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Authors: Paul Bajoria

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga, Drama

Rastros de Tinta (6 page)

BOOK: Rastros de Tinta
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Por la manera en que no paraban de mirar a su alrededor, tuve la seguridad de que ese par no tramaban nada bueno. Se dirigieron hacia el amarradero donde me habían dicho que estaba atracado
El Sol de Calcuta
y, manteniendo la distancia, decidí seguirlos.

Pero no fui muy lejos. Un hombre corpulento con un abrigo oscuro se interpuso en mi camino.

—¿Adonde crees que vas? —me preguntó.

Lash
gruñó (algo que no hacía muy a menudo) al sentir aquella hostilidad repentina, y lo agarré del collar, tanto para tranquilizarlo como para tenerlo bien sujeto. Me pregunté si debía hablarle al hombre de los dos tipos sospechosos, y me volví para buscarlos con la mirada, pero ya habían desaparecido. En un solo segundo los había perdido de vista.

—Eh… Estoy buscando
El Sol de Calcuta
—le dije, incómodo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te trae hasta ese barco?

—He… he venido a… recoger una cosa —farfullé entre dientes, y al instante pensé que ojalá no hubiera dicho eso, porque de inmediato me preguntó el qué. Alcé los ojos. No podía esquivarle y la expresión de su rostro no me dio muchas esperanzas de que fuera a dejarme pasar. Pensé con rapidez. ¿Qué demonios podía querer recoger un chico como yo de un barco como ése?

—Tinta —exclamé de repente—. Tinta china. Me llamo Mog Winter y trabajo para Cramplock, el impresor de Clerkenwell. Me ha pedido que recoja unos paquetes de tinta china que el mercante ha traído de Oriente.

El hombre se inclinó y me escupió la respuesta a la cara.

—Tinta, ¿verdad? —gruñó—. Mog Winter, ¿verdad? Winter, de la imprenta. —Me enseñó los dientes.

—Sí —afirmé, intentado parecer jovial—. ¿Dónde la puedo recoger?

—En ninguna parte —me soltó—. Muéstrame una prueba de que eres quien dices ser. Hay miles de niñatos que se harían pasar por aprendiz del impresor sólo para conseguir subir a bordo de un barco y así fisgonear, robar y todas esas cosas.

Yo no tenía ninguna prueba y se lo tuve que decir.
Lash
seguía gruñendo suavemente, y podía notar cómo tiraba de mi mano. El hombre de la aduana me miró con aire sospechoso.

—¿Cuánta tinta? —quiso saber.

—Veinticuatro botellas —le respondí muy seguro de mí mismo—. De las grandes —añadí.

—¿Y cómo piensas cargar con ellas hasta Clerkenwell?

—Eh… —tuve que volver a pensar rápido— … he dejado el carro por allá detrás —repuse señalando vagamente a mis espaldas.

—¿De verdad? Pues hay muchas posibilidades de que haya desaparecido cuando vuelvas a por él. —El hombre me estaba haciendo sentir cada vez más idiota—. Y déjame decirte, para que lo sepas, que sólo te podrás llevar la tinta si pagas el dinero estipulado en las oficinas de la aduana, en la City —añadió, señalando con el dedo la dirección por la que había venido—. Pero si me das algo por las molestias, me encargaré de que nadie ponga las manos sobre tu tinta.

—¿Ha visto pasar un hombre con una venda? —le pregunté—. Porque había uno así allá, con un amigo flacucho, y tenían pinta de estar tramando alguna fechoría.

No funcionó.

—Quizá sí —replicó—, mi hermano lleva una venda y tiene un amigo flacucho. Tres cuartas partes de los marineros del mundo llevan una venda y tienen un amigo flacucho. Y si no quieres tener que ponerte una venda para tapar la marca de la patada que te voy a dar —me amenazó en voz baja—, será mejor que te largues de aquí, Mog Winter.

Sus palabras fueron lo bastante persuasivas, y volví sobre mis pasos, arrastrando a
Lash
y echando de vez en cuando un vistazo a mí alrededor por si entre la muchedumbre veía aparecer de nuevo a aquella misteriosa pareja. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que debían estar involucrados en el asunto del que Flethick y sus siniestros amigos habían hablado la noche anterior. ¿Por qué, si no, estarían husmeando tan cerca de
El Sol de Calcuta
, con esa pinta tan sospechosa?

De repente, los volví a ver. Me metí detrás de un montón de barriles vacíos que había cerca, para observarlos sin que me vieran. Entre ambos transportaban un gran arcón decorado y seguían mirando a todos lados, como si vigilaran que nadie los viera. Entonces apareció de nuevo el hombre de la aduana, el mismo que acababa de enviarme de vuelta a casa, y fue hacia ellos con aire resuelto. ¡Se acabó el juego! Me encontraba demasiado lejos para entender lo que decían, pero estaba seguro de que acababan de meterse en un buen lío.

Sin embargo, cuando el hombre de la aduana se puso a hablar con ellos, no parecía enfadado en absoluto. Podía verle el rostro perfectamente, y era la mismísima imagen de la calma y el buen humor. Se echó a reír. ¡Estaba bromeando! Esos tipos se estaban llevando delante de sus narices un precioso baúl lleno de toda clase de tesoros exóticos, ¡y él se reía como si fuera un gran chiste! Pero de repente lo entendí todo: vi que el tipo de la venda se sacaba un fajo de billetes del bolsillo y se los pasaba en un gesto rápido al oficial. Seguro que suponían que nadie habría visto esa transacción, pero no habían reparado en mí, que los estaba observando desde detrás de unos barriles de alquitrán, apestosos y agujereados.

En ese momento me miré y me di cuenta de que, al apoyarme en los barriles, la ropa y las manos me habían quedado manchadas de negro y pringosas.
Lash
, que había olisqueado el alquitrán, tenía las puntas de los bigotes grises de un negro azabache, e iba dejando por todo el suelo huellas de un negro brillante, mientras daba vueltas a mi alrededor, impaciente por irse de allí.

No tenía tiempo para preocuparme por la ropa manchada. Lo más importante era seguir a los dos sospechosos. Conseguí alcanzarlos en la esquina de la oficina de la aduana, donde los vi hablando con un hombre que conducía un carro tirado por un caballo. ¿Se trataba de otro cómplice, o simplemente de un carretero al que habían pagado para que transportara la carga? Consternado, vi cómo sudaban la gota gorda para cargar el pesado arcón en la carreta. A partir de ese momento me sería más difícil seguirlos.

Me pregunté si debía explicárselo a alguien. Pero ¿en quién podía confiar? El oficial de aduanas, que era quien debía vigilar para que estas cosas no sucedieran, estaba metido hasta el cuello en el asunto. Tenía la sensación de que si chillaba «¡Al ladrón!» en un lugar como ese, lo único que conseguiría sería que todos los ladrones se partieran de risa.

Así que, metiéndome entre la gente y escondiéndome detrás de ellos mientras avanzaba, intenté seguir a aquella desagradable pareja y al carretero, que se alejaban del muelle subiendo por una calle donde se hallaba la taberna El Galeón, una de las más concurridas y famosas en la zona. De vez en cuando, podía verlos avanzar, cuando la gente me dejaba un hueco. Comprobé que habían cubierto el baúl con una gran lona oscura. Podía haber cualquier cosa debajo: una cómoda o un par de cajas de madera normales y corrientes. Nadie reparó en ellos mientras subían la cuesta traqueteando.

Cuando el carro llegó a la altura de El Galeón, los perdí de vista. Seguí corriendo, intentando alcanzarlos, pero de repente alguien me agarró del brazo.

—¡Nick! —dijo una voz áspera. Me volví y vi a un grueso marinero con una gorra harapienta en la cabeza y el cuello azul de tantos tatuajes.

—Lo siento —dije—. Tengo prisa. ¿No podría…?

—No corras tanto —gruñó y me agarró del brazo con más fuerza—. Tu padre viene a por ti. ¿Qué has hecho ahora?

No sabía qué decir. Era evidente que el marinero me tomaba por otra persona. El aliento le apestaba a alcohol y hablaba tan de prisa que era casi imposible entender lo que decía.

—Creo… creo que se… —empecé a decir, pero él no me escuchaba.

—Tu padre está que trina. Está pasado de rosca y no para de gritar —decía—. Le va a dar un ataque. Cuando te agarre te curtirá a palos el pellejo. ¿A qué viene tanta furia, eh?

—Suélteme —insistí—. Se confunde de persona.

—Para el carro —me dijo apretándome aún más el brazo—. Explícale al viejo Sansón por qué tu padre está tan furioso, y quizá te deje ir. O quizá te delate. Tu padre ha perdido algo y lo echa mucho de menos.

—Mire, tengo que irme —le grité, retorciéndome en un vano intento de liberarme de él.

El hombre me acercó a él, con violencia, y me lanzó en toda la cara un intenso aroma a ron.
Lash
ladró, pero el marinero le mostró los dientes al perro en una mueca inesperada y
Lash
se quedó mudo de la impresión.

—Escúchame bien —me espetó bruscamente pero sin levantar la voz—. Tu padre está que muerde contigo, jovencito, y si yo no fuera tan blando, te llevaría derechito a él y dejaría que te colgara por tus partes para gloria de todos. Quedas avisado, chaval. Lárgate de aquí ahora que todavía conservas el pellejo, y no digas a nadie que te he dejado marchar. ¡Piérdete!

Salí corriendo como pude con
Lash
pegado a mis talones, tropezando con los adoquines, sin atreverme a volver la cabeza para echar un último vistazo al marinero de los tatuajes. ¿De qué demonios me había estado hablando? Furioso, miré a un lado y a otro de la calle, pero, naturalmente, los ladrones ya no se veían por ninguna parte. Quizá aquel marinero me había parado a propósito, para entretenerme y dejar escapar a esos villanos.

De repente, los ojos se me llenaron de lágrimas. Hundí las manos en los bolsillos y me puse a caminar en dirección a casa, dejando que
Lash
me siguiera a su aire. Cada vez sentía más rabia al pensar en los ladrones y el baúl que les había visto robar. Mientras caminaba, me di cuenta de cuánto olía a alquitrán, pero cuando lo froté para tratar de quitarme esa cosa pringosa de la ropa, sólo conseguí empeorar el desastre. Cuando llegara a Clerkenwell tendría que cambiarme de ropa.

De repente, al pasar por delante de una pequeña entrada que daba a un patio, vi de reojo una cosa que me hizo frenar de golpe. ¿Podía ser…? Retrocedí un paso y volví a mirar a través de la entrada. Era verdad: contra una pared, aparentemente abandonado, estaba el carro con el baúl. No podía creer lo que veían mis ojos. ¡Lo habían dejado allí sin más! Llamé a
Lash
de un silbido y me agaché para agarrarlo de nuevo por la correa. Con
Lash
muy cerca de mí, atravesé el portal sigilosamente, en dirección al carro. Cuánto más me acercaba, más seguro estaba de que se trataba del mismo carro: reconocía la lona oscura y la silueta del baúl debajo. ¡Pero seguro que esos granujas no debían de estar muy lejos! No tenía tiempo que perder. Corrí hacia el carro, miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie me veía y entonces agarré la lona y la aparté.

La decepción fue como un martillazo. ¡Una vieja cajonera! Un mueble viejo, inútil y destartalado, con la pintura de color verde desconchándose por todas partes. Sí que era el carro de los ladrones, estaba seguro, pero dondequiera que se hubieran metido, se habían llevado consigo el baúl y sin duda, habían dejado la cajonera en su lugar a propósito, para no levantar sospechas.

Fue en ese momento que me fijé en un grupo de niños, algo más pequeños que yo, que me miraban desde una esquina del patio. Tenían un perro con pinta de apaleado que, al vernos, se puso a ladrar, y
Lash
le respondió con sus gruñidos. El perro parecía enfermo, tenía los ojos turbios y la boca le colgaba abierta, como si la mandíbula no le acabara de funcionar bien. No dejé que
Lash
se le acercara.

—¿Habéis visto a los tres hombres que han venido con este carro? —pregunté a los chicos.

Ninguno de ellos me respondió. Tan sólo se quedaron mirándome.

—Necesito saber por dónde se han ido los hombres que han traído esto —insistí—. ¿Los habéis visto? Uno llevaba una venda.

Seguían de pie, quietos, estupefactos. ¿Por qué no decían nada? Uno de ellos le susurró algo al oído a otro y de repente me di cuenta de que no me estaban mirando a mí, sino a algo que estaba sobre mi cabeza.

Me volví demasiado tarde. Por encima oí como el roce de unas ropas y, al levantar la mirada, vi a otro chico de cuclillas en lo alto del muro. Justo en el momento en que descubrí que tenía un ladrillo entre las manos, el chico me lo lanzó contra la cara.

Recuerdo oír los ladridos de
Lash
. Y la salvaje sonrisa de satisfacción del chico fue la última cosa que vi antes de que el cielo pareciera llenarse de ladrillos, después de sangre y luego de oscuridad.

3. LA ESPADA

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