Sin hacer caso de las hormigas que evolucionaban a su alrededor, los ojos amarillos del felino vigilaron atentamente el torso humano que se movía entre los monstruos. La draraña pasó junto al árbol, sin dejar de gritar órdenes en su extraña lengua, y las hormigas se internaron en el bosque detrás de la banda de arqueros que se retiraban a la carrera.
Entonces llegó el momento, cuando el hombre—insecto ya había pasado, con toda su atención puesta en lo que tenía delante. En silencio, el jaguar tensó los músculos y se lanzó en un salto formidable.
Gultec voló por el aire y aterrizó sobre la espalda de la draraña. El peso del felino hizo que el ser cayera a tierra, y el torso humano se retorció con frenesí mientras su oscuro rostro se volvía hacia su atacante.
La draraña alcanzó a soltar un solo grito, cuando vio las fauces abiertas de la fiera y sus terribles colmillos. Las garras de Gultec arañaron la coraza de acero al mismo tiempo que sus mandíbulas se cerraban alrededor del delgado cuello de la criatura. Mordió con fuerza, y se escuchó el chasquido de las vértebras rotas.
El cuerpo inanimado de la draraña quedó hecho un ovillo sobre la hojarasca. Como consecuencia de la muerte de su jefe, las hormigas comenzaron a moverse en círculos, presas de una gran agitación. Las más cercanas a Gultec intentaron atacarlo, sin éxito. Antes de que pudieran cerrar sus pinzas sobre la piel moteada, el jaguar volvió a tensar los músculos y, con un poderoso impulso de las patas traseras, saltó en una trayectoria vertical. Sus zarpas delanteras se engancharon a una rama, y, un segundo más tarde, ya se había encaramado.
Después saltó a otro árbol, alejándose de las hormigas, y en un abrir y cerrar de ojos desapareció en la selva.
Los compañeros y su escolta de enanos del desierto caminaron durante casi una semana por la suave y pelada costa norte, antes de ver las primeras muestras de vegetación. Primero se encontraron con una franja de una hierba pardusca que cubría las dunas y se extendía hacia tierra adentro. Después, comenzaron a abundar los arbustos espinosos, secos y castigados por los elementos.
Las dunas cedieron paso a las colinas junto a la costa, aunque la playa no presentaba muchas variaciones, y pudieron ver árboles en los valles formados por las alturas.
Finalmente, con el sol muy alto en otro de los típicos días calurosos y de cielo despejado, encontraron la prueba irrefutable de que habían dejado atrás el desierto.
—¡Un arroyo! —Jhatli, que se había adelantado a explorar el terreno, regresaba a la carrera para transmitir la noticia. Parecía mayor, si bien su rostro todavía se iluminaba con una alegría infantil por la buena nueva. Su cuerpo se había endurecido con la marcha, y había aumentado casi tres centímetros de estatura. Se podía ver el movimiento de sus músculos por debajo de la piel morena, y en los bordes de sus ojos habían aparecido las primeras arrugas.
Tormenta
irguió las orejas al oler el agua fresca, y Halloran corrió a su lado, mientras la yegua trotaba transportando a Erixitl hacia el arroyo.
Llegaron a un pequeño estanque formado por la corriente antes de desembocar en el mar, y no perdieron ni un segundo en beber y bañarse. Cuando Coton, Lotil y los enanos se reunieron con ellos, ya todos habían bebido lo suyo y descansaban plácidamente a la vera del agua.
—El borde del país boscoso —comentó Luskag, contemplando con recelo la comente de agua. Señaló las colinas arboladas que se veían más allá—. Las montañas del Lejano Payit se encuentran en aquella dirección, hacia el noreste. Las dejaremos a nuestra derecha a medida que avancemos hacia el norte.
Durante unos cuantos días más, viajaron a lo largo de la costa, que ahora se había convertido en una playa arbolada, con llanuras, suaves colinas y bosquecillos. Poco a poco, eran menos los trozos de arena, y encontraban más estribaciones rocosas y pequeñas cuevas.
En compensación, la caza y el agua eran abundantes. La compañía avanzaba a buen paso, y nadie puso objeciones cuando Luskag les avisó que el camino se desviaba hacia el norte, alejándolos del Mar de Azul.
Se abrieron paso a través de valles cubiertos de hierba alta, y ubérrimos de frutos, bayas y maíz silvestre, y bordearon una infinidad de arroyos y lagos. Los enanos del desierto se desplegaron para explorar este nuevo entorno, y muy pronto se olvidaron de sus recelos a la vista de que había comida y agua por doquier.
Poco a poco, Erixitl recuperó sus fuerzas. Su piel, muy quemada y reseca por el desierto, volvió a mostrar la frescura y elasticidad de siempre. Cada día, su vientre parecía ir en aumento, y Halloran disfrutaba al percibir las patadas de su hijo. Había momentos en los que la pareja se olvidaba de su misión y de los muchos peligros que los aguardaban, y disfrutaban de la marcha, imaginando que era un paseo campestre; pero, por desgracia, tarde o temprano, la importancia de lo que había en juego era como una nube de tormenta, que los hacía volver a la realidad.
Al cabo de varias jornadas, después de dejar el mar a sus espaldas, se detuvieron más temprano que de costumbre, para que los enanos y Jhatli fueran de cacería. Mientras Coton y Lotil descansaban en el campamento, Hal y Erix salieron a dar un paseo por su cuenta. Era la primera oportunidad que tenían para estar solos, desde hacía mucho tiempo.
—Estas tierras son magníficas —comentó Halloran—. Hermosas y muy fértiles. Es extraño que no haya asentamientos humanos.
—No lo sé. Todavía no hemos llegado al territorio del Lejano Payit. De todos modos, siempre pensé que más allá no había otra cosa que desierto. Quizás esta región todavía no ha sido descubierta.
Esta posibilidad daba un toque de intriga e interés a su paseo. Por un rato, disfrutaron de la idea de que realizaban una exploración. No obstante, tras los esfuerzos que habían marcado los días anteriores, les pareció que no era correcto perder el tiempo, cuando todavía tenían que hacer tantas cosas importantes.
—Tengo la impresión de que nuestra vida se ha convertido en una sucesión de marchas interminables —dijo Erixitl con un suspiro—. No veo la hora en que podamos volver a tener un hogar y disfrutar de un poco de paz.
—No nos falta mucho para que el sueño se convierta en realidad. Estoy seguro de que, cuando nazca nuestro hijo, ya no tendremos necesidad de escapar de nuestros enemigos o de perseguir a los dioses.
—¿Cuándo crees que nacerá? —preguntó Erix—. Creo que he perdido la cuenta, aunque pienso que será menos de tres meses. —Ambos sabían que su cálculo no era muy ajustado.
Atravesaron un valle sombreado, con los prados llenos de hermosas flores, y se acercaron a una cornisa rocosa donde les había parecido ver un salto de agua. Sin prisas, caminaron por una zona de matorrales, y el ruido de la cascada, cada vez más próximo, les indicó que iban en la dirección correcta.
Cuando salieron otra vez a campo abierto, se encontraron en las orillas de un pequeño estanque, y pudieron contemplar la caída del torrente desde la cornisa.
—¿No es hermosa? —exclamó Erix. Halloran se deleitó en la contemplación de la catarata, que se iniciaba como una pincelada blanca en las alturas para transformarse en una nube de espuma tras chocar en las aguas transparentes al otro lado del estanque.
—Es el lugar con el que siempre hemos soñado —respondió sin alzar la voz. Sujetó las manos de Erixitl entre las suyas, y, por un momento, olvidaron el caos que reinaba en Maztica, para gozar únicamente de la paz y la soledad que les ofrecía este paraje de ensueño.
Un fugaz movimiento a un costado de la gruta que captó por el rabillo del ojo llamó la atención de Hal; se volvió, y en su rostro apareció una expresión de asombro al verse frente a frente con un guerrero con un tocado de
plumas
. El hombre iba desnudo, y tenía la cara pintada con rayas negras y rojas.
Y, lo que era más importante: el aborigen mantenía tensado su arco con una flecha apuntada a la cabeza de Halloran. El joven observó que la punta del dardo estaba bañada en una sustancia espesa de color marrón.
¡Veneno!
Sólo entonces advirtió que el hombre no llegaba al metro de estatura.
De las crónicas de Coton:
La creación de la Gente Pequeña
Cuando los grandes dioses crearon la humanidad, de acuerdo con los deseos de Qotal, Zaltec y sus hijos, hicieron al hombre alto y fornido, apto para la guerra y la caza. Sabían que, muy pronto, se convertiría en el amo de su mundo.
Pero los otros dioses —Kiltzi y sus hermanas menores— robaron el molde utilizado para hacer al hombre. Les pareció que sus hermanos habían escogido un modelo demasiado belicoso, y pensaron que el hombre era demasiado grande. Deseaban tener un juguete, una persona pequeña, que pudiese formar parte del bosque sin llegara ser su amo.
Así que las hermanas comenzaron a trabajar en su propio molde. Copiaron todo lo que pudieron de las formas creadas por sus hermanos, pero hicieron a sus humanos más pequeños, para que pudiesen servir de juguetes, sin muchas dificultades.
Y, cuando acabaron de hacer a la Gente Pequeña, las hermanas de los dioses los dejaron libres en las profundidades de los bosques, donde podrían pasar inadvertidos para siempre de la atención de los humanos mayores. Les enseñaron a cazar, a pescar y a poblar los bosques, pero no a que se convirtieran en sus amos.
La Gente Pequeña prometió su obediencia, y nunca faltaron a su palabra.
—¿Quién era? —preguntó Darién con voz helada y tensa por su tremenda ira. Hittok se había reunido con ella en un claro de la selva, y ahora conversaban sentados entre la hierba, de modo que sólo sus torsos de elfos quedaban a la vista.
—Dackto. El felino le mordió el cuello y le rompió el espinazo. —Hittok explicó todo lo que sabía acerca de la muerte de la draraña sin ningún apasionamiento, aunque la noticia había resultado un duro golpe para todos. Era la primera vez, desde que Lolth los había transformado en monstruos, que moría uno de ellos.
—El felino, sin ninguna duda, era un humano; probablemente, un Caballero Jaguar —manifestó la draraña albina—. Ningún animal podría ser tan valiente o temerario.
—¿Alguno de los que perseguimos, de la ciudad que tomamos? —aventuró Hittok.
—Desde luego. Y, cuando atrapemos a estos humanos, todos, hasta el último de ellos, pagarán por esta afrenta. ¿Cómo va la persecución?
—Los humanos huyen a toda prisa a través del bosque, y consiguen mantenerse por delante de los líderes —explicó Hittok—. Claro que las hormigas no se cansan, y, en cambio, los humanos acabarán por acusar la fatiga. Entonces, será el momento de rodearlos y atraparlos a todos.
—Muy bien. Debemos mantener nuestro ritmo a cualquier precio. ¿Has descubierto su curso?
—Sí, señora. Al parecer, se dirigen hacia un paso en aquellas montañas. Quizá sean lo bastante idiotas para intentar hacerse fuertes y plantarnos cara; sería la oportunidad que esperamos.
Hittok señaló hacia un macizo violáceo que aparecía por el noroeste. Desde hacía días, lo observaban en el horizonte, y ahora se podían vislumbrar los contornos de picos y riscos, delineados por las laderas cubiertas de vegetación. Si los pobladores de Tulom—Itzi no variaban la dirección de su huida, al cabo de un día podrían alcanzar las primeras estribaciones de la cadena montañosa.
—¡Redoblad el paso de la persecución! —Darién gritó la orden, al tiempo que levantaba su pesado abdomen con las ocho patas de araña—. Hemos de asegurarnos de que los humanos estén agotados cuando lleguen a las montañas. —Hizo un gesto a los demás miembros de su tribu, las diecinueve drarañas restantes, que avanzaron detrás de la columna de hormigas.
»Allí acabaremos este asunto, de una vez por todas.
—No te muevas. No lo asustes —dijo Halloran sin alzar la voz. Lenta y cuidadosamente, se colocó entre Erixitl y el pigmeo con la flecha envenenada.
—Mira. Hay más —susurró Erix.
Halloran se arriesgó a echar una mirada, y vio que de pronto se encontraban rodeados de una multitud de guerreros. Todos mostraban las mismas pinturas de guerra rojas y negras, y había unos cuantos con
plumas
en los lóbulos de las orejas, o atadas a los codos y las rodillas.
Cada nativo llevaba además un arco preparado con un dardo ponzoñoso.
La desesperación hizo que la mente de Halloran recordara todos los hechizos aprendidos en la adolescencia: engrandecimiento, luz, proyectil mágico... y un par más. Ninguno parecía servir para sacarlos de esa situación. Además, existía la posibilidad de que cualquiera de sus encantamientos pudiese provocar un ataque de respuesta, y esto no le interesaba en lo más mínimo. La sustancia gomosa en la punta de las flechas permitía suponer una muerte segura.
Vio que Erixitl se llevaba la mano a la garganta, en un gesto involuntario. Su esposa buscaba el amuleto que había entregado a los espíritus de Tewahca, para comprar su paso por las catacumbas. No creía que el objeto hubiese podido serles de alguna utilidad en la presente situación, pero el ademán de Erixitl le hizo comprender, con mayor crudeza, el terrible peligro al que se hallaban expuestos.
El primer arquero hizo un gesto brusco con su arma. Varios más se acercaron, aunque no lo suficiente para ponerse al alcance de la espada, si bien Halloran no tenía ninguna intención de desencadenar una batalla. Una imagen horrible apareció en su mente: vio el cuerpo de su esposa, preñada y sin la protección de una armadura, asaeteado con aquellos dardos venenosos.
El pigmeo se acercó un paso y le dijo algo en tono imperioso. Acompañó sus palabras con un gesto hacia la espada colgada del cinturón del hombre. Sin prisa, y con una expresión grave, Halloran desenganchó el arma y se la tendió.
Con una frase pronunciada a toda prisa, el nativo llamó a uno de sus compañeros para que recogiera la espada, mientras él no dejaba de apuntar a Halloran. Cuando el otro guerrero se llevó el arma, el primero dio un paso adelante, y con una mano golpeó la coraza de acero. Su mirada estudió el metal.
Entonces se volvió y caminó a paso ligero unos metros, para después dar media vuelta y mirar a sus cautivos.
—Al parecer quiere que lo sigamos —dijo Hal en el idioma de los Reinos.
—Creo que será mejor obedecerlo —respondió Erix en la misma lengua.
El primero de los pigmeos, que parecía ser el jefe, los precedió alrededor del estanque, mientras los demás formaban una columna a sus espaldas. Pasaron por una zona de lianas; Hal y Erix tuvieron que agacharse para poder seguirlo.