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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Ritos de Madurez (13 page)

BOOK: Ritos de Madurez
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Pero no había gente en él.

Akin no podía ver a nadie. Lo que es peor, no podía oír a nadie. Los humanos eran ruidosos, incluso cuando trataban de no serlo. Y lo normal hubiera sido que aquellos humanos hubiesen estado hablando y trabajando y llevando su vida normal. En lugar de aquello, no se oía el menor sonido procedente de ellos. No estaban escondidos: simplemente, se habían marchado.

Contempló el poblado desde los brazos de Iriarte y se preguntó cuánto tardarían los hombres en darse cuenta de que algo andaba mal.

Iriarte fue el primero que lo entendió: se detuvo y se quedó mirando fijamente hacia delante. Miró a Akin, cuya cara estaba cerca de la suya, y vio que el niño se había girado entre sus brazos y también estaba mirando.

—¿Qué pasa? —preguntó, como si esperase que Akin le fuera a responder. Y éste casi lo hizo, casi olvidó que no tenía que hablar en voz alta. Pero, como siguió callado, fue Iriarte quien dijo a los demás—: Aquí pasa algo raro.

Inmediatamente, Kaliq adoptó la postura contraria:

—Es un sitio muy agradable. Aún se ve que es rico. No pasa nada malo.

—Aquí no hay nadie —afirmó Iriarte.

—¿Por qué lo dices? ¿Porque nadie ha salido corriendo a recibirnos? Deben estar por alguna parte, vigilándonos.

—No. Hasta el crío se ha dado cuenta.

—Sí —estuvo de acuerdo Galt—. Así es. Yo me estaba fijando en él. Se supone que los de su especie ven y oyen mejor que nosotros.

Lanzó a Akin una mirada cargada de sospechas.

—Si nos metemos en algo, tú te metes con nosotros, chaval.

—¡Por todos los santos, si sólo es un bebé! —exclamó Damek—. No sabe nada de nada. Vamos ya.

Avanzó algunos pasos, antes de que los demás decidiesen empezar a seguirle. Aún se adelantó más, mostrando su desprecio por las precauciones de sus compañeros, pero no atrajo flechas ni balas. No había nadie para disparárselas. Akin descansó su barbilla en el hombro de Iriarte y saboreó los débiles y extraños aromas. Débiles ya porque los humanos hacía días que no estaban en aquel lugar. En algunas de las casas había comida, que se estaba echando a perder. Este olor se fue haciendo más fuerte a medida que se acercaban al poblado. Olor de muchos hombres, algunas mujeres, comida echándose a perder y agutís, los pequeños roedores que algunos resistentes comían.

Y de oankali.

Hacía varios días, allí habían estado muchos oankali. ¿Tendría aquello algo que ver con el secuestro de Akin? No. ¿Cómo podía tenerlo? Por él, los oankali no vaciarían un poblado. Si alguien del lugar le hubiese hecho daño, desde luego que encontrarían a la persona en cuestión, pero dejarían en paz a los demás. Y el vaciado de este pueblo podía haber tenido lugar antes de que lo hubiesen secuestrado.

—Aquí no hay nadie —dijo Damek. Finalmente se había detenido en medio del poblado, rodeado de casas vacías.

—Eso ya te lo había dicho yo hace rato —murmuró Iriarte—. Creo que, de todos modos, no corremos peligro: el chico estaba nervioso hace un rato, pero ahora ya se ha tranquilizado.

—Déjalo en el suelo —dijo Galt—. A ver qué hace.

—Aunque él no esté nervioso, quizá nosotros sí que deberíamos estarlo. —Kaliq miró con desconfianza a su alrededor, atisbando por la abierta puerta de una casa—. Fueron los oankali los que hicieron esto. Tienen que haber sido ellos.

—Deja al chico en el suelo —repitió Galt. Durante la mayor parte del cautiverio de Akin, había ignorado a éste, y también había parecido ignorar u olvidar su precocidad. Ahora parecía desear algo.

Iriarte dejó a Akin en el suelo, aunque el niño hubiera preferido seguir en sus brazos. Pero Galt parecía esperar algo. Sería mejor darle alguna cosa para que se quedase tranquilo. Akin giró lentamente, inspirando para que el aire pasase sobre su lengua. Era algo poco habitual, pero no era probable que provocase miedo o ira.

Sangre en una dirección. Sangre vieja, humana; seca sobre madera muerta. No. No sería bueno mostrarles eso.

Un agutí cerca. La mayor parte de estos animales habían desaparecido, ya fuese llevados por los pueblerinos o liberados en la selva. Éste aún estaba en el poblado, comiendo las semillas que caían de uno de los pocos árboles que todavía quedaban en el recinto. Mejor sería no hacer que los hombres se fijasen en él, o quizá lo matasen a tiros. Tenían hambre de carne: en los últimos días habían pescado, cocinado y comido varios pescados, pero hablaban muchísimo de auténtica carne: filetes y costillas, estofados y hamburguesas…

Un débil aroma del tipo de pigmento vegetal que los humanos de Lo empleaban para escribir. Escritura. Libros. Quizá la gente de Hillmann hubiese dejado algún tipo de información acerca del motivo por el que se habían marchado.

Sin hablar, los hombres siguieron a Akin a la casa que más olía al pigmento, a la tinta, como la llamaba Lilith. Ella la usaba tanto que el olor hizo que Akin la viera en su mente y casi llorara por la nostalgia.

—Igualito que un perro cazador —comentó Damek—. No da un paso en falso.

—Come hongos, flores y hojas —dijo Kaliq, inconsecuentemente—. Es increíble que aún no se haya envenenado.

—¿Y qué tiene eso que ver con esto? Pero, ¿qué es lo que ha encontrado? —Iriarte tomó el gran libro que Akin había estado intentando alcanzar. El niño podía ver que el papel era liso y grueso. La tapa era de madera pulimentada, teñida de color oscuro.

—Mierda —dijo Iriarte—, está en alemán.

Le pasó el libro a Damek. Éste lo apoyó sobre una mesita y fue pasando las páginas, lentamente:

—Ananas… bohnen… bananen… mangos… Esto son datos sobre cosechas. No lo puedo entender todo, pero son…, archivos: resultados de las cosechas, métodos de cultivo… —Pasó algunas páginas más hasta llegar al final del libro—. Pero…, aquí hay algo escrito…, creo que en español.

Iriarte lo miró.

—Aja. Dice que… Mierda. ¡Joder, mierda!

Kaliq se puso a su lado a mirar lo escrito,

—No me lo puedo creer —dijo, al cabo de un momento—. ¡A alguien le debieron obligar a escribir esto!

—Damek —pidió Iriarte con un gesto—. Mira a ver qué dice esta mierda en alemán de aquí arriba. En español dice que lo dejaron correr, que los oankali les invitaron a volver a los poblados comerciales, y que votaron hacerlo. Para tener compañeros oankali e hijos. Dice: «Parte de lo que somos continuará existiendo. Y, algún día, parte de lo que somos irá a las estrellas. Esto nos parece mejor que quedarnos aquí sentados, pudriéndonos en vida, para luego morirnos y no dejar nada tras nosotros. ¿Cómo puede ser un pecado el que la gente tenga descendencia?».

Iriarte miró a Damek.

—¿Dice algo parecido en alemán?

Damek estuvo tanto rato estudiando el libro que Akin se sentó en el suelo para esperar. Finalmente, Damek miró a los otros, con el ceño fruncido.

—Viene a decir lo mismo —explicó—. Pero son dos los que escriben. Uno dice: «Nos vamos a unir a los oankali. Nuestra sangre sobrevivirá». Pero el otro dice que los oankali han de ser muertos…, que el unirse a ellos va en contra de Dios. No estoy seguro, pero creo que un grupo fue a unirse a los oankali y otro fue a matarlos. Dios sabe lo que debió pasar.

—Se marcharon sin más —dijo Galt—. Abandonaron sus casas, sus cosechas…

Comenzó a rebuscar por la casa, para ver qué habían dejado. Cosas que se pudieran comerciar.

Los otros hombres se dispersaron por el poblado para llevar a cabo sus propias búsquedas. Akin miró a su alrededor, para asegurarse de que no lo vigilaban, y luego fue en busca del agutí. No había visto nunca a ninguno de cerca. Lilith afirmaba que tenían el aspecto de ser una mezcla entre ciervos y ratas. Nikanj decía que ahora eran más grandes que antes de la guerra, y que se mostraban más inclinados a cazar insectos. Antes habían vivido principalmente de larvas y de frutos, aunque también comían insectos. Claramente, este agutí estaba más interesado en las larvas de insecto que infestaban las vainas de las semillas que en éstas. Sus patas delanteras acababan en pequeñas manos y, sentado sobre sus patas traseras, las utilizaba para coger las blancas larvas. Akin lo contempló, fascinado. El animal le miró, se puso en tensión por un instante, y luego tendió las manos hacia otra vaina. Akin era más pequeño que el animal, por lo que, evidentemente, éste no lo consideraba una amenaza. Se puso cerca de él y lo observó. Se acercó muy despacito, deseando tocarlo, queriendo ver qué tacto tenía su peludo cuerpo.

Para su asombro, el animal le dejó tocarlo, le dejó acariciar su corto pelaje. Le asombró notar que el pelaje no tenía el tacto del cabello. Era suave y algo tieso en su propio sentido, y áspero a contrapelo. El animal se apartaba cada vez que lo acariciaba a contrapelo. Le olisqueó la mano y le miró por un instante. Agarró entre sus manos una larva grande, medio devorada.

Un instante más tarde, el agutí voló de lado en medio del rugido de un trueno hecho por el hombre. Cayó de costado, a alguna distancia de Akin, e hizo débiles e inútiles movimientos de carrera con sus patas. No podía levantarse.

Akin vio de inmediato que era Galt quien le había disparado al animal. El hombre miró al niño y sonrió, y Akin comprendió que había disparado contra el inofensivo animalillo no porque tuviera hambre de su carne, sino porque quería asustar y hacerle daño a Akin.

Éste fue hacia el agutí, vio que aún estaba vivo, aún luchaba por huir. Sus patas traseras no funcionaban, pero las delanteras daban pasitos de carrera en el aire. Había un tremendo agujero en su costado.

Akin se inclinó hacia su cuello y lo probó y luego, por primera vez, deliberadamente, le inyectó su veneno. Unos segundos más tarde el agutí dejó de luchar y murió.

Galt se acercó y movió el animal con el pie.

—Estaba empezando a sentir un terrible dolor —dijo Akin—. Le ayudé a morir.

Se tambaleaba un poco, a pesar de estar sentado en el suelo. Había probado la vida y el dolor del agutí, pero lo único que le había podido dar era la muerte. Si no se le hubiera acercado, quizá Galt no lo habría descubierto. Tal vez hubiera vivido.

Se abrazó a sí mismo, temblando, sintiéndose mareado.

Galt le empujó con un pie, y cayó al suelo. Se alzó de nuevo y miró al hombre, deseando desesperadamente estar lejos de él.

—¿Cómo es que sólo me hablas a mí? —le preguntó Galt.

—En la otra ocasión porque deseaba ayudar a Tilden —susurró con rapidez Akin; lo otros estaban llegando—. Ahora porque tengo que… ayudaros a vosotros. No debéis comer el agutí; el veneno que le he dado podría mataros.

Akin consiguió evitar la airada patada que Galt apuntó a su cabeza. Iriarte recogió a Akin y lo abrazó para protegerlo.

—¡Estúpido, vas a matarlo! —le gritó.

—¡Mejor para todos! —le devolvió el grito Galt—. ¡Joder, aquí hay un montón de cosas que podemos comerciar…, no necesitamos a este bastardo mestizo!

Kaliq se había colocado al lado de Iriarte.

—¿Qué has hallado que podamos cambiar por una mujer? —le preguntó a Galt.

Silencio.

—Ese chico es para nosotros lo que antes era el oro. —Kaliq hablaba ahora en voz baja.

—De hecho —añadió Iriarte—, nos es más valioso que tú.

—¡Puede hablar! —gritó Galt.

Kaliq dio un paso más hacia él.

—Amigo, por mí como si vuela… Hay gente que pagará cualquier cosa por él. Parece normal, y eso es lo que cuenta.

Iriarte miró a Akin.

—Bueno, ya sabíamos que puede entender las cosas mejor que los chicos normales de su edad. ¿Y qué es lo que te ha dicho?

Galt mostró una apretada sonrisa en su boca.

—Después de que yo le pegase un tiro al agutí, él le mordió el cuello, y el animal murió. Me dijo que no lo comiésemos, porque lo había envenenado.

—¿Sí? —Iriarte alzó a Akin al extremo de sus brazos y lo miró—. Di algo, chaval.

Akin tenía miedo de que el hombre lo dejase caer si hablaba. También tenía miedo de perder a Iriarte como protector…, como ya había perdido a Galt. Trató de que se le viese tan asustado como realmente estaba, pero no dijo nada.

—Dámelo a mí —dijo Galt—. Yo lo haré hablar.

—Ya hablará cuando sea su momento —le cortó Iriarte—. ¡Infiernos, yo tuve siete hijos antes de la guerra y sé que los críos se pasan todo el tiempo hablando… justo hasta que quieres que lo hagan!

—¡Oye, que este crío no habla como un bebé normal…!

—Lo sé, y te creo. ¿Por qué te preocupa eso?

—¡Puede hablar tan bien como tú!

—¿Y qué? Es mejor eso que no el que estuviese cubierto de tentáculos o tuviera la piel gris. Es mejor que el que no tuviera ojos o nariz. Kaliq tiene razón: lo importante es su aspecto. Pero tú sabes tan bien como yo que no es humano, y que eso tiene que notarse en algo.

—Dice que es venenoso —añadió Galt.

—Puede que lo sea. Los oankali lo son.

—Pues ándate con cuidado de no acercártelo al cuello. ¡No te atrevas!

Para sorpresa de Akin, eso fue justamente lo que hizo Iriarte. Luego, cuando estuvo a solas con él, le dijo:

—No tienes que hablar si no lo deseas. —Pasó una mano por el cabello del niño—. Creo que preferiría que no lo hicieras. Te pareces tanto a uno de mis hijos, que me hace daño.

Akin aceptó esto en silencio.

—No mates nada más —añadió—, ni siquiera aunque esté sufriendo. Déjalo estar y no asustes a esta gente. Pueden hacer locuras.

7

En el poblado Siwatu, la gente se parecía mucho a Lilith. Hablaban inglés, swahili, y un puñado de otros idiomas. Examinaron a Akin y mostraron grandes deseos de comprarlo, pero no mandarían a una de las mujeres del poblado fuera de éste, con unos extranjeros. Las mujeres cogieron a Akin, y lo bañaron y lo alimentaron como si él no pudiera hacer nada por sí mismo. Varias de ellas creían que sus pechos podrían ser obligados a dar leche, si guardaban a Akin con ellas.

Los hombres se mostraban tan fascinados con él, que sus captores se asustaron. Así que, una noche sin luna, lo cogieron y escaparon del poblado. Akin no quería ir, le gustaba estar con aquellas mujeres que sabían cómo alzarlo en brazos sin hacerle daño, y que le daban comida interesante. Le gustaba el modo en que olían y la suavidad de sus pechos y de sus voces, agudas y vacías de toda amenaza.

Pero Iriarte se lo llevó de allí en brazos, y pensó que, si gritaba, al hombre lo matarían. Desde luego, habría muertos. Quizá sólo hubiese sido Galt, que le lanzaba patadas siempre que lo tenía cerca, o Damek, que había atacado a Tino; pero con más probabilidad caerían sus cuatro secuestradores y varios habitantes del poblado. Y quizá incluso muriese él mismo. Había visto que, cuando estaban luchando, los hombres podían llegar a enloquecer. Y entonces hacían cosas que luego los asombraban y avergonzaban.

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