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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (13 page)

BOOK: Querelle de Brest
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«No hay por qué hacerse mala sangre», pensó mientras caminaba. «Total, lo más que puede ocurrirme es la guillotina. No es para tanto. No me pueden matar todos los días.»

Su hipocresía le ayudaba. En su fuero interno veía ya —y por primera vez pensaba sacar partido de ella— la turbación del teniente Seblon, traicionada por su ceño fruncido y la súbita severidad de la voz. Al principio, Querelle lo había tomado por lo que no era. Siendo un simple marinero no podía entender nada del comportamiento de su teniente, que le castigaba por cualquier nimiedad, rebuscando minuciosamente el menor pretexto. Hasta que un día el oficial, que pasaba cerca de las máquinas, se untó las manos de grasa. Se volvió hacia Querelle, que estaba próximo. Con tono súbitamente humildísimo, le dijo:

—¿Tiene usted un trapo?

Querelle sacó de su bolsillo un pañuelo limpio, doblado todavía, y se lo ofreció. El teniente se limpió las manos y guardó el pañuelo.

—Se lo lavaré. Venga usted a buscarlo.

Días más tarde el teniente encontró un pretexto para acercarse a Querelle y herirlo, o así lo esperaba. Con voz seca:

—¿No sabe que está prohibido deformar el gorro?

Al mismo tiempo agarró la borla roja y dejó al marinero a pelo. Haber sido la causa de que una pelambrera tan hermosa apareciera a la luz del sol hizo al oficial traicionarse. Su brazo, su ademán se volvieron de piedra, y con voz demudada, tendiéndole el tocado al marino atónito, añadió:

—Le gusta parecer un maleante, ¿verdad? Merece usted… —Vaciló, no sabiendo si iba a decir… «todas las reverencias, todas las caricias de ala de los serafines, todos los perfumes de los lirios…»—. Merece usted un castigo.

Querelle le miró a los ojos. Con voz de serenidad hiriente, se limitó a decir:

—¿No le hace falta ya mi pañuelo, mi teniente?

—¡Ah! Es cierto. Venga a buscarlo.

Querelle siguió al oficial hasta su camarote. Aquél buscó el pañuelo y no lo encontró. Querelle aguardaba de pie, inmóvil, en posición de firme. El teniente cogió entonces uno de sus propios pañuelos bordados, de batista blanca, y se lo dio al marinero.

—Perdone, pero no lo encuentro. ¿Quiere aceptar este?

Querelle hizo con la cabeza un gesto de indiferencia.

—Ya lo encontraré, sin duda. Lo he dado a lavar. Estoy casi seguro de que usted solo no sabe hacerlo. No tiene cara de saber.

Querelle se quedó desconcertado ante la mirada dura del oficial que había acompañado esta frase, pronunciada en tono agresivo, casi acusador. No obstante, sonrió.

—En eso se equivoca, teniente. Sé hacer de todo.

—Me extraña. Usted debe de llevar la ropa a una pequeña siria de dieciséis años para que se la traiga planchada —aquí la voz del teniente Seblon se quebró un poco. Se dio cuenta de que no tenía que pronunciar algo que inevitablemente iba a pronunciar, pues tras un silencio de tres segundos añadió— … planchada y limpia como los chorros del oro.

—No hay peligro. No conozco a ninguna chica en Beirut. Y en lo que se refiere a lavar, yo mismo me lavo la ropa.

En aquel momento, aunque sin comprender la razón, Querelle se daba cuenta de que la rigidez del teniente estaba desmoronándose lamentablemente. En forma espontánea, con el sorprendente sentido que para sacar provecho de sus encantos poseen incluso los jóvenes más ajenos a la coquetería sistemática, insufló a su voz una inflexión ligeramente canallesca y su cuerpo, perdiendo su rigidez —por el hecho del desplazamiento casi imperceptible de un pie echado hacia adelante—, fue recorrido, de la nuca a la pantorrilla, por una serie de curvas sumamente gráciles que le daban a conocer a Querelle la existencia de sus nalgas y sus hombros. Quedó dibujado súbitamente por líneas movedizas y quebradas, y por el oficial, dibujado con mano maestra.

—¿Ah?

El teniente le miró. Querelle se quedó inmóvil, pero sin perder la gracia de sus movimientos. Sonreía. Le brillaban los ojos.

—Entonces, en tal caso… —El teniente arrastraba con indolencia las palabras—, entonces… —Y tomando aliento dijo por fin, sin dejar traslucir excesivamente su inquietud—: …entonces, si trabaja tan bien como dice, ¿quiere ser mi asistente durante algún tiempo?

—Por mí, de acuerdo, mi teniente; pero tendré que dejar de ser safo.

Querelle dijo esto con sencillez, con la misma sencillez con que aceptaba ser asistente. Sin saber que el amor inspiraba en un único impulso, de golpe, todas las tentativas de castigo y los castigos efectivos que debía al teniente; éstos se transformaban a sus ojos, perdían su sentido primitivo y adquirían el de «relaciones», que desde hacía largo tiempo tendían a la unión, al entendimiento —y lo efectuaban— entre los dos hombres. Tenían recuerdos comunes. Su armonía, el hoy, tenía un pasado.

—¿Por qué? Lo arreglaré. Esté tranquilo, no va a seguir mucho tiempo sin especialización.

El teniente creyó que nunca le había revelado su amor, esperando al mismo tiempo habérselo confesado con claridad. Cuando hubo entendido perfectamente el sentido, lo que tuvo lugar al día siguiente de esa escena, cuando descubrió en un lugar donde lógicamente no hubiera debido encontrarse, en una cartera de cocodrilo, su pañuelo manchado de grasa y tieso además, según le pareció, a causa de cierta sustancia, Querelle encontró divertidas aquellas partidas de escondite que ahora veía muy claras. Hoy estaba seguro de que su jeta, repentinamente ennegrecida, más maciza debido a aquella leve capa de polvo, tendría una belleza tal que el teniente perdería todos los papeles. ¿Llegaría acaso a declararse?

«Ya veré, no creo que haya oído.»

En el interior de aquel cuerpo la inquietud generaba el sobresalto más exquisito. Querelle apeló a su estrella, que no era otra que su sonrisa. Apareció la estrella, Querelle avanzaba sobre sus anchos pies, firmemente posados de plano. Balanceaba algo las caderas, estrechas, sin embargo, para producir un movimiento suave de la parte superior del pantalón y del calzoncillo blanco, que rebosaba un poco por encima de éste, sujetos ambos por un amplio cinturón de cuero trenzado que se abrochaba por atrás. Sin duda, había registrado maliciosamente la frecuencia con que la mirada del teniente se demoraba en aquella parte de su cuerpo, aunque lógicamente conociera otros objetos más eficaces de su seducción. Los conocía con toda seriedad. A veces, con una sonrisa, con su habitual sonrisa triste. Balanceaba también ligeramente los hombros, pero su movimiento, como el de las caderas y el de los brazos, era más discreto que de costumbre, más cercano a su cuerpo, más interior, se podría decir. Se movía prieto. Cabría escribir: Querelle jugaba ya fuerte. Al acercarse al camarote del teniente esperaba que éste se hubiera dado cuenta del robo frustrado del reloj. Deseó que le hubiera llamado para eso.

«Me las apañaré. Tengo que entrarle por los ojos.»

Pero al asir el picaporte de la puerta deseó que, por sí mismo, el reloj, que al volver a bordo había devuelto a escondidas a su lugar dentro del cajón del teniente, se hubiese parado, bien por haberse estropeado, o porque la cuerda se hubiera acabado, o también —se atrevió a pensarlo— por un gesto de amabilidad del destino o, mejor aún, por una gentileza particular del reloj, seducido ya por Querelle.

«Bueno, ¿y qué? Si hace la más mínima alusión al asunto, le lleno la sentina hasta los topes al 'mírame y no me toques' este.»

El teniente le estaba esperando. Desde la primera mirada, especie de breve caricia sobre su torso y su rostro, Querelle comprendió su poder: era de su cuerpo de donde partía el rayo que penetraba por los ojos hasta el estómago del oficial. El hermoso mozo rubio, adorado en secreto, aparecía de repente tal vez desnudo, pero revestido de una gran majestad. No era el carbón lo bastante espeso para impedir que se adivinara la claridad de los cabellos, de las cejas, de la piel, ni el tono rosado de los labios y las orejas. Era evidente que sólo se trataba de un velo. Y Querelle se lo alzaba algunas veces con coquetería, con emoción se diría, al soplar sobre su brazo o al desarreglarse un bucle de sus cabellos.

—Cumple usted bien con sus obligaciones, Querelle. Hace los trabajos ingratos sin advertírmelo. ¿Quién le ha mandado bajar a la carbonera?

El teniente hablaba con un tono cortante. Se defendía contra su emoción. Sus ojos hacían inútiles y dolorosos esfuerzos para no fijarse con demasiada evidencia en la bragueta ni las caderas de Querelle. Un día que le había invitado a un chato de oporto, habiéndole respondido Querelle que a causa de una blenorragia no podía beber alcohol (Querelle mentía: espontáneamente, con el fin de aumentar aún más el deseo del teniente, acababa de inventarse una enfermedad de macho, de «jodedor furibundo»), Seblon, sin la menor experiencia de una dolencia tal, se imaginó bajo la tela azul el sexo llagado derritiéndose como un cirio pascual que llevara incrustados cinco granos de incienso. Se sentía ya muy irritado contra sí mismo por no poder desprenderse de los brazos musculosos y polvorientos entre cuyo vello, dorado y rizoso, quedaban aprisionadas algunas partículas de carbón. Pensó:

«¡Ojalá pudiese ser Querelle el asesino de Vic! Pero es imposible. Querelle es demasiado hermoso por naturaleza para añadirse además la belleza del crimen. ¿De qué serviría ese adorno? Vic y él no eran amigos, habría que inventarles relaciones secretas, citas, abrazos, besos clandestinos.»

Querelle le respondió lo mismo que al capitán de armas:

—Pero…

Aquella mirada, por fugaz que fuese, fue captada por Querelle. Sonrió con sonrisa aún más amplia y desplazando el pie contoneó bruscamente su cadera.

—¿No le gusta ocuparse de esto?

El no haber podido resistirse a utilizar una explicación y una fórmula tan humildes puso de mal humor al oficial, que se sonrojó al ver temblar delicadamente las aletas de la nariz de Querelle y movérsele el lindo arroyuelo que une el tabique de la nariz con el labio superior, con estremecimientos cada vez más sutiles y rápidos, que parecían constituir la más deliciosa manifestación de otros tantos esfuerzos por retener una sonrisa.

—Pues claro que me gusta. Pero era para hacerle un favor a un compañero. A Colas.

—Podría haber escogido a otro para sustituirle. ¡Bueno se ha puesto usted! ¿Tanto interés tiene en ir a tragar polvo?

—No, pero… Bueno…, ya sabe…

—¿Qué quiere decir?

Querelle se abandonó a su sonrisa. Dijo:

—Nada.

El oficial había caído en la trampa. Con lo fácil que hubiese sido, con una simple palabra, mandar a Querelle a la ducha. Permanecieron durante algunos instantes muy cortados, ambos a la expectativa. Querelle rompió el hielo:

—¿Es todo lo que tenía que decirme, mi teniente?

—Sí. ¿Por qué?

—Por nada.

El oficial creyó discernir una ligera impertinencia en la pregunta del marinero y en su respuesta, pronunciadas ambas bajo el sol de una deslumbrante sonrisa. Su dignidad le ordenaba mandar a paseo a Querelle al instante, pero no podía sacar fuerzas para hacerlo. Si por desgracia Querelle hubiera bajado por propia iniciativa a las sentinas, su enamorado le habría seguido hasta allí. La presencia del marinero medio desnudo en el camarote lo enloquecía. Se estaba hundiendo ya en los infiernos, descendiendo los escalones de mármol negro, tocando casi el fondo del pozo en el que le había precipitado el anuncio del asesinato de Vic. Quería comprometer a Querelle en aquella aventura fastuosa. Le exigía que representara en ella un papel. ¿Qué pensamiento secreto, qué confesión fulgurante, qué aurora podía esconderse tras aquel pantalón, ennegrecido como jamás lo estuvo pantalón alguno? ¿Qué sexo tenebroso pendería dentro de él, con la cepa naciendo de un musgo marchito? ¿Y qué sustancia arropaba a todo ello? Sin duda, no se trataba sino de un poco de tizne de carbón —de esencia y composición harto conoddas— y algo tan sencillo, tan banal, capaz de envilecer un rostro y unas manos, prestaba a aquel joven marino rubio la potencia misteriosa de un fauno, de un ídolo, de un volcán, de un archipiélago melanesio. Era él mismo y ya no lo era. El teniente, de pie frente a Querelle, a quien deseaba pero no osaba acercarse, hizo con la mano un ademán, casi imperceptible, nervioso, reprimido al punto. Querelle registraba, sin dejar escapar una sola, todas las ondas de inquietud de aquellos ojos clavados en los suyos y, como si tanto peso, al aplastar a Querelle, le hubiera ensanchado más la sonrisa, sonreía bajo la mirada y la masa del teniente que gravitaban sobre él hasta el punto de obligarle a tensar los músculos para soportarlas. Comprendía, no obstante, la gravedad de aquella mirada y que toda la desesperación de hombre se expresaba en ella en aquel instante. Pero al tiempo que hacía un amplio movimiento de hombros en el vacío, pensó:

«¡Marica!»

Despreció al oficial. Seguía sonriendo y se dejaba mecer por las vueltas que le daba en la cabeza la idea tremenda y mal equilibrada de «marica».

«¿"Marica"? ¿Qué es eso? ¿Qué es un marica?», pensaba. Y lentamente, mientras se le iba cerrando la boca, la comisura de sus labios se aprestaba para una mueca de desprecio. Pensar aquella frase le diluía en un vago torpor: «Yo también soy un enculado». Pensamiento que no conseguía discernir bien, que no le sublevaba, pero cuya tristeza experimentó al darse cuenta de que estaba apretando las nalgas hasta un punto tal —así le pareció— que habían dejado de rozarse con la tela del pantalón. Ante este leve, aunque desolador pensamiento, recorrió su espina dorsal una inmediata y rápida sucesión de ondas que se fueron desplegando por toda la superficie de sus hombros negros, cubriéndolos de un maldito tejido de escalofríos. Querelle alzó el brazo para alisarse con la palma de la mano los cabellos de encima y detrás de la oreja. Era un ademán tan hermoso, descubriendo una axila pálida y lisa como el vientre de una trucha, que al oficial se le transparentó en los ojos el cansancio de verse abrumado hasta tal extremo. Sus ojos pedían clemencia. Su mirada era más humilde que una genuflexión. Querelle se sentía fuerte. Si bien despreciaba al teniente, no sentía ganas, como los demás días, de burlarse de él. Le parecía inútil coquetear, hasta tal punto estaba convencido de que su fuerza era de otra especie. Procedía del infierno, pero de aquella región del infierno en la que los cuerpos y los rostros son hermosos. Querelle sentía sobre sí el polvo como las mujeres sienten sobre los brazos y las caderas los pliegues de una tela que las convierte en reinas. Semejante maquillaje, dejando intacta su desnudez, le convertía en un dios. Querelle se limitó a acentuar su sonrisa. Estaba seguro de que el teniente no le diría jamás ni una palabra sobre el reloj.

BOOK: Querelle de Brest
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