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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Recuerdos (38 page)

BOOK: Recuerdos
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Illyan aceptó la excursión propuesta, aunque no con demasiado entusiasmo.

—Esta semana es probablemente la última de otoño en que hará buen tiempo allí —señaló Miles; de hecho, en la capital estaban viviendo una sucesión de días fríos y lluviosos, con la desagradable caída de las primeras nieves.

—Será… interesante verlo todo de nuevo —admitió Illyan—. Para comprobar si es como lo recuerdo.

Más autoevaluación silenciosa por parte de Illyan. No hablaba mucho al respecto, quizá porque los resultados de tantas pequeñas pruebas eran desoladores. O quizá porque perdía la pista de los resultados demasiado rápidamente.

La escasa actividad de la mañana (tanto Miles como Illyan viajaban ligeros de equipaje por formación y costumbre) desembocó en una descansada merienda en el largo porche situado en la parte delantera de la casa del lago. Resultaba imposible estar tenso con el calor de la tarde, sentado a la sombra y contemplando más allá del verde césped la chispeante extensión de agua rodeada por las montañas. Los árboles de otoño habían perdido ya casi todas sus pintorescas hojas, lo que permitía una mejor visión. Y las exigencias de la digestión curaban al espectador de cualquier deseo de acción que pudiera quedarle. Si aquello seguía así, pensó Miles, iba a tener que iniciar un programa de ejercicios, o acabaría pareciéndose a su hermano-clon Mark, lo cual frustraría más bien las intenciones de Mark. Tomó nota mentalmente para mantener a Mark y a Ma Kosti separados cuanto fuera posible.

Durante una pausa entre exquisitez y exquisitez, Illyan contempló el prado.

—Um. Ése es el sitio donde murió el capitán Negri, ¿verdad? El primer tiro de la Guerra de los Pretendientes Vordarianos.

—Eso me han dicho —contestó Miles—. ¿Estaba usted presente? ¿Lo vio?

—No, no. Me encontraba en la capital, tomado por sorpresa por las fuerzas vordarianas, como casi todo el mundo. —Illyan suspiró, meditabundo—. O eso deduzco. La única imagen que recuerdo es la de uno de mis subordinados. Llegó corriendo con la noticia… no consigo acordarme de su nombre. Luego me marché a algún sitio en un vehículo de tierra. Y estaba asustado de muerte. Recuerdo eso vivamente: cómo me notaba el estómago. Extraño. ¿Por qué recordar eso, y no… todos los acontecimientos más importantes?

—Supongo que porque siempre tuvo que recordarlo. ¿Grababa el chip sus emociones?

—En realidad no. Aunque era posible reconstruirlas, al recordar.

—Deducidas. No sentidas.

—Más o menos.

—Eso debía ser extraño.

—Me acostumbré. —Illyan sonrió con sarcasmo, contemplando la hierba iluminada por el sol—. Casi mi primer trabajo, cuando su padre me ascendió a jefe de SegImp, fue investigar el asesinato de mi predecesor. Ahora que lo pienso, se podría decir que ése fue también el primer trabajo de Negri. Sin duda se lo facilitó el hecho de que él ayudó a perpetrar el asesinato de su predecesor, claro. Todo aquello que se hace dos veces en Barrayar es una tradición. Creo que yo me he apartado un poco de ella. Nunca pensé que saldría con vida de este trabajo, aunque el retiro de su padre, el año pasado, fue toda una inspiración.

—¿Fue entonces… cuando empezó a considerarme su sucesor?

—Oh, empecé a hacerlo mucho antes. O lo hicimos Gregor y yo.

Miles no estaba seguro de querer pensar en ese tema.

—Así que… ¿después de una semana de reflexión, ahora piensa que el fallo del chip fue natural?

Illyan se encogió de hombros.

—Nada dura eternamente. La gente, los aparatos… Bueno, el almirante Avakli dará su veredicto a su debido tiempo. Me pregunto qué estará haciendo hoy Lady Alys.

—Repasando listas de invitados y eligiendo los sitios, y haciendo que sus nuevas secretarias hagan prácticas de caligrafía, o eso dijo. —Lady Alys se lo había dicho a los dos justo el día anterior.

—Ah —dijo Illyan.

Llegaron las pastas, y se hizo el silencio durante un rato, turbado sólo por el sonido de la masticación, y pequeños murmullos de aprecio.

—Bien —dijo Illyan por fin—. ¿Qué hacen un par de oficiales y caballeros retirados en un fin de semana campestre?

—Lo que se les antoje. ¿Dormir?

—Nos hemos pasado toda la semana durmiendo.

—¿Tiene algún interés en montar a caballo?

—En realidad no. Su abuelo el general insistía en darme lecciones, de vez en cuando, cuando estaba aquí. Puedo sostenerme a caballo, pero no recuerdo que sea lo que llamamos un placer de sibaritas. Más bien algo para masoquistas.

—Ah. Bueno, podemos caminar por las montañas. Y nadar, aunque eso sería imprudente por mi parte. Podría ponerme un flotador, supongo.

—El agua estará ya un poco fría, ¿no?

—No tanto como en primavera.

—Creo que paso. Todo me resulta demasiado juvenil y atlético.

—Oh, este lugar es magnífico mientras eres un niño —comentó Miles—. Se puede pescar, supongo. Nunca he practicado demasiado. Al sargento Bothari no le hacía gracia limpiar el pescado.

—Eso parece bastante tranquilo.

—La tradición es llevar la cerveza local del pueblo (hay una mujer que la prepara en su propia casa, una bebida extraordinaria), y luego se cuelgan las botellas por el costado del barco para mantenerlas frescas. Cuando la cerveza está demasiado caliente para ser bebida, hace demasiado calor para pescar.

—¿En qué estación es eso?.

—Nunca, que yo sepa.

—Cumplamos con la tradición —dijo Illyan solemne.

Tardaron medio día en sacar la lancha del depósito, y salieron al lago a la tarde siguiente, en medio del brumoso calor en vez de bajo la fría niebla de la mañana. Esto le pareció bien a Miles. El mecanismo básico de la pesca no era algo que hubiera olvidado, y nunca le habían gustado los refinamientos. La necesidad de clavar anzuelos en infelices seres vivos que se rebullían había sido tecnológicamente sustituida por el invento de los cubos de proteínas que, según le aseguraba el paquete, le garantizaban que atraerían a los peces en bandadas, o bancos, o como se llamaran.

Illyan y él metieron sus cervezas en una bolsa de red, las lanzaron por la borda, plantaron el toldo y se dispusieron a disfrutar de la paz y el panorama. El guardia de SegImp de servicio, uno de los tres que el cuartel general había asignado para seguir a Illyan, se había sentado en la orilla con un pequeño volador y observaba desde la distancia, olvidado aunque no invisible.

Lanzaron el sedal casi simultáneamente, y el cebo y las plomadas desaparecieron veloces en el agua. A esa distancia de la orilla, el fondo verde rocoso había sido sustituido por una profundidad de sombras negras. Miles e Illyan se acomodaron en sus sillas acolchadas, y abrieron la primera cerveza. Era sabrosa y casi tan oscura como las aguas del lago, y sin duda rebosaba vitaminas. Bajó por la garganta de Miles con un agradable burbujeo amargo, y su aroma penetrante le inundó la nariz.

—Esto parecería una emboscada —observó Illyan al cabo de un rato—, si los peces estuvieran armados y pudieran disparar. Si los peces pescaran hombres, ¿qué clase de cebo usarían?

Miles imaginó un sedal lanzado a la orilla, rematado por un trocito de tarta de albaricoque.

—«¿Vamos a hombrear?» No sé. ¿Qué clase de cebo solías usar tú?

—Ah. Las motivaciones de los hombres. Dinero, poder, venganza, sexo… casi nunca era tan sencillo. El caso más raro que recuerdo… santo Dios, por qué puedo recordar esto, cuando no puedo… oh, bien. Pues resulta que el entonces primer ministro Vortala se metió en arduas negociaciones con los polianos por el tratado de acceso al agujero de gusano, e intentaba suavizar el acuerdo con todo lo que se le ocurría. El embajador poliano le indicó que lo que siempre había querido en secreto, durante toda su vida, era un elefante. Todavía no sé si realmente quería uno, o si era la cosa más absurda e imposible que podía pedir y se le ocurrió en el calor del momento. Pero, sea como sea, se corrió la voz… Realmente era cosa del jefe de Asuntos Galácticos, pero le encomendé personalmente la misión a mi agente de SegImp, para así poder observar. Aún me parece ver la expresión de pánico en su mirada mientras murmuraba: «Y… ¿de qué tamaño tiene que ser ese elefante, señor?» No hay muchos momentos así en mi trabajo. Los aprecio. Fue antes de tu época, o ya sabes a quién habría elegido.

—Oh, gracias. Y… ¿localizó el agente al elefante?

—Era SegImp hasta los tuétanos; claro que lo hizo. Uno pequeño. Me sumé al espectáculo el día que Vortala lo entregó en la embajada poliana. Con esa voz templada y grave suya. «Un regalo de mi amo imperial, Gregor Vorbarra…» Entonces Gregor tendría unos diez años, y sin duda habría preferido conservar la bestia. Tu padre, prudentemente, no me dejó hacerle saber que había regalado un elefante.

—¿Y consiguió Vortala su elefante?

—Por supuesto. Creo que el embajador quería de verdad uno, porque después de recuperarse de la sorpresa, se le veía claramente complacido. Lo tuvieron en la parte trasera del complejo de la embajada durante un año, y solía bañarlo y cuidarlo él solo, hasta que se lo llevó consigo a casa. Eso amplió mi visión del mundo para siempre jamás. Dinero, poder, sexo… y elefantes.

Miles esbozó una mueca. Se preguntó por sus propias motivaciones, que le habían impulsado con tanta fuerza, hacía tanto tiempo, hasta tan lejos. Hasta la muerte, y más allá. No le excitaba el dinero, suponía, porque nunca le había hecho falta, excepto en las cantidades astronómicas necesarias para reparar los cruceros de batalla; Mark, por contraste, era a su modo bastante avaro. ¿Poder? Miles no tenía ningún deseo de poseer el Imperio, ni nada similar. Pero picaba como el fuego cuando otros tenían poder sobre él. No era ansia de poder; era miedo. ¿Miedo de qué? ¿Miedo de convertirse en víctima de su incompetencia? ¿Miedo de ser destruido por mutante si no podía demostrar constantemente su superioridad? Había algo de eso, en el fondo. Bueno… bastante, en realidad. Su propio abuelo había tratado de matarlo debido a sus deformidades, según le habían dicho; y había habido varios incidentes desagradables más durante su infancia, a menudo, pero no siempre, solventados por la oportuna intervención del sargento Bothari. Pero eso era como mucho una motivación oculta, no el tipo de inconsciencia que te mete en problemas sin que sepas por qué.

Tomó otro frío trago de cerveza.
Identidad. Ése es mi elefante
. El pensamiento llegó con certeza, esta vez sin el signo de interrogación. No la fama, exactamente, aunque el reconocimiento era una especie de cemento básico para ella. Pero lo que tú eras era lo que hacías. E hice más, oh, sí. Si el ansia por la identidad se tradujera a, digamos, ansia por comer, sería un glotón más fantástico de lo que Mark hubiera soñado jamás.
¿Es irracional querer ser tanto, quererlo con tanta fuerza que duele?
¿Y cuánto, entonces, era suficiente?

También Illyan tomó otro sorbo de cerveza casera, y sacudió la caña de pescar de fibra de carbono que, como la de Miles, había salido del almacén del embarcadero.

—¿Seguro que aquí hay peces?

—Oh, sí. Los ha habido durante siglos. Puedes tumbarte en el muelle y ver a los pequeños husmeando entre las rocas, o nadar con ellos. Este lago fue terraformado mucho antes del final de la Era de Aislamiento, al viejo estilo, que era lanzar todo tipo de residuos orgánicos y luego hierbas y peces pequeños con la esperanza de que se creara un ecosistema capaz de sustentar vida como la de la Tierra. Hubo mucha polémica entonces, en la época de los primeros condes, ya que los granjeros locales también querían usar para sus campos la mierda recolectada. Desde la época del conde-mi-abuelo ha habido un puñado de tipos que trabajan en la Oficina del Conde en Hassadar, encargados de terraformar científicamente y almacenar las aguas del distrito, así que podemos beberlas y los peces están mejorados genéticamente. Truchas, lubinas, salmones… hay buen material aquí abajo.

Illyan se inclinó y contempló dubitativo las claras aguas.

—Cierto. —Recuperó el sedal, y examinó el anzuelo. Su cubo-cebo había desaparecido.

—¿Le había puesto cebo a esta cosa?

—Sí. Te he visto hacerlo. Es probable que se haya caído.

—Peces de dedos ligeros.

Pero Illyan resistió cualquier impulso de hacer un chiste más amplio sobre los peces mutantes. Volvió a colocar un cebo en el anzuelo y lo lanzó de nuevo al agua. Abrieron una cerveza cada uno. Miles se acomodó en la borda y refrescó los pies descalzos en el agua durante un rato.

—Esto es una inutilidad —comentó Illyan, después de ajustar el toldo para aprovechar la sombra.

—Me he estado diciendo lo mismo. No creo que esté pensado para ser útil. Creo que inventaron la pesca para crear la apariencia de estar haciendo algo cuando en realidad no se hace nada. Para repeler a las esposas, tal vez.

—Llevo una semana sin hacer nada —vaciló Illyan—. No me ha servido de mucho.

—No es cierto. Juegas mejor a las cartas. Te he estado estudiando.

—Creía que Lady Alys y tú me habíais dejado ganar, la última vez.

—Pues no.

—Ah. —Illyan pareció animarse un poco, pero sólo un momento—. Me temo que la habilidad de jugar al uno-arriba sin perder cada vez no es suficiente para asegurar mi regreso a SegImp.

—Date tiempo. Apenas has comenzado la rehabilitación. —Los pies de Miles empezaban a arrugarse; regresó a su asiento acolchado.

Illyan contempló la lejana costa, toda verde y marrón bajo el sol poniente.

—No… hay un nivel necesario para desempeñar una función. Cuando has llegado a ese nivel, estando en tu mejor forma… no puedes conformarte con menos. Por invertir el viejo dicho de tu madre: todo lo que no se puede hacer bien no merece la pena ser hecho. Y… dirigir SegImp no es jugar. Demasiadas vidas ajenas dependen de ti, cada día.

—Mm —dijo Miles, disimulando que no tenía ningún comentario útil que hacer con otro trago de cerveza.

—He pasado dos veces veinte años al servicio del Emperador. Empecé cuando tenía dieciocho, a las órdenes del viejo Ezar… no en la Academia de Servicio Imperial; entonces hacían falta muchos más puntos y dinero y sílabas delante de tu nombre para entrar allí. Fui a una de las escuelas regionales. Siempre he sabido que no llegaría a cumplir sesenta años de servicio. Sabía que lo dejaría antes, pero no cuándo. Llevo sirviendo a Gregor desde que él tenía cinco años. Ahora ya es un adulto, Dios lo sabe.

—Es logro tuyo, sin duda —dijo Miles.

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