Reamde (39 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
9.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Puede que exista la necesidad de otorgar poderes extraordinarios a la Coalición Terrosa —propuso Richard.

Don Donald se acomodó en su sillón y empezó a juguetear con su pipa. Cuando Richard era niño, todos los hombres fumaban en pipa. Ahora, por lo que podía discernir, D-al-cuadrado era el único fumador de pipa que quedaba en todo el mundo.

—Para impedir que sean extinguidos, quieres decir.

—Sí.

—¿Cómo podía hacerse una cosa así —se preguntó D-al-cuadrado, mordiendo la pipa y mirando con los ojos entornados algo situado encima del hombro derecho de Richard—, sin ratificar una distinción cizañera?

—¿Estás hablando en occitano? Porque tengo que decirte que entre el jet lag y el delicioso clarete...

—No hay ninguna base en el mundo del juego —dijo D-al-cuadrado—, para nada de lo que ha sucedido durante los cuatro últimos meses. Los guardias de las ciudades, las unidades militares, las partidas de saqueadores divididas, sin advertencia, en dos segmentos, con las dagas dispuestas. O tal vez debería decir con las dagas repuestas, ya que, si los informes que he oído son de fiar, muchos miembros de los que llamáis Coalición Terrosa se han encontrado de pronto e inexplicablemente en el Limbo con estiletes en la espalda.

—No cabe duda de que fue un acontecimiento estilo Pearl Harbor, muy bien planeado —dijo Richard.

—Y muchos de tus clientes parece que se lo están pasando de miedo. Pero se presenta un problema, ¿verdad?, si esta extraordinaria fisión de la sociedad no está justificada, prefigurada, incluso insinuada en ninguna parte del Canon que el señor Skraelin y los otros escritores y yo hemos suministrado.

D-al-cuadrado se sentía dolido, y no le importaba quién lo supiera.

—Me atrevo a decir que deberías dar marcha atrás —continuó—. Es un hackeo, ¿no? Es como si alguien hubiera hackeado tu página web y la hubiera pintarrajeado con garabatos infantiles. Cuando eso sucede, no incorporas el vandalismo en tu web. Lo arreglas y sigues adelante.

—Han pasado demasiadas cosas —dijo Richard—. Desde el principio de la Guerrea hemos registrado un cuarto de millón de jugadores nuevos. Todo lo que saben sobre el mundo y el juego es post-Guerrea. Volver el mundo atrás sería deshacer a todos y cada uno de sus personajes.

—Así que tu estrategia es manipular la balanza. Darle poderes especiales a los personajes que quieres que ganen. Como Atenea con Diomedes.

Richard se encogió de hombros.

—Es una idea. No estoy aquí para imponer nada ex cátedra. Esto es una colaboración.

—Lo que quiero decir es que, si ayudas a la Coalición Terrosa, entonces estás admitiendo, implícitamente, que la Coalición Terrosa existe. Estás otorgando legitimidad a esta ridícula distinción que ha sido creada por niños traviesos.

—Fue una moda. Una enorme conducta de rebaño, una fase de transición.

—No muestra respeto por la integridad del mundo.

—Todo lo que podemos hacer —dijo Richard—, es actuar más rápido que los otros tipos. Adelantarnos a ellos. Sorprenderlos con lo molones y adaptables que podemos ser. Encantarlos al incorporar su creación en el Canon. Mostrarles de qué estamos hechos.

—Y eso me pone en el candelero, ¿no? ¿Cómo puedo rechazarlo, en esos términos?

—Pido disculpas por mi forma de expresarlo —dijo Richard—. No pretendo acorralarte. Pero creo que con pensarlo un poco podrás idear algo que no te desagrade.

Don Donald pareció estar pensándoselo.

—De otro modo, empezará a dar vueltas. Como un avión sin control de superficie.

—Oh. ¿Entonces soy el penacho?

Richard se encogió de hombros.

—Las plumas de la cola de la flecha —explicó D-al-cuadrado— que la hacen volar recta. Plumas, como...

—Las que usan los escritores para escribir. Lo entiendo.

—Van detrás...

—Pero guían la punta. Sí. Eh, ¿eres escritor o algo?

D-al-cuadrado se rio sin ganas.

—Lo quieren —dijo Richard—. No lo querían al principio. Estaban encantados de ir por su cuenta, creando su propia historia.

—Los jugadores, quieres decir.

—Sí. Esto quedó muy claro en los chats, las webs del tercer grupo. Ahora ya se ha olvidado. Están diciendo que quieren recuperar algo de dirección, quieren que la historia del mundo vuelva a tener sentido.

Algo le ocurrió a Don Donald, y señaló con la caña de la pipa a Richard.

—¿En qué idioma hablan en esos chats? ¿Todo es en inglés?

—¿Por qué lo preguntas?

—Me gustaría saber quién es esa gente. Los instigadores, los líderes. ¿Son asiáticos?

—Es un error común —contestó Richard—, creer que los asiáticos, menos fluidos en inglés, menos conocedores de la mitología europea, no conectan con el tipo de historias y personajes que te gusta escribir... pero que les atraían los colores brillantes —sacudió la cabeza—. Lo hemos analizado por activa y por pasiva. Carece completamente de fundamento. Entre los chinos, con su formación confuciana, y los japoneses, que no se quedan atrás en su respeto y tal vez incluso adoración a la VMMA.

—¿VMMA?

—Vieja Materia Marrón Arrugada. Lo siento.

—¿Otro de vuestros acrónimos internos?

—Un departamento entero. Cuando uno sale al mundo (cosa que tú no haces nunca), pero cuando sales, por ejemplo, a la choza de Galdoromin el Eremita, al Final del Camino, y pasas ante su lobo de dos cabeza y entras y echas un vistazo, todas las chorradas que cuelgan de las paredes fueron producidas por VMMA.

Richard decidió no compartir el hecho de que el decorado de la choza de Galdoromin había sido inspirada por un T.G.I. Friday’s de Issaquah.

—El diseño de máximo nivel se hace en Seattle, pero el modelado detallado de material se realizó en China. Hicieron un gran trabajo.

Don Donald pareció estar pensándoselo. Richard intentó callarse para variar. Apuró su jarra y se dirigió al guardarropa. Entonces volvió con una idea.

—Estaba durmiendo en el avión y no paraba de pensar: «¡Se han burlado de todos nosotros!» Reflejaba cómo me sentía respecto a la Guerrea. Pero más tarde pensé: ¿Por qué no darle la vuelta y metérsela en la boca de la gente que nos considera más molestos?

D-al-cuadrado, sentado de perfil, con un codo en la mesa y la pipa en la mano, se volvió a mirar a Richard a los ojos. La pipa, sujeta por la mano, permaneció inmóvil, como si estuviera funcionando una física de personaje de dibujo animado.

—¿Darle la vuelta para que sean los que piquen?

—Sí, erigir algún tipo de historia donde han sido seducidos a este enorme acto de traición por charlatanes que más tarde no resultaron ser lo que parecían.

—¿Y lo del pelo azul?

—Tendríamos que afinarlo un poco, pero la idea es que le dijeron a la gente que se enroló en esta rebelión que vistieran ropas y adornos chillones como seña, para que supieran quién estaba dentro de la conspiración.

—«¡Se han burlado de todos nosotros!» —repitió D-al-cuadrado—. Casi parecen las uvas verdes si lo pones en boca de gente que uno no aprecia especialmente.

—Repito. Afinación.

—¿Qué tipo de poderes de emergencia estarías dispuesto a poner en manos de... me deprime, Richard, oír estas palabras surgir de mis propios labios, la Coalición Terrosa?

—Una respuesta completa podría ser molestamente técnica. Las estadísticas del juego son muy complicadas. Por tanto, si quisiéramos ser sibilinos, hay todo tipo de formas de poder manipular la balanza, como dijiste antes. O podríamos ser descarados e invocar a alguna nueva deidad o un rasgo anteriormente desconocido de la historia del mundo.

—Que tendría que ser escrito.

—Que tendría que ser escrito.

DÍA 4

Un efecto secundario de hallarse encadenada en el cuarto de baño era estar fuera de contacto. Zula no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Comió sus raciones militares y durmió sorprendentemente bien y despertó de buen humor. No es que su situación hubiera cambiado. Pero al menos había podido intentar algo. Podía oír a gente yendo y viniendo de los ascensores. Como no tenía ventanas, ni teléfono, ni reloj, no podía saber qué hora era.

Había conseguido guardarse un boli en el bolsillo el día anterior, así que escribió una carta a su familia en toallitas de papel, hizo un rollo y lo guardó en el tubo que había desconectado. Tal vez algún fontanero lo viera cuando viniera a arreglar el desagüe, y llamara la atención de un supervisor, y acabaría llegando a alguien que supiera leer inglés. Eso esperaba. Estaba orgullosa de esa carta. No carecía de humor.

Sokolov llamó una vez, luego entró en el cuarto de baño y le dio los buenos días. Le quitó la esposa del tobillo y la escoltó fuera.

—Nos marchamos definitivamente —dijo—. Coja sus cosas.

Bajaron en el ascensor hasta la planta baja y salieron por la entrada principal del edificio de oficinas hasta el camino de acceso, una herradura parcialmente cubierta por un alero, donde los esperaba una furgoneta con el motor en marcha y las puertas traseras abiertas. Detrás de la furgoneta había cuatro asesores de seguridad, ataviados con sombreros ridículos, algunos fumando o jugueteando con el puñado de neveras de plástico y fundas de cañas de pescar que habían metido detrás. Como era inevitable, los observaban mil chinos y un número imposible de calcular de cámaras de seguridad. Pero toda la gente que hacía tai chi a la sombra de los árboles, las escolares uniformadas que salían de los terminales de los ferris, los taxistas que mataban el tiempo en la plaza cercana, las parejas de oficiales de la OSP, los carreteros, los obreros de la construcción que aparecían para trabajar en el rascacielos, toda esa gente miraba la escena que tenía lugar en torno a la furgoneta durante unos segundos y consideraba que eran un puñado de extranjeros locos que iban de pesca.

Peter y Csongor estaban en el asiento trasero. Qian Yuxia estaba al volante. Junto a ella iba Ivanov, hablándole con el estilo encantador del que había exhibido ráfagas durante la entrevista en el
loft
de Peter en Seattle. Estaban hablando del
gaoshan cha
, el té de las montañas, y el plan de Ivanov para distribuirlo en Rusia, donde estaba seguro que tendría un enorme éxito.

Zula fue instada con energía a entrar en la furgoneta por la puerta lateral y acomodarse entre Peter y Csongor. Mientras lo hacía, Yuxia la saludó.

—Buenos días, amiga querida, ¿preparada para capturar algunas buenas piezas?

Zula asintió, preguntándose si había algo que pudiera decir en este momento para convencer a Yuxia de poner la furgoneta en marcha y pisar a fondo el acelerador. Eso los alejaría de los asesores de seguridad, pero Ivanov seguiría en la furgoneta con ellos. Parecía casi inconcebible que no llevara algún tipo de arma. ¿Así que de qué les serviría a menos que Yuxia tuviera el valor de conducir directamente hasta la comisaría de la Oficina de Seguridad Pública y atravesar de golpe sus puertas delanteras?

—Hay mucho de lo que hablar —observó Peter, dirigiéndole una mirada sucia.

—¿Qué demonios está haciendo ella aquí? —le preguntó Zula a Csongor.

—Para esta operación era necesaria una furgoneta —dijo Csongor—. Cuando Ivanov oyó hablar de Yuxia, dijo: «Es perfecta, dame su número de teléfono», y entonces la llamó y la convenció.

—Comprendo —dijo Zula, no en el sentido de «lo acepto» sino de «ya veo lo horrible que es esto». Tuvo ahora la sensación de haberse perdido un montón de cosas durante su cautiverio en el cuarto de baño de señoras—. Pero ayer... ¿qué sucedió?

—Después de que Sokolov te metiera en el taxi en el
wangba
, le dijo a Yuxia que era hora de comprar neveras, y los dos se marcharon —Csongor vaciló, tal vez buscando un modo de decirle lo siguiente de forma diplomática—. Creo que volvía de ese encargo cuando se tropezó contigo.

—La verdad es que fui yo quien tropezó con él —dijo Zula—, pero continúa.

—¿Y de qué iba eso, por cierto? —exigió Peter—. ¡Podrías habernos hecho matar!

Ahora sucedió algo nuevo: Csongor giró su gran torso en forma de barril hacia Zula y se inclinó hacia delante para que ella pudiera ver bien a Peter. Se agarró con una mano al asiento que tenía delante. Dejó caer la otra en lo alto del asiento cerca de la cabeza de Zula, cuidando de no tocarla pero casi haciéndola sentirse medio abrazada. Le dirigió a Peter una mirada que Zula habría considerado intimidatoria si hubiera ido dirigida hacia ella. La cabeza de Csongor parecía tan grande como un balón de baloncesto y sus ojos estaban abiertos de par en par y miraban la cara de Peter como si estuvieran conectados por tensores de alambre.

—Iba de echarle cojones —dijo Csongor.

—Pero los rusos... —empezó a decir Peter, sorprendido por el súbito cambio en la personalidad de Csongor.

—A los rusos les encantó —dijo Csongor terminantemente. Se volvió hacia Zula—. Estuvieron hablando de ti toda la tarde. Puedes estar segura de que no hay ningún resentimiento por su parte. Ni por la mía.

—¿Y qué hay de él? —preguntó Peter, mirando a Ivanov—. Los suyos son los únicos sentimientos de los que tenemos que preocuparnos.

—No estoy seguro de que esto sea el caso...

Zula alzó las manos entre ambos, y luego hizo de nuevo el gesto de entrechocar los puños.

—Volvamos al
wangba
si no os importa, puesto que no sé nada.

—Muy bien —dijo Csongor—. Los otros rusos subieron al piso y me acompañaron durante un rato mientras le echaban un ojo a los jugadores de T’Rain que localizaste. Estuvimos allí durante seis horas, vigilando a esos tipos. Quedó más o menos claro que uno de ellos era el jefe. Un tipo alto, un poco mayor que los otros, con un jersey Manu.

—¿Un jersey Manu?

—Manu Ginobili —dijo Peter, casi enfadado porque Zula no entendía la referencia—. Juega en los Spurs.

—Manu, como lo llamábamos, nunca llegó a jugar a T’Rain, no se expresaba emocionalmente, solo veía lo que estaba pasando y hablaba constantemente por teléfono y les decía a los otros tipos dónde debían enviar a sus personajes y qué hacer. Así que uno de esos tipos —Csongor señaló con la barbilla a los asesores de seguridad tras la furgoneta— bajó a la calle y se puso a parar taxis hasta que encontró a uno cuyo conductor hablaba un poco de inglés. Le tendió un puñado de dinero al taxista y le dijo: «Puede quedárselo si me ayuda.» Y lo que le dijo al taxista fue que iban a estar allí un rato, posiblemente toda la noche, pero que al final un chico con un jersey Manu saldría y que iban a seguirlo.

Other books

My Happy Days in Hollywood by Garry Marshall
Confessions at Midnight by Jacquie D’Alessandro
A Rare Ruby by Dee Williams
Smash! by Alan MacDonald
The Secret Journey by James Hanley
The Tale of Holly How by Susan Wittig Albert
The Girl Before by Rena Olsen