Roma Invicta (12 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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¿Los dos magistrados supremos de la República encerrados en prisión? Así funcionaba el complejo sistema de equilibrios de la República. Mientras los tribunos justificaran que actuaban así por defender al pueblo, podían anular cualquier actuación pública. Incluso, como veremos que hizo Tiberio Graco, estaba en su mano paralizar el funcionamiento de toda la República.

A mediados del siglo
II
, había en el senado dos facciones principales que orbitaban alrededor de dos familias, los Escipiones y los Claudios. Entre ellas luchaban por poder y prestigio, no por ideología. Por oponerse a los Claudios, los Escipiones defendían políticas que vistas desde ahora pueden parecer a veces progresistas y a veces conservadoras, y viceversa.

Además, las alianzas entre clanes e individuos no eran estables, y los pactos se hacían y deshacían con la facilidad con que fluye el mercurio. Si hoy día, con ideología y disciplina de partido, existen los tránsfugas, imaginemos qué ocurría entonces.

Hay que tener otra cosa en cuenta. No importaba a qué facción perteneciera uno: si un noble romano empezaba a destacar demasiado, se convertía en una amenaza para todos los demás, que llegado el caso lo señalaban con el dedo —«¡Este quiere convertirse en rey!»—, unían filas contra él y lo apisonaban.

En estas despiadadas luchas de poder algunos miembros de la élite descubrieron que, si no podían imponerse en el terreno de juego del senado, el sistema les ofrecía otra posibilidad: usar los poderes de los tribunos de la plebe para puentear a los demás senadores acudiendo directamente a la asamblea del pueblo. Había dos formas de hacerlo: si uno era ya un político experimentado, podía aliarse con un tribuno. Si uno era más joven y activo, podía convertirse directamente en tribuno.

Para esto último había que ganarse a los votantes. Y eso solo se podía conseguir con políticas «populares». El término lo empezó a usar de forma sistemática Cicerón, pero la realidad ya existía mucho tiempo antes.

¿Cuáles eran esas políticas? Las que favorecían a los más humildes. Las más típicas eran cancelar o reducir deudas, distribuir trigo barato a los ciudadanos pobres y repartirles tierras.

Todas estas medidas mejoraban objetivamente las condiciones de vida de la mayoría de la gente, evitando que pasaran hambre o se quedaran sin hogar. ¿Los políticos populares las proponían por sentimientos humanitarios, por oportunismo o por una mezcla de ambos? Resulta complicado saberlo, y cada caso personal era distinto. Pero hay que tener claro que ni los más populares de entre los populares pretendieron una revolución radical que transformara la sociedad de arriba abajo. Si les hubiéramos preguntado, todos los romanos habrían contestado: «¡Nosotros somos conservadores!». Para ellos la palabra «nuevo» poseía tantas connotaciones negativas como para nosotros el adjetivo «viejo».

Frente a estos políticos que recurrían a procedimientos populares, otros en su misma élite preferían mantenerse dentro del orden tradicional donde era el senado el que siempre tenía la sartén por el mango. Con el tiempo, por oposición a los populares, estos senadores se llamaron a sí mismos optimates, que significa «los mejores». De todos modos, aunque lo usaremos en ocasiones, este término no se extendió hasta entrado el siglo
I
; pues hasta entonces, con gran modestia, se habían denominado simplemente
boni
, «la gente de bien».

Algunos senadores eran optimates toda su vida, otros populares, y los había que cambiaban de táctica según el momento. Unas páginas más adelante veremos cómo, con el fin de vencer al popular Cayo Graco en su propio terreno, los optimates utilizaron al tribuno Livio Druso para proponer políticas aún más populares; tanto, que eran directamente demagógicas e imposibles de llevar a cabo. Insistamos, pues: ser optimate o popular no era una ideología, sino una forma de hacer política.

Tiberio Graco

C
on la ventaja que nos da mirar hacia atrás, podemos decir que la situación política de Roma atravesó un punto de transición de fase en el año donde comenzábamos este capítulo, el 133, siendo cónsules Publio Mucio Escévola y Lucio Calpurnio Pisón. Pero no fueron ellos los personajes determinantes de aquellos trepidantes días, sino Tiberio Sempronio Graco, uno de los diez tribunos de la plebe de aquel año.

Tiberio Graco pertenecía por parte de su padre a una
gens
de gran antigüedad, la Sempronia: ya en el año 497 uno de sus miembros fue elegido cónsul. Había varias ramas en la
gens
, como solía suceder. Una de ellas, la de los Atratinos, era patricia, mientras que el resto eran plebeyas, entre ellas la de los Graco.

Tiberio Graco padre era un hombre muy respetado que fue elegido dos veces como cónsul y una como censor. Estaba casado con Cornelia, la hija más joven del gran Escipión Africano. Cornelia era una mujer de marcada personalidad que dio a luz nada menos que a doce hijos.

Según cierta historia que corrió años después, Tiberio Graco encontró un día dos serpientes en la cama. Al consultar a los adivinos, estos le dijeron que si dejaba ir a la serpiente macho y mataba a la hembra, su esposa fallecería en breve plazo; mientras que si hacía lo contrario, sería él quien moriría. Graco, enamorado de su mujer, acabó con la serpiente macho y no tardó en caer enfermo y morir.

De esta anécdota se burlaba el racionalista Cicerón preguntándose por qué demonios Graco no dejó marchar a ambas serpientes. El siguiente en transmitirla, Plutarco, que era un hombre mucho más religioso y creía en presagios y prodigios, añadió la explicación de que los adivinos le habían dicho a Graco que no podía soltar a la vez a los dos ofidios.
[6]

Cornelia crió sola a los doce hijos, a los que ofreció una educación tan esmerada como la que había recibido ella, incluyendo la lengua y la literatura griegas. También se encargó de la hacienda familiar. Nunca quiso volver a casarse, aunque no le faltaron ofertas, como la de Ptolomeo VI, el rey desterrado del que hemos hablado antes (si el tipo tenía que compartir gastos de alquiler, hay que reconocer que tampoco era un gran partido). Para desgracia de Cornelia, únicamente sobrevivieron hasta la edad adulta dos varones, Tiberio y Cayo, y una mujer, Sempronia, que se casó con Escipión Emiliano. En aquella época la mortalidad infantil era muy alta, y no se salvaban de ella ni las familias pudientes.

El mayor de los hijos de Cornelia, Tiberio, nació entre los años 168 y 163; no podemos estar muy seguros de las fechas por ciertas discrepancias entre los textos. Su primer puesto público fue el de tribuno militar junto a su cuñado Escipión, durante la Tercera Guerra Púnica. Según Plutarco, Tiberio fue el primero en escalar los muros de Cartago, algo que de ser cierto debió de valerle la preciada condecoración de la
corona muralis
. Sin embargo, él y Escipión no tardaron en distanciarse, sobre todo cuando Tiberio se casó con Claudia, hija de Apio Claudio, el mayor rival de Escipión en el senado.

En el año 137, Tiberio fue nombrado cuestor. Como tal, acompañó al cónsul Hostilio Mancino a Hispania y sirvió en la campaña de Numancia. Como ya vimos, la campaña no salió bien y el ejército del cónsul cayó en una trampa. Los numantinos solo aceptaron como mediador a Tiberio Graco, en quien confiaban por el honor que había mostrado siempre su padre en sus tratos con los hispanos. Tiberio hizo lo que se le pedía, negoció las condiciones y aceptó entregar como botín todo lo que había en el campamento romano. De este modo, salvó las vidas de veinte mil legionarios más un número indeterminado de auxiliares y sirvientes.

Plutarco añade otra anécdota que muestra el respeto que sentían los numantinos por Tiberio (
Tiberio Graco
, 6). Este, mientras su ejército se retiraba, se dio cuenta de que se había dejado en el campamento las tablillas donde llevaba la contabilidad que le correspondía como cuestor. Como conocía cuál era el percal de la lucha política en Roma, pensó que si volvía sin las tablillas lo acusarían de haberlas perdido a propósito para ocultar algún desfalco. De modo que regresó y pidió a los numantinos que se las devolvieran. Ellos no solamente lo hicieron, sino que le abrieron las puertas, lo acogieron como un huésped y le ofrecieron un banquete.

El recibimiento en Roma no fue tan cordial. Aunque, en realidad, quien se llevó la peor parte fue el cónsul Mancino, al que el senado dejó con el trasero literalmente al aire cuando lo entregó desnudo y encadenado a los numantinos.

Aquella malhadada campaña en Hispania marcó el futuro político de Tiberio Graco, amenazando con cortar de raíz una carrera política que acababa de empezar. De todos modos, de la misma forma que se encontró con el rechazo y el desprecio de los senadores, Tiberio descubrió que de pronto había ganado millares de partidarios: los familiares y amigos de los veinte mil soldados a los que había salvado la vida se acercaban a él en el Foro, lo abrazaban y besaban para darle las gracias por lo que había hecho y lo aclamaban como un héroe. Su desprestigio en el senado se convertía en apoyo popular en las calles, algo de lo que tomó buena nota.

Por otra parte, durante aquella campaña Tiberio no había dejado de pensar en lo que había visto en 137, cuando atravesaba Etruria para viajar a Hispania y asumir su cargo de cuestor militar. Por el camino había observado que las aldeas estaban despobladas y los campos prácticamente abandonados.
[7]
En los terrenos donde había trabajadores, estos eran esclavos, en muchas ocasiones cargados de cadenas.

En aquel momento Tiberio pensó que esa situación era tan peligrosa como un barril lleno de serpientes. En Apulia ya había estallado una revuelta servil en 185, y en Sicilia llevaban años produciéndose incidentes con esclavos que culminaron en una guerra a gran escala en 135.

¿A qué se debía la despoblación del campo? En una época en que no existían las ciencias económicas, es dudoso que Tiberio pudiera darse cuenta de que un modelo de pequeñas propiedades con economía de consumo propio estaba dando lugar a otro en el que el capital se invertía en una agricultura más especializada e intensiva destinada a vender los excedentes para obtener más beneficios.

Lo que sí podía comprender era lo que estaba ocurriendo con el
ager publicus
, las tierras que Roma había conquistado en Italia durante sus guerras y que pertenecían al Estado. Este había cedido buena parte de esos terrenos en usufructo. A cambio, los campesinos que las trabajaban debían pagar un canon llamado
vectigal
que consistía en una décima parte del grano y una quinta parte de los frutos de los huertos, mientras que los pastores contribuían con una tasa por cada cabeza de ganado que apacentaban.

Lo que ocurrió después con este
ager publicus
lo explica Apiano en
Las guerras civiles
:

Esto [ofrecer el
ager publicus
a quien lo quisiera cultivar] lo hicieron para que se multiplicara la raza itálica, a la que consideraban la más dura, pensando que así tendrían muchos aliados en casa. Pero ocurrió justo lo contrario. Pues los ricos, que ya habían ocupado la mayor parte del
ager publicus
y esperaban que con el tiempo se les reconociera su propiedad, se dedicaron a añadir a sus propias posesiones las parcelas vecinas y más reducidas de los pobres. En parte lo hicieron comprándolas y en parte quitándoselas por la fuerza. De este modo, al final, poseían extensas fincas en lugar de pequeñas parcelas.

Además, empezaron a comprar esclavos como labradores y pastores para evitar que el ejército les arrebatara a los trabajadores de condición libre. Poseer esclavos les reportó grandes beneficios, pues tenían muchos hijos y se multiplicaban sin riesgo, ya que no tenían que hacer el servicio militar.

Por estas causas, los poderosos se enriquecieron muchísimo y el campo se llenó de esclavos. En cambio, los itálicos sufrían de despoblación y falta de varones, ya que los diezmaban la pobreza, los impuestos y el servicio militar. Y si a veces conseguían aliviarse de estas cargas, se encontraban en paro, porque la tierra estaba en poder de los ricos, que se servían de esclavos para trabajarla y no de hombres libres. (BC, 1.7).

El servicio militar era una de las claves, el principio y el final de los males. La Segunda Guerra Púnica exigió a la República un enorme esfuerzo en hombres, aparte de cobrarse muchísimas bajas. Pero cuando terminó, Roma siguió embarcada en conflictos por todo el Mediterráneo. Cada año mantenía movilizados a cerca de cincuenta mil soldados, y a veces más, lo que suponía entre el 15 y el 20 por ciento de sus ciudadanos varones.

Esos hombres que servían en las legiones pertenecían a la clase llamada de los
adsidui
, propietarios con un mínimo de patrimonio, ya que tenían que pagarse su equipo. Es cierto que el Estado les daba una paga, pero esta era muy exigua y además se les descontaba el coste de la ropa y el equipo.

La mayoría de esos soldados eran dueños de pequeñas y medianas plantaciones. Para su desgracia, el momento ideal para hacer la guerra coincidía con la mayoría de las labores agrícolas, por lo que tenían que ausentarse de sus campos en el momento crítico (hay que añadir que eso no era una novedad del siglo
II
, pues ya ocurría antes cuando combatían únicamente en tierras de Italia).

En teoría, el máximo de campañas que podía servir un ciudadano era de dieciséis. Pero a partir del año 200 los escenarios bélicos se hallaban cada vez más alejados, por lo que los soldados no regresaban a Italia ni siquiera en invierno. En la práctica, las supuestas dieciséis campañas estacionales se fundían en un servicio continuo que duraba entre cuatro y seis años. Pero si la situación lo exigía, incluso soldados que ya habían cumplido este tiempo podían ser reenganchados otra vez. Si de los generales dependía, preferían alistar de nuevo a soldados veteranos, que ofrecían mejores prestaciones en combate.

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