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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (28 page)

BOOK: Reamde
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Se desviaron de la carretera de circunvalación en un lugar que había sido diseñado recientemente. Una enorme puerta de acero se alzó, y bajaron a un aparcamiento bajo una torre de oficinas. Las plazas de aparcamiento no habían sido pintadas todavía, y la iluminación era temporal. Había herramientas y material de construcción apilado.

Las dos furgonetas habían ido detrás del Mercedes durante todo el trayecto. Un chino, vestido de manera informal, pero con gran autoridad aparente, se bajó del asiento trasero del Mercedes. Ivanov, que estaba sentado junto a él, bajó por el otro lado. El chino usó una tarjeta para llamar al ascensor. Mantuvo abierta la puerta mientras Ivanov, los siete asesores de seguridad, Zula, Peter y Csongor lo abordaban. Entonces entró, pasó la tarjeta, y pulsó el botón del piso 43. En total, el edificio parecía tener cincuenta plantas.

Estar en un ascensor con un puñado de desconocidos era un poco embarazoso incluso en las mejores circunstancias. Nunca más que ahora. Zula, y la mayoría de los demás, se quedaron mirando el panel de control, que era ostentosamente high-tech; encima había una pantalla electroluminiscente que se encendía con los números de las plantas que iban pasando y ocasionalmente mostraba también caracteres chinos, sincronizados con una exuberante voz femenina que pronunciaba frases enlatadas en mandarín.

La planta 43 tenía un vestíbulo razonablemente bonito, alicatado con piedra pulida de aspecto caro y equipado con cuartos de baños para hombres y mujeres. Aparte de eso, consistía en dos grandes
suites
de oficinas del mismo tamaño. La de la izquierda, según salían del ascensor, estaba por terminar. Los suelos eran de hormigón pelado. Los techos eran solo la parte inferior de la planta 44: placas de acero corrugado cubiertos de material esponjoso y sostenidos en amplios intervalos por enormes puntales en zigzag. La
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de la derecha parecía haber sido construida recientemente, pero no ocupada nunca. Puertas dobles de cristal esmerilado, en una pared de cristal esmerilado también, daban paso a una zona de recepción que contenía un escritorio empotrado pero ningún mueble. Más allá había un espacio despejado del tamaño aproximado de un campo de tenis, obviamente destinado a convertirse en un laberinto de cubículos. Por todo el perímetro había oficinas de paredes de cristal de diversos tamaños, cada una con una ventana. La mayor de todas era una sala de reuniones con una gran mesa incorporada y puñados de cables de red sin conectar colgando de sus ramales en el centro. Aparte de eso no había ningún mueble. El suelo estaba cubierto por una alfombra marrón grisácea, y el techo era una cuadrícula de paneles acústicos interrumpidos aquí y allí por apliques de luz y rejillas de ventilación.

Era, en otras palabras, el entorno de oficinas más perfectamente genérico que se podía imaginar.

—Piso franco —anunció Sokolov, e indicó por gestos que Zula, Peter y Csongor podrían desear ponerse cómodos en el centro del espacio despejado.

Ivanov se marchó en compañía del chino.

Tres de los asesores de seguridad se pusieron a trabajar trayendo toda la carga que había venido en el avión y habían cargado en las furgonetas. Les habían dado llaves de tarjeta para el ascensor y por eso podían ir y venir a su antojo.

Uno de ellos se apostó ante el mostrador de recepción, controlando así la entrada y la salida de la
suite
. En cuanto trajeron todo el cargamento, conectó las puertas de entrada con un candado de cable.

Otro entró en el servicio de caballeros, que estaba en el vestíbulo del ascensor, y al parecer se aseó lo mejor que pudo en el lavabo. Algunas de las bolsas que habían traído de abajo tenían petates y efectos personales. Seleccionó una de ellas y se la llevó a una oficina vacía, donde desplegó un saco de dormir y se tumbó y dejó de moverse. Dos de los que habían traído el cargamento lo imitaron en cuanto terminaron su tarea, mientras que el tercero, después de rebuscar un rato en las bolsas, repartió unos gruesos paquetes de plástico que resultaron ser raciones militares. Montó un hornillo portátil en el suelo, lo encendió, y empezó a calentar agua.

Sokolov y otro asesor de seguridad hicieron una exploración a conciencia de la planta 43. Empezaron subiéndose a la mesa de reuniones. El asesor le hizo estribo con las manos a Sokolov, permitiendo a su jefe colarse por una de las placas del techo y comenzar una exploración por el estrecho espacio superior. El techo en sí estaba hecho de débiles placas de aluminio, colgadas del verdadero techo por una red de cables, y era completamente incapaz de soportar el peso de una persona. No obstante, suponiendo que esta mitad del edificio fuera simétrica a la
suite
vacante de al lado, había pesados puntales de acero a intervalos regulares, formados por pesadas vigas en forma de T conectadas por varas de hierro en zigzag, y una persona razonablemente acrobática podía usarlas como asidero para ir avanzando sobre el techo. Zula, Peter y Csongor, sentados en el suelo y comiendo sus raciones en mitad del espacio vacío, oyeron los roces y golpes de Sokolov mientras se abría paso arriba, y lo oyeron dando golpecitos exploradores en las paredes que definían la frontera entre esta
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y el conjunto vestíbulo/cuartos de baño. La conclusión pareció ser que esas paredes se extendían hasta la parte inferior de la planta 44 y que de esta
suite
, por tanto, ni se podía escapar ni se podía abordar por el truco común a las películas de acción de moverse por debajo del techo. Con la misma intención, Zula echó un vistazo a las rejillas de ventilación y advirtió que eran demasiado pequeñas para que por ellas cupiera un cuerpo humano.

Aparentemente satisfecho de que no hubiera ninguna forma de colarse en el piso franco, Sokolov repartió las oficinas. Zula tuvo una para ella sola. Peter y Csongor tuvieron que compartir una cada uno con un asesor de seguridad.

—Tengo que ir al cuarto de baño —anunció Zula. Sokolov se levantó e hizo una especie de reverencia y la escoltó hasta el vestíbulo, donde el guardia deshizo el candado de cable y abrió las puertas. Sokolov entró en el servicio de señoras antes que Zula, se subió a la encimera, abrió una placa del techo y se asomó.

Al parecer no le gustó del todo lo que vio porque bajó con aspecto pensativo. Después de reflexionar unos instantes, se retiró a uno de los escusados, cerró la puerta, se sentó, y dijo:

—Muy bien, espero. ¡Adelante!

Ella entró en un escusado diferente y orinó. Pudo oír a Sokolov jugueteando con una PDA o algo por el estilo. Salió del escusado, se detuvo ante un lavabo, y se quitó la ropa. Usando una pastilla de jabón de su bolsa y un rollo de toallas de papel que le había dado Sokolov, se restregó a fondo. Luego (a la mierda, Sokolov estaba atrapado) se inclinó y se lavó el pelo. Tardó un rato por las dificultades que entrañaba enjuagarlo. Mientras terminaba dio un pequeño respingo, pues oyó voces masculinas, pero entonces advirtió que Sokolov había entablado comunicación por medio de algún tipo de sistema de walkie talkie.

El resultado de lavarse el pelo de esta forma iba a ser extremadamente encrespado, pero no tenía sentido preocuparse por eso. Un instinto ahora inútil le advirtió que si Peter le sacaba una foto al día siguiente, sería una imagen hilarante y embarazosa en Facebook. Se preguntó cuánto tiempo tendría que pasar sin colgar nada en Facebook antes de que ese silencio, en y de sí misma, advirtiera a sus amigos que pasaba algo. Entonces recordó que no le ayudaría absolutamente nada aunque se dieran cuenta de que algo iba mal.

Ese, comprendió, era el sentido de la capucha negra. El aeropuerto probablemente tenía cámaras de seguridad. Suponiendo que su familia y amigos pudieran lanzar un boletín de búsqueda por todo el mundo, las autoridades de Xiamen no podrían captar su rostro en sus imágenes de seguridad.

Se puso ropa limpia, se cepilló los dientes, recogió sus cosas, y le dijo a Sokolov que ya podía salir. Volvieron a la
suite
de oficinas. Volvieron a colocar el candado de cable tras ellos. Zula había advertido una puerta junto al vestíbulo del ascensor que probablemente conducía a una escalera de incendios, y se preguntó cuántos tramos podría bajar antes de que uno de los asesores de seguridad la alcanzara. Probablemente tenían práctica saltando por las barandillas, o alguna otra técnica para bajar escaleras que ella no conocía.

Peter había intentado convencerla para que recibiera clases de
parkour
en Seattle. Ojalá hubiera dicho que sí.

Sokolov extendió una mano, recordándole la situación de su oficina privada, y ella oyó la palabra «Gracias» salir de su boca antes de advertir lo estúpido que eso era.

La oficina tenía ventanas del suelo al techo con vistas tierra adentro, aunque si acercaba la cara al cristal podía mirar también hacia el agua. El edificio más cercano de altura comparable estaba a un kilómetro de distancia, y se le ocurrió que podría llamar la atención de alguien bailando desnuda delante de la ventana, o usando el interruptor de la luz para marcar un S-O-S en código morse. Sin embargo, como la oficina tenía una pared de cristal por la cara interna, cualquiera de esos intentos habrían sido obvios para los asesores de seguridad que tomaban café a unos metros de distancia.

Así que por ahora decidió intentar dormir en vez de pergeñar ningún plan de huida estilo Nancy Drew/Scooby Doo. Y para su sorpresa descubrió que Peter la despertaba poco después. Como de costumbre, no tenía idea de la hora que era, pero fuera había plena luz del día.

—Dentro de veinte minutos tenemos una reunión —dijo Peter.

Zula hizo otro viaje al cuarto de baño, bajo supervisión igual que antes. Mientras estaba delante del espejo, poniéndose una camiseta distinta, se vio un momento, y por algún motivo esto causó una irresistible oleada de pena y melancolía. Abrió los dos grifos, apoyó las manos en la encimera, puso su peso en ellas, y se permitió un sollozo que duró tal vez medio minuto.

Entonces se echó agua en la cara y anunció, a su propio reflejo:

—Adelante.

Sokolov había estado pensando mucho en esta locura: Qué era. Sus causas. Cuándo había empezado Ivanov a sufrirla. Si se había apoderado por completo de la mente de Ivanov o si iba y venía por rachas. De vez en cuando Ivanov parpadeaba y miraba a su alrededor con expresión sorprendida, casi infantil, como si una parte cuerda de su mente hubiera despertado, recuperado el control de su cuerpo y se encontrara en una situación causada, mientras estaba dormida, por la parte de Ivanov que estaba loca de remate.

Pero por otro lado Sokolov le debía la vida (su supervivencia en Afganistán, en Chechenia) a su capacidad para ver las cosas a través de los ojos del adversario, y en este caso eso significaba intentar meterse en los zapatos de Ivanov. Esta inversión de perspectiva no era siempre fácil. Con frecuencia había que trabajar con ella durante días, observando al otro, recopilando datos, incluso realizando pequeños experimentos para ver cómo el otro reaccionaba a las cosas. Sus hombres en Chechenia pensaban que él, Sokolov, estaba loco porque a veces había emprendido acciones que no tenían ningún sentido táctico, solo como forma de demostrar o rebatir una hipótesis sobre lo que estaban pensando los chechenos, qué querían, de qué tenían miedo.

Qué consideraban «normal».

Esto era siempre lo más difícil. Si sabías qué era normal para el enemigo, entonces todo se volvía más fácil: podías hacer que se quedaran dormidos dándoles de comer lo normal, y podías asustarlos de muerte dejando de ser normal. Pero normal para los afganos y los chechenos era tan distinto a lo que era normal para los rusos que un hombre como Sokolov tenía que esforzarse para establecer qué era.

Aplicado a la situación actual, la cuestión era: ¿Podía considerarse normal desviar grandes cantidades del fondo del
obshchak
para fletar un avión privado de Toronto a Seattle y de ahí a Xiamen para localizar y liquidar a una persona (probablemente un chaval) que había escrito un virus y había hecho rehenes unos cuantos archivos a cambio de 73 dólares?

Hasta que Sokolov despertó esa mañana en el piso franco y literalmente olió el café (pues el turno de día se había despertado a las seis y había empezado a prepararlo en el hornillo de campaña), no comprendió lo completamente jodido que estaba, lo interesante que se había vuelto la situación. Y entonces se sintió asombrado y avergonzado por haber dejado que los acontecimientos lo superaran tanto. Ivanov lo había derrotado en el juego de lo Normal. Subir a un avión y volar a alguna parte para hacer un trabajo: ¿Qué podía ser más normal que eso? Pero Ivanov no había compartido con él ninguna información sobre cómo entrar en el país. Ahora hombres que en teoría estaban bajo el control de Sokolov habían asesinado en Estados Unidos y estaban ilegalmente en China, y a merced de los gangsters locales o los funcionarios con los que Ivanov hubiera hecho un trato.

Aunque, para ser justos, esa gente estaba también a merced de Ivanov, porque no comprendían que Ivanov estaba loco Y cuando comprendieran que Ivanov no solo estaba loco, sino que viajaba en compañía de siete guerreros y tres hackers, empezarían a tener pesadillas sobre todas la consecuencias que les caerían encima si esta gente empezaba a hacer las cosas que tenían por costumbre.

¿Qué tipo de chorradas les había contado Ivanov? Probablemente que quería meter de contrabando en el país algunos artículos valiosos a través de la terminal para jets privados. Dos furgonetas de material. Caviar de contrabando o algo lo suficientemente caro para justificar el alquiler de un jet privado.

No. Prostitutas. Prostitutas especializadas de alto standing. Eso era lo que debía de haberles dicho.

La oficina en la que estaba durmiendo Sokolov tenía una pizarra blanca montaba en la pared, y se le antojó levantarse y empezar a dibujar un diagrama de la situación. Sería un diagrama complicado. Por fortuna, no había rotuladores disponibles; dibujar diagramas probablemente no era buena idea. Tenía que guardarlo todo en la cabeza. Se quedó allí tumbado, oliendo el café y mirando las placas del techo. Había nueve, una cuadrícula de tres por tres, ocupando la mayor parte del techo de la oficina. Se asigno a sí mismo la central. El resto de la cuadrícula quedó así:

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