Raistlin, el aprendiz de mago (5 page)

Read Raistlin, el aprendiz de mago Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
7.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—La Torre es un lugar realmente encantador una vez que te acostumbras a ella —contestó Antimodes. Hizo una pausa para elegir cuidadosamente sus palabras. No mentiría al niño, pero algunas cosas estaban más allá de la comprensión de una criatura de seis años, aunque se tratara de un chiquillo tan precoz como éste—.

Cuando un mago es mayor, mucho más de lo que eres tú ahora, Raistlin, él o ella va a la Torre de la Alta Hechicería y allí ha de someterse a la Prueba. Y, sí, a veces el mago muere. El poder que maneja un hechicero es inmenso, y no nos interesa que ingrese en nuestra Orden cualquiera que sea incapaz de controlarlo o de dedicar su vida a ello.

El niño tenía un aire solemne, con los ojos muy abiertos. Antimodes le dio un apretón en las manos y le dedicó una sonrisa reconfortante.

—Sin embargo, para eso todavía falta mucho, mucho tiempo, Raistlin. Muchísimo. No quiero asustarte, pero deseo que sepas a lo que te enfrentas.

—Sí, señor —dijo el pequeño quedamente—. Lo entiendo.

El archimago soltó las manos del niño; Raistlin dio un paso hacia atrás involuntariamente y, quizá de manera inconsciente, puso las manos a la espalda.

—Y ahora, Raistlin, tengo que hacerte unas cuantas preguntas. ¿Por qué quieres hacerte mago?

Los azules ojos del niño centellearon.

—Me gusta sentir la magia dentro de mí. Y... —lanzó una mirada de soslayo a Otik, que se movía afanoso detrás del mostrador; los finos labios de Raistlin se curvaron en una débil sonrisa—. Y algún día los posaderos gordos se inclinarán ante mí.

Antimodes, sorprendido, miró al chiquillo para ver si estaba bromeando. Raistlin no bromeaba.

La mano del dios, posada en el hombro de Antimodes, tembló.

4

Un mes después de aquella tarde en la posada, Antimodes estaba cómodamente instalado en los elegantes aposentos de Par-Salian de los Túnicas Blancas, jefe del Cónclave de Hechiceros.

Los dos hombres eran muy distintos y seguramente no habrían sido amigos en circunstancias normales. Tenían más o menos la misma edad, alrededor de los ^cincuenta años, pero Antimodes era un hombre de mundo, mientras que Par-Salian era un ratón de biblioteca. Al primero le gustaba viajar, tenía buena cabeza para los negocios y le encantaban la buena cerveza, las mujeres bonitas y las posadas cómodas.

Era entrometido y curioso, rebuscado en su estilo de vestir y sibarita en sus costumbres. Par-Salian era un estudioso cuyo conocimiento del arte e la magia era, indiscutiblemente, más amplio que el de cualquier otro hechicero que pisaba Krynn en esos días. Aborrecía viajar, no gustaba del trato con otras personas y era sabido que sólo había amado a una mujer, un asunto desdichado que todavía hoy lamentaba. No le preocupaba su apariencia ni la comodidad. A menudo estaba tan inmerso en sus estudios que se olvidaba de comer.

Era responsabilidad de algunos aprendices de mago preocuparse de que su maestro tomara algún sustento, cosa que conseguían, por ejemplo, colando una rebanada de pan por debajo de su brazo mientras leía; entonces, sin percatarse realmente de lo que hacía, empezaba a comérsela. Los aprendices solían bromear entre ellos comentando que, si en lugar de pan le pusieran serrín, Par-Salian no advertiría la diferencia. No obstante, le profesaban tal respeto y veneración que ninguno se atrevió jamás a llevar a cabo el experimento.

Esa noche Par-Salian hacía de anfitrión con su viejo amigo y, por lo tanto, había renunciado a enfrascarse en sus libros aunque no sin cierto pesar. Antimodes había llevado como regalo varios pergaminos de magia negra que el archimago había obtenido por casualidad durante uno de sus viajes. Una de sus colegas, una hechicera Túnica Negra, había muerto violentamente a manos de la plebe. Antimodes llegó demasiado tarde para salvarla, cosa que habría intentado a pesar de pertenecer a Órdenes opuestas, porque todos los hechiceros estaban unidos por la magia, fuera cual fuera el dios o la diosa a quien sirvieran.

Sin embargo, sí que pudo persuadir a los lugareños, un puñado de palurdos supersticiosos, de que le permitieran llevarse los efectos personales de la hechicera antes de que le prendieran fuego a la casa. Antimodes había llevado esos rollos de pergamino a su amigo, Par-Salian, aunque conservó para sí un amuleto con el que se invocaba a los muertos vivientes. Antimodes no podía —ni quería— utilizar el amuleto, entre otras cosas porque los muertos vivientes eran unos tipos malolientes y repulsivos, a su forma de entender. Aun así, tenía planeado hacer un trueque con sus colegas Túnicas Negras que estaban en la Torre a cambio de algún artefacto que pudiera utilizar él.

A pesar de que Par-Salian era de los Túnicas Blancas y estaba dedicado por completo al dios Solinari, supo leer e interpretar los conjuros de la hechicera, bien que a costa de sufrir cierto daño. Era uno de los pocos magos con el poder de salvar las barreras de las otras Órdenes.

Nunca haría uso de tales conjuros, pero sí anotaría las palabras utilizadas para llevarlos a cabo, sus efectos, los componentes que se precisaban para su ejecución, su duración y cualquier otra información que encontrara. Su investigación quedaría registrada en los archivos de la Torre de Wayreth. Los propios rollos de pergamino se depositarían en la biblioteca, con su correspondiente evaluación.

— Qué modo tan espantoso de morir —comentó Par-Salian. Sirvió a su invitado una copa de vino elfo, fresco y dulce, con un ligero buqué a madreselva, que recordaba a quien lo bebía bosques verdes y vaguadas soleadas—. ¿La conocías?

— ¿A Esmila? No. —Antimodes sacudió la cabeza—. Y ten por seguro que se lo buscó. El materialismo de la gente pasará por alto el secuestro de uno o dos chiquillos, pero ponte a pasar monedas falsas y te...

— ¡Oh, vamos, mi querido Antimodes! —Par-Salian estaba escandalizado. No tenía mucho sentido del humor—. Estarás bromeando, supongo.

—Bueno, quizá sí. —Antimodes sonrió y tomó un sorbo de vino.

—Sin embargo, comprendo a lo que te refieres. —Par-Salian golpeó el brazo de su sillón con impaciencia—. ¿Por qué esos estúpidos magos se empeñan en malgastar sus conocimientos en hacer unas cuantas monedas de mala calidad que cualquier tendero, desde aquí hasta las islas de los minotauros, es capaz de reconocer como producto de la magia? Es absurdo. No lo entiendo.

—Sí. Habida cuenta de la energía que uno gasta para producir dos o tres monedas de acero, un hechicero podría llevar a cabo cualquier otra labor mundana con menos esfuerzo y con un resultado mucho más provechoso. Si nuestra difunta colega hubiera seguido contratando sus servicios para librar de ratas a la ciudad, como había hecho durante años, sin duda la habrían dejado en paz. Por el contrario, las monedas creadas con magia generaron un pánico generalizado. Al principio, la mayoría creía que estaban embrujadas y les aterraba tocarlas. Los que no lo creían, temieron que nuestra colega empezara a acuñarlas a un ritmo tal que rivalizaría con el Señor de Palanthas y que a no tardar sería dueña de la ciudad y de cuanto había en ella.

—Es precisamente por esa razón por lo que hemos establecido normas respecto a la reproducción de monedas del reino —comentó Par-Salian—. Todos los magos jóvenes lo intentan alguna vez. Yo mismo lo hice y estoy seguro de que igual te pasó a ti. —Antimodes asintió y se encogió de hombros.

»Pero la mayoría de nosotros aprendemos que, simplemente, no merece la pena el esfuerzo y el tiempo empleado, por no mencionar el grave impacto que podría tener en la economía de Ansalon. Esta mujer era lo bastante mayor para haberse dado cuenta. ¿En qué estaría pensando?

— ¿Quién sabe? Tal vez estaba un poco chiflada. O puede que fuera simple codicia. Lo que es evidente es que encolerizó a su dios, porque Nuitari la abandonó a su suerte. Todos los hechizos que intentó realizar se malograron.

—Nuitari no es de los que permiten dar un uso pueril a sus dones —apuntó Par-Salian con un tono solemne y severo.

Antimodes tuvo un escalofrío y corrió su silla más cerca del fuego que crepitaba en la chimenea.

Siempre sentía cercana la presencia de los dioses cuando visitaba la Torre de la Alta Hechicería; de
todos
los dioses de la magia: la blanca, la neutral y la negra. Esta proximidad le resultaba incómoda, como si siempre tuviera a alguien tan pegado a la espalda que notara su aliento en la nuca, y aquélla era la principal razón de que el hechicero no viviera en la Torre y prefiriera hacerlo en el mundo exterior por muy peligroso que fuera para los magos.

—Y hablando de niños... —empezó, deseoso de cambiar de tema.

— ¿Lo hacíamos? —inquirió Par-Salian, sonriente.

—Por supuesto. Dije algo respecto a secuestrarlos.

—Ah, sí, ya recuerdo. Muy bien, hablemos pues de niños. ¿Qué tienes que decir de ellos? Creía que no te gustaban.

—Y no me gustan, pero conocí a un chiquillo realmente interesante en mi viaje hacia aquí.

Opino que debería tenérselo en cuenta. De hecho, creo que hay tres que ya lo hacen. —

Antimodes miró por la ventana al cielo nocturno, donde brillaban dos de las tres lunas consagradas a los dioses de la magia. Asintió con certeza.

— ¿Ese niño tiene dotes innatas? —Par-Salian estaba interesado—. ¿Le hiciste pruebas? ¿Qué edad tiene?

—Unos seis años. Y no, no le hice pruebas. Me encontraba en la posada de Solace, y no era el lugar ni el momento para eso. Además, no me merecen mucha confianza. Cualquier crío listo podría pasarlas. No, fue lo que ese niño decía y cómo lo decía lo que me impresionó. Y también me asustó, no me importa admitirlo. Hay en él una gran ambición y sangre fría. Temible, en alguien tan joven. Claro que podría venir motivado por las circunstancias de su entorno. La familia no es acomodada.

— ¿Qué hiciste con él?

—Lo inscribí en la escuela de maese Theobald Morath. Sí, sí, ya sé. Theobald no es el maestro más brillante de la Orden. Es lento y puntilloso, carece de imaginación, tiene prejuicios y está chapado a la antigua, pero el chico recibirá unos buenos y sólidos conocimientos básicos, así como una estricta disciplina, cosa que no le vendrá mal. Me enteré de que está creciendo sin el control de un adulto. Está ha cargo de una hermanastra mayor, que a su vez también es muy especial.

—La escuela de Theobald es cara —apuntó Par-Salian—, y has dado a entender que la familia del niño es pobre.

—Le pagué el primer semestre. —Antimodes hizo un gesto como desestimando que hubiera hecho algo loable—. Te advierto que la familia no debe enterarse nunca. Me inventé un cuento sobre que la Torre disponía de fondos para estudiantes meritorios.

—No es mala idea —musitó Par-Salian, pensativo—. Y tal vez la pongamos en práctica, sobre todo ahora que estamos viendo que la irrazonable mala disposición que existe contra nosotros empieza a desaparecer. Desgraciadamente, necios como Esmila siguen dándonos mala fama.

Aun así, creo que, en general, la gente es más tolerante, empieza a apreciar lo que hacemos por ellos. Tú viajas por los países abiertamente y sin correr peligro. Eso no podrías haberlo hecho hace cuarenta años.

—Cierto —admitió Antimodes—. Aunque me parece que el mundo, en conjunto, es un lugar más oscuro en la actualidad. Me topé con una nueva orden religiosa en Haven. Adoran a un dios llamado Belzor, y por su doctrina me da la impresión de que planean algo muy parecido a los dislates cometidos por el Príncipe de los Sacerdotes antes de que los dioses, benditos sean, le arrojaran encima una montaña.

— ¿De veras? Tienes que contármelo. —Par-Salian se arrellanó más en su sillón. Cogió un libro encuadernado en piel que había en la mesa, lo abrió por una página en blanco, le puso fecha y se dispuso a escribir. Estaban a punto de acometer los asuntos importantes de la velada.

La tarea principal de Antimodes era informar sobre la situación política del continente de Ansalon, que, como ocurría casi siempre, se encontraba enredado en embrollos y marañas. Esto incluía la nueva orden religiosa, sobre la que se habló y acabó descartándose.

—Un líder carismático de Haven —informó Antimodes—. Sólo tiene unos pocos seguidores y promete el habitual repertorio de milagros, incluida la curación. No tuve oportunidad de verlo, pero por lo que oí debe de ser un ilusionista extremadamente hábil con algunos conocimientos prácticos de las hierbas curativas. No hace nada nuevo en ese campo que los druidas no hayan practicado desde hace años, pero todo es nuevo para las gentes de Abanasinia. Puede que algún día tengamos que denunciarlo, pero de momento no hace nada malo, sino que de hecho está haciendo algún bien. Mi recomendación es que no iniciemos un conflicto con él. Nos daría mala fama, y la gente se pondría de su parte.

—Estoy completamente de acuerdo. —Par-Salian asintió e hizo una breve anotación en el libro—. ¿Y qué hay de los elfos? ¿Pasaste por Qualinesti?

—Sólo llegué al linde. Se mostraron amables, pero no me permitieron seguir más adelante. No han cambiado nada en los últimos quinientos años, y habida cuenta que el resto del mundo los deja en paz, las cosas seguirán igual. En cuanto a los silvanestis, están, por lo que se sabe, ocultos en sus bosques mágicos, bajo el liderazgo de Lorac. No te estoy contando nada que no sepas ya, empero —añadió Antimodes mientras se servía otra copa de vino elfo. El tema de conversación le había recordado el excelente sabor del caldo—. Imagino que habrás tenido ocasión de hablar con algunos de sus magos.

—No. Vinieron a la Torre, pero sólo por asuntos de negocios. Actuaron con un gran hermetismo y hablaron con nosotros, los humanos, lo estrictamente necesario. No accedieron a compartir su magia con nosotros, aunque sí estuvieron más que dispuestos a hacer uso de la nuestra.

— ¿Tienen algo que nos interese? —preguntó Antimodes con una mueca algo burlona.

—En lo que se refiere al trabajo escrito, no —contestó Par-Salian—. Es impresionante lo estancados que se han quedado los silvanestis. No es de extrañar, considerando su gran recelo y temor a cualquier tipo de cambio. La única mente creativa que hay entre ellos es la de un joven mago llamado Dalamar, y estoy convencido de que tan pronto como descubran en lo que está hurgando, lo agarrarán por su puntiaguda oreja y lo echarán a patadas. En cuanto a sus Túnicas Blancas más notables, estaban muy ansiosos de obtener algo de los nuevos logros con los conjuros de evocación, en especial los de naturaleza defensiva.

»Querían pagar con oro, que en estos tiempos no tiene valor. Tuve que mostrarme muy firme e insistir en que tenía que ser con monedas de acero que, naturalmente, no tienen, o hacer trueques. Entonces intentaron encajarme algunos conjuros rancios que ya estaban considerados obsoletos en tiempos de mi padre. Al final, acepté negociar a cambio de componentes para hechizos. En Silvanesti cultivan ciertas plantas hermosas y raras, y su joyería es exquisita.

Other books

Corpse Whisperer by Chris Redding
Family Pictures by Jane Green
Hex Hall by Rachel Hawkins
Swallow (Kindred Book 2) by Scarlett Finn
Wood's Reach by Steven Becker
The House of Blue Mangoes by Davidar, David
The Finale by Treasure Hernandez
Freak the Mighty by Rodman Philbrick