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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (14 page)

BOOK: Quattrocento
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Matt apenas la vio un instante pues enseguida desapareció de la vista. Luego subieron a la cima del risco y bajaron lentamente al otro lado. Siguió después una hora de cabalgada, arriba y abajo, a través de un claro y un arroyo y luego por un estrecho camino de tierra entre más prados, más pequeños y menos exuberantes, esforzándose valientemente por refrenar el gigantesco bosque que siempre estaba presente, esperando con paciencia y en silencio, respirando con el suave roce oscuro de la maleza y las bestias invisibles.
Los asaltó el fuerte olor a detritos humanos cuando llegaron a un recodo en el camino y descubrieron un claro grande y amplio, un prado que se alzaba hasta un edificio bajo con una gran chimenea humeante. El sonido de golpes, como un gigante con tos, venía del interior de las gruesas paredes de tierra, mientras que varias tinas de hierro forjado borboteaban en el exterior sobre el bailoteo de llamas rojas y amarillas. Matt siguió a Rodrigo mientras bordeaban el prado para mantenerse a sotavento y protegerse del humo; la agria mordedura del amoníaco les irritaba los ojos y les dificultaba la respiración. Matt se había acostumbrado a los olores del Quattrocento (sudor y detritos, especias exóticas, el dulce aroma floral del perfume rociado sobre todo lo que había a la vista, incluso los caballos), pero esto superaba a todo lo que habría podido imaginar. Un cabrero se los quedó mirando impasible, mientras su rebaño mordisqueaba felizmente la hierba.
Al acercarse al edificio, Matt atisbó una ternera atada en las sobras, ataviada con la armadura de un caballo de guerra. Las piezas de la armadura, demasiado grandes y compuestas de elementos recogidos al azar, claqueteaban y se agitaban como el carro de un remendón cuando la ternera espantaba las moscas que la asediaban. Un ojo asomaba a través de una abertura en el casco que habían asegurado en lo alto de su cabeza plana. Había varios caballos atados a la baranda situada junto al edificio. El magnífico alazán negro del duque estaba junto al de Leandro, y sólo se distinguía de los demás por una mancha blanca en la cara.
Matt desmontó y siguió a Rodrigo mientras éste se dirigía hacia las humeantes tinas. Un hombre pequeño y delgado con pelo rizado gesticulaba con una mano mientras con la otra meneaba la olla, que era la fuente del vil olor. El violento amarillo de su jubón corto le daba el aspecto de un loro con las alas recortadas que intentara despegar del suelo. Un sacerdote asentía, con las manos a la espalda, mientras el hombre parloteaba.
—¡Ah, aquí estáis! —exclamó el hombre delgado al ver a Rodrigo—. Teníais razón en lo de la orina. ¡Qué diferencia! Sin embargo, he mejorado vuestra receta. Los resultados son fantásticos. La orina de un bebedor de vino, Rodrigo. ¡Pero no un vino cualquiera! —Se detuvo—. ¿Podéis imaginar cuál? —preguntó.
—¿Cómo voy a saberlo, Tomasso? —replicó Rodrigo.
—¡Adivinad! 
—Vernaccia.
—¡Ja! —El hombre agitó las manos, divertido—. Vernaccia no, y si lo era, no es eso lo que crea la diferencia. El padre prevaleció sobre el obispo, quien graciosamente, deo gracias et profundis maximus, nos permitió un frasquito de su propia orina. Es el odre y el vino, así que está doblemente bendita.
—Poderosos son los caminos del Señor —dijo el sacerdote.
—¡Los habéis traído! —dijo Tomasso al reparar en la caja del caballo gris—. ¡Cuidado! —le gritó a los dos ayudantes que habían salido del cobertizo y que soltaban las correas con los ojos entornados para protegerse del sol.
—Entonces podemos irnos ya —dijo Matt.
—¿Queréis marcharos? —preguntó Rodrigo, sorprendido—. ¿Por qué?
—Hemos entregado la caja. Podemos volver.
—¿A la villa? ¿Hay algún motivo por el que necesitéis volver?
No —respondió Matt, pensando en Anna y en el aspecto que tenía en el pasillo, cuando hablaba con Francesa—. Ninguno.
—¿Dónde está el duque? —le preguntó Rodrigo a Tomasso.
—¿El duque? Oh, está dentro.
—Sospecho que podría ser el mercurio —le dijo Rodrigo a Matt mientras Tomasso corría hacia el caballo y comprobaba la caja que los hombres bajaban al suelo, y luego corría de nuevo para reunirse con ellos ante la puerta —. Le dije que tuviera cuidado, aunque dicen que no era muy diferente de muchacho.
Matt franqueó el bajo dintel de la puerta. El estrépito de dentro era casi ensordecedor, ahogando todos los demás sonidos. Cuatro muchachos se encontraban delante de una máquina situada contra la pared del fondo, cada uno ante una columna que se elevaba lentamente mientras daban vueltas furiosamente a una rueda y luego caía como un martillo pilón con un fuerte ruido. Uno de los muchachos se volvió hacia un montón de bloques negros y tomó el que estaba encima. Cuando el pistón llegó a lo alto y estaba a punto de caer, abrió la puerta de la base e introdujo rápidamente el bloque, cerrando la abertura mientras caía la pesada vara. Tomó el cubo de debajo de la máquina y lo vació en un bidón, al lado.
Tomasso le estaba gritando algo a Rodrigo, pero sus palabras se perdieron en la barahúnda. Rodrigo sacudió la cabeza, agarró finalmente al hombre por los hombros, acercó la boca a su oreja y le gritó algo a pleno pulmón. Tomasso dio un salto y asintió, y entonces se dirigió a los muchachos, golpeándoles con el puño entre los omóplatos. Uno a uno dejaron de darle vueltas a la rueda, y el ruido disminuyó gradualmente cuando los pistones se fueron parando.
—¿Veis? —dijo Tomasso, recogiendo un bloque y mostrándoselo a Rodrigo. Éste lo sopesó, frotó su superficie y lo olisqueó, asintiendo con admiración—. ¡Y mirad esto! —Tomasso metió la mano en el bidón y sacó lo que parecía ser un puñado de guijarros pequeños. Luego extrajo unas cuantas bandejas de debajo del cubo, una a una—. Tomad —dijo, metiendo la mano y sacando un puñadito de grano negro.
—No está mal —dijo Rodrigo, tomando el grano y sopesándolo primero con una mano y luego con la otra—. ¿Para el arcabuz? 
—Sí.
—Pólvora en grano —explicó Rodrigo, al ver que Matt no comprendía nada.
—¿En grano?
—Pólvora. Solíamos dejarla suelta, como harina...
—¡Un desastre total! —interrumpió Tomasso—. Ningún control. Si se empaqueta demasiado fuerte, el arma no dispara. Demasiado suelta, y explota.
—Y se separa —dijo Rodrigo.
—Para cuando uno quiere usarlo, el azufre está en el fondo, el carbón encima, y el salitre en el centro —dijo Tomasso—. ¿Para qué sirve entonces? Lo último que hace falta en el campo de batalla es tener que sacudir un barril de pólvora. Y el polvo... ¡buuum! —gritó, agitando los brazos.
—Así que tomaste el material y lo mojaste —dijo Rodrigo—. Mezclado con vino.
—Lo dejamos secar en porciones, lo pulverizamos en esta máquina, y aquí está.
—Perfectamente seguro y utilizable en cualquier momento. 
—Y el doble de potente... Ahí está el duque —añadió Tomasso, mirando al puñado de hombres que aparecieron al fondo del edificio.
—Rodrigo —dijo el duque mientras se acercaban. Su corto jubón rojo, sujeto en la cintura por un cinturón de oro, carecía de adornos, y sus altas botas, marrón oscuro con la caña vuelta, mostraban los efectos del uso continuado—. ¿Habéis visto esto? —preguntó el duque, mostrándole el arma que sostenía en ambas manos. Con el pesado cañón y la gruesa caja de madera que se alzaba como la cola de un dragón, el arma casi tenía la altura del duque. El cañón, pulido y lustroso, brillaba a la tenue luz, sus facetas octogonales perfectamente trazadas. Leandro se situó junto al duque. El sacerdote, que los había seguido, se persignó al ver el arma.
Rodrigo sopesó el arma.
—Así que es esto —le dijo a Tomasso—. Vamos a ver qué puede hacer.
12
El grupo salió del edificio, con Rodrigo en cabeza y el arma en las manos.
—¿Cómo está el salitre? —preguntó el duque, deteniéndose junto a uno de los humeantes calderos que desprendía un olor pestilente.
—Mejor. —Tomasso corrió a su lado para confirmárselo—. Aunque sigue sin ser tan puro como el indio.
—El problema es la purificación —dijo Rodrigo—. Podemos lavarlo y hervirlo, pero los cristales siguen contaminados. Son las otras sales.
—Si queréis deshaceros de las otras sales, ¿por qué no probáis con potasa? —preguntó Matt—. Ceniza de madera —añadió cuando todos lo miraron sin entenderlo—. Como hacer carmesí alizarino a partir de raíz de granza. Se hierven las raíces cortadas con lejía y luego se añade potasa para precipitar las sales.
—Parece que habéis experimentado con el proceso —dijo el duque.
—Lo he hecho unas cuantas veces —respondió Matt, tratando de no mostrar repulsión ante la cara del duque. Víctima de una lanza que se había abierto paso a través de la visera de su casco durante una justa cuando era joven, el ojo izquierdo del duque era una cuenca vacía, cavernosa y arrugada, y su nariz un enorme parapeto que brotaba de un entrecejo abultado, con una gran hendidura tallada en el puente. Se negaba a llevar parche.
—¡Hervidlo con potasa y luego añadid la orina! —dijo Tomasso, pensando en la sugerencia de Matt.
—No sé si eso servirá de ayuda —dijo Matt—. La orina es sobre todo salina.
—Tomasso, la orina es para hacer los bloques, no el salitre —dijo Rodrigo.
Tomasso se inclinó abatido sobre la olla para observarla.
—¡Pero funciona! —protestó—. ¿No lo oléis? 
Continuaron hacia el prado. Rodrigo le tendió el arcabuz a uno de los soldados, quien lo cargó diestramente, vertiendo un poco de pólvora y añadiendo luego un trocito de lino antes de la bala, que introdujo con un vigoroso golpeteo de una maza en una vara de hierro.
—¿Va a apuntarle a eso? —le preguntó Leandro a Tomasso, señalando un pequeño cuadrado blanco clavado a un poste que se hallaba a cien metros—. Imposible. Es el doble de distancia de lo que puede alcanzar ninguna arma.
El soldado cebó la cazoleta e insertó la fina cuerda de mecha lenta, ya encendida, en el contenedor del serpentín sobre el gatillo, y entonces alzó el arcabuz. Con el silencio sólo roto por el siseo y los chisporroteos de la mecha, apuntó el arma. El sacerdote se puso a entonar una canción. El soldado apretó el gatillo y la mecha cayó en la cazoleta, enviando una lengua de brillante fuego. Dos columnas de humo blanco brotaron simultáneamente, una pequeña en la base del cañón y otra más grande en el ánima, mientras el soldado retrocedía tambaleándose por la reculada de la pesada arma.
Un muchachito salió de detrás de una cerca de madera y fue a por el blanco. Regresó corriendo y se lo tendió a Tomasso, quien dio una palmada en el hombro al soldado, haciéndolo retroceder casi de la misma forma que había hecho el arcabuz. Entonces tomó el papel y se lo entregó al duque. El papel estaba atravesado por un agujero perfectamente redondo del tamaño de una nuez.
—Suerte —dijo Leandro.
—Ha dado en el blanco nueve veces de diez —les informó Tomasso.
—¿Sabéis que las flechas vuelan más lejos y más rectas si las plumas están en ángulo? —dijo Rodrigo—. Eso hace que la flecha gire en el vuelo. Estaba yo viendo un día al armero hacer los canales dentro del cañón para la pólvora quemada y pensé que por qué no ponerlos en espiral y hacer que la bala girara como una flecha. No tengo ni idea de por qué funciona, pero no hay duda.
—Es el diablo —interrumpió el sacerdote—. Una flecha tiene plumas, como un ángel... un ángel vengador, cuando se emplea en el nombre del Señor, como debe hacerse con cualquier arma. En cambio el arma de fuego es un agente del diablo. El Santo Padre así lo ha dicho. Escupe fuego y azufre y se puede oír la voz del diablo en el grito de la maldita bala. Pero esta arma... —avanzó para pasar la mano por el cañón—, ha vencido al diablo. Decís que la bala gira. ¡El diablo no puede cabalgarla! Está en la tierra tanto como en el cielo. Las estrellas son puras porque giran, y el diablo no puede hacerse con ellas; pero aquí en la Tierra, que es estacionaria, el diablo nos rodea. Hemos sido testigos de un milagro. Hemos visto al diablo desposeído, expulsado. Por la gracia del Señor, derrotaremos a los enemigos de Cristo.
—Gloria al Señor —dijo Leandro — . ¿Es difícil hacer esas marcas?
—No, simplemente gira el cañón mientras lo está trabajando —replicó Rodrigo — . No tarda nada.
—¡Tenemos otra idea! —exclamó Tomasso, metiéndose la mano en el jubón y sacando un puñado de papeles cubiertos de dibujos—. Esperad a ver esto.
El grupo se congregó a su alrededor. El soldado, aburrido, se apoyó contra el arcabuz, con la mirada en la lejanía.
—Es para sustituir la llave para disparar el arma. La llamamos la «llave de rueda» —dijo, pronunciando las palabras como si los presentes fueran un poco lerdos y duros de oído—. ¡Es brillante! Una idea sencilla, en realidad. Lo que se hace es dar cuerda a este muelle con una llave. ¡Cuando se tira del gatillo aquí, este brazo baja y suelta éste, que libera esta presa que sujeta el muelle, y así la rueda de aquí gira, y estos dientes golpean las piritas de hierro de aquí, lanzando chispas aquí para prender la pólvora de la cazoleta! —terminó, en un revoltijo de palabras—. ¡Sencillo!
—¿Sencillo? —preguntó Leandro.
—Se acabó la mecha —dijo Rodrigo—. Pensad en lo que eso significa. El soldado no tendrá que llevar una mecha encendida. No estará ya a merced de la lluvia, ni correrá el riesgo de una explosión accidental. Y en la oscuridad, nadie sabrá que está allí hasta que dispare.
—¿Cuánto? —preguntó Leandro. 
Tomasso intercambió una mirada con Rodrigo.
—Un poco más que la llave de mecha. No lo sabemos todavía, éstos son sólo dibujos. Tenemos que construir una antes de saberlo.
—¿Son de Leonardo? —preguntó Matt, aventurando una suposición.
Rodrigo lo miró, sorprendido.
—¿Lo conocéis?
—Un amigo de un amigo —respondió Matt. Habría sido más adecuado decir que conocía los dibujos, que estaban copiados casi con total exactitud de los que había visto en el Codex Atlanticus.
—Es un buen amigo mío —dijo Rodrigo.
—Olvidadlo —dijo Leandro—. Es demasiado complicado. Mirad ese mecanismo. Un armero habilidoso tardaría semanas en fabricar uno de esos. Y si se rompe, cosa que sucederá con toda seguridad, ¿quién lo arreglará entonces? Tendríamos que comprar estas cosas con un gran coste y luego llevar con nosotros a armeros para arreglarlas. Y ya sabéis cuánto cobran. Construid uno si queréis, pero no hay ningún futuro en esto.
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