajes trolls y los formó en compañías.