Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online

Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (27 page)

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
7.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Ya va siendo hora de comer, ¿no les parece?

—Cuando usted guste, lord Bumblebee.

Ante el nuevo sesgo que tomaba el cónclave, Anthony se preguntaba si era mejor para él caer en el olvido o aclarar su situación. Finalmente optó por llamar la atención sobre su persona con una discreta tos. Lord Bumblebee sacudió la cabeza y exclamó:

—Por todos los demonios, Whitelands, casi me había olvidado de usted. En fin, como el tiempo apremia, le diré de qué modo ha de proceder. Recapitulando, esto es lo que hay: usted ha de mediar en la venta de un cuadro falso… No me interrumpa, por todos los demonios. De un cuadro falsamente atribuido a un tal Velázquez.

—Perdone, lord Bumblebee, pero…

—Cierre la boca, Whitelands, su opinión me importa un rábano: yo trabajo para el servicio de inteligencia, no para Sotheby's. Quiero decir que el Gobierno de Su Majestad —añadió señalando el augusto retrato con la pipa— tiene puesto en la operación un interés de carácter no artístico. ¿Está claro? Prosigo: según parece, el producto de la venta se invertirá en la compra de armas con destino a grupos fascistas operantes en España. Esto también lo sabe el servicio de inteligencia español, si es que existe algo digno de tal nombre. Ahora, caballeros, presten atención. Lo que voy a decir debe quedar entre estas cuatro paredes. En nombre de Su Majestad, Whitelands, le ordeno proseguir con la venta, dando por auténtico el cuadro, lo sea o no, a fin de que dicho cuadro alcance la máxima cotización posible. ¿Me he expresado con claridad? Oficialmente, nosotros no tenemos conocimiento de estos cambalaches. Si las autoridades españolas descubren la operación y la consideran delictiva, como realmente es, será usted quien pague las consecuencias. Nosotros no intervendremos en su favor, negaremos cualquier conocimiento de los hechos e incluso haber tenido contacto con usted. No podemos actuar de otra manera: Inglaterra no se inmiscuye en los asuntos internos de España. Por otra parte, Inglaterra no mantiene relaciones de amistad y cooperación con gobiernos ni con grupos de ideología fascista, pero tampoco tiene una actitud beligerante hacia ellos. Allá cada cual es el lema de nuestra política exterior.

Dio unas furiosas chupadas a la pipa, sacudió la cazoleta sobre un cenicero hasta desprender un emplasto de tabaco y saliva, se guardó la pipa en el bolsillo y añadió:

—Ahora bien, todos los indicios apuntan a una inminente revolución bolchevique en España, y si bien eso continuará siendo un asunto interno, Inglaterra no lo puede consentir. Un país comunista a pocas millas de nuestras costas y con capacidad para controlar el estrecho de Gibraltar es impensable para el mantenimiento del equilibrio de fuerzas en el Continente y en la cuenca del Mediterráneo. Hasta ahora hemos mantenido una entente con los fascistas y nada hace prever un cambio de actitud por parte de Hitler. Mussolini es un fantoche y está entretenido con su ridícula guerra de Abisinia. El enemigo verdadero es la Unión Soviética. Nos guste o no nos guste, en España hemos de apoyar a los fascistas frente a los marxistas. Creo haber hablado de un modo prístino. ¿Alguna pregunta?

Como el asunto no iba con ellos y las órdenes procedían de la autoridad superior, los diplomáticos expresaron su total conformidad con las palabras de lord Bumblebee y aseguraron tenerlo todo claro. Anthony tampoco dijo nada. Para él la disyuntiva era clara: obedecer a lord Bumblebee o perder la protección de hecho de la Embajada y caer de inmediato en manos del teniente coronel Marranón. Como, por otra parte, seguía convencido de la autenticidad del Velázquez, le convenía todo cuanto favoreciera la revelación de la obra asociada a su nombre, fuera cual fuese el objetivo último de la venta. En el fondo, los acontecimientos habían tomado un giro positivo para él: como a partir de aquel momento actuaba conforme a los deseos explícitos del Gobierno británico, podía contar con el apoyo de éste, siquiera velado e indirecto, a su persona y a sus planes.

—¿Cuál es mi posición actual con respecto a la policía española? —preguntó.

—Eso pregúnteselo a ellos —respondió el primer secretario—. Bastante hemos hecho consiguiendo su libertad. En mi opinión, le dejarán en paz. Lo encerraron para ver si cantaba, pero tenerlo entre rejas no les sirve para nada. Prefieren que esté libre y les conduzca hasta lo que buscan. Téngalo en cuenta. Del cuadro no saben nada: ahí juega usted con ventaja.

Mientras decía esto, el primer secretario se disponía a salir junto con los demás participantes en la reunión. Todos tenían prisa por ir a comer, pero ninguno tanta como Anthony, de modo que se levantó y, viendo que nadie parecía dispuesto a despedirse de él, se encaminó hacia la puerta. Harry Parker lo acompañó, para asegurarse de que abandonaba la Embajada con discreción. En la puerta, sin embargo, a Anthony le asaltó una duda, se detuvo y se volvió hacia lord Bumblebee.

—Disculpe, lord Bumblebee, hay una cosa que no me ha quedado clara. ¿Qué papel juega Kolia en este asunto?

—¿Kolia? Ya se lo he dicho antes: no lo sabemos. Pero de una cosa estamos seguros: Kolia es su contraparte. Si nosotros estamos enterados de la venta del cuadro y las autoridades españolas sospechan algo, es obvio que los rusos también están al corriente de la cuestión. Naturalmente, a ellos no les interesa que los fascistas reciban ayuda en dinero o en armas, y harán lo posible para impedirlo. Con este propósito han movilizado a Kolia.

—Ya entiendo —dijo Anthony—, ¿y de qué modo puede obstaculizar Kolia la operación?

—¡Vaya pregunta tonta, Whitelands! —exclamó lord Bumblebee—. Por el método habitual: eliminándole a usted.

Capítulo 25

Una exuberante ración de lentejas con chorizo, media hogaza de pan blanco y una jarra de vino tinto no consiguieron disipar el decaimiento producido en su ánimo por las agoreras palabras de lord Bumblebee. Mientras saciaba el hambre acumulada desde el día anterior, Anthony Whitelands no podía apartar de su imaginación la sensación de estar siendo perseguido por un asesino sin rostro. Cualquier persona, en cualquier lugar y en cualquier momento podía clavarle un puñal o dispararle un tiro a quemarropa, estrangularle con la corbata o echar veneno en su plato o en su vaso. Mientras comía y bebía con aprensión, Anthony ponderaba por enésima vez la conveniencia de tomar el primer tren y regresar a Inglaterra. Sólo le retenía la sombría convicción de estar envuelto en una intriga de dimensiones internacionales y de que, por esta razón, no había lugar en el planeta donde estuviera a salvo de los conspiradores si éstos decidían acabar con él como represalia o para asegurar su silencio, o por simple animadversión. La única forma de salir con vida del enredo, se decía, era concluir cuanto antes la operación que le había traído a Madrid. Sólo cuando su existencia dejara de ser un estorbo para los planes de sus enemigos, éstos le dejarían en paz.

Con este vago consuelo acabó de comer y emprendió el regreso. Caminaba con paso ligero por las calles concurridas, mirando a derecha e izquierda, y de cuando en cuando daba media vuelta repentinamente para detectar a tiempo una agresión traicionera. Él mismo se daba cuenta de lo ridículo de esta conducta, puesto que ignoraba la fisonomía del potencial agresor. Por un capricho de su exaltada fantasía, había decidido que el asesino se parecía a George Raft, y escudriñaba entre los viandantes tratando de identificar el rostro del actor y el atildado atuendo de sus famosos personajes. Esta locura le distraía del miedo, y le impulsaba a seguir andando el prurito de llegar al hotel para asearse, afeitarse y cambiarse de ropa: si había de morir trágicamente, al menos morir con un aspecto presentable.

Al pasar ante el escaparate bien surtido de una tienda de ultramarinos, se detuvo, entró y compró alimentos variados. No quería estar en la calle después de anochecido y se aprovisionaba para encerrarse en su habitación y resistir el asedio. En una tahona compró pan, y vino en una taberna. Así pertrechado llegó a la puerta del hotel sin contratiempos.

Como ya era habitual, el recepcionista le dirigió una mirada de patente reproche, justificada por su lamentable aspecto. Pero en aquel momento la opinión del prójimo le traía sin cuidado al inglés. Saludó al recepcionista con frialdad y le tendió la mano para recoger la llave de la habitación. El recepcionista se la dio mientras con la mirada señalaba algo a espaldas de Anthony. Éste se dio media vuelta reprimiendo un grito. Pero en lo que vio no había motivo de alarma.

Una niña andrajosa dormía en una silla del vestíbulo. Anthony preguntó al recepcionista qué tenía que ver con él aquella niña.

—Usted sabrá —dijo el recepcionista—. Vino ayer tarde preguntando por usted y no se ha movido de aquí. Yo estaba por llamar a los guardias, pero luego pensé que ya tiene usted bastante trato con ellos para echar más leña al fuego.

Anthony se puso en cuclillas delante de la niña para verle la cara y se llevó una sorpresa mayúscula al reconocer a la Toñina. Ésta, como si hubiera percibido en sueños la reacción, abrió los ojos y clavó una mirada de gratitud en el inglés, el cual se enderezó como si hubiera visto una tarántula.

—¿Qué haces tú aquí?

La Toñina se frotó los ojos y sonrió.

—Higinio Zamora vino a buscarme y me dijo que viniera a este hotel, que tú ya sabías de qué iba la cosa. Me dijo que si no estabas, te esperase hasta que volvieras. Llevo aquí desde ayer. Ya pensaba que te habías ido de vuelta a tu país.

—¿Higinio Zamora te dijo que vinieras? —preguntó Anthony—. ¿Y te dijo para qué?

—Me dijo que me llevarías contigo a Inglaterra.

Al decir esto señaló debajo de la silla. Anthony vio consternado un hato envuelto en un pañuelo de hierbas.

—Escucha, Toñina —dijo procurando conservar la calma y expresarse en términos sencillos y claros—, yo no sé lo que te habrá contado Higinio Zamora, pero sea lo que sea, carece de todo fundamento. Es cierto que ayer a mediodía almorzamos juntos, a instancia suya. Él estaba muy agitado, en el transcurso del almuerzo dijo muchas insensateces y yo opté por no contradecirle para no agravar su condición. Con posterioridad, otros sucesos de mayor trascendencia me hicieron olvidar la conversación. Por lo demás, no era necesario disipar un posible malentendido. Si Higinio Zamora sacó conclusiones erróneas de mi discreción, el problema es suyo, no mío. Tú me entiendes, ¿no?

La Toñina expresó su asentimiento. Tranquilizado, Anthony se dirigió a la escalera que conducía a las habitaciones. Al llegar al primer peldaño se volvió para ver si la Toñina había abandonado el hotel y la encontró pegada a sus talones, con el fardo en la mano. O no había escuchado la explicación o no la había entendido; o la había entendido y no tenía intención de darse por aludida. Anthony comprendió que debía actuar de un modo enérgico e inequívoco: la única solución era agarrar a la niña por el pescuezo, sacarla a la calle y propinarle un puntapié en su esmirriado trasero. Éste era el único lenguaje apropiado con las personas de espíritu simple y baja extracción. Tal vez el recepcionista reprobaría el recurso a la violencia en el vestíbulo del hotel, pero sin duda se haría cargo de la situación y se solidarizaría con él. Animado por esta idea, Anthony puso una mano en el hombro de la Toñina y la miró de hito en hito.

—No has comido nada desde ayer, ¿verdad? —le preguntó. Y ante el mudo asentimiento de ella, añadió—: En esta bolsa traigo vituallas. Sube a la habitación y te daré un bocado. Luego, ya veremos.

Dicho esto se dirigió al recepcionista, que seguía la escena con curiosidad.

—Estoy en mi habitación y no quiero ser molestado bajo ningún concepto —le dijo.

El recepcionista levantó las cejas e hizo amago de tomar medidas para salvaguardar la respetabilidad del establecimiento. Al advertirlo, la Toñina subió tres escalones para ponerse a la altura del inglés y le susurró al oído:

—Dale una propina.

Anthony sacó precipitadamente un duro, fue hasta la recepción y lo dejó en el mostrador. El recepcionista se lo metió en el bolsillo sin pronunciar palabra y dejó vagar la mirada por las molduras del techo mientras Anthony y la Toñina corrían escalera arriba.

En la habitación, Anthony entregó la bolsa de comida a la Toñina, le encareció que dejara algo para la cena, se dejó caer vestido en la cama y se quedó dormido al instante. Al despertar, la habitación estaba en penumbra; había anochecido y sólo se filtraba por la ventana la pálida claridad del alumbrado público. La Toñina dormía a su lado, hecha un ovillo. Antes de acostarse le había quitado la ropa y los zapatos y lo había cubierto con la sábana y la manta. Anthony dio media vuelta y se deslizó nuevamente en un plácido sueño.

De esta paz lo arrancaron unos golpes persistentes en la puerta. Preguntó quién iba y respondió una voz masculina.

—Un amigo, ábreme.

—¿Quién me garantiza sus buenas intenciones? —dijo Anthony.

—Yo mismo —repuso la voz—. Soy Guillermo, Guillermo del Valle, el hijo del duque de la Igualada. Nos hemos conocido en casa de mis padres y te vi la otra noche en la tertulia de José Antonio en La ballena alegre.

El diálogo había despertado también a la Toñina. Consciente de su condición y posiblemente habituada a trances similares, saltó de la cama, ocultó debajo su exiguo equipaje, recogió la ropa esparcida por el suelo y se metió en el armario. Anthony se vistió y abrió la puerta.

Guillermo del Valle entró en la habitación sin miramientos. Como en ocasiones anteriores iba vestido con elegante desaliño. Con una sonrisa abierta y simpática, estrechó la mano de Anthony.

—Perdona que te reciba en medio de este desbarajuste —dijo el inglés—. No esperaba visita. A decir verdad, he dejado dicho en recepción que no dejaran subir a nadie bajo ningún concepto.

—Ah, sí —dijo el recién llegado pasando de la sonrisa a una risa juvenil—, el tipo de la entrada no me dejaba entrar. Le enseñé la pistola y le convencí. No soy un matón —se apresuró a añadir al ver la súbita palidez del rostro de su interlocutor—. En circunstancias normales no te habría importunado. Pero me urge hablar contigo.

Anthony cerró la puerta, señaló la única silla y se sentó en la cama después de haber estirado la colcha para disimular su reciente uso.

—No te molestes —dijo Guillermo del Valle—. Sólo te robaré unos minutos. ¿Estamos solos? Ya veo que sí. Me refería a si podemos hablar con la seguridad de no ser oídos. El asunto es de la máxima gravedad, como ya te he dicho.

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
7.95Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Faerion by Jim Greenfield
The Stoned Apocalypse by Marco Vassi
Hope's Chance by Jennifer Foor
Love in the Time of Scandal by Caroline Linden
Cali Boys by Kelli London
Democracy of Sound by Alex Sayf Cummings
Black August by Dennis Wheatley