Pero Pompeyo sorprendió a todos al llegar a Brindisi licenciando a sus soldados y enviándolos a sus hogares, no sin antes citarlos a las afueras de Roma en las vísperas del triunfo. Después marchó hacia la ciudad con un pequeño séquito, pero por el camino se le fueron añadiendo admiradores, hasta el punto de que llegó a Roma escoltado por una pequeña multitud.
Su triunfo se celebró los días 28 y 29 de septiembre del año 61. Era el tercero que llevaba a cabo, y el más legal de todos, ya que lo había obtenido contra pueblos extranjeros, como procónsul y a los cuarenta y cinco años —precisamente los cumplía el día 29—, una edad razonable para ello. El botín que exhibía era fabuloso, y en los carteles que llevaban sus soldados se leían los nombres de las naciones que había conquistado: Ponto, Armenia, Capadocia, Paflagonia, Media, Cólquide, Iberia, Albania, Siria, Cilicia, Mesopotamia, Fenicia, Palestina, Judea y Arabia, más la vasta y dispersa nación de los piratas. Tras el triunfo, se celebró un enorme banquete para toda la ciudad y Pompeyo prometió construir un magnífico teatro.
Una vez terminados los fastos, Pompeyo licenció definitivamente a sus soldados, a los que había entregado una generosa bonificación de seis mil sestercios. Les había prometido asimismo que les concedería tierras, la jubilación de los legionarios.
A partir de ese momento, Pompeyo se convertía en un ciudadano privado. Pero no pensaba ser un simple senador más: como Mario antes que él, esperaba que sus triunfos le otorgaran un aura especial, ese respeto que los romanos denominaban
auctoritas
. Sin embargo, tampoco ahora lo logró. Seguía sin ser buen orador y sin saber fajarse en la rápida esgrima parlamentaria.
Pompeyo tenía dos metas fundamentales: conseguir tierras para sus veteranos y que el Estado ratificara los tratados que había firmado en Oriente. Normalmente dichos tratados los negociaban comisiones del senado, pero Pompeyo los había firmado por su cuenta y riesgo.
El senado empezó a dar largas a ambos asuntos. En el año 60, Pompeyo se impacientó y decidió recurrir al voto de la asamblea del pueblo. La jugada tampoco le salió bien por diversas razones, y acabó renunciando a la lucha, al menos de momento.
Por esas mismas fechas, Craso se sentía tan resentido con el senado como Pompeyo. Los publicanos habían pujado en una subasta por la concesión para recaudar tributos, pero al ingresar estos comprobaron que los réditos obtenidos no cubrían el precio que se habían comprometido a pagar. Por eso querían que el Estado renegociara su contrato a la baja. Craso apoyaba a los publicanos por intereses personales y, probablemente, porque tenía acciones en sus compañías, aunque como senador no le estaba permitido en teoría.
El senado también estaba bloqueando esa medida, sobre todo por la terca oposición de Catón. Así pues, en el año 60, Pompeyo y Craso empezaban a descubrir que tenían algo en común: les estaban haciendo la vida imposible, por lo que a ambos les convenía unir fuerzas contra la mayoría que dominaba el senado. El problema era que no se soportaban mutuamente. Necesitaban a alguien que ejerciera de mediador entre ellos, un pegamento para unir a esos dos hombres tan distintos.
Ese pegamento se encontraba en Hispania, pero estaba a punto de venir. Y, por su edad, ya le correspondía presentarse al consulado.
Se acercaba la hora de César.
S
in esperar a que llegara su sucesor en el cargo de gobernador, César abandonó Hispania y llegó a Roma en junio del año 60, dispuesto a presentarse a las elecciones a cónsul, para las que era evidente favorito. Pero debido a las normas impuestas se veía enfrentado a un dilema. Gracias a sus campañas como propretor en Hispania había conseguido que el senado le concediera un triunfo. Era el mayor honor al que podía aspirar un noble romano y la mejor propaganda posible para un candidato. Sin embargo, para celebrarlo necesitaba retener su
imperium
, cosa que solo podía hacer si permanecía fuera del pomerio. Si atravesaba el recinto sagrado antes del día del triunfo, tendría que despedirse de él al perder automáticamente ese
imperium
.
Por otra parte, una ley electoral en vigor exigía que los candidatos a las magistraturas se presentaran personalmente en el Foro. La fecha estipulada para esa comparecencia se acercaba, y era anterior a la que se le había asignado a César para su triunfo.
César solicitó al senado una dispensa especial para acceder al consulado
in absentia
. Los senadores se reunieron la víspera de la proclamación de candidatos para tratar el asunto, y muchos parecían dispuestos a su favor. Catón, al ver que su odiado adversario iba a salir beneficiado, se levantó y empezó a pronunciar un discurso en contra de la petición de César. Puesto que las normas establecían que un senador podía intervenir todo el tiempo que quisiera, él siguió y siguió, perorando sin descanso hasta que se hizo de noche y se tuvo que suspender la sesión. Hay que reconocerle a Catón su tenacidad y su energía, pues no era fácil aguantar tantas horas de pie y sin parar de hablar en un día de julio, cuando el sol tardaba mucho más en ponerse.
Aparentemente, Catón y el resto de los optimates habían vencido: el senado no había podido votar la dispensa y ya no podría hacerlo, porque era al día siguiente cuando los candidatos tenían que comparecer en el Foro. A César no le quedaba más remedio que conformarse con su triunfo y esperar un año mano sobre mano a que llegase otra ocasión de presentarse a cónsul. ¿Qué interés tenía Catón en retrasar el consulado de César doce meses, si al final iba a tener que tragar con aquel sapo de todos modos? La razón más verosímil es que ese año se presentaba a las elecciones su yerno Bíbulo, a quien César ya había eclipsado como edil. Catón quería evitar que eso mismo ocurriese con el consulado.
Al día siguiente, César sorprendió a todos apareciendo en el Foro vestido con la blanca toga de candidato. El rumor se propagó por toda Roma. ¡César había renunciado a un triunfo! ¿Quién hacía algo así?
Evidentemente, solo alguien que se sentía tan seguro de sí mismo que no dudaba de que obtendría mayores victorias militares en el futuro y podría resarcirse por aquel triunfo al que había renunciado.
Los optimates habían perdido una mano, pero no la partida entera. Por una ley de Cayo Graco que aún estaba en vigor, antes de la elección de los cónsules el senado debía asignar las provincias que recibirían una vez terminado su mandato. Para los cónsules del año 59 se decidió que en el 58 ambos se encargarían de supervisar
silvae callesque
, los bosques y las sendas rurales de Italia.
Se trataba de una decisión ridícula e insólita, una especie de declaración de guerra preventiva. Puesto que todo el mundo daba por hecho que César iba a ganar, el decreto apuntaba directamente contra él, tan certero y letal como el proyectil de un escorpión. Aquel absurdo nombramiento aseguraría que César no tuviera tropas a su mando, que no celebrara ningún triunfo y que tampoco pudiera enriquecerse en una guerra como hacían todos; algo que, considerando el montante de sus deudas, era imperioso para él.
Es evidente que detrás de esta maniobra andaban los optimates. En su odio a César, Catón llegaba al extremo de perjudicar incluso a su propio yerno. Bíbulo también detestaba a César, pero ¿tanto como para resignarse a cuidar de los bosques y los senderos rurales?
Como era de esperar, César fue el candidato más votado y Bíbulo el segundo. Una vez nombrado cónsul electo, a César todavía le quedaban unos meses para entrar en el cargo. Era el momento de maniobrar para adelantarse a sus enemigos y, sobre todo, para anular aquel grotesco mandato del senado y conseguir que se le concediera una provincia de verdad.
César necesitaba aliados poderosos que se sintieran tan molestos como él con la oligarquía que dominaba el senado. Había dos personas así en Roma con las que ya había tratado. Una de ellas era Craso, que había financiado buena parte de su carrera política. Craso estaba resentido con el senado porque este se negaba a reducir el precio que pagaban las sociedades de publicanos por la concesión de los tributos de Asia. En la sombra, Craso estaba detrás de esas sociedades, lo que significaba que la negativa del senado le hacía perder mucho dinero.
César no tuvo problemas para pactar con Craso, a quien ya le unía una buena relación. De hecho, si el magnate había decidido subvencionar la carrera de César era porque le parecía un político prometedor y pensaba que con el tiempo recuperaría lo gastado más los réditos. Ahora había llegado el momento de rentabilizar su inversión.
El otro posible aliado era Pompeyo, que llevaba tiempo intentando conseguir que el senado concediera tierras a sus veteranos y confirmara la organización de las provincias de Oriente que había pactado por su cuenta. Pero los senadores seguían mirándolo por encima del hombro como si fuera un advenedizo y rechazando sus propuestas. A Pompeyo, acostumbrado a imponer su voluntad en el ejército, no se le daban bien las sutilezas y componendas de la política. Gracias a César, mucho más fino en la retórica y con contactos entre la nobleza —aunque muchos de sus miembros lo odiaran—, Pompeyo esperaba que las leyes que necesitaba se aprobaran de una vez.
Da la impresión de que ambos hombres congeniaron bien. Para reforzar su alianza política, César le ofreció a Pompeyo la mano de su hija Julia. Ella se hallaba prometida a otro hombre, Servilio Cepión, pero eso no fue obstáculo: César, que por supuesto poseía la patria potestad sobre ella, rompió el compromiso y se la entregó a Pompeyo. El matrimonio, pese a ser de conveniencia política y a la gran diferencia de edad, funcionó muy bien y entre los esposos se desarrolló un cariño sincero no exento, según parece, de atracción sexual.
El problema para César era que Pompeyo y Craso no se llevaban nada bien, sobre todo desde que el primero había intentado arrebatarle al segundo los méritos por la victoria de Espartaco. César tuvo que recurrir a todas sus dotes de persuasión, que no eran pocas, y al final consiguió que ambos aceptaran llegar a un acuerdo con él. En aquel pacto, Craso y Pompeyo ejercían de hombres ya consagrados en el poder y César de político en ascenso que se comprometía a utilizar su cargo de cónsul para presentar todas las leyes que fueran necesarias con el fin de favorecer a sus socios.
Aquella alianza es conocida como Primer Triunvirato, pese a que no tenía carácter formal. Al principio se trató de un pacto secreto, pero cuando los tres empezaron a actuar de forma conjunta se descubrió la jugada, y se oyeron voces de indignación. El erudito Varrón, que unos años antes había preparado para Pompeyo aquel manual para comprender el senado, escribió ahora un panfleto vitriólico titulado
El monstruo de las tres cabezas.
Muchos historiadores posteriores, como Livio o Suetonio, opinaban que era una especie de conspiración para adueñarse ilegalmente del poder, casi un golpe de estado.
Lo curioso es que el triunvirato podría haber sido un cuadrunvirato. César propuso a Cicerón que se uniera al pacto y pusiera su afamada oratoria al servicio del grupo. Cicerón se lo pensó, como le explica a su amigo Ático en una de sus numerosas cartas. ¿Qué debía hacer? ¿Oponerse a la ley agraria que iba a presentar César para beneficiar a los veteranos de Pompeyo —aquella sería una gloriosa discusión parlamentaria, en su opinión—, abstenerse de hablar o apoyarla? Esto último era lo que quería César de él, pero Cicerón al final decidió no comprometerse.
Aparte del apoyo de Craso y Pompeyo, César sabía que necesitaba algo más: un tribuno de la plebe —al menos uno; si eran más mucho mejor— que pudiera bloquear con su veto las iniciativas de sus adversarios y con influencia en la asamblea popular para aprobar las leyes allí si César no conseguía hacerlo en el senado. El hombre al que captó para tal fin fue Publio Vatinio, que en efecto lo apoyó, pero se cobró su ayuda a peso de oro.
El 1 de enero del año 59, César y Bíbulo entraron en posesión de sus cargos. César, que ya tenía bien meditadas sus medidas, empezó aprobando una norma por la que a partir de ese momento unos escribas anotarían todas las deliberaciones del senado y las publicarían en el Foro. Era una forma de demostrar a sus enemigos que no tenía nada que ocultar y también una advertencia para los senadores: si insistían en llevar una política contraria a los intereses del pueblo romano, este no iba a tardar en enterarse de qué pie cojeaba cada uno.
Lo siguiente que hizo César fue presentar la ley agraria que tanto tiempo llevaba pidiendo Pompeyo. Era un proyecto muy meditado y detallado para evitar posibles objeciones. Se distribuirían tierras a los veteranos de Pompeyo, pero también a padres de familia de la plebe urbana que se hallaran en estado de necesidad. Aquellas parcelas no serían confiscadas, sino que se comprarían únicamente a aquellos propietarios que las quisieran vender. El Estado se encargaría de pagar a los dueños recurriendo para ello al inmenso botín que había traído Pompeyo de su campaña en Oriente y a los tributos aportados por las provincias. Para evitar la especulación, quienes recibieran un terreno no podrían venderlo hasta pasados veinte años. Por último, con el fin de supervisar el reparto de tierras se nombraría una comisión formada por veinte miembros. César no formaría parte de ella para evitar sospechas de corrupción.
Era un proyecto razonable, y además César lo presentó en tono sumamente respetuoso. Al terminar, anunció que aceptaría aportaciones y críticas de los senadores y que estaba dispuesto a cambiar o eliminar cualquier cláusula si se demostraba que la sugerencia era pertinente.
Los primeros en intervenir fueron Craso y Pompeyo, como excónsules, y se mostraron a favor. A continuación hablaron otros, que, con mayor o menor entusiasmo, apoyaron la ley. Pero cuando le tocó el turno a Catón, este recurrió a su manido truco de hablar sin parar para conseguir que se hiciera de noche y la sesión se suspendiera.
El recurso que estaba utilizando Catón era legal, pero resulta comprensible que acabara con la paciencia de cualquiera, como ocurre con esos irritantes juegos infantiles en que uno repite lo que el otro dice o añade la coda: «Y tú más». Por los antecedentes, César ya debía sospechar que Catón iba a actuar de esa forma, pero no había gran cosa que pudiera hacer. Como era imposible acallarlo, mandó a sus lictores que lo arrestaran y se lo llevaran a prisión.