—Están agotados.
—¿Eso crees? El lavado no es el único método para encontrar oro. Ya he encontrado una veta. Se pueden cavar túneles, y no veo ninguno por aquí.
—Acércate a la luz del fuego.
Joesai bajó la cuesta y se abrió paso entre las malezas. Estaba más lejos de lo que ella había calculado. Al fin se detuvo frente a ella, aunque fuera del alcance de su cuchillo. Era un hombre alto, más corpulento que la mayoría, con excepción de los Ivieth. Eso tranquilizó a Oelita. No podía haber sido uno de sus atacantes. Todos tenían una cabeza menos que él. Tampoco era un Mnankrei.
—Estás herida —observó él.
—Nada de importancia —respondió ella en tono desafiante.
—No podrías usar ese cuchillo.
—Mis pies son letales.
—¿Las heridas son recientes?
—Todavía sangran y duelen.
—Déjame examinarlas. Soy un cirujano, y de los mejores. —Joesai no se movió de su lugar.
Ella observó al hombre que sonreía. Sabía que si le ordenaba que se fuese, él la obedecería.
—¿Sabes aplicar vendajes? Puedo enseñarte cómo hacerlo. Mis propios dedos están demasiado hinchados y débiles.
—Prometo hacer algo mejor que eso. —Joesai se acercó y le pidió que se sentase mientras le examinaba las muñecas—. Ahora déjame ocuparme de ello. Soy un maestro. Cuando haya terminado ni siquiera notarás la cicatriz. —Extrajo sus instrumentos antes de que ella le diera permiso—. Estas heridas no son poca cosa —afirmó.
—No. —Oelita se contrajo de dolor mientras él se ponía manos a la obra.
—Tienes enemigos —dijo él, y sus movimientos hicieron que Oelita sintiera un fuego ardiente en todo el brazo.
—Todos aquellos que son apasionadamente amados tienen enemigos.
—Tú debes de ser la Dulce Hereje.
—Algunos me llaman así.
—¡Vaya una sorpresa! Mi esposa-dos es una discípula tuya. No posee un gran intelecto. Al escuchar lo que dice, he llegado a la conclusión de que tus enseñanzas no tienen mucho sentido.
Oelita rió.
—Tal vez no seas un adulador, pero al menos eres bondadoso. La bondad es lo que yo predico.
—Soy cruel cuando me conviene. ¿Puedes caminar? Estaremos mejor en mi campamento. Tengo comida. No necesitarás usar tus manos, y te serviré un banquete.
—Así adoptarás mis enemigos con gran facilidad.
—¿Un hombre de mi estatura debe temer a aquellos que atacan a una mujer indefensa? Te acompañaré de regreso a Congoja. Tal vez a cambio aceptes concederle una entrevista a mi esposa-dos.
—No. El Rito Mortal de los Mnankrei me persigue, y necesito ocultarme. El suelo tiene oídos. Nadie debe saber dónde estoy.
—Entonces te enseñaré dónde ponerte en contacto con ella, y podrás arreglar un encuentro cuando mejor te parezca.
Regresaron aguas arriba, vadeando la orilla la mayor parte del camino, saltando sobre rocas y peñascos cuando el arroyo era bajo. Él le enseñó el filón que contenía oro, y el lugar donde debía excavarse un túnel.
—Un tesoro del que nadie se ha percatado —dijo Joesai—. Algunos no tienen la capacidad de ver bajo tierra.
—¿Confías en mí para decírmelo?
Él rió con ganas.
—¿Acaso no me ha dicho esposa-dos que confiase ciegamente en la Dulce Hereje? Pero no necesito confiar. A mí no me importa quién extraiga el oro, siempre y cuando sea yo quien lo compre.
El campamento de Joesai no era más que una tienda lo bastante grande para albergar a dos personas. Él encendió un fuego y comenzó a preparar pastel, patatas y una salsa sobre cuyo sabor le pidió su opinión. Parecía tan poco preocupado por el peligro que ella se relajó. Antes de que el aroma de las marmitas se esparciese por el aire, Getasol se elevó tiñendo de rojo las colinas del este. Comieron iluminados por el disco de Luna Adusta, que pendía sobre los frondosos árboles del oeste. Cuando se levantaron, alcanzaron a ver el distante horizonte del mar bajo la luna. Joesai la alimentó y bromeó con ella como si fuese una niña.
—Comienzo a comprender el origen de tu inocente filosofía. Ahora abre la boca como una buena niña y come un poco de patata.
—¿Tu mirada penetrante también puede ver mi corazón de oro?
—No hay ningún corazón de oro en tu pecho. Veo un corazón de carne que bombea la sangre a tus mejillas ruborizadas.
—¿Por qué me consideras tan inocente? —Oelita sentía curiosidad. Ella tenía muchos amantes: viejos, jóvenes, de alto y de bajo kalothi. Pensaba que esto era evidente por su aspecto desaliñado y su aire desenfadado.
—Por las cosas que escribes. ¿No fuiste tú quien dijo que éramos un mundo de niños que nunca habían crecido después de que el veneno se llevara a nuestros padres?
—¡Sólo hacía una parábola con ese antiguo mito! ¡La gente comprende los mitos!
—Es lo que quieres que creamos... que tú eres la única adulta. —Arrojó una piedra al fuego para que se elevasen las chispas—. Yo soy un adulto que vive y respira. No he muerto ni por los venenos ni por el hambre. Si buscas niños sólo debes mirarte a ti misma.
Ella había comenzado a abrirse las prendas con discreción. Al escucharlo se detuvo, furiosa ante aquel insulto increíble. Sin embargo, se echó a reír.
—Creo que es hora de que te vayas a la cama, abuelo.
Ambos estaban cansados y listos para dormir. Debieron realizar algunas maniobras para acomodarse en la tienda. Oelita lo estrechó contra su pecho, sorprendida de que él sólo la rodease con un brazo sin tratar de aprovechar lo que ella estaba dispuesta a darle. Su presencia la hacía sentirse segura respecto a los Mnankrei. El pánico había desaparecido y, de alguna manera, el dolor de sus muñecas parecía haber cedido. Ya estaba en condiciones de plantearse su estrategia, cómo ocultarse y cómo atacar. Entonces se quedaron dormidos.
Es una, abeja, rápida, aquella que escapa de la flor fei. Por lo tanto, el territorio de la magenta fei procrea abejas veloces que han aprendido a sorber rápidamente.
Proverbio de los og'Sieth
Benjie era lo que los clanes llamaban un dobu, y en su caso, un dobu del diseño de máquinas. Pero él era algo más que un creador de máquinas; era un dobu clase ocho, y el clan de los og'Sieth no reconocía un nivel más alto que el octavo. Benjie tenía algunas arrugas incipientes y la actitud serena de quien ya ha cometido algunos errores.
Dentro de su taller, cogió la pequeña pieza metálica que acababa de sacar del torno. Gaet observó cómo la cubría de cera, preparándola para el grabado.
—Este es el primero de cinco grabados —dijo el dobu.
Estaba construyendo una pequeña toma de corriente para el Gran Claustro de Kaiel-hontokae. Seguido por Gaet, el hombre atravesó el cobertizo. Su aprendiz estaba sentada ante un escritorio, trabajando bajo un rayo de sol reflejado por espejos. Toda su atención se concentraba en una operación de pulimento.
La joven llevaba en la cabeza la banda og'Sieth de los solteros, prendida en la frente con el distintivo de bronce de los aprendices. Cuando Benjie estuviese seguro de que era bastante competente como mecánica, cumpliría con su deber de ofrecerle un hijo en una ceremonia pública en el templo, y después que naciera el bebé la dejaría en libertad para que se casase. Éstas eran las obligaciones impuestas por el clan a un dobu og'Sieth de octava clase.
Benjie cogió la pieza de manos de su aprendiz y la colocó bajo el haz de luz para Gaet.
—Está casi terminada. Esta pieza sólo necesita hornearse para endurecer su superficie.
Gaet estaba más interesado en la muchacha que en las máquinas de vapor. La miró sonriente y ella apartó la vista. Benjie expresó su aprobación.
—Mi pequeña realiza un trabajo excelente. Pronto tendré que encontrarle un marido.
—¡No es asunto tuyo! —replicó ella—. Me casaré con Mair y con Solovan. Benjie rió.
—Mair es su mejor amiga. Las mujeres se tornan cada vez más testarudas y quieren imponer su voluntad sobre el caos de este mundo. —Se detuvo con la expresión de un hombre a quien le agradaba divertir a los niños—. Hasta donde yo sé, Mair y Solovan aún no están casados.
—Pero
lo estarán.
¡Son amigos! ¡Y Mair me ha prometido presentarme a Solovan en la celebración de esta noche!
—Si coqueteas tan bien como pules sospecho que el destino está sellado, a menos que el pobre Solovan tenga más ingenio del que le he notado.
La aprendiz perdió su timidez y sonrió a Gaet. —Ya ves por qué no puedo terminar mi trabajo con este
lisonjero
a mí alrededor todo el tiempo. Me dice tonterías al oído y me interrumpe para mostrar lo que hago a los visitantes, porque mis piezas son mejores que las suyas.
Los dos hombres abandonaron el cobertizo para recorrer la senda que bajaba la ladera.
—Si te preguntas el motivo de mi visita, he venido a inspeccionar mis propiedades —le explicó el sacerdote.
—Ah, ¿eres el nuevo propietario? —le preguntó el hombre del clan inferior.
—Desde aquí hasta el mar.
Benjie comenzó a reír y no se detuvo hasta que llegaron al camino. Él pertenecía al distrito electoral de Gaet, y los dos se reunían con frecuencia para divertirse juntos.
—Así que los sacerdotes vuelven a luchar —dijo Benjie finalmente—. Esta propiedad sobre las tierras ejercida por los sacerdotes siempre me ha intrigado. Cuando tenéis vuestra propia tierra, no sois libres. No podéis trasponer los límites que os habéis impuesto sin provocar una reyerta. Debéis permanecer despiertos hasta tarde, trazando vuestros mapas y coloreando las zonas. —Detuvo a Gaet y le señaló un enjambre de abejas que acababa de adoptar un nuevo hogar en las rocas, junto a unos matorrales carnívoros de fei—. Las abejas son libres. Pueden ir a cualquier parte. ¿Qué les importa quién es el dueño de la tierra? Un og'Sieth es libre. Yo puedo ir a cualquier sitio que desee y sé que mi clan me recibirá.
—Alguien tiene que preocuparse por los desagües fecales —gruñó Gaet.
—Tú siempre tienes
un problema
cuando vienes a verme —dijo Benjie—. ¿De qué se trata esta vez?
—El mar está demasiado lejos. El problema es el transporte. No es algo que debamos discutir sin un poco de alcohol. La mente es demasiado práctica cuando está sobria.
—Ven a nuestra fiesta esta noche. ¡Eso pondrá remedio a tu sobriedad!
—Estaba pensando en algo así como un Ivieth mecánico. En una máquina que pueda andar día y noche uncida a una carreta, más rápida que cualquier hombre.
Benjie comenzó a reír otra vez.
—¡Espera a que estés ebrio! ¡Espera! —Alzó las manos como para detenerlo, mientras se ahogaba de risa—. ¡Ahora no!
Gaet no volvió a mencionar sus insólitos planes. Compró un pequeño barril de aguamiel para la fiesta, y ayudó a sus amigos a acomodar las mesas y a llevar la comida hasta la pequeña plaza de la aldea. Allí se olvidó de sus problemas. El no era un hombre que continuase preocupado cuando tenía whisky a mano.
Pasó el tiempo escuchando a quienes consideraba buenas adquisiciones para su distrito electoral, pero perdió el interés en todas las cuestiones políticas cuando comenzó a charlar con una anciana og'Sieth que había trabajado con metales en lugares tan distantes como el Mar de Lágrimas. Al igual que casi todos los getaneses, sentía curiosidad por los lugares remotos. La conversación fue interrumpida por una voz que llamaba a distancia.
—¡Gaet maran-Kaiel! ¡Gaet maran-Kaiel!... —La voz era lo bastante fuerte para que su eco resonase entre las colinas, atravesase los valles hasta las minas y descendiese hasta los talleres de los og'Sieth que rodeaban los túneles. Era un mensajero Ivieth que llamaba a Gaet, probablemente con un recado transmitido a través de la torre local que había sobre la colina de la Piedra Roja.
Gaet abandonó la fiesta para interceptar al mensajero.
Más trabajo,
pensó con resignación. Debía de ser Hoemei. Siempre tenía trabajo para la familia, y Gaet sabía por qué todos le respondían de inmediato fuese cual fuera la tarea. Hacía mucho que habían aprendido a confiar en su intuición. Los lazos de inquebrantable lealtad entre los hermanos se remontaban a la guardería, donde el trabajo en conjunto era la única manera de sobrevivir. Sus mujeres habían absorbido la misma lealtad por la osmosis de la experiencia que suele transmitirse entre personas que se aman.
El mensaje que recibió Gaet era escueto, pero contaba con los detalles suficientes para que las conclusiones de Hoemei resultasen convincentes. Terminaba con la acostumbrada acotación personal: un beso en la nariz de parte de Noé. De Joesai y Teenae no había ninguna noticia.
—¿Malas nuevas? ¿Quieres que lleve una respuesta?
—Por Dios, no hay tanta prisa. Tardaré un poco en tener la respuesta.
—Esperaré aquí. —Un Ivieth era capaz de esperar para siempre en el mismo sitio, si alguien se lo pedía.
—No, no. Ven —le dijo Gaet al hombre de gran estatura—. Te invito a una fiesta. Cuando estés lo bastante ebrio podrás cantar para nosotros. ¿Qué canciones conoces?
El mensajero sonrió. Los miembros de su clan eran nómadas, y todos conocían canciones de misteriosos y distantes lugares. Sus relatos amalgamaban la cultura del planeta entero. La sonrisa del hombre indicaba que era capaz de cantar cualquier cosa, y que lo haría de buena gana a cambio de una copa.
Gaet lo escoltó hasta la plaza central donde la fiesta zumbaba como una colmena que hubiera localizado un macizo de flores. Se acercaron a la joven que estaba a cargo de los toneles y las botellas. Ella parecía algo aturdida por los vapores y por haber probado sus diferentes mezclas.
—Sírvele una copa a mi amigo —dijo Gaet con la camaradería de un político que siempre está dispuesto a conseguir una incorporación para su distrito electoral—. Whisky con aguamiel. Tendrá que esperar un buen rato mientras yo ordeno mis pensamientos.
Ella colocó la copa en manos del Ivieth y se apoyó en él unos momentos para no caerse. Entonces alzó la vista.
—Que disfrutes de la fiesta —le dijo—. ¿Ves a mi número tres? Es el que tiene las arrugas en torno a la boca.
Mientras tanto, Gaet se había alejado abrazado a dos de las esposas de Benjie. Según se jactaban ellas, él era capaz de construir máquinas a vapor tan pequeñas que pasaban por el ojo de una aguja. El trío encontró a su dobu ante las mesas de comestibles, con la boca llena de una ensalada de patatas rojas delicadamente sazonadas con frutas profanas.