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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

Rescate en el tiempo (65 page)

BOOK: Rescate en el tiempo
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»La otra razón es aún más importante. Tras la apariencia de turismo, estamos de hecho constituyendo una propiedad intelectual. El concepto de esta clase de propiedad se aplica ya, por ejemplo, al software. Pero no existe para la historia. Y sin embargo la historia es la herramienta intelectual más poderosa que posee la sociedad. Hablemos claramente. La historia no es una relación desapasionada de acontecimientos. Ni es un patio de recreo para que los académicos se abandonen a sus triviales discusiones.

»La finalidad de la historia es explicar el presente, decir por qué el mundo que nos rodea es como es. La historia nos cuenta qué es importante en nuestro mundo, y cómo ha llegado a serlo. Nos cuenta por qué las cosas que valoramos son las cosas que debemos valorar. Y nos cuenta qué ha de pasarse por alto o desecharse. Eso es verdadero poder, un poder profundo. El poder de definir a toda una sociedad.

»El futuro depende del pasado… de quien controle el pasado. Tal control nunca antes ha sido posible. Ahora ya lo es. Nosotros, en la ITC, queremos ayudar a nuestros clientes a dar forma al mundo en el que todos vivimos y trabajamos y consumimos.

Y para conseguirlo, creemos que podemos contar con el total y entusiasta apoyo de ustedes.

No hubo aplausos, sino sólo un silencio de estupefacción. Siempre era así. Tardaban un rato en comprender de qué les hablaba.

—Gracias por su atención —concluyó Doniger, y abandonó el escenario.

—Vale más que se trate de algo importante —dijo Doniger—. No me gusta tener que abreviar una sesión de esa trascendencia.

—Es muy importante —respondió Gordon.

Recorrían el pasillo en dirección a la sala de tránsito.

—¿Han vuelto?

—Sí. Reforzamos el blindaje, y tres de ellos han vuelto.

—¿Cuándo?

—Hace quince minutos.

—¿Y?

—Ha sido una experiencia sumamente penosa. Uno de ellos está mal herido y tendrá que ser hospitalizado. Los otros dos están bien.

—¿Y? ¿Cuál es el problema?

Cruzaron la puerta.

—Quieren saber por qué no se les informó de los planes de la ITC.

—Porque no es asunto de ellos —repuso Doniger.

—Han arriesgado la vida…

—Se ofrecieron voluntariamente.

—Pero…

—Bah, que se vayan a la mierda —dijo Doniger—. ¿A qué viene tanto revuelo? ¿Quién va a escucharlos? Son un puñado de
historiadores
, y en todo caso, van a quedarse sin trabajo a menos que trabajen para mí.

Gordon no respondió. Miraba por encima del hombro de Doniger. Doniger se volvió lentamente.

Allí estaban Johnston, la chica —que ahora llevaba el pelo corto— y uno de los dos hombres. Iban sucios, harapientos y cubiertos de sangre. Se hallaban junto a un monitor del circuito cerrado de televisión, y en la pantalla se veía el auditorio. Los ejecutivos abandonaban en ese momento la sala, y el escenario estaba vacío. Pero debían de haber oído la presentación, o al menos parte de ella.

—Bien —dijo Doniger con una súbita sonrisa—. Me alegro de que hayan vuelto.

—Nosotros también —respondió Johnston. Pero él no sonrió.

Nadie habló.

Simplemente miraban a Doniger.

Volviéndose hacia Gordon, Doniger dijo:

—Os podéis ir a la mierda. ¿Para qué me habéis traído aquí? ¿Porque los historiadores están molestos? Esto es el futuro, les guste o no. No tengo tiempo para estas gilipolleces. Tengo una empresa que dirigir.

Pero Gordon llevaba en la mano un pequeño bote de gas.

—Ha habido una serie de conversaciones, Bob —explicó—. Opinamos que a partir de ahora debe dirigir la empresa alguien más moderado.

Se oyó un leve siseo de aerosol. Doniger percibió un olor penetrante, como el del éter.

Capítulo 88

Al despertar, oyó un ensordecedor zumbido, y un sonido semejante al chirrido de una lámina de metal al rasgarse. Estaba dentro de la máquina. Vio que todos lo observaban desde detrás del blindaje de agua. Sabía que, una vez iniciado el proceso de tránsito, no podía salir de la jaula.

—No os saldréis con la vuestra —dijo, alzando la voz.

Y en ese instante el destello violáceo del láser lo deslumbró. Los destellos se aceleraron. Vio aumentar de tamaño la sala de tránsito a medida que él se encogía. Oyó el silbido de la espuma cuando descendía hacia ella y luego un chirrido final, y cerró los ojos, esperando el impacto.

Negrura.

Oyó el gorjeo de los pájaros, y abrió los ojos. Lo primero que hizo fue mirar al cielo. Estaba despejado. Así pues, no era el Vesuvio. Se hallaba en un bosque primigenio con enormes árboles. Así que tampoco era Tokio. Los trinos de los pájaros resultaban agradables al oído y el aire era templado. Tampoco estaba, pues, en Tunguska.

¿Dónde demonios estaba?

La máquina había quedado ligeramente inclinada; el terreno declinaba a la izquierda. Vio luz a través de los troncos de los árboles, a cierta distancia. Salió de la máquina y descendió por la pendiente. A lo lejos, oyó el ritmo lento de un solitario tambor.

Llegó a un claro, y desde allí vio un pueblo fortificado. Lo ocultaba parcialmente el humo de muchas hogueras, pero lo reconoció de inmediato. ¡Vaya, pero si es Castelgard!, pensó. ¿Qué sentido tenía obligarlo a viajar allí?

Era cosa de Gordon, claro; él estaba detrás de aquello. La escena sobre el enfado de los historiadores no era más que una farsa. El hijo de puta había estado dirigiendo la tecnología, y ahora se creía capacitado para dirigir también la empresa. Gordon lo había enviado al pasado, pensando que no podría volver.

Pero Doniger sí podía volver, y volvería. No sentía especial preocupación, porque siempre llevaba encima una oblea de cerámica, oculta en una ranura del tacón del zapato. Se descalzó, y miró en la ranura. Sí, la oblea estaba allí. Pero había entrado hasta el fondo de la ranura, y parecía haberse atascado dentro. Sacudió el zapato, pero la oblea no cayó, Probó con una ramita, hurgando en el interior, pero la rama se partió.

A continuación, intentó arrancar el tacón, pero no había hueco suficiente para hacer palanca. Necesitaba alguna herramienta metálica, como un cincel o una cuña. Seguramente, encontraría algo en el pueblo.

Volvió a calzarse, se quitó la chaqueta y la corbata, y descendió por la pendiente. Contemplando el pueblo, advirtió algunos detalles anómalos. Se encontraba justo encima de la puerta oriental de la muralla, pero la puerta estaba abierta. Y en el adarve no rondaba ningún soldado. Era extraño. Fuera el año que fuese, la zona atravesaba sin duda un período de paz; hubo algunos períodos así entre las invasiones inglesas. Aun así, hubiera imaginado que la puerta se hallaba siempre vigilada. Miró los campos de labranza y no vio a nadie trabajar en ellos. Parecían descuidados, invadidos por las malas hierbas.

¿Qué más da?, pensó.

Atravesó la puerta y entró en el pueblo. Vio que la puerta estaba sin vigilancia, porque el soldado de guardia yacía muerto cara arriba. Doniger se inclinó sobre el cadáver. Dos hilillos de sangre brotaban de sus ojos. Debía de haber sido golpeado en la cabeza, se dijo.

Se volvió para mirar el pueblo. El humo, observó, se elevaba de pequeñas vasijas colocadas por todas partes: en la tierra, en las paredes, en los postes de las cercas. Y el pueblo parecía desierto, vacío en un día claro y soleado. Se dirigió hacia el mercado, pero allí no había nadie. Oyó los cantos de unos monjes, acercándose a él. Y oyó el tambor.

Sintió un escalofrío.

Una docena de monjes, todos vestidos de negro,, doblaron la esquina en una especie de procesión. Algunos llevaban el torso descubierto y se azotaban con látigos de piel tachonados. Sus hombros y espaldas sangraban copiosamente.

Flagelantes.

Eso eran: flagelantes. Doniger dejó escapar un gemido y se apartó de los monjes, que siguieron avanzando con paso majestuoso, sin prestarle atención. Continuó retrocediendo hasta que topó de espaldas contra algo de madera.

Al volverse, vio una carreta, pero sin caballo. Vio fardos de ropa amontonados en la carreta. Luego vio asomar de uno de los fardos el pie de un niño. De otro, un brazo de mujer. Una nube de moscas bullía sobre los cadáveres, con un zumbido ensordecedor.

Doniger empezó a temblar.

El brazo de la mujer presentaba unos extraños bultos negruzcos.

La peste negra.

Supo entonces qué año era: 1348. El año en que la primera epidemia azotó Castelgard, matando a un tercio de la población. Sabía asimismo cómo se contagiaba: a través de las picaduras de las moscas, del contacto y del aire. Sólo respirar el aire podía resultar mortal. Sabía que era una muerte fulminante, que la gente se desplomaba sin más en medio de la calle. Uno se encontraba perfectamente, y de pronto empezaba la tos y el dolor de cabeza, y al cabo de una hora estaba muerto.

Se había acercado mucho al soldado de la puerta. Se había acercado a su cara.

Se había acercado mucho.

Doniger se dejó caer contra una pared y se deslizó hasta el suelo, sus miembros paralizados por el terror.

Mientras estaba allí sentado, empezó a toser.

Epílogo

La lluvia azotaba el gris paisaje inglés. Los limpiaparabrisas se deslizaban por el cristal. Sentado al volante, Edward Johnston se inclinaba y entornaba los ojos, intentando ver a través de la lluvia. Fuera había unas colinas bajas y oscuras, demarcadas por setos oscuros, todo ello desdibujado por la lluvia. La última granja se encontraba un par de kilómetros atrás.

—Elsie, ¿estás segura de que es esta carretera? —preguntó Johnston.

—Totalmente segura —respondió Elsie Kastner con el mapa extendido sobre el regazo. Siguió la ruta con el dedo—. Siete kilómetros más allá de Cheatham Cross por el desvío a Bishops Vale, y luego otro kilómetro y medio. Así que debería estar por aquí, a la derecha.

Señaló una ladera de pendiente suave con unos cuantos robles dispersos.

—No veo nada —comentó Chris, en el asiento trasero.

—¿Está puesto el aire acondicionado? Tengo calor —dijo Kate. Embarazada de siete meses, siempre tenía calor.

—Sí, está puesto —contestó Johnston.

—¿A toda potencia?

Chris le dio unas palmadas en la rodilla para tranquilizarla.

Johnston conducía despacio, buscando algún mojón junto a la carretera donde indicara el número de kilómetro. La lluvia amainó. Mejoró la visibilidad. Y de pronto Elsie anunció:

—¡Ahí está!

En lo alto de la colina se alzaba un rectángulo gris, con las paredes en ruinas.

—¿Es eso?

—Sí, eso es el castillo de Eltham —respondió Elsie—. O lo que queda de él.

Johnston detuvo el coche en el arcén y apagó el motor. Elsie leyó un párrafo de una guía turística:

—«Construido aquí por John d’Eltham en el siglo
XI
, con varios anexos posteriores. Destacan la torre del homenaje, del siglo
XII
, y una capilla de estilo gótico inglés, edificada en el siglo
XIV
. Sin relación con el castillo de Eltham sito en Londres, que es de un período posterior».

La lluvia se había reducido a unas cuantas gotas arrastradas por el viento. Johnston abrió la puerta del coche y salió, arrebujándose en la gabardina. Elsie dejó en el asiento del acompañante, sus documentos en una funda de plástico. Chris rodeó el coche para abrirle la puerta a Kate y la ayudó a bajar. Pasaron sobre una tapia baja de piedra y comenzaron a ascender hacia el castillo.

El grado de decrepitud era mucho mayor de lo que parecía desde la carretera: quedaban sólo unas cuantas paredes altas de piedra, oscurecidas por la lluvia. No había techos; las habitaciones se hallaban a la intemperie. Nadie habló mientras paseaban por las ruinas. No vieron carteles, ni letreros con explicaciones de acontecimientos pasados, nada que indicara qué había sido aquel edificio. Finalmente, Kate dijo:

—¿Dónde está?

—¿La capilla? Por allí.

Tras circundar una alta pared, vieron la capilla, asombrosamente completa, su tejado reconstruido en algún momento del pasado. Las ventanas no eran más que arcos abiertos, sin cristal. No había puerta.

Dentro, el viento soplaba a través de las grietas y las ventanas. El techo goteaba. Johnston sacó una potente linterna y alumbró las paredes.

—¿Cómo descubriste este lugar, Elsie? —preguntó Chris.

—En los documentos, claro está —contestó ella—. En los archivos de Troyes aparecía una referencia a un rico caballero inglés llamado Andrew d’Eltham, que visitó el monasterio de Sainte-Mère en los últimos años de su vida. Llevó a toda su familia desde Inglaterra, incluidos su esposa y sus hijos ya adultos. A partir de eso, empecé a investigar.

—Aquí —dijo Johnston, enfocando el suelo con la linterna.

Todos se acercaron a ver.

Ramas rotas y una capa de hojas mojadas cubrían el suelo. Johnston se arrodilló y comenzó a apartarlas para dejar a la vista unas desgastadas lápidas funerarias embutidas en el suelo. Chris contuvo el aliento al ver la primera. El relieve mostraba a una mujer yacente, vestida con recatados ropajes largos. Era sin duda lady Claire. A diferencia de otros muchos relieves, lady Claire había sido representada con los ojos abiertos, mirando directamente al observador.

—Todavía hermosa —dijo Kate, de pie ante la lápida, con la espalda arqueada y una mano en el costado.

—Sí, todavía hermosa —repitió Johnston.

Limpiaron después la segunda lápida. Al lado de Claire, yacía André Marek. También él tenía los ojos abiertos. Marek aparentaba mayor edad, y a un lado de la cara tenía una marca que podía ser una arruga o una cicatriz.

—Según los documentos —prosiguió Elsie—, Andrew escoltó a lady Claire a Inglaterra desde Francia, y más tarde se casó con ella, haciendo caso omiso de los rumores que le atribuían el asesinato de su primer marido. En opinión de todos, estaba profundamente enamorado de su esposa. Tuvieron cinco hijos, y fueron inseparables hasta el fin de sus vidas.

»En su vejez, el otrora
routier
llevó una vida apacible, y adoraba a sus nietos. Las últimas palabras de Andrew antes de morir fueron: «He elegido una buena vida». Fue enterrado en la capilla de la familia en Eltham en junio de 1382.

—Mil trescientos ochenta y dos —dijo Chris—. A los cincuenta y cuatro años.

Johnston limpiaba el resto de la lápida. Vieron el escudo de armas de Marek: un león rampante sobre un campo de lirios. Encima del escudo se leían unas palabras en francés.

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