Read Raistlin, el aprendiz de mago Online
Authors: Margaret Weis
Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil
— ¡Oh, vamos! — protestó Caramon—. No lo creo. ¿Cómo iba a arrancar un árbol de cuajo?
—Era un ejemplar joven —aclaró Kit mientras se encogía de hombros—. Pero fue incapaz dé repetirlo. Después de que terminara el combate lo intentó con otro más o menos del mismo tamaño y ni siquiera consiguió que las ramas del árbol se menearan. Eso es lo que el miedo puede hacer por ti.
—Entiendo —dijo Caramon, muy pensativo.
—Estás quemando la rebanada de pan —advirtió Kit.
— ¡Anda, es verdad! Lo siento. Yo me comeré ésta. —Caramon sacó del tenedor el pan quemado y pinchó otro trozo. Desde hacía un día, más o menos, había algo que no se le iba de la cabeza, e intentó discurrir una forma sutil de preguntarlo, pero fue inútil. A Raistlin se le daban bien las sutilezas, pero no a él, que siempre iba directo al grano. Pensó que lo mejor sería preguntarlo de una vez y punto, sobre todo considerando que Kit estaba de tan buen humor.
» ¿Por qué has vuelto? —inquirió, sin mirar a su hermanastra. Le dio la vuelta al pan para dorarlo por el otro lado—. ¿Fue por mamá? Estuviste en el funeral, ¿no?
Oyó las botas de Kit plantarse en el suelo y alzó la vista, nervioso, pensando que la había ofendido. La mujer le daba la espalda y miraba por la pequeña ventana. Por fin había dejado de llover y las puntas de las hojas del vallenwood, que empezaban a cambiar de color, parecían guarnecidas de oro con los primeros rayos de sol.
—Me enteré de la muerte de Gilon —dijo Kitiara—, a través de unos leñadores que encontré en una taberna, hacia el norte. También oí comentar lo de la... enfermedad de Rosamun. —Apretó los labios y miró de reojo a Caramon—. Para ser sincera, volví por vosotros, por Raistlin y por ti, pero ya hablaré de eso dentro de un momento. Llegué la noche en que Rosamun murió, pero estaba con... eh... unos amigos. Y, sí, asistí al funeral. Me guste o no, era mi madre. Imagino que su muerte fue un duro golpe para ti y para Raist, ¿no?
Caramon asintió en silencio; no le gustaba hablar de ello. Mohíno, mordisqueó la rebanada de pan quemada.
—Si quieres, puedo freír unos huevos. ¿Te apetece? —ofreció.
—Sí, estoy hambrienta. Y pon unas pocas patatas de Otik si todavía quedan. —Kit seguía de pie junto a la ventana—. No lo hice porque Rosamun significara algo para mí. No me importaba ni poco ni mucho. —Su voz se había endurecido—. Pero no asistir al entierro me habría traído mala suerte.
— ¿A qué te refieres?
—Oh, ya sé que sólo son tontas supersticiones —contestó Kit, esbozando una mueca—. Pero era mi madre y había muerto. Debía mostrar respeto o, de lo contrario, bueno... —Kit parecía azarada—. Podría ser castigada, podría ocurrirme algo malo.
—Eso suena como lo que decía la viuda Judith —comentó Caramon mientras rompía la cáscara de un huevo y hacía un vano intento por echarlo a la sartén sin que le cayeran trozos de la cáscara. Los huevos revueltos que hacía siempre tenían una textura crujiente— Hablaba de no sé qué dios llamado Belzor que nos castigaría a todos. ¿Es a eso a lo que te refieres?
—¡Belzor! Valiente timo. Hay dioses, Caramon. Dioses poderosos. Dioses que nos castigan si hacemos algo que no les gusta, pero que también nos premian si los servimos.
—¿Lo dices en serio? —preguntó el joven mirando de hito en hito a su hermana— No lo tomes a mal, pero nunca te había oído hablar así hasta ahora.
Kitiara le dio la espalda a la ventana, avanzó con amplias y firmes zancadas hasta la mesa y plantó las manos en el tablero mientras sus ojos se clavaban en los de su hermano.
—¡Vente conmigo, Caramon! —propuso, sin responder a su pregunta— Hay una ciudad al norte llamada Sanction y allí están pasando cosas importantes. Cosas trascendentales. Estoy dispuesta a ser parte de ellas y tú también puedes. Regresé a propósito para llevarte conmigo.
Caramon se sintió tentado. Viajar con Kitiara, recorrer el vasto mundo, salir de Solace. Basta de tener molida la espalda al final del día por el duro trabajo en la granja, de cargar heno con la horca hasta no aguantar el dolor de brazos. En lugar de eso, los utilizaría para manejar una espada, para luchar contra ogros y goblins. Pasaría las noches con sus compañeros alrededor de la hoguera o bien calentito en una taberna, con una chica sentada en sus rodillas.
—¿Y qué pasa con Raistlin? —preguntó.
—Había esperado encontrarlo más fuerte. —Kit sacudió la cabeza— ¿Puede hacer magia ya?
—Creo que no.
—En tal caso, lo más probable es que nunca esté en condiciones de hacerlo. ¡Vaya, pero si los hechiceros que conozco están practicando el arte desde los doce años! Aun así, estoy segura de encontrar alguna ocupación para él. Tiene buenos estudios, ¿verdad? Hay un templo que conozco en el que buscan escribas. Un trabajo fácil para vivir a cuerpo de rey. ¿Qué contestas?
—Podríamos marcharnos tan pronto como Raistlin esté en condiciones de viajar.
Caramon se permitió el lujo de imaginarse por un momento a sí mismo paseando por esa ciudad llamada Sanction, con la armadura tintineando, la espada golpeando contra su cadera, las mujeres admirándolo. Rechazó la tentadora visión con un suspiro.
—No puedo, Kit. Raistlin jamás abandonaría esa escuela suya. No hasta que esté preparado para someterse a algún tipo de examen que hacen en una gran torre, en alguna parte.
—Pues, entonces, que se quede él —replicó Kit, irritada—. Vente tú.
Miró a Caramon casi del mismo modo estimativo que el joven había imaginado que lo harían las mujeres en Sanction, pero no del todo. Kit lo estaba valorando como guerrero. Consciente de ello, adoptó una postura erguida. Era más alto que cualquier muchacho de su edad e incluso más que la mayoría de los hombres de Solace. El duro trabajo de la granja le había desarrollado los músculos, que se le marcaban debajo de la camisa.
— ¿Qué edad tienes? —le preguntó Kit.
—Dieciséis.
—Pasarías por un joven de dieciocho, seguro. Te enseñaría lo que necesitas saber de camino hacia el norte. Raistlin se las arreglará bien aquí solo. Tiene la casa. Vuestro padre os la dejó a los dos, ¿no es así? ¡Bien, pues, no hay nada que te retenga!
Caramon sería crédulo, sería un zoquete —como le decía a menudo su hermano— y no tendría muchas luces, pero una vez que había tomado una decisión sobre algo era tan inamovible como el Pico del Orador.
—No puedo abandonar a Raist, Kit.
La mujer frunció el ceño, furiosa; no estaba acostumbrada a que le llevaran la contraria ni a que frustraran sus planes. Se cruzó de brazos y asestó una mirada colérica a Caramon a la par que daba golpecitos con el pie en el suelo. El muchacho rebulló, incómodo, al sentir sobre él los ojos penetrantes de su hermanastra, agachó la cabeza y derramó parte de los huevos al batirlos con frenesí.
— ¿Por qué no se lo dices a Raistlin? —dijo. Su voz sonaba apagada al tener la barbilla metida en el pecho—. A lo mejor he hablado por hablar y él quiere ir.
—Sí, lo haré —repuso Kitiara con tono cortante mientras paseaba de un lado a otro de la pequeña cocina.
Caramon no añadió nada más. Echó lo que quedaba de los huevos batidos en una sartén y los puso al fuego. Oía los pasos de Kit resonando sobre la madera y se encogía cada vez que sentía alguno particularmente fuerte que denotaba la irritación de la joven. Cuando los huevos estuvieron hechos, los dos se sentaron a desayunar en silencio.
El muchacho se arriesgó a echar una rápida ojeada a su hermanastra y vio que lo estaba observando con aire afable y exhibiendo una sonrisa encantadora.
—Estos huevos están realmente buenos —comentó Kit al tiempo que escupía trocitos de cáscara—. ¿Te he contado lo de aquella vez que un bandido intentó matarme mientras dormía? Lo que hiciste antes me lo ha recordado. Habíamos librado un duro combate aquel día y estaba muerta de cansancio. Bueno, pues, ese bandido...
Caramon oyó esta historia y muchas otras aventuras excitantes a lo largo del día. Escuchó y disfrutó con ello, ya que Kit era una excelente narradora. De vez en cuando Caramon se asomaba al cuarto para comprobar cómo estaba Raistlin y lo encontraba durmiendo tranquilamente. Cuando volvía, le aguardaba otro relato de valor, osadía, batallas, victorias y riquezas ganadas. Escuchaba, se reía y lanzaba exclamaciones justo en el momento adecuado. El muchacho sabía muy bien lo que pretendía su hermana, pero sólo había una respuesta: si Raistlin iba, él también, y si Raistlin se quedaba, lo mismo haría él.
Esa tarde, Raistlin despertó. Se encontraba débil, tanto que era incapaz de levantar la cabeza de la almohada sin ayuda, pero su mente estaba lúcida y muy consciente de su entorno. No pareció sorprenderlo en absoluto la presencia de Kitiara.
—Soñé contigo —dijo.
—Muchos hombres lo hacen —contestó ella sonriendo con malicia y haciendo un guiño.
Tomó asiento al borde de la cama y, mientras Caramon le daba a su hermano un caldo de pollo, ella le hizo a Raistlin la misma propuesta que había hecho a su gemelo. No mostró tanta labia en esta ocasión, ya que la ponían nerviosa aquellos azules y penetrantes ojos que la observaban fijamente, sin pestañear, como si pudieran ver dentro de su cabeza.
— ¿Para quién trabajas? —preguntó Raistlin una vez que Kit hubo terminado.
—Para unas personas —respondió ella, encogiéndose de hombros.
— ¿Y qué templo es ése en el que has pensado que trabaje? ¿A qué dios está dedicado?
— ¡A Belzor no, desde luego! —rió Kit.
Cuando Caramon, que seguía dándole cucharadas de caldo, trató de meter baza, su gemelo lo hizo callar.
—Gracias, hermana —dijo finalmente Raistlin—, pero no estoy preparado.
— ¿Preparado? —Kit no sabía a qué se refería—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Preparado para qué? Sabes leer, ¿no? Y sabes escribir, ¿verdad? Vale, lo has intentado y no tienes talento para la magia, pero eso no importa. Hay otros medios para obtener poder. Lo sé. Los he encontrado.
— ¡Ya es suficiente, Caramon! —Raistlin apartó la cuchara con brusquedad y después se recostó en la almohada, agotado—. Necesito descansar.
Kit se puso de pie, en jarras, mirándolo con dureza.
—Esa inepta que tuvimos por madre te mantuvo envuelto en algodón por miedo a que te rompieras. Es hora de que salgas de aquí y veas algo de mundo.
—No estoy preparado —repitió el muchacho, que cerró los ojos.
Kitiara se marchó de Solace aquella noche. —Sólo voy a hacer un corto viaje —le dijo a Caramon mientras se ponía los guantes de cuero—. A Qualinesti. ¿Sabes algo de ese lugar? —preguntó, como de pasada— Respecto a sus defensas y cuánta gente vive allí. Sobre ese tipo de cosas.
—Sé que está habitado por elfos —respondió Caramon tras cavilar con ahínco.
— ¡Eso lo sabe todo el mundo! —se mofó Kit, que se puso la capa y se echó la capucha.
— ¿Cuándo volverás?
—Lo ignoro. —Kit se encogió de hombros—. Puede que dentro de un año o de un mes o tal vez nunca. Depende de cómo vayan las cosas.
—No estás enfadada conmigo, ¿verdad, Kit? —quiso saber Caramon, pesaroso—. No me gustaría que te enfadaras.
—No, no lo estoy. Sólo me siento decepcionada. Habrías sido un gran guerrero, Caramon. Las personas que conozco habrían hecho de ti alguien importante. En cuanto a Raistlin, ha cometido un gran error. Quiere poder y yo sé dónde podría obtenerlo. Si os quedáis aquí, nunca llegarás a ser otra cosa que un granjero, y él, como ese tipo, Waylan, un ilusionista de tres al cuarto que saca monedas de las orejas y conejos de un sombrero y que es el hazmerreír de Solace. Qué desperdicio.
Le dio un cachete a Caramon que supuestamente era un gesto afectuoso pero que dejó en la mejilla del muchacho la roja marca de su mano. Luego abrió la puerta, asomó la cabeza y escudriñó a uno y otro lado. Caramon no entendía por qué tanta precaución, ya que era más de medianoche y la mayoría de los vecinos de Solace estarían acostados ya.
—Adiós, Kit.
—Hasta la vista, hermanito.
Caramon se frotó la mejilla, que le ardía, y la estuvo observando mientras se alejaba entre las ramas del vallenwood iluminadas por la luna, una sombra perfilada contra un fondo de plata.
La lluvia repicaba en el techo cuando Raistlin despertó. Los truenos retumbaban en el cielo y los vallenwoods se estremecían. La luz gris del amanecer se teñía con el resplandor de los relámpagos, y el agua de la tormenta se precipitaba sobre las tumbas recién abiertas, creando charcos alrededor de los retoños de vallenwood plantados en las cabeceras.
Desde la cama contempló cómo se aclaraba paulatinamente el plomizo día a medida que la tormenta pasaba. Ahora reinaba un profundo silencio, excepto por el incesante goteo del agua acumulada en las hojas. Siguió tendido, sin moverse, porque hacerlo representaba un gran esfuerzo y se sentía demasiado cansado. La pesadumbre lo había dejado desmadejado, como vacío por dentro. Si se movía, el sordo y lacerante dolor de su pérdida volvería a henchirlo y, aunque el vacío que sentía era malo, peor sería el sufrimiento.
No notaba la sábana debajo de su cuerpo, ni la manta que lo cubría. No tenía peso ni sustancia.
¿Sería esto lo mismo que ocurría dentro de aquel féretro, en aquella tumba? ¿Este no sentir nada, nunca más? ¿No saber nada? La vida, el mundo, la gente que lo poblaba, continuando y uno sin tener conciencia de nada, rodeado para siempre por la fría, vacía, silente oscuridad.
El llanto llegó sin ruido, para no despertar a Caramon. Y lo hizo no tanto por consideración al cansancio de su hermano como por vergüenza de su propia debilidad.
Las lágrimas cesaron de manar, dejándole un gusto a sal y hierro en la boca, la nariz congestionada y la garganta constreñida a causa de contener los sollozos. Las sábanas estaban húmedas, por lo que dedujo que la fiebre debía de haber roto en sudor durante la noche. Sólo guardaba un vago recuerdo de haber estado enfermo; un recuerdo teñido de horror ya que en sus sueños febriles Rosamun y él eran una sola persona. Él era su madre, un cadáver consumido, y la gente rodeaba el lecho y lo contemplaba fijamente.
Antimodes, maese Theobald, la viuda Judith, Caramon, el enano y el kender, Kitiara. Les pedía, suplicante, que le dieran comida y agua, pero ellos respondían que estaba muerto y que no lo necesitaba. Se veía sumido en un constante estado de terror pensando que lo echarían en el ataúd y lo meterían bajo tierra, en una tumba que era el laboratorio de maese Theobald.