Roma Invicta (46 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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¿Qué ocurrió con los antiguos dueños de las fincas expropiadas? Si la mayoría de los campesinos vivían apenas por encima del nivel de subsistencia, quitarles la tierra que trabajaban significaba condenarlos al hambre y a la miseria. Algunos se quedaron por la zona convirtiéndose en jornaleros de unos dueños a los que aborrecían, pues los veían como usurpadores de sus antiguos terrenos. Otros, los que tenían más medios, viajaron a Hispania para unirse a la resistencia contra Sila, que se mantenía viva gracias al talento como general de Quinto Sertorio. Hubo bastantes que, en fin, se convirtieron en bandoleros.

El cuadro que pinta Salustio en
La conjuración de Catilina
(28.4) de la situación al norte de Roma resulta muy revelador, siempre que recordemos que era antisenatorial y, por tanto, antisilano, y que sus afirmaciones hay que tomarlas con una pizca de sal:

Mientras tanto, en Etruria Manlio trataba de sublevar a la plebe, que estaba deseando una revolución por culpa de la miseria y el resentimiento contra las injusticias que había sufrido, ya que durante la dictadura de Sila había perdido sus campos y todos sus bienes. Asimismo, soliviantaba a bandidos de todo tipo, que eran muy abundantes en aquella comarca, y a algunos que provenían de las colonias de Sila y a los que, por su vicio y amor al lujo, no les quedaba ya nada del gran botín que habían conquistado.

Hubo muchas otras reformas, un conjunto ingente de medidas si se considera que las tomó en menos de dos años. Por ejemplo, leyes suntuarias para frenar el lujo excesivo —tiene gracia que las promulgara un hedonista y un libertino como él—: ninguna comida podía costar más de treinta sestercios, e incluso se fijó el precio de las lápidas para que algunos no siguieran ostentando su riqueza hasta la tumba.

Por supuesto, estas normas no sirvieron de nada, como no habían servido antes ni servirían después. El mismo Sila era el primero que se las saltaba, aunque podía alegar que para subir la moral de una ciudad devastada por las guerras había que darle espectáculos. (Sin embargo, no puede decirse que ofreciera a los romanos
panem et circenses
, «pan y circo»: una de sus primeras medidas consistió en acabar con los repartos de trigo barato porque, en teoría, el erario no se lo podía permitir).

En pleno auge de las proscripciones, Sila había empezado el año 81 celebrando con gran magnificencia su triunfo sobre Mitrídates. Allí se mostraron espléndidos despojos. El segundo día del triunfo desfilaron los exiliados que habían tenido que huir de la ciudad durante la época de Cinna. Venían coronados con guirnaldas, acompañados de sus familias y aclamando a Sila como padre y salvador; evidentemente, no todo el mundo lo miraba como un monstruo sanguinario.

Ya hemos hablado de la estatua ecuestre recubierta de oro, pero ahí no quedaron los costosos honores dispensados al dictador. Entre el 26 de octubre y el 1 de noviembre se celebraron unos espléndidos juegos para conmemorar su victoria sobre Mitrídates y los partidarios de Cinna, los llamados
ludi victoriae Sullanae
que debían repetirse anualmente. Los premios que se otorgaron eran tan altos que en 80, cuando se celebraron por segunda vez, la mayoría de los atletas griegos que debían participar en las Olimpiadas dejaron de acudir a estas para viajar a Roma. (¿Qué habría opinado el barón de Coubertin?). En aquella ocasión, a falta de repartos de trigo para el pueblo, Sila ofreció banquetes en los que no se escatimó nada, hasta el punto de que se bebieron vinos de más de cuarenta años y, según se cuenta, todos los días se arrojaban al Tíber grandes cantidades de comida que sobraba.

El mismo hombre que había vivido en un piso de alquiler rodeado de «gentes de mal vivir» recibía ahora honores desusados. ¿Acaso sus pies se habían despegado tanto del mundo real que había caído sin darse cuenta en el culto a la personalidad?

Sin duda, podía parecerlo. Aparte de la exaltación constante de su carisma, estaba la forma de exhibir su relación especial con dioses como Apolo, Ma-Belona, Venus-Afrodita o la misma Fortuna. Tampoco faltaba la fabulosa revelación de que los augures etruscos habían vaticinado unos años antes que acababa una era y otra mejor —la era de Sila— estaba a punto de empezar.

Es posible que todo este enaltecimiento estuviera destinado no tanto a producirle una compensación interior por los sinsabores del pasado —«Mirad hasta dónde he llegado, ¡oh, romanos!»— como a proteger su obra. Si Lucio Cornelio Sila aparecía ante los demás romanos como un ser superior al que las divinidades sonreían, sus leyes y reformas tendrían algo de sagrado y cualquier crítica o cambio posterior podrían verse como una profanación. No olvidemos que siempre había frecuentado la compañía de actores y que él mismo había escrito farsas atelanas. Quizá toda esta pompa escondía algo de teatro y el gran comediante se reía en su interior.

El final de Sila

O
tra de las ocasiones en que el dictador se saltó sus propias leyes suntuarias fue el funeral de su esposa Metela. Ella había enfermado en el año 80 mientras Sila celebraba sus propios juegos, los
ludi Syllani
, y estaba consagrando a Hércules la décima parte del botín obtenido en sus guerras.

Cuando se enteró de que Metela agonizaba, Sila estaba oficiando como augur. Sus compañeros de colegio sacerdotal le dijeron que no podía acercarse a ella ni permitir que la muerte de su esposa manchase de impureza su hogar. Sila le envió una carta de divorcio y mandó a sus sirvientes que se la llevaran a otra casa. Después, cuando Metela falleció, el dictador trató de demostrar que no había obrado así por desprecio y celebró unos magníficos funerales en los que gastó mucho más de lo que permitían las leyes que él había instaurado.

A sus cincuenta y ocho años, Sila no tardó en volver a casarse. La historia tiene un toque entre romántico y picante, y nos dice algo de cómo eran las relaciones entre hombres y mujeres en la Roma del siglo
I
a.C.

Un día en que Sila estaba presenciando unas luchas de gladiadores, sintió que alguien pasaba detrás de él y arrancaba una pelusa de lana de su manto. Al darse la vuelta comprobó con sorpresa que quien le había tocado era una hermosa mujer. Cuando Sila le preguntó por qué había hecho eso, ella le sonrió y contestó: «Tranquilo, dictador. Tan solo quiero participar de una minúscula parte de tu fortuna». (En aquella época, explica Plutarco, estos juegos se celebraban en el teatro y todavía no se separaban los asientos de hombres y mujeres como ocurriría durante el reinado del puritano Augusto).

A Sila le gustó la mujer, que era bastante más joven que él, e hizo averiguaciones. Se trataba de Valeria, perteneciente a la prestigiosa
gens
Valeria y a la rama de los Mesala. Además, se había divorciado recientemente.

A partir de ese momento, cuenta Plutarco con un estilo más propio de Ovidio en
El arte de amar
, se produjeron entre ellos miradas e incluso se daban la vuelta para sonreírse cuando se cruzaban. Finalmente, se comprometieron y se casaron. Plutarco no reprocha nada a Valeria, pero sí critica que a su edad Sila se dejara llevar como un adolescente por el atractivo de una mujer (
Sila
, 35).

Poco después de su boda, a principios del año 79, Sila sorprendió a todos. Como cuenta Apiano:

… el pueblo, halagando a Sila, lo eligió como cónsul. Pero él no accedió, sino que nombró cónsules a Servilio Isáurico y Claudio Pulquer. Él mismo, sin que nadie se lo pidiera, abdicó de su alto puesto.

Es algo que me resulta asombroso: Sila fue el primero y único hombre hasta entonces que, sin que nadie lo obligara, renunció a un poder tan grande […]. Es increíble que después de ascender a la fuerza y en medio de grandes peligros, cuando tenía todo el poder renunciara a él por su propia voluntad.

Asimismo es extraño que no sintiera miedo, pese a que habían muerto en esta guerra más de cien mil jóvenes y él mismo había matado de entre sus enemigos a noventa senadores, quince cónsules o excónsules y dos mil seiscientos caballeros, incluidos los exiliados. Sus propiedades habían sido confiscadas y muchos de ellos no habían recibido sepultura. Pero Sila, sin temer ni a sus familiares, ni a los desterrados, ni a las ciudades a las que les había quitado ciudadelas, murallas, tierras, dinero y privilegios, se retiró y se convirtió en ciudadano privado. ¡Hasta tal punto llegaban su atrevimiento y su buena suerte! (
BC
, 104).

Tras renunciar a su cargo para pasmo de todos los ciudadanos, Sila declaró que cualquiera que lo deseara podría pedirle explicaciones de sus actos. Despidió a sus lictores y a sus escoltas y durante unos días se le vio paseando por el Foro, acompañado únicamente por sus amigos.

En general, la gente parecía tenerle miedo y no se dirigía a él. Pero un día un muchacho se acercó y empezó a criticarlo. Al ver que no ocurría nada, se envalentonó tanto que lo siguió hasta su morada sin dejar de insultarle. Sila, el mismo que había arrasado el Pireo y condenado a muerte a miles de hombres, aguantó impasible aquel chorreo todo el camino. Por fin, al llegar ante la puerta de su casa, el exdictador se dio la vuelta y comentó: «Este muchacho va a conseguir que nadie más renuncie voluntariamente al poder».

¿Por qué abdicó? Es posible que considerara que su obra estaba terminada. O, como piensan algunos autores, empezaba a ver grietas en el edificio que intentaba construir, sobre todo al contemplar cómo sus seguidores peleaban entre ellos por el poder, y se hartó de todo eso. O tal vez pensó que se hallaba en lo más alto de su carrera y que era mejor dejarlo ahí en lugar de entrar en decadencia: este habría sido un pensamiento muy grecorromano.

Por último, no hay que descartar que, dándose cuenta de que su salud empeoraba, Sila quisiera vivir sus últimos años tranquilo. Poco tiempo después, se retiró con su familia a una lujosa villa en el golfo de Nápoles. Allí, aunque mantuvo contactos con la política de Roma, se dedicó a escribir sus memorias, en las que explicaba qué había hecho a lo largo de su vida y, sobre todo, por qué.

No todo era trabajo literario, por supuesto. En sus últimos días, Sila no renunció a sus viejas amistades, que al parecer eran las que más lo hacían disfrutar. Aparte de Metrobio, el histrión con el que había mantenido relaciones durante tanto tiempo, Plutarco menciona a Sórix el comediante y a Quinto Roscio, un actor al que llegó a ascender al orden ecuestre. Con ellos y con otros compañeros similares Sila siguió «cenando bien y bebiendo mejor», como diría el inolvidable Augusto de la serie
Yo, Claudio
.

Como si todo estuviera medido en su vida, Sila terminó sus memorias poco antes de morir, y escribió en ellas que unos adivinos caldeos le habían predicho que después de una vida honrosa moriría en lo más alto de su fortuna. Cumplida su misión para con la posteridad, dos días más tarde, mientras ordenaba que estrangularan a un magistrado local por malversación —genio y figura—, empezó a arrojar sangre por la boca. Tras una noche de agonía, murió al día siguiente.

Lo más probable es que esa hemorragia se debiera a una cirrosis. Sila tenía tan solo sesenta años, pero parece que se había trabajado a conciencia el hígado hasta el último momento.

Tras su muerte, su cadáver fue transportado a Roma sobre un lecho de oro, escoltado por tropas y enseñas de mando. Ya en la ciudad, cuando colocaron su cuerpo en la pira amenazó con llover, lo que habría deslucido el funeral. Pero el aguacero no cayó hasta que se consumieron sus cenizas, «como si la Fortuna hubiera querido estar con él hasta que enterraron su cuerpo» en palabras de Plutarco (
Sila
, 38).

Con el tiempo corrió la historia de que Sila había muerto consumido por una extraña enfermedad, la ptiriasis o «enfermedad piojosa» que el mismo Plutarco menciona. Según la creencia de los antiguos, cuando los humores internos de algunas personas se corrompían, en su interior nacían por generación espontánea piojos, y debajo de la piel crecían bultos que estaban llenos de esos insectos. Los enfermos de ptiriasis sufrían horribles picores, y al rascarse esos quistes los parásitos salían por decenas, sin que hubiera forma de librarse de ellos por más que uno se lavara.

Se creía que este mal era un castigo divino contra asesinos, tiranos y blasfemos. Así, por ejemplo, habrían muerto según los textos judíos Herodes el Grande y Herodes Agripa, y también el rey Antíoco IV Epifanes.

Hoy, en general, se cree que esta enfermedad de la que se habló durante siglos no es más que un mito, que proviene de que algunas personas que sufrían otras enfermedades con heridas abiertas podían ver sus úlceras infectadas por piojos o larvas de mosca. En cualquier caso, lo que está descartado es la creencia antigua de que dichos parásitos nacían por generación espontánea.

Quienes sientan curiosidad por estas historias, que provocan picor solo de leerlas, pueden encontrarlas en el libro
Gabinete de curiosidades médicas
, de Jan Bondeson. Mi opinión personal, en cualquier caso, es que Sila no sufrió nunca ese supuesto mal de los piojos y que se trata de una venganza póstuma. A muchos no les debió de parecer justo que alguien que había arrasado ciudades y bañado en sangre las calles de Roma terminara muriendo en la cama, rodeado de honores y amigos, con una joven y bella esposa y un bebé en camino (una hija que se llamó, como era habitual en tales casos, Póstuma). Por eso tuvieron que inventarle una muerte miserable. Sin embargo, parece evidente que, en general, Lucio Cornelio Sila vivió y murió como quiso.

Resulta casi imposible comprender a este personaje fascinante, cuyo interior estaba tan lleno de sombras como luminosos eran sus ojos y su piel. En cierto modo, él ofreció una pista, pues en su monumento funerario en el Campo de Marte hizo grabar un epitafio que resumía su filosofía de la vida:

NADIE ME SUPERÓ NUNCA EN HACER BIEN A LOS AMIGOS
Y MAL A LOS ENEMIGOS

La rivalidad entre Mario y Sila se convirtió en proverbial. Rodeados por grandes personajes, tanto en Roma como en otros países —pensemos en dos invitados estelares como Yugurta y Mitrídates—, ambos habían protagonizado las últimas décadas de la historia de la República, gracias en gran medida al apoyo de sus legiones.

Dice la maldición china: «Ojalá te toque vivir en tiempos interesantes». Los de Mario y Sila lo habían sido. ¿Descansaría en la paz del aburrimiento la República?

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