Qumrán 1 (24 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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—En primer lugar, tu padre y tú buscáis un manuscrito que estaba en la gruta de Qumrán y que X ha robado. En segundo lugar, conocéis a este respecto tres personas, que mueren todas violentamente. En tercer lugar, tu padre desaparece raptado por unos desconocidos. Así pues —habría dicho Yehuda—, es evidente que tu padre se encuentra… en el monasterio de Santa Catalina, en Ankara.

—¿Por qué? —habría preguntado yo, pasmado.

—Es muy sencillo —habría respondido él, orgulloso de su efecto.

Y se lanzaría a un razonamiento talmúdico que ponía en acción, al mismo tiempo, la Biblia, a los raptores, rabinos y demás personas que nada habían tenido que ver. Así eran las elucubraciones de Yehuda. Pero yo sabía, en verdad, que aquí no se trataba de pilpul y que el razonamiento puro no me permitiría encontrar a mi padre.

Recordé los paseos que hacía con Yehuda, por el blanco desierto del Neguev, cuando necesitábamos reflexionar. Partíamos para varios días en absoluta soledad. Conocíamos los lugares escarpados donde el relieve, es tan abrupto que parece un decorado de cartón-piedra. Permanecíamos durante varias horas ante aquella pantalla de cine, y luego proseguíamos nuestro camino.

Cómo echaba en falta mi tierra, ahora que me sentía débil y solo en esta diáspora. La tierra es como un padre. Es un suelo conocido en el que descansar cuando sentimos que no podemos ya agarrarnos a nada y que todo vacila. Qué duro y largo era ese exilio. «¡Cómo desearía saber dónde puedo encontrar a Dios! Iría hasta su trono. Expondría allí en orden mi causa ante Él, y llenaría mi boca de pruebas; sabría lo que me respondería, y escucharía lo que me diría. ¿Discutiría conmigo por la grandeza de su fuerza? No, sólo propondría sus razones contra mí. El hombre recto razonaría con Él, y yo sería para siempre absuelto por mi juez. Ahí, si sigo hacia delante, no está. Si voy hacia atrás, no le veré en absoluto. Si voy hacia la izquierda seguiré sin verle, se oculta a la derecha, y no le descubro. Cuando Él haya conocido el camino que he seguido, y me haya puesto a prueba, saldré como el oro que ha pasado por el fuego.»

¿Me atreveré a confesarlo? ¿Podré decirlo? Meditaba mucho acerca de Cristo, aunque no comunicara a nadie ese pensamiento prohibido, ni siquiera a Yehuda. Soñaba con Cristo, como cuando lo hacemos en pleno sufrimiento, miseria e injusticia. Encontraba consuelo en él. Cierto día, en Manhattan, pasé ante una iglesia, barroca entre los rascacielos; impulsado por un brusco deseo, entré. Naturalmente, nos está del todo prohibido entrar en una iglesia, y más aún hacer allí lo que hice.

Me senté en un banco, frente a una cripta donde se erguía una estatua de Jesús. Por primera vez no contemplé aquella figura como un objeto de adoración pagano, como la representación prohibida de un dios imposible, sino que empecé a contemplarla realmente, a pensar intensamente en aquel hombre crucificado, aquel hombre justo. Pensaba en él no como se piensa en Dios, sino como en un personaje de la Biblia. Y aquello me consoló. Él, al menos, estaba allí, en carne y espíritu, y por poco que se creyera en su existencia, todo brotaba milagrosamente: el mundo futuro, el sentido de la vida, la creación, la felicidad y la resurrección de los muertos.

Sí, mi padre volvería, si no en este mundo, en el siguiente. Cuanto más grandes e inmerecidos fueran sus sufrimientos, más descansaría en la paz de Cristo. Pero entonces, ¿por qué actuar? No había ya necesidad de buscarlo ni encontrarlo, puesto que Dios le salvaría. ¿Y si Cristo no existiera, si no hubiera Dios, o sólo ese Dios oculto de los judíos, abstracto, ausente, retirado del mundo, que no interviene, ni en las mayores barbaries ni siquiera después de la vida? Entonces todo estaba permitido. Las virtudes nunca se verían recompensadas, los crímenes quedarían siempre impunes. Todo podía suceder por mano del hombre, todo sería absurdo. Pero en ese caso, ¿por qué actuar?

Y sin embargo, era preciso hacer algo, sin que eso tuviera justificación teórica o teológica. Tal vez por pura urgencia. Tal vez porque era todavía más absurdo no hacer nada.

Para entretener mi espíritu, que sentía que estaba enfermando, ayudé a Jane a preparar el coloquio. Parecía consagrada a la organización del proyecto. Llamaba por teléfono a todos los rincones del mundo, comía con periodistas, escribía ella misma artículos. Quería que acudiera el mayor número de personalidades posible. Había conseguido que la revistaadoptara el tema: «¿Existió Jesús? Las increíbles revelaciones de Qumrán».

La prensa se había apresurado a propalar el escándalo provocado por la
BAR
, que hizo saber, por medio de Jane que todos los manuscritos estarían reunidos, por primera vez, y que al fin estallaría toda la verdad sobre Qumrán. Naturalmente, nadie sabía nada, pero el objetivo era, efectivamente, atraer a todos los afectados.

Poco después de un artículo que había escrito en el
Times
, Jane recibió en el periódico una llamada de Nueva York.

Era Pierre Michel. Este le explicó que había tenido que marcharse precipitadamente de París para escapar de sus perseguidores. Estaba por fin dispuesto a hacer público el pergamino que poseía, pues era el único medio de salvar su vida. Vendría pues al coloquio.

—Esperemos que eso nos ayude a saber dónde está mi padre —le dije a Jane.

—Es posible, si echamos mano por fin al último manuscrito. Has tenido una excelente idea. En la revista se reciben innumerables peticiones de invitación. Esta semana se ha vendido casi tanto como
Vanity Fair
; imagínatelo, es un récord nunca alcanzado por un periódico arqueológico.

—Ese manuscrito no me dice nada, si no voy a volver a verlo nunca. No vale la vida de un hombre.

—Ary, no pierdas la esperanza. Encontraremos a tu padre. Estoy segura.

—Será gracias a ti… ¿Por qué haces todo eso por mí?

—En primer lugar, también lo hago por mí. He aprendido muchas cosas que van a servirme, estoy segura. He cambiado, Ary, más de lo que imaginas.

Se hizo un corto silencio, luego bajó la mirada y vaciló, antes de añadir:

—En fin, para responder a tu pregunta… tal vez también porque me importas mucho; más de lo conveniente.

Y, al decir estas palabras, sus mejillas se arrebolaron y el corazón me dio un salto en el pecho.

En el ejército había conocido mujeres jóvenes que no me habían impresionado, por las que nunca me había interesado realmente. Sin embargo, mis compañeros hacían toda clase de bromas sobre la fascinación que yo ejercía en ellas. Decían que, estando yo, no tenían posibilidad alguna de seducirlas. O me suplicaban que les acompañara en sus salidas nocturnas, para que yo las atrajera como un imán y, aprovechándose de eso, pudieran acercarse a ellas. Ejercía también cierto poder sobre los hombres, que me escuchaban cuando hablaba y buscaban mi compañía.

Pero con las mujeres era distinto. Había algo turbio, algo extraño, en su modo de mirarme, que me molestaba atrozmente. Adivinaba que volvían la cabeza cuando yo pasaba, y susurraban mi nombre. Mis compañeros creían que mi mirada las embrujaba, las hechizaba. Decían riendo que se ahogaban en ella como en un pozo de amor. De hecho, si mis ojos eran azules como los de mi madre, eran también, como los de mi padre, dos zarzas ardientes que llameaban sin consumirse nunca. Otros creían que mi indiferencia y mis persistentes negativas eran lo que atraía a las mujeres. Cierto es que, absorto en otras cosas yo me mostraba distante.

Con Jane era distinto. Mantenía con ella una camaradería de combatiente, pues estábamos en el mismo frente y, al mismo tiempo, teníamos una verdadera complicidad y una fraternidad de espíritu. Pero nunca había pensado en ella como mujer, como en mi mujer, quiero decir. Al principio, cuando ella hablaba, yo procuraba no mirarla a los ojos, como hacía con las demás mujeres desde que entré en la yeshiva. Pero, poco a poco, se había convertido en un «haver», un compañero de estudios con el que intentaba resolver los problemas, fomentar proyectos, buscar las mejores ideas posibles, inventar historias. Ante ella, mi creatividad se multiplicaba como por arte de magia; se me ocurrían mil ideas para resolver los casos más espinosos. Jane era un maravilloso interlocutor, que sabía escuchar tanto corno responder. Era, al mismo tiempo, imaginativa y realista, lo bastante fantasiosa para seguir los caminos más arriesgados y lo bastante rigurosa para no correr riesgos inútiles. Y cuando, a veces, mis ojos se cruzaban con los suyos, que eran de un castaño oscuro y de mirada intransigente, bajaba yo los míos, avergonzado por haber sido sorprendido mirando a una mujer.

Eso no me estaba permitido. No porque el amor fuera malo en sí, ni estuviera prohibido por la religión, sino porque ella no era judía, sino que era cristiana, protestante e hija de pastor.

Ciertamente, si yo hubiera sido otro o si aquello me hubiera estado permitido, si ella hubiera sido judía o si yo no hubiera sido Cohen o hasid, incluso si yo hubiera sido
goy
y protestante o católico, si los dos hubiéramos sido ateos, o si yo hubiera sido agnóstico y ella protestante, si yo no hubiera sido practicante, si hubiera sido como mis padres, entonces sí, creo que la habría amado.

Era tan distinta de las muchachas con las que nos casaban. No era tímida y reservada como ellas. No era sumisa ni discreta como ellas. No estaba destinada a ser la piadosa guardiana del hogar y la madre de sus hijos y por otra parte, no estaba destinada a nada en absoluto. Era independiente y activa. Parecía no tener miedo a nada y, sobre todo, no a la verdad, que perseguía como un caballeroso paladín. Era tan decidida que me conducía cuando yo vacilaba y me obligaba a actuar cuando me desalentaba.

Manteníamos largas discusiones teológicas sobre Jesús, la religión de Jane y la mía. Aunque nuestros puntos de vista divergieran y, a menudo, no consiguiéramos comprendernos, sin embargo nos respetábamos. Cuanto más confrontábamos nuestras ideas, más nos parecía que no había semejanza alguna entre el judaismo y el cristianismo, y que a menudo un gigantesco foso nos separaba. Nuestras conversaciones eran fruto de lo que habíamos aprendido de nuestros maestros y nuestros libros, es decir del saber de los siglos de ignorancia, de errores y contrasentidos sobre estas cuestiones, y al menos en eso los acontecimientos iban a desengañarnos. Pero, para tranquilizarnos o para tal vez aproximarnos, nos gustaba profundizar en las contradicciones y poner de relieve las dificultades en toda su magnitud. A veces, tras horas y horas de disputa, nos separábamos derrengados y demasiado molidos para estar enfadados. Pues el diálogo une siempre, incluso cuando es lucha violenta y encarnizada.

Cierto día, cuando me asombré por su interés y sus conocimientos de judaismo, me dijo:

—Fue lo ocurrido en la Shoah. No comprendía por qué habían perseguido tanto ese pueblo; quería saber lo que podía inspirar semejante terror durante siglos y siglos. Luego comprendí que no había nada que comprender en ese odio pero que, en cambio, el conocimiento del judaismo y el de los judíos es un deber sagrado para los cristianos.

A veces nuestras discusiones se veían interrumpidas por largos silencios, que no expresaban molestia alguna sino que reflejaban una comunión que no dejaba de aumentar y que identifiqué rápidamente: era la del conocimiento del misterio. Era como en el desierto cuando, en su silencio, el rostro y el espíritu se despojan de todas las escorias —los pensamientos fútiles— para alcanzar la desnudez total del acto y de la verdadera palabra, la del inicio. Por primera vez, tenía la sensación de que la palabra era inferior al silencio, si con este vocablo se denomina «la intuición». Era ya un paso hacia las convicciones de Jane, de acuerdo, hacia el cristianismo y su tan particular misticismo. Pero ahí estaba, efectivamente, la fuente del misterio: no porque haya algo antes que nada, pues en el desierto no había nada, y en núestros rostros silenciosos había un vacío que tal vez era la única presencia verdadera. ¿Para qué entonces el lenguaje y las cosas? ¿Para qué todos nuestros escritos y nuestras palabras, nuestras leyes y nuestros mandamientos? ¿Qué fundamentaba su extraña adecuación, su poder de designación? ¿Acaso las palabras eran demiurgos, creadores de mundo, o habían sido ellas mismas creadas y adaptadas?

—Son obra de Dios —respondía ella—. Él es el que funda el lenguaje, y el espíritu, y el acuerdo entre las palabras y las cosas. Y la visión, y todo lo que existe. Tú y yo.

Ciertamente si Él existía —y yo sabía que existía— entonces yo sabía que Él estaba entre nosotros. Gracias a ella —era extraño, pues su Dios tenía un nombre, y el mío era abstracto— me sentía infinitamente próximo de Dios. Pues si los conceptos sin intuición son ineficaces, entonces, ciertamente, yo la necesitaba para ver, necesitaba su «fe», como ella la llamaba, que me aproximaba a Dios, al Dios de la verdad.

No era coqueta. No llevaba maquillaje en su rostro muy pálido y permitía que sus largos cabellos rubios cayeran naturalmente sobre sus hombros. Iba vestida con modestia, con ropas sencillas y anchas o, a veces, con pantalones o vaqueros. O tal vez fuera yo quien me esforzara en verla así, como una especie de ángel, sin las marcas de la femineidad, para intentar convencerme de que no tenía la gracia de una de las Jane judías que el rabí me destinaba.

Tras la revelación de los sentimientos de Jane para conmigo, sufrí una violenta crisis. Como para protegerme, para poner barreras entre ella y yo, volvía con frecuencia al gueto hasídico de Nueva York. Su amor tuvo por efecto devolverme allí, como en un violento movimiento de bumerán, un reflejo de supervivencia. Comencé a frecuentar asiduamente una pequeña sinagoga de Williamsburg, de la que muy pronto conocí a todos los fieles.

Así, me vi impulsado a visitar de nuevo al rabí que nos había recibido. Le comuniqué el rapto de mi padre y mi angustia. No le hablé de Almond, de Millet ni de las crucifixiones.

—Te avisé del peligro —me dijo—. Pero ahora no debes perder la esperanza, hay que esperar y practicar la devequt.

—¿La devequt? ¿Por qué? —pregunté.

—Para saber quién era la persona que os seguía.

No comprendí a qué estaba aludiendo. Tal vez hubiera presentido un peligro al saber que alguien nos seguía. ¿Quién era? ¿Y por qué la devequt? Pero yo era un hasid y estaba acostumbrado desde hacía tiempo a respetar las palabras de los rabinos sin intentar comprender su sentido. Me esforcé así, con otros discípulos, en alcanzar la devequt como el rabí había preconizado.

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