Recuerdos prestados (14 page)

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

BOOK: Recuerdos prestados
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—Oh, vamos, ¿por qué no alegras esa cara y te diviertes un poco? —responde papá.

—¿Y qué hacemos cuando vemos a un Duck rival por el camino? —pregunta el guía turístico.

Se oye una mezcla de abucheos y rugidos.

—¡Muy bien, en marcha! —exclama Olaf rebosando entusiasmo.

Justin busca frenéticamente entre las cabezas rapadas de un grupo de Hare Krishnas que han comenzado a desfilar junto a él, tapándole la vista de la mujer del abrigo rojo. Un mar de túnicas anaranjadas le sonríe alegremente tocando campanillas y panderetas, y tiene que dar saltos intentando ver Merrion Row.

De pronto aparece delante de él un mimo ataviado con leotardos negros, la cara pintada de blanco, labios rojos y un sombrero a rayas. Se quedan cara a cara, cada cual aguardando a que el otro haga algo. Justin suplica al cielo que el mimo se aburra y se marche, pero no lo hace. En lugar de eso, el mimo cuadra los hombros, pone cara de pocos amigos, separa las piernas, apoya las manos en las caderas y agita los dedos como si llevara pistoleras.

Sin levantar la voz, Justin se dirige a él cortésmente:

—Eh, no estoy de humor para esto, en serio. ¿Te importaría jugar con otro, por favor?

Adoptando una expresión apenada, el mimo se pone a tocar un violín invisible.

Justin oye risas y se da cuenta de que tiene público.

«Fantástico.»

—Sí, muy gracioso. De acuerdo, ya basta.

Haciendo caso omiso de las payasadas, Justin se aleja del corrillo y prosigue con su búsqueda del abrigo rojo por Merrion Row.

El mimo aparece a su lado otra vez, se lleva la mano a la frente y escruta la lejanía como si se tratara del mar. El grupo de espectadores le sigue, gimoteando la mar de contento. Un matrimonio de ancianos japoneses saca una fotografía.

—Oye, imbécil, ¿tengo pinta de estar divirtiéndome? —le espeta Justin al mimo.

Con labios de ventrílocuo, un bronco acento dublinés responde:

—Oye, imbécil, ¿crees que me importa una mierda?

—Con que éstas tenemos, ¿eh? De acuerdo. No sé muy bien si pretendes imitar a Marcel Marceau o al payaso Coco, pero tu farsa de espectáculo callejero es un insulto para ambos. Puede que esta gente encuentre divertidos los números que has robado del repertorio de Marceau, pero yo no. A diferencia de mí, no saben que ignoras que Marceau usaba estos números para relatar una historia o bosquejar un tema o un personaje. No se limitaba a plantarse en una calle cualquiera intentando salir de una caja que nadie podía ver. Tu falta de creatividad y técnica es una afrenta para los mimos de todo el mundo.

El mimo pestañea y se pone a caminar contra un vendaval invisible.

—¡Estoy aquí! —grita una voz más allá del gentío.

«¡Ahí está! ¡Me ha reconocido!»

Justin avanza paso a paso, poniéndose de puntillas, tratando de ver el abrigo rojo.

La muchedumbre se aparta y abre paso a Sarah, que contempla entusiasmada la escena.

El mimo imita la evidente decepción de Justin, poniendo cara de desesperanza y encorvando la espalda de modo que los brazos le cuelgan hasta casi rozar el suelo con las manos.

—Oooh —se lamenta el público, y Sarah pone cara de circunstancias.

Justin, nervioso, sonríe para disimular el chasco que acaba de llevarse. Se abre paso entre la gente, saluda a Sarah brevemente y se la lleva de allí mientras los espectadores aplauden y algunos echan monedas dentro de una caja.

—¿No crees que has sido un poco grosero? Igual tendrías que haberle dado unas monedas —dice Sarah, volviéndose para lanzar una mirada de disculpa al mimo, que sacude los hombros como si llorara desconsoladamente.

—Creo que el grosero ha sido el caballero de los leotardos.

Con aire distraído, Justin sigue buscando el abrigo rojo mientras se dirigen al restaurante donde tienen previsto almorzar, compromiso que Justin ahora querría cancelar.

«Dile que te encuentras mal. No. Es médico, te hará un montón de preguntas. Dile que lamentablemente te has equivocado y que tienes que dar una clase enseguida. ¡Díselo, díselo!»

Pero en vez de eso sigue caminando a su lado con la mente tan activa como el monte Santa Helena, mirando a todas partes como un adicto buscando una dosis. En el sótano del restaurante los conducen a una mesa tranquila en un rincón y Justin se sitúa de cara a la puerta.

«¡Grita “Fuego” y echa a correr!»

Sarah se aparta el abrigo de los hombros, dejando al descubierto un buen trozo de carne, y acerca su silla a la de Justin.

Qué casualidad que se haya vuelto a tropezar, casi literalmente, con la mujer de la peluquería. Aunque tal vez no sea para tanto; Dublín es una ciudad pequeña. Desde que está aquí ha constatado que todo el mundo conoce a casi todo el mundo, o a alguien que es pariente de alguien que otro alguien conoció una vez. Pero la mujer… Tendría que dejar de llamarla así. Tendría que ponerle nombre.

«Angelina.»

—¿Qué estás pensando? —Sarah se inclina sobre la mesa y le mira fijamente.

«O Lucille.»

—Café. Estoy pensando en café. Tomaré un café solo, por favor —dice a la camarera que les está preparando la mesa. Mira el nombre que figura en la etiqueta de su uniforme. «Jessica.» No, su mujer no es una Jessica.

—¿No vas a comer nada? —pregunta Sarah, decepcionada y confundida.

—No, no puedo quedarme tanto como esperaba. Tengo que volver a la facultad antes de lo previsto. —La pierna le baila debajo de la mesa y los golpecitos hacen vibrar los cubiertos.

La camarera y Sarah le miran con extrañeza.

—Oh, vaya. —Sarah estudia la carta—. Pues yo tomaré una ensalada del chef y una copa de blanco de la casa, por favor —dice a la camarera y, acto seguido, a Justin—: Si no como algo, desfallezco; espero que no te importe.

—No hay ningún problema… —contesta Justin mostrando una amplia sonrisa.

«Aunque has pedido la ensalada más grande de toda la puñetera carta. ¿Qué tal Susan, como nombre? ¿Parece una Susan mi mujer? ¿Mi mujer? ¿Qué demonios me está pasando?»

—Ahora estamos entrando a Dawson Street, que lleva el nombre de Joshua Dawson, el hombre que también diseñó Grafton, Anne y Henry Streets. A su derecha verán Mansion House, residencia oficial del Lord Mayor de Dublín.

Todos los cascos vikingos con cuernos giran a la derecha; videocámaras, cámaras digitales y móviles asoman por las ventanillas abiertas.

—¿Crees que los vikingos hacían esto en su época, papá? ¿Acribillar con sus cámaras edificios que ni siquiera se habían construido? —le digo susurrando.

—Venga, cierra el pico —contesta en voz alta, y el guía turístico, escandalizado, deja de hablar.

«Usted no —aclara papá haciéndole una seña—. Ella. —Me señala, y el autobús entero me mira.

—A su derecha verán Saint Anne’s Church, diseñada por Isaac Wells en 1707, cuyo interior se remonta a mediados del siglo
XVII
—prosigue Olaf dirigiéndose a la robusta tripulación de treinta vikingos que lleva a bordo.

—En realidad la fachada románica no se añadió hasta 1868, y la diseñó Thomas Newenham Deane —le susurro a papá.

—Vaya —responde papá abriendo los ojos—. Eso no lo sabía.

Yo también abro los ojos.

—Ni yo —digo.

Papá ríe entre dientes.

—Ahora estamos en Nassau Street —continúa el Olaf—, dentro de un momento pasaremos por Grafton Street, a su izquierda.

Papá comienza a cantar a voz en cuello:

—«
Grafton Street es un paraíso
…»

La mujer americana que tenemos delante se vuelve con una sonrisa radiante.

—¿Sabe esa canción? —pregunta—. Mi padre solía cantarla. Era de Irlanda. Oh, me encantaría oírla otra vez; ¿la cantaría para nosotros?

Un coro de «Oh, sí, por favor…» nos envuelve.

Acostumbrado a cantar en público, el hombre que cada semana canta en el Club de los Lunes se pone a cantar y el autobús entero se le une, balanceándose de un lado a otro. La voz de papá sale por las ventanillas abiertas del autobús y llega a los oídos de los transeúntes.

Saco otra fotografía mental de papá sentado a mi lado, cantando con los ojos cerrados y dos cuernos en lo alto de la cabeza.

Justin observa con creciente impaciencia cómo Sarah come desganada su ensalada. El tenedor pincha juguetonamente un trozo de pollo; queda agarrado, se cae, vuelve a sujetarse y se las arregla para no caer mientras ella mueve el tenedor por el plato, dando la vuelta a las hojas de lechuga para ver qué hay debajo. Finalmente clava el tenedor en un trozo de tomate y, mientras se lo lleva a la boca, el mismo trozo de pollo se vuelve a caer. Es la tercera vez que le ocurre.

—¿Seguro que no tienes hambre, Justin? —pregunta—. Pareces estudiar este plato con mucho interés.

Sarah sonríe y vuelve a mover el tenedor lleno de comida, tirando trozos de cebolla roja y queso cheddar al plato. Es como si cada vez diera un paso adelante y dos atrás.

—Sí, claro, no me importaría comer un poco de ensalada.

Ha tenido tiempo de pedir y tomarse un cuenco de sopa mientras ella cargaba cinco veces el tenedor.

—¿Quieres que te la dé yo? —flirtea Sarah, moviendo el tenedor en círculos hacia la boca de Justin.

—Bueno, me gustaría que me dieras un bocado más completo, para empezar.

Sarah ensarta otros trocitos de ensalada.

—Más —dice Justin, con un ojo puesto en su reloj de pulsera. Cuanta más comida se meta en la boca, antes habrá terminado esta situación tan frustrante. Sabe que su mujer, «Verónica», lo más probable es que se haya marchado hace rato, pero estar sentado en ese sitio, viendo cómo Sarah juguetea con su comida gastando más calorías de las que ingiere, no le servirá para confirmarlo.

—Muy bien, aquí llega el avión —dice Sarah como si estuviera dando de comer a un niño.

—Más. —Al menos la mitad de la comida ha caído del tenedor durante el «despegue».

—¿Más? ¿Cómo quieres que quepa más comida en el tenedor, y menos aún en tu boca?

—Dame, que te lo enseño. —Justin le coge el tenedor de la mano y pincha toda la ensalada que puede. Pollo, maíz, lechuga, remolacha, cebolla, tomate, queso…—. Y ahora, si la señorita piloto tiene la bondad de hacerlo aterrizar…

Sarah ríe tontamente.

—Esto no te va a caber en la boca.

—Tengo una boca bastante grande.

Sarah le acerca el tenedor, sin dejar de reír, y logra metérselo en la boca. Justin mastica con cierta dificultad y, cuando termina de tragar, mira un momento su reloj y acto seguido el plato de Sarah.

—Muy bien, ahora tú —le dice.

«Qué jodido eres, Justin.»

—Ni hablar —repone Sarah riendo.

—Venga, mujer.

Justin junta tanta comida como puede, incluyendo el trozo de pollo que ya se ha caído cuatro veces y «vuela» hasta su boca abierta.

Sarah ríe al intentar que le quepa todo. Pese a que casi no puede respirar, masticar, tragar o sonreír, procura seguir estando mona. Durante casi un minuto es incapaz de hablar porque intenta masticar manteniendo la compostura en la medida de lo posible. Jugos, aderezo y comida le chorrean por el mentón y, cuando por fin traga, sus labios con el carmín corrido le sonríen para mostrarle un gran trozo de ensalada atascado entre dos dientes.

—Ha sido muy divertido —dice.

«Helena. Como Helena de Troya, tan guapa que dio pie a una guerra.»

—¿Ha terminado? ¿Le retiro el plato? —pregunta la camarera.

Sarah comienza a contestar que no, pero Justin la interrumpe.

—Sí, ya estamos, gracias —dice, evitando la mirada de Sarah.

—En realidad no he terminado, gracias —apostilla Sarah severamente. La camarera le devuelve el plato.

Justin agita la pierna debajo de la mesa con creciente impaciencia.

«Salma. Sexy Salma.»

Un silencio incómodo.

—Perdona, Salma, no era mi intención ser grosero…

—Sarah.

—¿Qué?

—Que me llamo Sarah.

—Ya lo sé. Es sólo que…

—Me has llamado Salma.

—Oh. ¿Qué? ¿Quién es Salma? Dios. Perdona. Ni siquiera conozco a ninguna Salma, de verdad.

Sarah se pone a comer deprisa, dando a entender que tiene ganas de perderlo de vista.

Justin dice en voz más baja:

—Sólo es que tengo que regresar a la facultad…

—Antes de lo previsto. Ya me lo has dicho.

Le dedica una sonrisa forzada que desaparece en cuanto vuelve a mirar su plato. Ahora ensarta la comida con determinación. Se acabó el recreo. Es hora de comer. Se llena la boca de comida en vez de palabras.

Justin se avergüenza en su fuero interno, sabiendo que su conducta es inusitadamente grosera.

«Di lo que realmente piensas, gilipollas.»

La mira fijamente: una cara bonita, un cuerpo estupendo, una mujer inteligente. Enfundada en un elegante traje chaqueta, piernas largas, labios grandes. Dedos finos y delicados, manicura francesa impecable, el bolso a juego con los zapatos. Profesional, segura de sí misma, inteligente. No hay absolutamente nada malo en esta mujer. El único problema es la locura del propio Justin, la sensación de que una parte de él está en otro lugar. Una parte de él tan cercana que casi se siente impulsado a salir corriendo y atraparla. Ahora mismo, echar a correr parece una buena idea, pero el problema es que no sabe qué o a quién desea atrapar. En una ciudad de un millón de habitantes, no puede contar con salir del restaurante y encontrar a la misma mujer plantada en la acera. ¿Y merece la pena abandonar a la hermosa mujer que está sentada a su lado, sólo para perseguir una buena idea?

Deja de sacudir la pierna y se arrellana en la silla. Ya no está sentado en el borde del asiento, a punto de salir disparado hacia la puerta en cuanto ella deje los cubiertos sobre el plato.

—Sarah —suspira, y esta vez dice lo que realmente quiere decir—, lo siento mucho.

Ella deja de meterse comida en la boca y levanta la vista hacia él, mastica deprisa, se seca los labios con la servilleta y traga. Su expresión se dulcifica.

—Vale.

Amontona los restos de comida del plato y se encoge de hombros.

—No pretendo que nos casemos, Justin —dice.

—Ya lo sé, ya lo sé.

—Sólo es un almuerzo.

—Lo sé.

—¿O debería decir un café por si mencionar lo anterior te hace salir disparado hacia la salida de emergencia gritando «fuego»?

Ve que tiene la copa vacía y se pone a recoger migas imaginarias.

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