Retorno a la Tierra (28 page)

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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Retorno a la Tierra
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Pero tampoco esta visión era fija: palpitaba, temblaba, como si el artista que la había concebido la hubiese pintado a la acuarela sobre un papel excesivamente mojado. Quiso volverse, intentó llamar una vez más, pero una fuerza oscura le retenía, le paralizaba. Y mientras la angustia retorcía sus entrañas y sus ojos desorbitados estaban fijos en el valle herido por el incomprensible rayo, éste volvió a deformarse de nuevo, se fundió, hirvió, se convirtió en un magma de colores donde grandes superficies verdes se mezclaban con el barro gris mientras, sobre esta mezcla coloreada, las nubes rojas del cielo desaparecían bajo mareas azules que se volvían a formar. Sintió un vértigo helado que le obligó a cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos un segundo después, o menos, el valle había retornado a su apariencia primera, con el trecho verde de pradera, las sombrías colinas boscosas, el sol anaranjado flotando en un cielo de cobalto. La trepidación había cesado, el fragor apocalíptico fue ahogado por el murmullo acariciante del viento. Se sacudió, respiró profundamente. Algo le agarrotaba todavía las vísceras, algo imperceptible y vagamente amenazador, pero era incapaz de recordar una imagen fija, un sonido definido, como tampoco podía analizar qué le había trastocado de aquel modo. Sus ojos sondearon la abertura del valle, apacible como nunca. Se volvió al fin, cuando ella le llamó para comer, y entonces quiso preguntarle si había visto… oído. . notado. Pero las palabras no acudieron a sus labios, y además ella estaba tranquila, serena, alegre, y su sonrisa no revelaba ningún temor oculto; la luz azul de sus ojos no encubría la menor ceniza. Se sentó frente a ella, sobre el tronco cubierto con un cojín que se hallaba ante la mesa baja; y sus piernas al estirarse bajo la misma, encontraron las piernas de ella, y las rodearon. Se volvió hacia la ventana. Pero sólo se veía la verde transparencia del valle. Empezó a comer; la yema de los huevos reventaba bajo su tenedor como soles estallando en un espacio negativo. Alrededor de la mesa, los gatos esperaban con calma eléctrica las migajas de comida que se les concedían y que tragaban sin masticar. En cambio, Woody chasqueaba furiosamente las mandíbulas cuando atrapaba al vuelo un trozo de pan moreno mojado en grasa fundida. Luego abrieron un bote de confitura de grosellas y arándanos. Pero realmente no conseguía restablecer en su interior la alegre calma anterior a su visión, y no podía dejar de lanzar, a intervalos, una furtiva ojeada hacia las ventanas abiertas al valle.

Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verles llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no viajaban en realidad, en el sentido corriente de la palabra. Ellos no vivían al modo de una criatura viviente de aquel planeta antiguamente.

15/49/11 ? 12 ? 13

Es curioso cómo puede dilatarse el tiempo. Todavía estaba sobre Rusia cuando recibió de Vandenberg la orden de soltar su carga. Está sobre Rusia; el NAOS desciende hacia el sudeste sobre la región de Novossibirsk. Esto quiere decir que sus ICBM son para China. Pero no sabe exactamente para qué objetivos ha sido programada su cabeza electrónica SABRÉ. No lo sabrá jamás, no puede saberlo; sólo es un soldado, obedece, eso es todo. La voz que llega de Vandenberg transmitida por toda una red de satélites pasivos, esta voz lejana, ahora confusa y temblorosa, le ha ordenado apretar el botón al décimo
top
.

Y él lo ha apretado. El casco del NAOS ha resonado como un tambor mientras los nueve ICBM de diez megatones (tres de ellos
tumper
) crepitaban, acelerando primero bajo el mero efecto de las fuerzas de Coriohs, luego escupiendo los gases violáceos de su propia combustión. Una monstruosa eyaculación que irá a derramarse sobre el óvulo oscuro que gira allá abajo, completamente arrugado ya por las continuas descargas que recibe.

—Ahora nos toca a nosotros encajar —ha dicho Vandenberg—. ¡Pero podremos con ellos!

—¿Harold? ¿Harold? Ya no os recibo ¿Harold?

Giordano ya puede gritar, sus auriculares sobrecargados de parásitos ya no transmiten ninguna voz humana.

Ya no tiene ICBM, ni ABM. No sirve para nada. Para él, la guerra ha terminado.

Se hunde en su asiento.

Sólo puede esperar

¡Podremos con ellos!

Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no viajaban en realidad, en el sentido corriente de la palabra. Ellos no vivían al modo de una criatura viviente de aquel planeta antiguamente llamado Tierra, como pudiera vivir una foca, un
maccavethus linolea
o un hombre. Y en cierto sentido, ellos y su navío eran uno. Pero ¿qué importaba…?

Después de tomar el café hirviente, descansaron largo tiempo sentados uno frente al otro, estudiando distraídamente y con ternura las mil pequeñas incongruencias casi invisibles que forman el paisaje de un rostro. Esa hendidura vertical debajo del mentón de él, o los pelos negros que siempre escapan a la navaja de afeitar; esos tres lunares pardos verdosos que nadan en el iris azulado del ojo izquierdo de ella, pero solamente en el izquierdo; esa ínfima cicatriz, como una estrella blanca, en la piel morena de él, cerca de la aleta derecha de su nariz; esta mancha del tamaño de una moneda de diez centavos a la derecha del cuello de ella, donde late la carótida; esos finos pelos negros que unen sus cejas espesas, en él; ese canino superior un poco saliente, en la boca de ella, haciendo más burlona su sonrisa; y otras pequeñas manchas, y otros pequeños pelos, y otros pequeños detalles, y un lunar aquí, y el comienzo de una arruga allá, la vida en todas partes, a flor de piel, a flor de carne, con huellas de las garras del tiempo, en todas partes, de ese tiempo que, en aquellos momentos, sólo para ellos había cesado de latir…

Ella le preguntó si quería venir y comprendió que le inquietaba su silencio, aquella sombría herida interior que quizás atirantaba un poco sus rasgos. Pero ella conocía la única manera de tranquilizarle verdaderamente. El le agradeció que se expresara con tan pocas palabras, pero con una nueva ternura en sus ojos. Se levantó y le tendió la mano por encima de la mesa. Ella cogió tres dedos, arrastrándole hacia el lecho que crujió cuando se dejaron caer en él. Cayó con todo el peso de su cuerpo, y echó las piernas al aire cuando dieron media vuelta para descansar del todo sobre la cama, bañados por la luz solar. Los senos acariciaban su pecho y el vientre de ella el suyo, pero se volvió a un lado para ayudarla a quitarse la ropa, antes de quitarse a su vez la camisa y arrojarla al suelo. Besó dulcemente el pezón de un seno, luego hundió su cabeza entre los dos hemisferios de su carne tibia y olorosa, mientras sus manos recorrían la curva de su espalda, deteniéndose su índice cada vez en la pequeña bola suave de la verruga que ella tenía debajo de un omóplato. El no quería moverse, deseaba permanecer así indefinidamente, con el rostro oculto en el dulce valle entre los senos que se hinchaban contra sus mejillas. Creyó escuchar, o escuchó realmente, un sordo rugido de fuera, y se crispó dolorosamente contra ese cuerpo protector, contra ese cuerpo–flor en el que desearía refugiarse. Ella le preguntó qué le ocurría; él murmuró que todo iba bien. Ella se quitó poco a poco, para no molestarle, sus pantalones y la braga verde claro, luego le desabrochó el cinturón de sus pantalones que bajó a lo largo de sus piernas. Luego hicieron el amor, no cuatro veces seguidas como en las novelas, sino una sola vez y ya estaba bien, era suficiente. No alcanzaron al mismo tiempo el rápido placer del orgasmo, como en los manuales de sexología, sino primero uno y después el otro: ella, mientras le pasaba delicadamente la lengua entre los labios de su rubio sexo; él derramándose en las entrañas de ella que, aturdida y extática todavía, acariciaba su nuca con lánguida mano. Luego se acurrucó contra ella, por miedo a mirar hacia la ventana donde jugaban los destellos anaranjados que a lo mejor provenían del sol poniente, o quizá de los fuegos devastadores del infierno desencadenado.

Venían de muy lejos, de otro sistema solar, quizá de otra galaxia. Y, ¿qué importaba, si no había nadie para verlos llegar? Se desplazaban en un gran navío, que no era un navío según se suele entender, ya que no viajaban en realidad, en el sentido corriente de la palabra. Ellos no vivían al modo de una criatura viviente de aquel planeta antiguamente llamado Tierra, como pudiera vivir una foca, un
maccavcthus hnolea
o un hombre. Y en cierto sentido, ellos y su navío eran uno. Pero ¿qué importaba, si no había nadie para tratar de comprender lo que eran? Ellos, en cambio, procuraban comprender lo que veían. Aunque «ver», en ese caso, no era la expresión adecuada.

Comprender. Aprender. Para eso viajaban. Pues han visto el planeta naranja girar imperturbablemente sobre su eje, el planeta Bob Giordano giró todavía treinta veces alrededor de la naranja enloquecida; o sea, durante poco más de dos días. Pronto se cansó de llamar a Vandenberg: sobre más de mil quinientos kilómetros, la costa oeste de los Estados Unidos había retrocedido considerablemente, tragada por el mar. El éter permanecía mudo; su silencio significaba el de la Tierra entera, y la Tierra ya no estaba precisamente entera: las bombas sólo fueron el detonador de convulsiones geológicas mucho más considerables. Grandes hendiduras se habían abierto ante sus ojos en la corteza terrestre (y además había podido verlas en su pantalla de control), y el
tsunami
se había precipitado en ellas. Los volcanes vomitaban fuego por todas partes, y una espesa capa de humo ocultaba casi todo el hemisferio norte.

Estaba jodido. Nadie había podido con nadie, todo el mundo había podido con todo el mundo. Bob Giordano no quiso terminar la órbita trigésimo primera. Se quitó el guantelete derecho. Eran las 13.37 y pico (hora de Vandenberg, que ya no existía) y el NAOS caía como una piedra sobre la provincia china de Wu–An, ahora en tinieblas. El guantelete hizo un desagradable ruido de succión metálica al sacar la mano, luego quedó suspendido ante el piloto, retenido por el hilo de seguridad. Giordano movió libremente los dedos ante su rostro, y observó un rato el funcionamiento de los tendones en el dorso de su mano, entre las hinchadas venas. Luego empujó hacia arriba la visera hemisférica de su casco y resopló. La atmósfera interior del habitáculo era todavía más insípida que la de su escafandra.

Con su mano libre abrió el bolsillito rojo cosido sobre el nylon metalizado del brazo izquierdo, justamente debajo de la bandera. Sacó del mismo un pequeño tubo negro provisto de un pulsador en su base. Con el pulgar en el pulsador, acercó el tubo a sus labios. Lo cogió con la boca como si fuera un silbato.

El NAOS navegaba entre las sombras nocturnas de la Tierra incendiada. Abajo, donde un día estuvo la isla de T'ai–Wan, mugía un mar embravecido.

—¡Salud! —dijo, mordiendo el extremo del tubo. Titubeó; no sabía si debía decir: «¡Salud, Ben!» o «¡Salud, Vanessa!»

No lo supo jamás. Su pulgar había hundido a fondo el pulsador, la pequeña pastilla blanca fue propulsada al fondo de su garganta y apenas notó que la tragaba. Se extinguió enseguida: murió en menos de diez segundos.

… han visto el planeta naranja girar imperturbablemente sobre su eje, el planeta quemado, devastado

Una gran fatiga se abatió bruscamente sobre él. Pájaros de largas alas translúcidas revoloteaban por la cabaña. Su brazo cayó sobre el suave costado que respiraba regularmente. Se dijo que iba a dormir. Los pájaros cada vez hacían más ruido a sus oídos, llenaban la caja de resonancia que era la habitación con una música aterciopelada, arpegios de viento, acordes apagados de plumas batientes. Respiraba con dificultad. Su cuerpo estaba fatigado; se estremeció ligeramente, se dijo que tenía frío. Ella alzó la colcha de cuadros multicolores sobre sus cuerpos desnudos, se apretó todavía más junto a él, apoyando su cabeza en el hombro masculino. Percibió el olor de sus cabellos, los pájaros rozaban su rostro en giros extraviados. La cabaña a oscuras era una pajarera estriada de trayectorias de cristal, un vaso de ecos perforados por cantos burlones. Estaba tumbado de espaldas, pero no sentía su cuerpo, ni el cuerpo acurrucado contra él. No tenía peso, ni músculos, ni carne, flotaba, se había convertido él mismo en un pájaro girando en el vacío, y sus ojos sólo se abrían ante un muro de oscuridad más compacto que la noche. El susurro de plumas se apagó como si ya no hubiera aire que convirtiera en ondas sonoras la agitación desordenada. Y el muro de oscuridad fue atravesado un millón de veces por una aguja minúscula, y un millón de minúsculos agujeros hicieron aparecer una claridad fría y líquida ante la mirada apagada de sus órbitas vacías, perforado por los cráteres de las bombas, el planeta que ya sólo era costra y cenizas, el planeta–cicatriz, el planeta–desierto, el planeta–infierno donde todavía humeaban algunos rescoldos, el planeta sin vida en lo sucesivo, o casi; el planeta abandonado a las bacterias, a los insectos excavadores, a los bichos y peces de las grandes profundidades.

Han enviado a la superficie sondas que quizá son una parte de ellos mismos, han recogido la ceniza fría, han medido el baile de las partículas ionizadas todavía crepitantes, han calculado: la catástrofe tuvo lugar en una época que podían calcular, tomando como medida de tiempos la rotación del planeta alrededor de su sol, en más de doscientos cincuenta períodos o menos de doscientos sesenta y cinco.

Era un hecho bruto, un dato numérico. Los seres lo asimilaron en su memoria insaciable. Pero las emociones les eran desconocidas; por eso no lloraron. Y la palabra locura no existía en su vocabulario, por lo que no fue pronunciada. Simplemente, enunciaron un concepto general que podríamos traducir por: determinismo histórico.

Sin embargo, los seres llegados de tan lejos aún no se dieron por satisfechos (otro de esos términos inadecuados, que puede interpretarse diciendo que para ellos los efectos observados carecían aún de causa, de motivos). Por tanto, era necesario pedir explicaciones a la raza dominante que había poblado el planeta calcinado. Sin duda, esa raza dominante ahora ya no residía en la superficie, sino bajo la forma de cadáveres, o incluso menos: de polvo…

Sólo que un cadáver puede hablar, y hasta el polvo, cuando se conoce la manera de interrogarle.

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