Un año después de la boda de César, Sila desembarcó en Brindisi, y al año siguiente, tras la crítica batalla de la puerta Colina, entró en Roma y empezaron las purgas políticas. A esas alturas, Cinna ya había muerto. César, siendo su yerno y además sobrino político de Mario, resultaba un candidato perfecto para ver su nombre en las infames proscripciones.
A su edad, César no podía haber participado realmente en las luchas intestinas de los últimos años. No obstante, eso no servía de excusa, pues las proscripciones afectaban también a los descendientes. Si de entrada César se salvó probablemente se debió a que nadie codiciaba su casa de la Suburra —recordemos a Quinto Aurelio viendo su nombre en una lista y diciendo: «¡Ay de mí! Mi finca en Alba me ha matado»—. También a que su familia, pese a las inclinaciones populares de los últimos tiempos, no dejaba de ser un antiguo linaje patricio y tenía buenas agarraderas.
Pero Sila no estaba dispuesto a permitir que César continuara casado con la hija de Cinna, un personaje al que aborrecía, de modo que le exigió que se divorciara de ella.
Y César se negó.
Considerando la situación, el valor del joven no deja de ser admirable. Sila se había convertido en una especie de Stalin de la época (salvando las distancias). Nadie se atrevía a oponerse a él. Pompeyo, por ejemplo, se había separado de su esposa estando embarazada para casarse con una hijastra de Sila; claro que, en este caso, el divorcio y posterior matrimonio comportaban ventajas políticas que a César no se le ofrecieron. De todos modos, el dictador ante el que tantos se doblegaban debió de quedarse estupefacto cuando aquel jovenzuelo prácticamente imberbe se atrevió a plantarle cara.
¿Por qué se arriesgó de esa manera César? Puede ser que estuviera en su forma de ser, que amara sinceramente a su esposa Cornelia o que consideraba que el matrimonio
per confarreationem
era indisoluble y si lo rompía incurriría en la ira de los dioses.
Las represalias de Sila contra César fueron inmediatas: le confiscó la herencia de su padre, la dote de su mujer y lo despojó del cargo de
flamen dialis
, que no había llegado a ejercer (en esto seguramente le hizo un favor para el futuro). Y, por supuesto, su nombre apareció escrito en las listas malditas.
Una cosa era ser testarudo y otra suicida. César se marchó de Roma y se dirigió a las montañas del país de los sabinos. Pero todos los lugares se hallaban atestados de soldados licenciados por Sila y, aunque en la época no hubiera Internet, no resultaba fácil para un miembro de la nobleza pasar desapercibido. César se trasladaba cada noche a un escondrijo diferente para no caer en manos del dictador. Para colmo, contrajo la malaria, que era endémica de aquellas tierras. Aquejado por las fiebres, un esbirro de Sila llamado Cornelio Fagites lo encontró. César tuvo que pagar a aquel hombre dos talentos, un buen dineral, para que fingiera no haberlo visto.
Mientras tanto, los contactos de César en la ciudad imploraron por él. Entre ellos se hallaban las vírgenes vestales, custodias del fuego sagrado de la ciudad, y un hermano de su madre, Aurelio Cota.
No eran malas influencias: Sila no solo le perdonó la vida, sino que consintió en que llevara una carrera pública, a diferencia de los hijos de otros proscritos. Se cuenta, eso sí, que ante la insistencia de sus allegados exclamó: «¡Habéis ganado! ¡Quedaos con él! Pero quiero que sepáis una cosa: ese al que queréis salvar como sea será la perdición para el bando de los optimates que habéis defendido conmigo. ¡Pues César solo vale como muchos Marios!».
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Por supuesto, es posible que esta última frase sea el típico añadido de la tradición posterior, igual que esta otra: «Tened cuidado con el chico del cinturón flojo».
C
ésar había salvado la vida por el momento, pero era lo bastante sensato para saber que no convenía tentar a la fortuna, esa aliada de Sila, así que se marchó de Roma.
Ahora que ya no tenía que cumplir con los tabúes del sacerdocio, nada le impedía emprender una carrera militar. Con diecinueve años se alistó bajo el mando de Marco Termo, propretor en la provincia de Asia, y sirvió cerca de él como uno de sus contubernales. El término se aplicaba a los legionarios que compartían una tienda y formaban una especie de pelotón, pero también a los jóvenes de la aristocracia que acompañaban a un general a modo de séquito, le ayudaban en todo lo que les mandara y así iniciaban su aprendizaje para convertirse en futuros mandos.
Marco Termo estaba asediando la ciudad de Mitilene, en la isla de Lesbos, que tras las Vísperas asiáticas todavía no había vuelto al redil romano. César, como Sila, tenía carisma y encanto personal, de modo que el propretor decidió encargarle una misión diplomática. César viajó a Bitinia para pedir a Nicomedes que, como amigo y aliado del pueblo romano, enviara a Termo barcos de guerra para terminar el asedio.
César cumplió bien la misión. Demasiado bien para su reputación. Entabló tanta amistad con Nicomedes que empezaron a correr rumores de que se había convertido en su amante. Estos comentarios se adornaron con el tiempo con detalles como que César le había servido de copero en un banquete delante de invitados romanos o que había dejado que unos soldados lo llevaran a la alcoba de Nicomedes, le pusieran un vestido púrpura y lo acostaran en un lecho dorado esperando al rey.
Aquello era un escándalo para los romanos. No porque se tratara de relaciones homosexuales, sino porque se suponía que César había adoptado claramente un papel pasivo que únicamente correspondía a mujeres o a esclavos.
Las hablillas lo persiguieron toda su vida. Sus propios soldados hacían chistes sobre el tema, y al celebrar el triunfo sobre los galos cantaban:
César conquistó las Galias, pero Nicomedes conquistó a César.
¡Mirad cómo ahora triunfa César por someter a las Galias,
mientras que no triunfa Nicomedes, que sometió a César!
Es imposible saber si había algo de verdad en los comentarios sobre esta relación. Se juntaban demasiados tópicos: un rey —los romanos aborrecían a los reyes—, que además reinaba en Oriente —todos los orientales eran unos afeminados—, y para colmo César llevaba el cinturón flojo, mangas largas como una mujer y se depilaba todo el cuerpo. En mi opinión, no era más que un rumor propalado por sus enemigos. No sería extraño que César hubiera mantenido a lo largo de su vida relaciones que podríamos calificar de homosexuales, pero que desde el punto de vista romano serían activas y, por tanto, no menoscababan su virilidad.
Pullas aparte sobre su presunta relación con el rey de Bitinia, la sexualidad de César fue un asunto muy comentado en su tiempo. Tenía un gran gancho con las mujeres. Estuvo casado tres veces, pero eso no cuenta tanto como su número de amantes. La más conocida de ellas fue Servilia, nieta de Servilio Cepión, el general derrotado en el desastre de Arausio al que acusaban de haber robado el oro de Tolosa. Servilia era la madre de Marco Junio Bruto, uno de los conjurados de los idus de marzo. César sentía un gran aprecio por el joven, lo que hizo que se llegara a comentar que en realidad era su hijo natural. Algo más que dudoso, porque cuando nació, César solo tenía quince años (Servilia era mayor que él).
Amén de su prolongada relación con Servilia, César parecía sentir un placer especial en acostarse con mujeres de otros senadores, y lo hizo con las de Gabinio y sus socios de triunvirato, Craso y Pompeyo. Su romance con Cleopatra es bien conocido, y más tarde todavía tuvo uno con Eunoe, la esposa del rey Bogud de Mauritania.
Sus amoríos con romanas casadas no nos hablan solo de la sexualidad del propio César, sino de la de esas mujeres. Las esposas de los nobles pasaban gran parte del tiempo sin sus maridos, ya que estos podían ausentarse de Roma durante años enteros para desempeñar puestos en el extranjero. A finales de la República, para escándalo un tanto hipócrita de los moralistas, muchas de esas mujeres gozaban de bastante libertad y tomaban la iniciativa en asuntos sexuales. La anécdota de Valeria arrancando una pelusa de la toga de Sila nos habla de una sociedad en la que las mujeres también usaban sus recursos para «ligar», por usar términos actuales. La obra
El arte de amar
de Ovidio, escrita no mucho después del final de la República, no es otra cosa que un manual de seducción para ambos sexos. Personalmente, me agrada saber que en la sociedad romana las mujeres gozaban de una libertad mucho mayor de la que tenían, por ejemplo, en la Atenas clásica.
Por terminar con esta digresión sobre el sexo y los sexos en una historia donde las mujeres desempeñan un papel tan callado, no me resisto a copiar el retrato que hace Salustio de una mujer noble de la época, porque ofrece una visión de aquellas cualidades que a la vez atraían y asustaban a un hombre como él:
Entre estas mujeres se contaba Sempronia. […] Por su linaje y su belleza, así como por su marido y por sus hijos, era bastante afortunada. Estaba instruida en la literatura griega y latina, sabía tocar la lira y bailaba con más elegancia de lo que una mujer decente necesitaría, y también poseía otros dones que sirven como herramientas de la sensualidad. […] Era tan apasionada que seducía a los hombres más a menudo de lo que la seducían a ella. […] Ciertamente, poseía cualidades extraordinarias: sabía escribir versos, hacer bromas, mantener una conversación seria, relajada o incluso pícara; poseía, en fin, mucha gracia y un gran encanto.
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Volviendo a la controvertida misión de César en Bitinia, finalmente llevó a Lesbos las naves que Termo le había pedido. Gracias a ellas los romanos pudieron lanzar el asalto contra la ciudad. En el combate, César se destacó tanto que se le concedió la corona cívica, condecoración trenzada con hojas de roble que se otorgaba a quien salvara la vida de otro ciudadano camarada. No valía hacerlo en cualquier circunstancia, sino matando al enemigo que amenazaba al ciudadano y manteniendo el terreno sin retroceder.
Se valoraba tanto a quien poseía la corona cívica que, cuando aparecía en unos juegos o una festividad religiosa, todos, incluso los senadores, se levantaban en señal de respeto. Obviamente, esto hacía que el condecorado llamara mucho la atención en las reuniones públicas y que empezara a ser conocido por los demás ciudadanos; algo que le venía muy bien a alguien como César que quería hacer carrera política ante los votantes.
Tras la caída de Mitilene, César continuó sirviendo en Oriente. En el año 78, se encontraba en Cilicia, al servicio del gobernador Servilio Vatia. Cilicia seguía siendo una región infestada de piratas, y Vatia había recibido la orden de combatir contra ellos.
Fue entonces cuando César se enteró de que Sila había fallecido. «Muerto el perro, se acabó la rabia», debió de pensar, y se trasladó a Roma.
Además de las hazañas militares, otra forma de hacerse conocido para ascender en política era participar en juicios, como abogado o acusador. No es que existiera la abogacía profesional realmente. Quienes actuaban como abogados lo hacían gracias sobre todo a su habilidad como oradores, aunque también era importante que conocieran el laberinto de leyes que constituían el derecho en Roma.
En su origen, el término
advocatus
, «persona a la que se llama», se aplicaba a cualquiera que ayudase a otro en negocios o cuestiones legales, incluso haciendo de testigo. El papel más parecido al de nuestros abogados correspondía al del llamado
patronus
. Sus clientes realmente no lo contrataban. Si eran ciudadanos romanos, le pedían como un favor personal que los ayudara en el juicio, y si no eran ciudadanos le rogaban que los representara.
Al no ser profesionales, a los abogados no se les permitía cobrar por sus servicios; algo que habría sido impensable, por otra parte, en miembros de la élite que veían recibir un salario como algo servil. Sin embargo, es evidente que quien hacía de
patronus
por un cliente algo sacaba a cambio, bien fuera bajo cuerda o bien en forma de favores posteriores.
Los juicios de la época eran auténticos espectáculos que se celebraban en dos estrados permanentes erigidos en el Foro o en las basílicas cercanas. El público asistía en gran número para admirar las facultades oratorias de los participantes. Los discursos podían ser muy largos, tanto que cuando Pompeyo fue cónsul intentó limitar los alegatos de la defensa a
solo
tres horas y los de la acusación a dos.
Pero ¿la gente se entretenía con estas cosas?, podríamos preguntarnos hoy día. Pues sí. Para los antiguos el poder de la palabra era casi mágico. Así lo demuestra que en griego el mismo adjetivo
deinós
que significaba «temible, espantoso», indicando algo que producía estupor, se aplicaba también a los oradores hábiles debido al trance que provocaban en sus oyentes. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la gente disponía de menos actividades con las que divertirse.
César empezó su carrera en el Foro actuando contra un partidario de Sila, Cornelio Dolabela, al que acusó de haber extorsionado a los habitantes de Macedonia mientras había sido gobernador de la provincia. Aunque perdió el caso, el hecho de haberse enfrentado al abogado más famoso del momento, Quinto Hortensio —Cicerón todavía no era el número uno—, le reportó a César un enorme prestigio, y su discurso todavía se seguía leyendo para estudiarlo dos siglos después.
Curiosamente, otro de los defensores de Dolabela fue Aurelio Cota, tío de César, el mismo que había intercedido por él ante Sila. Eso no significa que estuvieran enfrentados. A veces, da la impresión de que los competitivos aristócratas romanos se tomaban estos procesos como un deporte. Aunque no lo era para los acusados: normalmente, la condena para alguien acusado de extorsión era el destierro.
César repitió después la jugada: clientes griegos contra otro partidario de Sila, Cayo Antonio Híbrida, que había aprovechado la guerra de Mitrídates para saquear sin escrúpulos. El procesado se libró de la condena únicamente porque tenía de su parte a varios tribunos de la plebe que interpusieron su veto y anularon el juicio.
Después de aquellos dos juicios, César decidió marcharse por segunda vez de Roma. Según Suetonio, lo hizo porque con sus acusaciones había despertado hostilidades entre gente poderosa. Otra razón quizá más convincente es que sus dos primeras intervenciones forenses le habían hecho comprender que necesitaba mejorar como orador. El mejor lugar para perfeccionar sus habilidades era Rodas, donde enseñaba el profesor más famoso de la época, Apolonio Molón, con quien también estudió Cicerón.