Zaltec presintió la proximidad del nacimiento, y aquella pequeñísima chispa de vida, insignificante para una mirada que pasaba por alto ejércitos enteros, se le antojó un bocado tentador.
El dios de la guerra permaneció en silencio, y aguardó. No faltaba mucho para el momento de su más grande y decisiva victoria.
Coton apartó la mano de la frente de Halloran cuando el espadachín se sentó con un gemido. El clérigo regresó de inmediato junto a Erixitl, que jadeaba entre espasmos de dolor. Hal se puso de pie, mareado y con un fuerte dolor de cabeza, y fue a arrodillarse junto a su esposa. Observó, sin mucho interés, que las drarañas y Lotil habían desaparecido.
La mujer volvió a gemir y echó la cabeza hacia atrás. Mantenía las piernas separadas, y apretaba los dientes mientras hacía fuerza para echar a su hijo al mundo.
El sacerdote le pasó una mano por delante de los ojos y sacudió la cabeza. Erixitl esperó a que pasara la contracción, y después asintió, muy seria.
—Lo sé —susurró—. Allá arriba.
Con muchos esfuerzos consiguió ponerse de pie. Halloran la sostuvo mientras Coton iba a buscar la manta de
pluma
que Lotil había dejado sobre Jhatli. La sangre del infortunado muchacho había manchado el tejido.
Poco a poco, ascendieron los escalones de la pirámide, con las pausas impuestas cada vez que Erix sufría dolores agudos, de modo que tardaron mucho en llegar a la cima. Faltaba muy poco para el amanecer, y los intervalos entre contracciones eran cada vez más cortos.
Coton extendió la capa sobre la plataforma, no muy lejos del sencillo bloque de piedra que servía de altar. Halloran ayudó a su esposa a tenderse sobre el tejido de
plumas
, y una vez más comenzaron los jadeos.
Entonces, gritó y lloró al mismo tiempo. Echó la cabeza hacia atrás y chilló a todo pulmón. Siseó entre los dientes apretados mientras empujaba con todas sus fuerzas.
El dolor se convirtió en su compañero, en una forma de vida que sólo podía traer consigo la muerte. Luchó con todas sus fuerzas, pues empujar era la única manera para superarlo. Por fin, sintió que se le acababan las fuerzas. El dolor todavía seguía allí, pero ya no tenía importancia; se esfumaba a toda prisa.
Halloran, incrédulo, se encontró de pronto ante su hijo, que se sacudía sobre la manta de
plumas
, al tiempo que arrugaba la cara y soltaba un berrido exigente.
—Es un niño —anunció con reverencia y, cogiendo al bebé, se lo alcanzó a la madre, que lo apretó contra su seno.
Coton los sorprendió con sus tirones a la manta de
plumas
. En el momento en que consiguió sacarla de debajo del cuerpo de la madre, Erix gritó, asombrada.
—¡La Capa de una Sola Pluma!
Aunque parecía increíble, la manta que había tejido Lotil con innumerables plumones tenía exactamente el mismo aspecto que la famosa capa, el símbolo de la hija elegida de Qotal.
Coton se levantó lentamente y, en el azul claro del amanecer, cargó con la capa hasta el altar, donde la extendió con mucho cuidado y devoción.
En ese preciso instante, el sol asomó en el horizonte, y los primeros rayos del día acariciaron el altar. La capa los reflejó, convertidos en un maravilloso arco iris.
El Dragón Emplumado cambió de rumbo violentamente, y se lanzó en picado. Por primera vez, Poshtli notó la atracción de la gravedad, y entonces divisó el océano, de un azul claro a esa hora de la mañana, que se extendía a sus costados y por detrás.
Adelante, en cambio, podía ver una delgada línea verde de tierra, que muy pronto se convirtió en el acantilado de los Rostros Gemelos. Entonces vio los dos rostros que había atisbado en una ocasión anterior, que contemplaban el mar a la espera de alguien. ¡Lo esperaban a él!
O, mejor dicho, a Qotal.
—Ella ha dado una vida para que yo pueda regresar —gritó el Dragón Emplumado, eufórico.
—¿Un sacrificio? —preguntó Poshtli.
—Todavía no —contestó el dios con tono amenazador, y después guardó silencio porque no tenía tiempo para ocuparse de los mortales.
El Dragón Emplumado prosiguió su vuelo hasta llegar a la pequeña pirámide, y allí inició el descenso. Aterrizó, apoyando sus poderosas patas en las cuatro esquinas de la plataforma.
Poshtli se deslizó del enorme cuello por primera vez en no sabía cuántas semanas. En el mismo momento en que sus pies tocaron el suelo de la pirámide, se oyó un terrible estrépito de árboles aplastados. Miró hacia el bosque, y vio salir de él a una gigantesca figura de piedra, con un vago parecido humano, pero con un rostro burdo y enormes dedos como garras. El monstruo destrozaba varios árboles cada vez que uno de sus pies tocaba tierra.
—¡Poshtli! —El guerrero escuchó su nombre y se volvió, sorprendido.
—¡Halloran! —gritó, con gran emoción.
Entonces, el dragón volvió a remontar vuelo.
La horda de monstruos se lanzó una y otra vez contra la cima del terraplén, donde los esperaban las flechas, las espadas y las balas de los arcabuces. Hoxitl, cada vez más furioso, mandaba a sus tropas al ataque dispuesto a acabar con la resistencia de una vez por todas.
El alba dio paso al día, sin que se registraran cambios en la situación. Cada intentona acababa con sangrientas pérdidas para los asaltantes. También había bajas entre los defensores, pero de mucha menor cuantía. La pared exterior del fuerte aparecía cubierta de centenares y centenares de cadáveres con el emblema de la Mano Viperina en sus pechos, apilados en capas que marcaban cada uno de los asaltos. Por fin, con el cielo cada vez más claro, llegó el momento en que las bestias retrocedieron para descansar. Por primera vez en muchas horas, el silencio se extendió por el campo de batalla.
A medida que el sol asomaba sobre el horizonte, sus rayos iluminaron las aguas casi transparentes de la laguna, y, al otro lado del arrecife de coral, se podía ver la inmensidad del océano de un azul limpio y puro.
No ocurría lo mismo en tierra. Los terraplenes del fortín, y toda la llanura que hasta el día anterior había sido verde, habían quedado convertidos en barro por el paso de miles de pies. Las nubes de humo y cenizas procedentes de las dos aldeas incendiadas se extendían a baja altura, y las descargas de los arcabuceros habían contribuido con otra nube que se mantenía sobre el fuerte, aportando el olor acre de la pólvora.
Las bestias de la Mano Viperina se reagruparon en sus regimientos y se instalaron a descansar en el campo. De las treinta unidades que habían participado en el combate, nueve o diez habían sufrido un número elevadísimo de bajas.
Pero Hoxitl sabía que los humanos estaban atrapados y que también ellos habían tenido muchos muertos y heridos entre sus filas. Ahora le interesaba que sus monstruos pudiesen recuperar fuerza antes de lanzarlos al ataque final.
Y, si no lo era, ordenaría otro y otro. Tarde o temprano, el número acabaría por imponerse.
Darién trepó con mucho cuidado por el último tramo del acantilado. Con la salida del sol, tenía que extremar las precauciones para no ser vista por los humanos, aunque su instinto le indicaba que no pensaban en ella.
Había visto el paso del gran dragón, y comprendió que aquél era su enemigo; para ser exactos, «el» enemigo, la verdadera antítesis de su
hishna
. Pero el ser le dio la oportunidad que necesitaba.
Vio cómo la criatura batía suavemente sus inmensas alas multicolores, mientras se posaba en la plataforma de la pequeña pirámide. Le daba la espalda con la mirada puesta en el coloso que salía de la selva.
Darién se escurrió a través del prado hasta la base de la pirámide, segura de que nadie la había visto. Paso a paso, con el cuerpo casi pegado a los escalones, comenzó a subir la escalera.
Cuando había llegado casi a la mitad, el gran dragón volvió a elevarse. La draraña se aplastó contra la piedra, aterrorizada por el poder que emanaba del ser. Boquiabierta, contempló su vuelo hacia el coloso de piedra que era Zaltec.
Se produjo el encontronazo entre las dos deidades, y fue como un cataclismo. Unas grietas enormes aparecieron en la tierra, y numerosos árboles se hundieron cuando el coloso se sacudió por la fuerza del choque. Entonces, uno de sus inmensos puños se estrelló contra el cuello del Plumífero, que retrocedió con un ala plegada.
Qotal cayó a tierra, y en su caída aplastó docenas de árboles, al tiempo que provocaba más fisuras en la tierra payita. La pirámide se levantó por un momento de su base, y Darién se sujetó con manos y patas a los escalones para no salir despedida por los aires.
El dragón se levantó, y una bocanada de fuego surgió de sus fauces. Las llamas envolvieron de arriba abajo a Zaltec, pero el dios de la guerra no les hizo caso. Una vez más se lanzó contra Qotal, y el dragón respondió a sus golpes.
Los dioses prosiguieron su combate, sin preocuparse de las cosas que había a su alrededor, fuesen éstas árboles, animales o humanos. Luchaban con tanta ferocidad que destruyeron hectáreas de bosque, y provocaron terremotos que amenazaron con asolar Payit.
Presintiendo que había llegado su oportunidad, Darién subió los últimos peldaños y espió la plataforma. Tal como esperaba, las miradas de todos estaban pendientes de la batalla entre los dioses.
El poder oscuro de
hishna
invadió el cuerpo de la hechicera en el momento de su triunfo. Allí estaba la madre, casi sin fuerzas, atenta a los movimientos del dios de la guerra. Mantenía al niño contra su pecho, y en el rostro de Darién apareció una sonrisa demoníaca.
Poco a poco, la draraña subió a la plataforma. La
zarpamagia
hizo que toda su energía se concentrara en el ser de
pluma
que tenía delante.
Entonces, lanzó su ataque.
—¿Cuántas bajas has tenido? —le preguntó Cordell a Grimes, en lo alto del terraplén, desde donde podía mantener vigilados a los monstruos acampados en la llanura.
—Treinta caballos, y unos veinte jinetes —respondió el capitán de caballería, con un suspiro de cansancio y desconsuelo.
—Has salvado las vidas de dos mil hombres —dijo el capitán general—. De no haber sido por los lanceros, no habríamos podido regresar al fuerte.
—De todos modos, no creo que nos sirva de mucho —comentó Grimes con una débil sonrisa, y señaló a la horda.
—Más de lo que crees. Nos ha dado tiempo. El que necesitamos para descansar. Para que Rodolfo regrese con la flota. Para que Erixitl obre un milagro. El tiempo es nuestra mejor arma. —Cordell palmeó el hombro del jinete—. Ahora, ve a descansar. Dentro de poco, tendremos mucho trabajo que hacer.
Grimes asintió agradecido, y se volvió para bajar al patio. En aquel momento, observó el mar por el lado del noreste y se quedó inmóvil.
—¿Qué ocurre? —inquinó Cordell al ver la reacción del capitán, y miró en la misma dirección.
Las velas blancas parecían meros puntos en el horizonte, pero aumentaban deprisa, y unos minutos después pudieron identificarlas: ¡la flota! Las carracas que habían zarpado con rumbo al Mar de Azul regresaban; las contó, veinticinco en total.
—¡Rodolfo! —gritó Cordell, y su anuncio fue coreado por todas las voces del fortín. Las carracas navegaban a toda vela, y los asediados las ovacionaron.
A medida que las naves se acercaban, pudieron ver a los kultakas alineados en cubierta, y también a algunos de los legionarios que los habían acompañado en la travesía del desierto. Eran unos cinco mil hombres descansados y ansiosos por demostrar su valor en el campo de batalla.
—¡Estabais aquí! ¿Qué ha pasado? ¡El bebé! —La voz sorprendió a Hal, que le dio la espalda a Poshtli para ver quién era. Sin poder dar crédito a sus ojos, se encontró con Jhatli, quien, con una expresión de asombro igual que la suya, se encaramaba en la plataforma. Por un momento, la alegría de ver a su compañero le hizo olvidar el combate entre los dioses.
—¡Estás vivo! —gritó Halloran, que cogió a su amigo entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho. Los brillantes ojos de Jhatli lo observaron con curiosidad. A su vez, Hal estudió con disimulo el pecho del muchacho. No se veía ninguna herida, ni siquiera la cicatriz.
—La magia de la
pluma
—dijo Erixitl con voz suave para no molestar a su hijo, que mamaba con avidez, contento de estar en brazos de su madre.
Halloran se volvió hacia Poshtli y le palmeó los hombros.
—Y poder volver a verte a ti, amigo mío, es algo que no me habría atrevido ni a soñar.
—He tenido... suerte —contestó Poshtli lacónicamente.
—Pero ¿qué...? ¡Cuidado! —gritó Jhatli, con la mirada puesta en algo a espaldas de Hal.
Coton se volvió con una rapidez sorprendente. Hal se sobresaltó y dejó de prestar atención al combate entre el coloso y el dragón. En aquel momento descubrió a Darién, que se lanzaba al ataque contra su mujer y su hijo.
Antes de que pudiese reaccionar, el sacerdote de Qotal cogió la manta que se había convertido por un milagro en la Capa de una Sola Pluma tras el nacimiento del bebé, para permitir el regreso de Qotal, y la hizo girar delante de la draraña.
Darién soltó un grito de odio y repulsión, mientras el clérigo se abalanzaba sobre ella. Coton se movía con una agilidad inusitada, y, cuando Hal desenvainó su espada, el sacerdote y la draraña se estrechaban en un abrazo mortal, con la capa entre sus cuerpos.
Una vez más, los dioses se embistieron, y el mundo tembló. El dragón lanzó otra bocanada, y centenares de árboles se convirtieron en cenizas. Zaltec le replicaba con sus gigantescos puños; cuando erraba el blanco y golpeaba el suelo, aparecían unos cráteres inmensos de tierra calcinada. Las grietas se ensancharon, como si Maztica tuviese que morir con el perdedor. Los terremotos sacudieron el promontorio, y parte del acantilado se desplomó con gran estruendo para desaparecer en las aguas del océano. En cualquier momento, el mundo podía saltar en pedazos.
También Coton presintió el peligro. Toda una vida de servicio a sus dios lo había llevado a aquello: a poner en peligro la existencia del mundo. Una vez más la tierra se sacudió, y la pirámide comenzó a hundirse. La draraña y el clérigo continuaron con su danza
maca
bra, que repetía a pequeña escala la lucha entre la
pluma
y el
hishna
, la magia de Qotal y de Zaltec.
El combate prosiguió cada vez con mayor furia, y entonces el sacerdote de Qotal hizo algo que sorprendió hasta a su propio dios. Durante más de veinte años, había mantenido su voto de silencio a una deidad que ahora amenazaba con destruirlo todo.