Read Refugio del viento Online
Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle
Tags: #Ciencia ficción, Fantasía
—Ah —la interrumpió Garth—. Si los malditos curanderos me devuelven la salud, puede que yo mismo desafíe a Jon.
—Será un candidato muy apetecible para el año que viene, seguro —convino Maris—. Incluso Kerr quiere tener otra oportunidad contra él. Pero dudo que Sena vuelva a avalarle hasta que no esté un poco más seguro en el aire. Con la doble victoria de S'Rella y Val, Alas de Madera vuelve a estar a salvo. Pronto habrá más estudiantes de los necesarios. —Maris dejó escapar una risita—. Pero Corm y tú no sois los únicos alados que se han quedado en tierra. Bari de Poweet perdió las alas en un desafío de fuera de la familia, y Gran Hará ha tenido que entregarlas a su propia hija.
—Una bandada de ex alados —rió Garth.
—Y muchos un-ala —añadió Maris, sonriendo—. El mundo está cambiando, Garth. Antes sólo había alados y atados a la tierra.
—Sí —asintió él, sirviéndose más cerveza—. Pero tú lo liaste todo. Atados a la tierra volando, alados en tierra… ¿Cómo acabará esto?
—No lo sé —respondió Maris. Se levantó—. Me quedaría toda la noche, pero tengo que hablar con Val. Y hace demasiado tiempo que no estoy en Amberly. Con Shalli en estado y Corm sin alas, el Señor de la Tierra me matará a trabajar. Pero encontraré tiempo para visitarte, te lo prometo.
—Gracias. —Le dedicó una sonrisa—. Vuela bien.
Cuando Maris se marchó, Garth pedía a gritos otra cerveza a Riesa.
Val estaba reclinado en la cama. Tenía la cabeza un poco levantada para poder comer, se llevaba cucharadas de sopa a la boca con la mano izquierda. S'Rella, sentada a su lado, le sostenía el cuenco. Cuando Maris entró, los dos alzaron la vista. La mano de Val tembló, y se derramó una cucharada de sopa caliente sobre el pecho desnudo. Dejó escapar una maldición, y S'Rella le ayudó a limpiarse.
—Val —saludó Maris con un gesto. Junto a la puerta, en el suelo, depositó las alas que llevaba en la mano, las que una vez habían pertenecido a Corm de Amberly Menor—. Tus alas.
La hinchazón del rostro del joven empezaba a desaparecer, y sus rasgos volvían a ser reconocibles, aunque el labio tumefacto le daba una expresión extraña.
—S'Rella me ha contado lo que hiciste —dijo con dificultad—. Supongo que ahora querrás que te lo agradezca.
Maris se cruzó de brazos y esperó.
—Fueron tus amigos alados, los que me hicieron esto, ya lo sabes —siguió—. Si los huesos sueldan mal, jamás podré usar esas malditas alas que me has conseguido. Y, aunque me cure, nunca volaré tan bien como antes.
—Lo sé —respondió Maris—, y lo siento. Pero no fueron mis amigos los que te hicieron esto. Val. No todos los alados son amigos míos. Y no todos son enemigos tuyos.
—Estuviste en la fiesta —señaló Val. Maris asintió.
—No será fácil, en gran parte por culpa tuya. Recházales si quieres, ódiales a todos. O descubre a aquellos que merecen la pena. Depende de ti.
—Te diré a quién voy a descubrir —replicó Val—. Voy a descubrir a los que me han hecho esto, y luego voy a descubrir al que los envió.
—Sí —dijo Maris—. ¿Y luego?
—S'Rella encontró mi cuchillo —dijo sencillamente el joven—. Anoche lo dejé caer entre los arbustos. Pero antes corté a uno de mis atacantes, a una mujer. La reconoceré por la cicatriz.
—¿Adónde irás cuando te repongas? —preguntó Maris. El repentino cambio de tema cogió desprevenido a Val.
—Había pensado en Colmillo de Mar. Me han dicho que la Señora de la Tierra está desesperada por tener un alado. Pero, según S'Rella, el Señor de Skulny también lo está deseando. Hablaré con los dos para ver qué tienen que ofrecer.
—Val de Colmillo de Mar —dijo Maris—. Suena bien.
—Siempre seré Un-Ala —replicó—. Y quizá tú también.
—Medio alada —convino—. Como tú. Pero, ¿qué mitad? Puedes conseguir que un Señor de la Tierra te pague más por tus servicios. Val. Los alados te despreciarán por ello, al menos la mayoría. Quizá algunos de los más jóvenes e influenciables te imiten, y sentiría mucho verlo. También puedes llevar ese cuchillo que te regaló tu padre cuando vueles, aunque así violes una de las más antiguas y sabias leyes. Es una cosa sin importancia, una tradición. Los alados te despreciarán, pero ninguno hará nada. Pero puedo asegurarte que, si encuentras al que te mandó golpear y le matas con ese mismo cuchillo, dejarás de ser Un-Ala. Los alados te declararán fuera de la ley y te despojarán de las alas, y ningún Señor de Windhaven te aceptará en su isla ni te permitirá aterrizar, por mucho que necesite a un alado.
—¿Me estás pidiendo que olvide? ¿Qué olvide esto?
—No —respondió Maris—. Encuéntrales y llévales ante el Señor de la Tierra, o convoca un tribunal de alados. Que sea tu enemigo el que pierda las alas, el hogar y la vida, no tú. ¿Te parece mala alternativa?
Val sonrió, y Maris descubrió que también había perdido algunos dientes.
—No —dijo—. Casi me gusta.
—Depende de ti. No volarás en una buena temporada, así que tendrás tiempo para pensarlo. Creo que eres suficientemente inteligente como para aprovechar bien ese tiempo. —Miró a S'Rella—. Tengo que volver a Amberly Menor. Si vas a volar hacia el Archipiélago del Sur, te cae de camino. ¿Quieres volar conmigo, y pasar un día en mi casa?
S'Rella asintió rápidamente.
—Sí, me encantaría… Siempre y cuando Val esté bien.
—Los alados tienen crédito ilimitado —intervino el joven—. Si le prometo suficiente hierro a Raggin, me cuidará como una madre.
—Entonces, me marcharé —decidió S'Rella—. Pero volveremos a vernos, ¿verdad. Val? Ahora, los dos tenemos alas.
—Sí —asintió él—. Vuela con los tuyos. Yo volaré con los míos. S'Rella le besó y cruzó la habitación hacia donde aguardaba Maris.
Las dos se dirigieron a la puerta.
—¡Maris! —llamó repentinamente Val.
La alada se dio la vuelta ante el sonido de la voz, justo a tiempo para ver cómo él buscaba algo trabajosamente bajo la almohada con la mano izquierda, y luego la sacaba con increíble velocidad. El largo cuchillo rasgó el aire y chocó contra el marco de la puerta, a escasos centímetros del rostro de Maris. Pero era un instrumento de obsidiana, ornamental, brillante, negro, afilado y frágil. El golpe lo hizo pedazos.
Maris debió parecer aterrorizada, porque Val sonrió.
—No era de mi padre —dijo—. Mi padre nunca tuvo nada. Se lo robé a Arak. —Los ojos de los dos se encontraron, y Val dejó escapar una dolorosa carcajada—. ¿Te importa librarme de él, Un-Ala?
Maris sonrió y se agachó para recoger los pedazos.
Envejeció en menos de un minuto.
Cuando Maris se alejó del Señor de la Tierra de Thayos, todavía era joven. Salió por el camino subterráneo que llevaba desde su aislada fortaleza hasta el mar. Era un túnel húmedo y triste que atravesaba la montaña. Caminó con paso ligero, un cirio en la mano y las alas plegadas a la espalda, acompañada por el eco y el lento gotear del agua. El suelo del túnel estaba prácticamente anegado por los charcos, y el agua empapaba las botas de la alada. Maris estaba ansiosa por llegar al exterior.
Hasta que no salió al crepúsculo, al otro lado de la montaña, Maris no vio el cielo. Estaba teñido de un color púrpura oscuro y amenazador, de un violeta tan lúgubre que era casi negro. El color de un mal golpe, lleno de sangre y dolor. El viento era frío y caótico. Maris podía saborear la ira que iba a desencadenarse, podía verla en las nubes. Se detuvo al pie de los gastados escalones que llevaban hasta el acantilado y, por un momento consideró la posibilidad de dar media vuelta, pasar la noche en el refugio y posponer el vuelo hasta el amanecer.
Se cansaba con sólo pensar en el largo camino de vuelta por el túnel. Y, además, no le gustaba aquel lugar. Thayos le parecía una tierra oscura y amarga, su Señor era un hombre demasiado rudo que apenas disimulaba su brutalidad bajo la capa de cortesía que requería el trato entre un Señor de la Tierra y un alado. El mensaje que le había encomendado llevar pesaba mucho sobre Maris. Las palabras eran furiosas, codiciosas, llenas de amenaza de guerra. Maris ansiaba poder entregarlo y olvidarlo para librarse del peso lo antes posible.
Así que apagó el cirio y subió ágilmente la escalera a zancadas largas e impacientes. Tenía arrugas en el rostro y hebras grises en el pelo, pero seguía siendo tan rápida y vigorosa como al cumplir veinte años.
Los escalones terminaban en una amplia plataforma de piedra que se alzaba sobre el mar. Maris desplegó las alas. Éstas captaron el viento y la hicieron balancearse mientras terminaba de colocar los montantes en sus sitios. El tenebroso color púrpura de la tormenta daba un tono oscuro al metal plateado, y los rayos del sol poniente lo surcaban de luminosas vetas rojizas, semejantes a heridas frescas que todavía rezumaban sangre. Maris se apresuró. Quería adelantarse a la tormenta y utilizar los primeros vientos para ganar velocidad. Se ajustó las correas, comprobó por última vez las alas y asió con las manos los familiares agarraderos. Con dos pasos rápidos, se lanzó del risco, igual que había hecho antes en incontables ocasiones. El viento era su antiguo y verdadero amante. Se ciñó a su abrazo y voló.
Vio un relámpago en el horizonte y un rayo bifurcado en tres ramales en el cielo del Este. Luego el viento la trató con delicadeza, haciendo que descendiera, aminorando la velocidad, haciéndola virar en busca de una corriente más fuerte. Hasta que la tormenta la golpeó tan repentinamente como el restallar de un látigo. El viento sopló procedente de la nada, con fuerza terrible. Y, mientras luchaba por remontarse con él, cambió de dirección. Luego lo hizo una segunda vez, y una tercera. La lluvia le azotaba el rostro, el relámpago la cegaba y un sonido furioso empezó a golpearle en los oídos.
La tormenta la echó hacia atrás antes de voltearla como si fuera un juguete. Maris no tenía más opciones ni oportunidades que una hoja de árbol en medio de un huracán. El viento la abofeteó, la arrastró de un lado a otro, hasta que estuvo mareada y confundida. Entonces se dio cuenta de que caía. Miró por encima del hombro y se dio cuenta de que la montaña se precipitaba hacia ella, toda pared de piedra, lisa y húmeda. Intentó alejarse, pero sólo consiguió dar media vuelta y enfrentarse de cara al fiero abrazo del viento. El ala izquierda barrió la roca y se destrozó contra ella. Maris gritó y cayó de lado, con un ala inútil. La lluvia la cegaba. La tormenta la tenía entre sus fauces asesinas y, con un último resto de consciencia, Maris comprendió que aquello era la muerte.
El mar la cogió, la rompió y la rechazó. La encontraron a última hora del día siguiente, destrozada e inconsciente, pero todavía viva, en una playa rocosa, a tres kilómetros de la plataforma de los alados de Thayos.
Cuando Maris despertó, días más tarde, era una anciana.
Apenas estuvo poco más que semiinconsciente durante la primera semana, y recordaba muy poco de lo que pasó después. Dolor cuando se movía y cuando estaba quieta. Dormir y despertar. Pasó casi todo el tiempo durmiendo, y los sueños le parecían tan reales como el constante dolor. Caminaba por largos túneles subterráneos, caminaba hasta que las piernas le dolían horriblemente, sin encontrar nunca los escalones que la llevarían al cielo. Caía eternamente en aire quieto, inútiles su fuerza y su pericia en un cielo sin vientos. Se presentaba ante un Consejo compuesto por centenares de miembros, pero cuando hablaba lo hacía con palabras confusas e inaudibles, y nadie le prestaba atención. Hacía calor, un calor espantoso, y no podía moverse. Alguien le había quitado las alas y la había atado de pies y manos. Se esforzaba en moverse, en hablar. Tenía que volar hacia alguna parte con un mensaje urgente. Estaba inmovilizada, muda, y no sabía si lo que tenía en las mejillas eran lágrimas o gotas de lluvia. Alguien le secó el rostro y la obligó a beber un líquido espeso y amargo.
En algún momento, Maris comprendió que estaba tendida en una gran cama, cerca de una chimenea en la que siempre brillaba un fuego resplandeciente, y que la cubrían pesadas capas de pieles y mantas. Sentía calor, un calor terrible, y se esforzaba en apartar las mantas sin conseguirlo.
Parecía haber gente entrando y saliendo de la habitación. Pudo reconocer algunas figuras, eran amigos suyos, pero no le hacían caso cuando rogaba que le apartaran las mantas. No la oían, pero a menudo se sentaban a los pies de la cama y le hablaban. Hablaban de cosas ocurridas mucho tiempo atrás como si fueran del presente. Aquello la confundía, pero lo cierto era que todo le parecía confuso. Y le alegraba tener cerca a sus amigos.
Y apareció Coll, entonando sus canciones, y con él vino Barrion. Barrion, el de la sonrisa fácil y la voz profunda y sonora. La anciana y tullida Sena se sentaba al borde de la cama sin decir palabra. Cuervo apareció una vez, vestido de negro, con un aspecto tan audaz y hermoso que el corazón de Maris volvió a estremecerse de silencioso amor por él. Garth le trajo kivas cálido y humeante, y le contó chistes hasta que Maris se rió y olvidó beber. Val Un-Ala observaba desde el umbral, con el rostro tan inexpresivo como siempre. S'Rella, su querida amiga, acudía a menudo, y hablaban de los viejos tiempos. Y Dorrel, su primer amor, que seguía siendo uno de sus mejores amigos, venía una y otra vez. Su presencia era un consuelo constante para el dolor y la confusión. También aparecieron otros: antiguos amantes a los que nunca creyó volver a ver acudían ante ella para hablarle, suplicarle, acusarla y acabar desapareciendo, dejando sin respuesta todas las preguntas de Maris. También apareció el gordo y rubio T'mar, trayendo presentes que había tallado en piedra, y Halland el bardo, fuerte, de barba negra, con el mismo aspecto que tenía cuando vivieron juntos en Amberly Menor. Entonces recordó que Halland se había perdido en el océano, y las lágrimas le empañaron la visión.
También tuvo otro visitante, un hombre que a Maris le resultaba desconocido y que, sin embargo, no lo era. Recordaba el tacto de aquellas manos firmes y gentiles, y el sonido de la voz casi musical cuando pronunciaba su nombre. A diferencia de los demás visitantes, éste se acercaba a ella, le levantaba la cabeza y la alimentaba con gachas de leche caliente, infusiones de té y una poción espesa y amarga que la hacía dormir. No recordaba cuándo ni dónde le había conocido, pero se alegraba de verle. Era delgado y pequeño, pero nervudo. La pálida piel se le tensaba sobre los huesos del rostro, moteado por la edad. El fino pelo blanco le nacía desde una frente amplia. Sus ojos, debajo de unas cejas prominentes y rodeados por una intrincada red de arruguillas, eran de un azul brillante. Pero, pese a que venía tan a menudo, y evidentemente la conocía, Maris no conseguía recordar su nombre.